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sábado, 27 de enero de 2024

A jugar con el bastón

Gianni Rodari

 

Un día el pequeño Claudio jugaba en el zaguán, y por la calle pasó un hermoso anciano con lentes de oro, que caminaba encorvado, apoyándose en un bastón, y precisamente delante del portón se le cayó el bastón.

Claudio fue presuroso a recogérselo y se lo dio al viejo, que le sonrió y dijo:

–Gracias, pero no me sirve. Puedo caminar muy bien sin él. Si te gusta, tenlo –y sin esperar respuesta se alejó, y parecía menos encorvado que antes.

Claudio permaneció allí con el bastón entre las manos y no sabía qué hacer. Era un bastón común de madera, con el mango curvo y la punta de hierro, y no se notaba nada más especial. Claudio golpeó dos o tres veces la punta en el suelo, después, casi sin pensarlo, montó a horcajadas el bastón y he aquí que no era más un bastón, sino un caballo, un maravilloso potro negro con una estrella blanca en la frente, que se lanzó al galope alrededor del patio, relinchando y haciendo salir centellas de los guijarros.

Cuando Claudio, un poco maravillado y un poco asustado, logró poner el pie en el suelo, el bastón era nuevamente un bastón, y no tenía cascos sino una sencilla punta oxidada, ni crines de caballo, sino el mismo mango encorvado.

–Quiero probar de nuevo –dijo Claudio, cuando logró recobrar el aliento.

Montó de nuevo el bastón, y esta vez no fue un caballo, sino un solemne camello con dos jorobas, y el patio era un inmenso desierto para atravesar, pero Claudio no tenía miedo y observaba desde lejos, para ver aparecer el oasis.

“Ciertamente es un bastón encantado”, se dijo Claudio, montándolo por tercera vez. Ahora era un automóvil de carreras, todo rojo con el número escrito en blanco sobre el capó, y el patio una pista ruidosa, y Claudio llegaba siempre el primero a la meta. Después, el bastón fue una motonave y el patio un lago con aguas tranquilas y verdes, y después una nave espacial que surcaba los espacios, dejando tras de sí una estela de estrellas.

Cada vez que Claudio ponía el pie en tierra el bastón tomaba su aspecto pacífico. La tarde pasó rápida entre aquellos juegos. Hacia la noche Claudio se asomó a la carretera, y he aquí que ve al viejo con lentes de oro. Claudio lo observó con curiosidad, pero no pudo ver en él nada especial: era un viejo señor cualquiera, un poco cansado por el paseo.

–¿Te gusta el bastón? –preguntó sonriendo a Claudio.

Claudio creyó que se lo pedía, y se lo alargó, enrojecido. Pero el viejo hizo señal de que no.

–Tenlo, tenlo –dijo–. ¿Qué hago yo con un bastón? Tú puedes volar, yo solo podré apoyarme. Me apoyaré en el muro y será lo mismo.

Y se fue sonriendo, porque no hay persona más feliz que el viejo que puede regalar alguna cosa a un niño.

 

jueves, 9 de noviembre de 2023

A enredar los cuentos

Gianni Rodari

 

–Érase una vez una niña que se llamaba Caperucita Amarilla.

–¡No, Roja!

–¡Ah!, sí, Caperucita Roja. Su mamá la llamó y le dijo: “Escucha, Caperucita Verde…”

–¡Que no, Roja!

–¡Ah!, sí, Roja. “Ve a casa de tía Diomira a llevarle esta piel de papa”.

–No: “Ve a casa de la abuelita a llevarle este pastel”.

–Bien. La niña se fue al bosque y se encontró una jirafa.

–¡Qué lío! Se encontró al lobo, no una jirafa.

–Y el lobo le preguntó: “¿Cuánto es seis por ocho?”

–¡Qué va! El lobo le preguntó: “¿A dónde vas?”

–Tienes razón. Y Caperucita Negra respondió…

–¡Era Caperucita Roja, Roja, Roja!

–Sí. Y respondió: “Voy al mercado a comprar salsa de tomate”.

–¡Qué va!: “Voy a casa de la abuelita, que está enferma, pero no recuerdo el camino”.

–Exacto. Y el caballo dijo…

–¿Qué caballo? Era un lobo.

–Seguro. Y dijo: “Toma el tranvía número setenta y cinco, baja en la plaza de la Catedral, tuerce a la derecha, y encontrarás tres peldaños y una moneda en el suelo; deja los tres peldaños, recoge la moneda y cómprate un chicle”.

–Tú no sabes contar cuentos en absoluto, abuelo. Los enredas todos. Pero no importa, ¿me compras un chicle?

–Bueno, toma la moneda.

Y el abuelo siguió leyendo el periódico.

 

viernes, 19 de agosto de 2022

Brif, bruf, braf

Gianni Rodari

 

En un tranquilo patio, dos niños estaban jugando a inventarse un idioma especial para poder hablar entre ellos sin que nadie más los entendiera.

–Brif, braf –dijo el primero.

–Braf, brof –respondió el segundo.

Y soltaron una carcajada.

En un balcón del primer piso había un buen viejecito leyendo el periódico, y asomada a la ventana de enfrente había una viejecita ni buena ni mala.

–¡Qué tontos son esos niños! –dijo la señora.

Pero el buen hombre no estaba de acuerdo:

–A mí no me lo parecen.

–No va a decirme que ha entendido lo que han dicho…

–Pues sí, lo he entendido todo. El primero ha dicho: “Qué bonito día”. El segundo ha contestado: “Mañana será más bonito todavía”.

La señora hizo una mueca, pero no dijo nada, porque los niños se habían puesto a hablar de nuevo en su idioma.

–Maraqui, barabasqui, pippirimosqui –dijo el primero.

–Bruf –respondió el segundo.

Y de nuevo los dos se pusieron a reír.

–¡No irá a decirme que ahora los ha entendido! –exclamó indignada la viejecita.

–Pues ahora también lo he entendido todo –respondió sonriendo el viejecito. El primero ha dicho: “Qué felices somos por estar en el mundo”. Y el segundo ha contestado: “El mundo es bellísimo”.

–Pero ¿acaso es bonito de verdad? –insistió la viejecita.

–Brif, bruf, braf –respondió el viejecito.

 

jueves, 12 de mayo de 2022

Domingo por la mañana

Gianni Rodari

 

El señor César era muy rutinario.

Todos los domingos por la mañana se levantaba tarde, daba vueltas por casa en pijama y a las once se afeitaba, dejando abierta la puerta del baño.

Aquel era el momento esperado por su hijo Francisco, que tenía sólo seis años, pero manifestaba ya una inclinación por la medicina y la cirugía. Francisco tomaba el paquete de algodón hidrófilo, la botellita de alcohol desnaturalizado, el sobre de los esparadrapos, entraba al baño y se sentaba en el taburete a esperar.

–¿Qué hay? –pregunta el señor César, enjabonándose la cara.

Los otros días de la semana se afeitaba con la máquina eléctrica, pero el domingo usaba todavía el jabón y las cuchillas. Francisco se torcía en el pequeño asiento, serio, sin responder.

–¿Entonces?

–Bien –decía Francisco– puede ser que tú te cortes. Entonces yo te curaré.

–Ya –decía el señor César.

–Pero no te cortes a propósito como el domingo pasado –decía Francisco severamente–, a propósito no vale.

–De acuerdo –decía el señor César.

Pero cortarse sin hacerlo aposta no lo lograba. Intentaba equivocarse sin quererlo, pero es difícil y casi imposible. Hacía de todo para estar distraído, pero no podía. Finalmente, aquí o allá, el corte llegaba y Francisco podía entrar en acción. Secaba el hilo de sangre, desinfectaba, pegaba el esparadrapo. Así cada domingo el señor César regalaba un hilo de sangre a su hijo, y Francisco estaba convencido de ser útil a su distraído padre.