Agustín Martínez Valderrama
La cena se enfriaba en la mesa y nuestro vecino
seguía igual. Desnudo, subido en una silla y con una soga al cuello. A veces,
bajaba y deambulaba cabizbajo por la habitación. De aquí para allá. De allá
para aquí. Luego volvía a subirse, se anudaba la cuerda y colocaba los pies en
el filo. Así llevaba toda la tarde. Nosotros, desde la ventana, lo observábamos
expectantes. Papá decía que sí. Mamá decía que no. Pero el hombre, que si sí,
que si no, no se decidía nunca. Al final, corrimos las cortinas y nos sentamos
a la mesa. La carne rebozada fría no vale nada.
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