Albert Espinosa
No había Nochebuena que el matrimonio Hunting no celebrase
con una gran fiesta. Les encantaba invitar a amigos y preparar un cóctel. Pero la
Navidad de 1929 fue especial.
El pequeño Ben, de seis años, estaba en la cama, con
su pijama de triángulos y estrellas, soñando con los regalos que le traería Papá
Noel. Su madre intentaba que se durmiese antes de la llegada de los invitados. El
niño no paraba de preguntar: “¿A qué hora llega Papá Noel? ¿Se acordará de lo mío?”.
Pregunta tras pregunta se quedó dormido. Sus padres
cerraron la puerta y se fueron al salón. Diez minutos después, Ben se despertó y
le surgieron más dudas: ¿Habría llegado ya Papá Noel? Pensó que, si tenía que repartir
tantos regalos, quizá pasase antes por otras casas.
Sigilosamente, fue a cada una de las habitaciones para
ver si ya había llegado. La última que revisó fue la de sus padres, pero no encontró
nada. Se tumbó en su cama y se quedó dormido.
Su cuerpo se movía al ritmo de la canción Jingle Bells,
que resonaba desde la cocina donde sus padres estaban preparando el banquete.
Ben dormía mientras los primeros invitados llegaron.
La madre cogió el primer abrigo, que era de visón, y lo llevó a su habitación. Ni
tan siquiera encendió la luz, sólo lo lanzó sobre la cama. Ben emitió un sonido
de felicidad, le encantaba que su madre le cubriera con una manta.
Fueron llegando más visitas y, con ellas, más abrigos,
chaquetas y gabardinas que fueron cubriendo la cama y dejando a Ben enterrado en
un mar de pieles artificiales.
Al rato, Ben se despertó, notaba mucho calor. Abrió
los ojos: estaba oscuro. Tuvo la misma sensación que cuando fue de acampada y notó
aquella lona tan cerca de su cabeza. Aunque ahora el techo estaba justo encima de
su barbilla y olía a perfume caro. Ben estiró los brazos, pero la montaña de abrigos
era enorme. Se sentía aprisionado. Del salón llegaban los acordes atenuados de Silent
Night.
Ben se puso a chillar; gritaba “mamá”, “papá” y hasta
le salió un “abuela”, aunque ésta había muerto hacía seis meses.
Sus gritos eran potentes, pero las capas de ante, cuero
y plástico impermeable los amortiguaban y los convertían en pequeños susurros. Cuando
dejó de gritar, se puso a llorar; eran lágrimas de pánico, peores todavía que las
de aquel día que se perdió en aquellos grandes almacenes. Su respiración comenzó
a entrecortarse y de golpe se quedó quieto. Instintivamente se dio cuenta de que
necesitaría todo el aire que quedaba entre aquellos abrigos.
Los
minutos pasaron, los villancicos se mezclaban con las carcajadas. La fiesta era
un éxito. Silent Night sonaba de fondo. Ben movía los labios al ritmo del villancico,
era el único gasto de energía que se permitía.
De golpe, la puerta se abrió. Y oyó entrar a dos invitados.
Gritó, pero no le oyeron. Las dos personas se sentaron en la cama. Les oía susurrar:
“Hagámoslo aquí”; “No, puede venir mi marido”. Ben reconoció la voz de su padre
y de la señora Whitman. Ella siempre le acariciaba la cabeza de una forma extraña
cuando le veía. Ben intentó sacar su mano, pero era como cavar un túnel imposible
bajo aquel maremágnum de ropa. Con mucho esfuerzo lo consiguió. Notó el exterior
y sus dedos tocaron lo que pensó que era un brazo. De golpe oyó una bofetada y un
comentario: “No me toques, prometiste que te separarías antes de Navidad”.
Se oyó un portazo. Oyó la respiración de su padre. Y
un segundo portazo.
Ben notó entonces cómo un sueño denso y desconocido
se apoderaba de él. No era ni cansancio ni agotamiento, era algo diferente. Sus
párpados se cerraron a la vez que su manita volvía al calor bajo la mole de ropa.
Sonaba Adeste Fideles cuando cerró totalmente los ojos.
La fiesta fue decayendo, los invitados empezaron a marcharse
y a recoger sus abrigos. Como un leve goteo, se despidieron y alabaron al hijo tan
tranquilo y educado que no había aparecido por la fiesta en toda la noche.
Los últimos en irse fueron los Chambers; ellos mismos
decidieron ir a por sus abrigos, no encendieron las luces, los cogieron y se marcharon.
Ben quedó al descubierto, pero no se movía.
Cuando se quedaron solos, el matrimonio Hunting decidió
que ya recogerían al día siguiente. Al entrar en su habitación encontraron a Ben
en su cama. Sonrieron, sabían cuánto le gustaba al niño dormir allí. Su madre lo
cogió en brazos y lo llevó a su cuarto; intentó hacer poco ruido, aunque Ben parecía
completamente dormido.
Pasó la noche y, hacia las doce del mediodía, el matrimonio
Hunting se despertó extrañado. Otros años, Ben aparecía a las siete gritando y solicitando
ver sus regalos.
Fueron a su cuarto, lo tocaron, pero el niño no despertaba.
Los dos se asustaron, habían oído tantas historias de niños que mueren mientras
duermen… El mediano de los Hamilton falleció así.
El padre subió la persiana, estaba nevando. La madre
cogió al niño en brazos y gritó su nombre: “¡Ben, Ben, Ben!”.
Al tercer “Ben”, el niño abrió los ojos. Miró a sus
padres, pero no dijo palabra.
El padre y la madre sonrieron, sólo había sido un susto.
Le dieron su primer regalo. Él lo abrió lentamente, sus manos temblaban.
Vio que era una cazadora para el invierno. Una cazadora
de pana que olía a nueva y que le protegería del frío. Y entonces Ben, ante aquella
prenda, lloró como nunca antes lo había hecho, pero jamás contó nada de lo que ocurrió
aquella Navidad en la que tanto creció.
Al día siguiente, la madre devolvió la cazadora y la
cambió por un bate de béisbol.
No hay comentarios:
Publicar un comentario