Sonia Catela
Mi enemigo, el doctor
Bursa –un juez que actualmente persigue con saña cualquier delito menor que se
comete en su jurisdicción– y yo, de profesión enfermera, nos cruzamos en el
tribunal mientras subía a atestiguar en su contra. Al enfrentarnos, escrutamos
el espejo del vínculo indescifrable que nos unió, y que no acaba de romperse.
En cuanto a los motivos por los cuales nació nuestra enemistad, debo adelantar
que no se originaron directamente en los hechos de la causa por la que se lo
enjuicia, partícipe de tortura. Apenas recuerdo el rostro de Bursa en aquellas
sesiones sobre cuyos detalles seré económica para no agobiar con el horror
excesivo que provocan camillas, espasmos de electricidad, almohadas sobre el
rostro, ausencias. Pero el juez estuvo en esa pieza de pisos de ladrillos, y
tosía como yo por el frío de aquel invierno, aunque él actuara totalmente
vestido y a mí me correspondiera un desempeño expuesto, sin prendas. Sé de su
presencia como sé que había paredes: por su voz. Su bigote era oscuro veinte
años atrás, y yo ignoraba que se trataba de un juez. Me enteré hace una semana,
al tropezarme con su imagen en una entrevista publicada por el periódico local.
Cuando me tenía que desvestir, antes de que me
acostaran, el juez Bursa aguardaba, a mis espaldas, con un grabador o un
cuaderno. Se quedaba todo el tiempo de la sesión; también lo sé porque en
tanto, me interrogaba. Recuerdo que me preguntaba qué libros leía. Yo pensaba
los títulos que le confiaría y mi cuerpo se encargaba de los espasmos de su
desintegración. Durante los preparativos de una de esas sesiones, mientras el
oficial a cargo preparaba o renovaba sus elementos, el juez comenzó a contarle
a su compañero un sueño que había tenido. Debía atravesar una especie de lago,
llevando un ave muerta, un pollo, destinado no sabía a qué. Se introdujo en el
agua y nadó mirando hacia abajo, hacia el espeso líquido profundo, oscuro.
Cuando ya divisaba la orilla, el envoltorio se le cayó y con repugnancia él
debió sumergirse en la tenebrosidad a buscar el animal. El corazón se me paró
en un hilo: yo acababa de soñar idéntica historia o situación, la noche
anterior. También había experimentado angustia. Enseguida, el oficial se acercó
y me vendó la cara y el juez tomó el lápiz y me preguntó qué me parecía Gramsci
y si conocía personalmente el cuartel de Santucho. Pero no pude abandonar las
disquisiciones sobre la abominable coincidencia de nuestros sueños: todo lo demás
–hasta el dolor–, pasó a un segundo plano, al menos durante un instante. Cuando
al día siguiente me acostaron de nuevo en la camilla, en tanto me maniataban,
deseé que el juez no hablara, que no dijera que había soñado con una valija que
al abrirse, contenía una laguna con muñones de árboles y el agua se desbordaba
e inundaba todo mientras yo –es decir, él– forcejaba sin poder volver a cerrar
la tapa para contener el torrente; lo oí relatar exactamente el mismo
escenario. El sueño se refractaba en nuestros inconscientes.
A la tercera sesión, recostada y con ojos
vendados, me le adelanté: “–Levanto la cabeza, y en el cielo un ómnibus
deteriorado y un auto vuelan; le pregunto al alguien, a mi lado si vemos lo
mismo. ‘No es la primera ocasión’, me responde el hombre”. El juez se desborda:
–Mierda–, exclama –yo contesté eso–. Pero el oficial se inclina sobre mí,
ajusta mis muñecas con las correas y Bursa se recompone y me interroga acerca
de presuntas vinculaciones con Agustín Tosco. El problema es ese “yo”. En el
encuentro posterior, vuelvo a anticiparme y relato lo que soñé. El juez se
descontrola y se abalanza como para abofetearme. Pero congela su palma contra
mi mejilla, vacila y se retira. En cambio el oficial no detiene su trabajo. A
veces se queja del frío excesivo, y también, del exceso de trabajo.
En lo sucesivo, se renueva el tormento de
verificar la aberrante exactitud onírica que reproducimos. El juez comienza a
tratar con prepotencia al oficial. Ha entablado conmigo una suerte de alianza
provisoria, hasta que decida su opinión. Yo, directamente, no sé qué rumbo
tomar con mis conjeturas. La sexta jornada comienza con su narración de las
aventuras del sueño. En su transcurso se ha producido nuestro primer encuentro,
un encuentro breve, en medio de la multitud de una calle santafesina. Bursa camina
delante, de espaldas; de repente gira la cabeza y me dice con claridad: “el río”.
¿Qué es esto? Del relato de la sucesiva sesión me ocupo yo, mientras yazgo en
la camilla: nos hallamos nuevamente juntos, en la ribera. Nos asomamos a la
baranda, mientras el torbellino marrón se agolpa y corre. Es curioso. Lo único
que hacemos es observar el agua, pero esperamos que pase un cadáver, digo. Eso
aguardamos en la costanera, inclinados hacia el cauce, sin hablarnos. Un
cadáver. Pero el juez interrumpe mi relato e inquiere: cuando en el precedente
episodio él mencionó “el río” ¿se trataba de una cita?
Lo ignoro.
La noche próxima, el cadáver esperado emerge de
las aguas.
Pertenece a una adolescente desnuda.
–No siga–, se encrespa Bursa. Afirma que deformo
los hechos. Le señalo que no se trata de sucesos, sino de una creación de
nuestras mentes. Continúo: El cadáver desnudo presenta golpes y un par de
heridas alrededor de los pezones; de ellas mana sangre. A la chica le han
amputado las manos. El juez niega. Me ratifico, segura de lo que vi. Bursa
resiste: “es una trampa”, se exaspera.
No. Es apenas un sueño. Aunque quizá sea también,
un secreto. –Esto debe acabarse sin demoras, dictamina él. Repite que se trata
de una celada. Lo arrastra al oficial de la camilla y le murmura algo en el
oído. Se escucha el rechazo del militar: “no me dé órdenes”. Bursa pretende
zamarrearlo pero como el otro lo empuja, me mira por última vez, con rabia, y
se retira. No reaparece. Ya no sé si coincide conmigo, por las noches. ¿Seguiré
sus itinerarios secretos? ¿Le transmitiré los míos? Por una decisión política ajena
a ambos, me transfieren a un centro de detención en Buenos Aires de donde,
afortunadamente, resulto liberada. Diez años después reconozco a este hombre en
el periódico y me presento espontáneamente a declarar como testigo. Ahora, me
miro con el juez Bursa, en el Tribunal. Cuando paso a su lado, para subir al
estrado, musita:
–Me alegro de que viva.
–No puedo decir lo mismo
de usted– replico. Nos observamos con exasperación, fragmentos de un espejo
roto pero común.
–Me alegra que siga viva–
repite él, lento, y ese “me alegro” es advertencia y serán quizá, represalias,
aviso de algo que él conoce y yo no. Dejo de reflejarme en él. Retomo impulso y
me encamino a acusarlo.
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