Waldo Frank
La noche era como un vino tibio; su veliz era ligero. Al salir de la
pequeña estación de ferrocarril, despreció al muchacho que se ofrecía a
cargarle sus cosas, y al camión que llevaba pasajeros, al hotel distante cuatro
millas, a la orilla del mar. Mejor caminaría. Amaba la noche. Quería posponer,
tanto como pudiera, el cuarto de hotel donde el aire claro de la noche no
penetraría, y donde sólo habría sueño.
¡Dormir en esa maravillosa noche de junio! Caminaba
bajo los árboles tarareando una canción. Las luciérnagas brillaban como
pedacitos de estrella. Y en el cielo, las estrellas eran luciérnagas.
Cuando al fin pudo ver la fachada del hotel a
través del pinar, se rebeló a la idea de que había terminado su caminata de una
hora. Los árboles lo instaban a quedarse bajo ellos; tibios, lo envolvían
invitándolo a detenerse. ¿Por qué no acostarse a su sombra? Estuvo tentado de
hacerlo. Podría hacer una almohada con el musgo creciendo en sus raíces
retorcidas a flor de tierra. Podría volver los ojos al mar y a las estrellas.
Con el pulso del universo sobre su mirada, cerraría los ojos, dejando que el
pequeño mundo del sueño, en ritmo con el gran universo, lo arrullara y lo
venciera.
Pero mientras se decidía a quedarse a dormir con la
noche, ya había subido a la terraza del hotel y abierto la puerta. El lugar
parecía desierto. En el estrecho recibidor no había un solo huésped.
Dos lámparas provistas de pantalla iluminaban las
paredes forradas de pino; reflejaban pedazos de sombra sobre una mesa llena de
revistas y periódicos; daban tenue luz a los sillones amplios y cómodos.
Silencio. La noche estaba comprimida en el
vestíbulo; sus murmullos y canciones aplastados. La noche, aquí, estaba
destilada en licor. Se volvió para salir. Tenía sed de la fresca cadencia bajo
los árboles. No le gustaba el hotel… iría a dormir bajo los árboles.
–¿Buscaba a alguien, señor?
Su mirada se volvió, casi culpable, hacia la voz.
Tras un escritorio, cerca de una lámpara, en un rincón del cuarto, estaba una
muchacha. Dudó… de afuera llegaba la fragancia de los pinos y del mar. Luego no
oyó nada. Cerró la puerta, y se acercó a la muchacha.
–Perdón –dijo–. ¡Claro! Buscaba un cuarto.
–¡Ah! ¿No pudo alcanzar el camión? ¡Qué lástima!
¿Caminó?
–No es lástima. Me gustó caminar.
Su mirada comenzó a condensarse de la vaga
ensoñación de su hora con el viento y los árboles. No obstante, apenas veía a
la muchacha. Sólo se daba cuenta de que ella lo miraba a él.
–Espero que no sea demasiado tarde –insistió él–
para molestarla por… por un cuarto.
Ella calló. Después, sencillamente, repitió:
–¡Qué lástima que no alcanzó el camión!
Él tuvo la impresión de que ella no era sino una
muchacha vulgar, campesina, loca por las modas de la ciudad y por los
automóviles.
–¿Tiene usted un cuarto?
Quería irse. ¿Por qué no se iba?
–Lo siento –dijo ella–, no tengo cuarto. ¡Qué
lástima!
Entonces la vio por primera vez. Una nube de pelo
castaño sobre sus ojos. Cintura breve bajo senos firmes. Brazos desnudos.
–¿No hay cuarto?
–Había cuatro huéspedes en el camión. Y sólo
teníamos cuatro cuartos. Es una lástima, señor. Si usted hubiese tomado el
camión… si usted hubiera entrado aquí antes que los otros…
Él se había acercado al escritorio. Puso sobre él
la mano derecha.
–¡Es un problema!
Había olvidado los árboles tentadores. Junto a su
mano estaba la de ella, sobre la madera del escritorio. La mano de ella era una
presencia activa; molestaba la quietud de la de él, y él se daba cuenta.
Golpeaba con los dedos sobre la madera.
–¿Nada?
–Nada. Es una lástima.
–¿No hay otro hotel cerca?
–En la estación. Cruza usted los rieles. La mujer
del cartero podría acomodarlo.
Lo miró, agregando:
–Si es que no está dormida.
–Podría yo telefonear en este momento.
–Ella es muy sorda. Si está dormida, nunca la
despertará.
–¡Ah!
Golpeaba con los dedos. Se dio cuenta de ello. Ella
retiró su mano, él retiró la suya.
–¿Podría yo dejar aquí mi veliz: caminar de
regreso? ¿A qué distancia está?
–Si usted vino –su voz era extraordinariamente
clara, como si tratase de convencer a un niño estúpido–, si usted vino por la
vereda del bosque, caminó cuatro millas. Hay un camino por la playa, son seis
millas, pero es más hermoso.
Ambos habían olvidado la idea de telefonear; él
había olvidado también los árboles sensuales, amables, atrayentes.
Hubo un silencio, un silencio fácil, como si fuese
natural que él pausara un instante antes de decidir un asunto de trascendental
importancia. Su mente imaginó un tablero de ajedrez. Me toca mover, pensó.
Luego volvió a verla –solamente a ella–, volvió a ver a la muchacha que
sonriente, cortés, pero visiblemente indulgente, sin duda esperaba que él se
fuese. Había olvidado por completo los árboles. No había un afuera. El cuarto
estaba vivo, y aprisionaba a ambos.
–¿No hay un solo sitio para mí, donde sea?
–preguntó.
–En ningún lado –contestó ella, lentamente.
–¿Y todos sus huéspedes se han acostado ya?
–Aquí todo el mundo se acuesta temprano. El tren
nocturno es el último suceso del día. El correo se distribuye aquí en las
mañanas.
Tenía él su sombrero en la mano izquierda. Lo puso
sobre la mesa. Y su mano izquierda, posándose junto a él, comenzó a tamborilear
en la madera. El golpe de los dedos era rítmico, inteligente… parecía un
telégrafo. Sintió junto a su mano una presencia que la cubría tibiamente. La
miró. La mano de ella yacía débilmente sobre la mesa. La miró. De la mano de
ella llegaba a la de él una tensión agridulce, una irresistible tensión.
–Si usted fuera amable… –oía su propia voz seca.
Estaba fuera de sus palabras, y se asombró– si usted fuera amable, no me
lanzaría, a esta hora, a caminar seis millas, a llamar a la puerta de una
sorda.
Tenía la boca seca. Sin embargo, lo que había dicho
parecía tener para él sólo escasa importancia, como si fuese una fórmula con
una conclusión anticipada.
–Me dejaría permanecer, Hallaría para mí aunque
sólo fuese una piedra para dormir.
El cuarto respiraba con ellos. Su voz, clara como
un ramaje seco, lo asombró a él mismo:
–¿Tiene usted un cuarto?
He ahí un instante, cuando sus palabras colgaron
entre sus ojos y los de ella. Luego sus palabras desaparecieron, como si los
ojos de ella las hubieran absorbido.
Su cara se volvió hacia una estrecha escalera a sus
espaldas.
–Suba usted y espere.
Su rostro no había sido sino como un poste guía del
camino.
No había en él ninguna emoción, ni una señal de
comprensión. Tomó él su sombrero, dejando su veliz sobre el escritorio.
No era la escalera de los huéspedes. Era una
estrecha, oscura escalera que daba vuelta, a la mitad, de modo que el pasillo
superior estaba a oscuras. Sobre el barandal, una orilla de luz. Quedó quieto
en la oscuridad, y esperó.
No tenía ideas. No esperó inmóvil porque pensara
que si se movía algún huésped podría despertar. Esperó inmóvil y sin idea
alguna, sin sensación alguna, porque estaba en perfecto equilibrio: acunado en
la inminencia de una próxima presencia.
Se oyó un paso abajo. La orilla de luz desapareció:
tan callada su desaparición, que fue como una señal en la distancia. La sintió
venir hacia él. Su hombro lo rozó levemente. Luego la siguió en la oscuridad
del pasillo con un sentimiento que era ciego, sordo. Seguirla era sólo la
estela de ella, como el inmutable efecto de una causa en la naturaleza. Una
puerta se cerró tras ellos. Oyó correrse el pasador.
***
El sueño levemente lo empujó a un amanecer cuya luz fue el despertar de
sus sensaciones revueltas. Volvió el rostro, y hasta entonces abrió los ojos,
cuya mirada cayó ya fija sobre el rostro de ella. La muchacha dormía. Su
cabello era un caos alrededor de su sueño tranquilo. Los ojos cerrados
temblaban levemente. Una de sus manos yacía abierta sobre las cobijas. Aún sin
pensar en nada, se levantó, se vistió y salió.
Cuando llegó al mar, nuevamente se desprendió de
sus ropas, y nadó. El agua sobre su carne era un saludo: el mar parecía
aceptarlo, infinitamente grande que él era, pero como a un igual.
A las nueve de la mañana, el sol estaba alto sobre
los pinos en la playa. Creyó que ya sería fácil y sin peligro regresar al
hotel. Había diseñado su plan estratégico. Se había forzado, al fin, a pensar.
Y con el pensamiento, al salir de la perfección de su trance en el cual el acto
y el impulso habían estado tan maravillosamente acordes, llegó un
estremecimiento de satisfacción, un autosaludo a su poderío.
Caminó, todavía reluciente de mar, al vestíbulo del
hotel. Estaba transformado. Grupos de hombres y mujeres se agrupaban en núcleos
grotescos como hechos por un creador perverso burlándose de su propia belleza.
Tras el escritorio se sentaba una mujer gorda,
satisfecha, la dueña del hotel.
–Buenos días –le sonrió a ella.
Ella lo miró como si su presencia fuera imposible.
De hecho, para ella lo era, puesto que no estaba conectada con ningún tren ni
camión. Su seno, amplio como una repisa bajo su rostro, no se movió cuando ella
inclinó la cabeza respondiendo al saludo.
El apuntó a su veliz, que estaba aún donde lo había
dejado la noche anterior.
–Llegué tarde anoche. No había cuarto para mí. De
modo que dejé mi veliz y me fui. Fue una noche hermosa. ¿Puede usted darme hoy
un cuarto? Espero quedarme algunos días.
El rostro de la dueña se frunció inquisitivamente.
–¿Estuvo usted aquí anoche?
Él asintió.
–¿Y no había cuarto, dice?
–Perdí el camión, no lo pude alcanzar. La joven se
portó muy cortésmente conmigo, pero desgraciadamente ya no había cuarto.
–¡Le dijo ella que no había cuarto! ¡Qué raro! ¡Y
tuvo usted que regresar caminando al pueblo! ¡Qué lástima! ¡Qué descuido de la
muchacha! ¡Claro que sí había cuarto!
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