Abelardo Castillo
I
La vieja Tomasina, la partera se lo dijo, tas preñada, le
dijo, y ella sintió un miedo oscuro y pegajoso: llevar una criatura adentro como
un bicho enrollado, un hijo, que a lo mejor un día iba a tener los mismos ojos duros,
la misma piel áspera del viejo. Estás segura, Tomasina, preguntó, pero no preguntó:
asintió. Porque ya lo sabía; siempre supo que el viejo iba a salirse con la suya.
Pero m’hija, había dicho la mujer, llevo anunciando más partos que potros tiene
tu marido. La miraba. Va a estar contento Anteno, agregó. Y Paula dijo sí, claro.
Y aunque ya no se acordaba, una tarde, hacía cuatro años, también había dicho:
–Sí, claro.
Esa tarde quería decir que aceptaba ser la mujer
de don Antenor Domínguez, el dueño de La Cabriada: el amo.
–Mire que no es obligación –la abuela de Paula
tenía los ojos bajos y se veía de lejos que sí, que era obligación–. Ahora que usté
sabe cómo ha sido siempre don Anteno con una, lo bien que se portó de que nos falta
su padre. Eso no quita que haga su voluntad.
Sin querer, las palabras fueron ambiguas; pero
nadie dudaba de que, en toda La Cabriada, su voluntad quería decir siempre lo mismo.
Y ahora quería decir que Paula, la hija de un puestero de la estancia vieja –muerto,
achicharrado en los corrales por salvar la novillada cuando el incendio aquel del
30– podía ser la mujer del hombre más rico del partido, porque, un rato antes, él
había entrado al rancho y había dicho:
–Quiero casarme con su nieta –Paula estaba afuera,
dándoles de comer a las gallinas; el viejo había pasado sin mirarla–. Se me ha dado
por tener un hijo, sabés –señaló afuera, el campo, y su ademán pasó por encima de
Paula que estaba en el patio, como si el ademán la incluyera, de hecho, en las palabras
que iba a pronunciar después–. Mucho para que se lo quede el gobierno, y muy mío.
¿Cuántos años tiene la muchacha?
–Diecisiete, o dieciséis –la abuela no sabía
muy bien; tampoco sabía muy bien cómo hacer para disimular el asombro, la alegría,
las ganas de regalar, de vender a la nieta. Se secó las manos en el delantal.
Él dijo:
–Qué me miras. ¿Te parece chica? En los bailes
se arquea para adelante, bien pegada a los peones. No es chica. Y en la casa grande
va a estar mejor que acá. Qué me contestas.
–Y yo no sé, don Anteno. Por mí no hay… –y no
alcanzó a decir que no había inconveniente porque no le salió la palabra. Y entonces
todo estaba decidido. Cinco minutos después él salió del rancho, pasó junto a Paula
y dijo “vaya, que la vieja quiere hablarla”. Ella entró y dijo:
–Sí, claro.
Y unos meses después el cura los casó. Hubo
malicia en los ojos esa noche, en el patio de la estancia vieja. Vino y asado y
malicia. Paula no quería escuchar las palabras que anticipaban el miedo y el dolor.
–Un alambre parece el viejo.
Duro, retorcido como un alambre, bailando esa
noche, demostrando que de viejo sólo tenía la edad, zapateando un malambo hasta
que el peón dijo está bueno, patrón, y él se rio, sudado, brillándole la piel curtida.
Oliendo a padrillo.
Solos los dos, en sulky la llevó a la casa.
Casi tres leguas, solos, con todo el cielo arriba y sus estrellas y el silencio.
De golpe, al subir una loma, como un aparecido se les vino encima, torva, la silueta
del Cerro Negro. Dijo Antenor:
–Cerro Patrón.
Y fue todo lo que dijo.
Después, al pasar el último puesto, Tomás, el
cuidador, lo saludó con el farol desde lejos. Cuando llegaron a la casa, Paula no
vio más que a una mujer y los perros. Los perros que se abalanzaban y se frenaron
en seco sobre los cuartos, porque Antenor los enmudeció, los paró de un grito. Paula
adivinó que esa mujer, nadie más, vivía ahí dentro. Por una oscura asociación supo
también que era ella quien cocinaba para el viejo: el viejo le había preguntado
“comieron”, y señaló los perros.
Ahora, desde la ventana alta del caserón se
ven los pinos, y los perros duermen. Largos los pinos, lejos.
–Todo lo que quiero es mujer en la casa, y un
hijo, un macho en el campo –Antenor señaló afuera, a lo hondo de la noche agujereada
de grillos; en algún sitio se oyó un relincho–. Vení, arrimate.
Ella se acercó.
–Mande –le dijo.
–Todo va a ser para él, entendés. Y también
para vos. Pero andá sabiendo que acá se hace lo que yo digo, que por algo me he
ganao el derecho a disponer –y señalaba el campo, afuera, hasta mucho más allá del
monte de eucaliptos, detrás de los pinos, hasta pasar el cerro, abarcando aguadas
y caballos y vacas. Le tocó la cintura, y ella se puso rígida debajo del vestido–.
Veintiocho años tenía cuando me lo gané –la miró, como quien se mete dentro de los
ojos–, ya hace arriba de treinta.
Paula aguantó la mirada. Lejos, volvió a escucharse
el relincho. Él dijo:
–Vení a la cama.
II
No la consultó. La tomó, del mismo modo que se corta una fruta
del árbol crecido en el patio. Estaba ahí, dentro de los límites de sus tierras,
a este lado de los postes y el alambrado de púas. Una noche –se decía–, muchos años
antes, Antenor Domínguez subió a caballo y galopó hasta el amanecer. Ni un minuto
más. Porque el trato era “hasta que amanezca”, y él estaba acostumbrado a estas
cláusulas viriles, arbitrarias, que se rubricaban con un apretón de manos o a veces
ni siquiera con eso.
–De acá hasta donde llegues –y el caudillo,
mirando al hombre joven estiró la mano, y la mano, que era grande y dadivosa, quedó
como perdida entre los dedos del otro–. Clavás la estaca y te volvés. Lo alambrás
y es tuyo.
Nadie sabía muy bien qué clase de favor se estaba
cobrando Antenor Domínguez aquella noche; algunos, los más suspicaces, aseguraban
que el hombre caído junto al mostrador del Rozas tenía algo que ver con ese trato:
toda la tierra que se abarca en una noche de a caballo. Y él salió, sin apuro, sin
ser tan zonzo como para reventar el animal a las diez cuadras. Y cuando clavó la
estaca empezó a ser don Antenor. Y a los quince años era él quien podía, si cuadraba,
regalarle a un hombre todo el campo que se animara a cabalgar en una noche. Claro
que nunca lo hizo. Y ahora habían pasado treinta años y estaba acostumbrado a entender
suyo todo lo que había de este lado de los postes y el alambre. Por eso no la consultó.
La cortó.
Ella lo estaba mirando. Pareció que iba a decir
algo, pero no habló. Nadie, viéndola, hubiera comprendido bien este silencio: la
muchacha era una mujer grande, ancha y poderosa como un animal, una bestia bella
y chucara a la que se le adivinaba la violencia debajo de la piel. El viejo, en
cambio, flaco, áspero como una rama.
–Contestá, che. ¡Contestá, te digo! –se le acercó.
Paula sentía ahora su aliento junto a la cara, su olor a venir del campo. Ella dijo:
–No, don Anteno.
–¿Y entonces? ¿Me querés decir, entonces…?
Obedecer es fácil, pero un hijo no viene por
más obediente que sea una, por más que aguante el olor del hombre corriéndole por
el cuerpo, su aliento, como si entrase también, por más que se quede quieta boca
arriba. Un año y medio boca arriba, viejo macho de sementera. Un año y medio sintiéndose
la sangre tumultuosa galopándole el cuerpo, queriendo salírsele del cuerpo, saliendo
y encontrando sólo la dureza despiadada del viejo. Sólo una vez lo vio distinto;
le pareció distinto. Ella cruzaba los potreros, buscándolo, y un peón asomó detrás
de una parva; Paula había sentido la mirada caliente recorriéndole la curva de la
espalda, como en los bailes, antes. Entonces oyó un crujido, un golpe seco, y se
dio vuelta. Antenor estaba ahí, con el talero en la mano, y el peón abría la boca
como en una arcada, abajo, junto a los pies del viejo. Fue esa sola vez. Se sintió
mujer disputada, mujer nomás. Y no le importó que el viejo dijera yo te voy a dar
mirarme la mujer, pión rotoso, ni que dijera:
–Y vos, qué buscás. Ya te dije dónde quiero
que estés.
En la casa, claro. Y lo decía mientras un hombre,
todavía en el suelo, abría y cerraba la boca en silencio, mientras otros hombres
empezaron a rodear al viejo ambiguamente, lo empezaron a rodear con una expresión
menos parecida al respeto que a la amenaza. El viejo no los miraba:
–Qué buscás.
–La abuela –dijo ella–. Me avisan que está mala
–y repentinamente se sintió sola, únicamente protegida por el hombre del talero;
el hombre rodeado de peones agresivos, ambiguos, que ahora, al escuchar a la muchacha,
se quedaron quietos. Y ella comprendió que, sin proponérselo, estaba defendiendo
al viejo.
–Qué miran ustedes –la voz de Antenor, súbita.
El viejo sabía siempre cuál era el momento de clavar una estaca. Los miró y ellos
agacharon la cabeza. El capataz venía del lado de las cabañas, gritando alguna cosa.
El viejo miró a Paula, y de nuevo al peón que ahora se levantaba, encogido como
un perro apaleado–. Si andás alzado, en cuanto me dé un hijo te la regalo.
III
A los dos años empezó a mirarla con rencor. Mirada de estafado,
eso era. Antes había sido impaciencia, apuro de viejo por tener un hijo y asombro
de no tenerlo: los ojos inquisidores del viejo y ella que bajaba la cabeza con un
poco de vergüenza. Después fue la ironía. O algo más bárbaro, pero que se emparentaba
de algún modo con la ironía y hacía que la muchacha se quedara con la vista fija
en el plato, durante la cena o el almuerzo. Después, aquel insulto en los potreros,
como un golpe a mano abierta, prefigurando la mano pesada y ancha y real que alguna
vez va a estallarle en la cara, porque Paula siempre supo que el viejo iba a terminar
golpeando. Lo supo la misma noche que murió la abuela.
–O cuarenta y tantos, es lo mismo.
Alguien lo había dicho en el velorio: cuarenta
y tantos. Los años de diferencia, querían decir. Paula miró de reojo a Antenor,
y él, más allá, hablando de unos cueros, adivinó la mirada y entendió lo que todos
pensaban: que la diferencia era grande. Y quién sabe entonces si la culpa no era
de él, del viejo.
–Volvemos a la casa –dijo de golpe.
Ésa fue la primera noche que Paula le sintió
olor a caña. Después –hasta la tarde aquella, cuando un toro se vino resoplando
por el andarivel y hubo gritos y sangre por el aire y el viejo se quedó quieto como
un trapo– pasó un año, y Antenor tenía siempre olor a caña. Un olor penetrante,
que parecía querer meterse en las venas de Paula, entrar junto con el viejo. Al
final del tercer año, quedó encinta. Debió de haber sido durante una de esas noches
furibundas en que el viejo, brutalmente, la tumbaba sobre la cama, como a un animal
maneado, poseyéndola con rencor, con desesperación. Ella supo que estaba encinta
y tuvo miedo. De pronto sintió ganas de llorar; no sabía por qué, si porque el viejo
se había salido con la suya o por la mano brutal, pesada, que se abría ahora: ancha
mano de castrar y marcar, estallándole, por fin, en la cara.
–¡Contestá! Contéstame, yegua.
El bofetón la sentó en la cama; pero no lloró.
Se quedó ahí, odiando al hombre con los ojos muy abiertos. La cara le ardía.
–No –dijo mirándolo–. Ha de ser un retraso,
nomás. Como siempre.
–Yo te voy a dar retraso –Antenor repetía las
palabras, las mordía–. Yo te voy a dar retraso. Mañana mismo le digo al Fabio que
te lleve al pueblo, a casa de la Tomasina. Te voy a dar retraso.
La había espiado seguramente. Había llevado
cuenta de los días; quizá desde la primera noche, mes a mes, durante los tres años
que llevó cuenta de los días.
–Mañana te levantás cuando aclare. Acostate
ahora.
Una ternera boca arriba, al día siguiente, en
el campo. Paula la vio desde el sulky, cuando pasaba hacia el pueblo con el viejo
Fabio. Olor a carne quemada y una gran “A”, incandescente, chamuscándole el flanco:
Paula se reconoció en los ojos de la ternera.
Al volver del pueblo, Antenor todavía estaba
ahí, entre los peones. Un torito mugía, tumbado a los pies del hombre; nadie como
el viejo para voltear un animal y descornarlo o caparlo de un tajo. Antenor la llamó,
y ella hubiera querido que no la llamase: hubiera querido seguir hasta la casa,
encerrarse allá. Pero el viejo la llamó y ella ahora estaba parada junto a él.
–Cebá mate –algo como una tijera enorme, o como
una tenaza, se ajustó en el nacimiento de los cuernos del torito. Paula frunció
la cara. Se oyeron un crujido y un mugido largo, y del hueso brotó, repentino, un
chorro colorado y caliente–. Qué fruncís la jeta, vos.
Ella le alcanzó el mate. Preñada, había dicho
la Tomasina. Él pareció adivinarlo. Paula estaba agarrando el mate que él le devolvía,
quiso evitar sus ojos, darse vuelta.
–Che –dijo el viejo.
–Mande –dijo Paula.
Estaba mirándolo otra vez, mirándole las manos
anchas, llenas de sangre pegajosa: recordó el bofetón de la noche anterior. Por
el andarivel traían un toro grande, un pinto, que bufaba y hacía retemblar las maderas.
La voz de Antenor, mientras sus manos desanudaban unas correas, hizo la pregunta
que Paula estaba temiendo. La hizo en el mismo momento que Paula gritó, que todos
gritaron.
–¿Qué te dijo la Tomasina? –preguntó.
Y todos, repentinamente, gritaron. Los ojos
de Antenor se habían achicado al mirarla, pero de inmediato volvieron a abrirse,
enormes, y mientras todos gritaban, el cuerpo del viejo dio una vuelta en el aire,
atropellado de atrás por el toro. Hubo un revuelo de hombres y animales y el resbalón
de las pezuñas sobre la tierra. En mitad de los gritos, Paula seguía parada con
el mate en la mano, mirando absurdamente el cuerpo como un trapo del viejo. Había
quedado sobre el alambrado de púas, como un trapo puesto a secar.
Y todo fue tan rápido que, por encima del tumulto,
los sobresaltó la voz autoritaria de don Antenor Domínguez.
–¡Ayúdenme, carajo!
IV
Esta orden y aquella pregunta fueron las dos últimas cosas
que articuló. Después estaba ahí, de espaldas sobre la cama, sudando, abriendo y
cerrando la boca sin pronunciar palabra. Quebrado, partido como si le hubiesen descargado
un hachazo en la columna, no perdió el sentido hasta mucho más tarde. Sólo entonces
el médico aconsejó llevarlo al pueblo, a la clínica. Dijo que el viejo no volvería
a moverse; tampoco, a hablar. Cuando Antenor estuvo en condiciones de comprender
alguna cosa, Paula le anunció lo del chico.
–Va a tener el chico –le anunció–. La Tomasina
me lo ha dicho.
Un brillo como de triunfo alumbró ferozmente
la mirada del viejo; se le achisparon los ojos y, de haber podido hablar, acaso
hubiera dicho gracias por primera vez en su vida. Un tiempo después garabateó en
un papel que quería volver a la casa grande. Esa misma tarde lo llevaron.
Nadie vino a verlo. El médico y el capataz de
La Cabriada, el viejo Fabio, eran las dos únicas personas que Antenor veía. Salvo
la mujer que ayudaba a Paula en la cocina –pero que jamás entró en el cuarto de
Antenor, por orden de Paula–, nadie más andaba por la casa. El viejo Fabio llegaba
al caer el sol. Llegaba y se quedaba quieto, sentado lejos de la cama sin saber
qué hacer o qué decir. Paula, en silencio, cebaba mate entonces.
Y súbitamente, ella, Paula, se transfiguró.
Se transfiguró cuando Antenor pidió que lo llevaran al cuarto alto; pero ya desde
antes, su cara, hermosa y brutal, se había ido transformando. Hablaba poco, cada
día menos. Su expresión se fue haciendo cada vez más dura –más sombría–, como la
de quienes, en secreto, se han propuesto obstinadamente algo. Una noche, Antenor
pareció ahogarse; Paula sospechó que el viejo podía morirse así, de golpe, y tuvo
miedo. Sin embargo, ahí, entre las sábanas y a la luz de la lámpara, el rostro de
Antenor Domínguez tenía algo desesperado, emperradamente vivo. No iba a morirse
hasta que naciera el chico; los dos querían esto. Ella le vació una cucharada de
remedio en los labios temblorosos. Antenor echó la cabeza hacia atrás. Los ojos,
por un momento, se le habían quedado en blanco. La voz de Paula fue un grito:
–¡Va a tener el chico, me oye! –Antenor levantó
la cara; el remedio se volcaba sobre las mantas, desde las comisuras de una sonrisa.
Dijo que sí con la cabeza.
Esa misma noche empezó todo. Entre ella y Fabio
lo subieron al cuarto alto. Allí, don Antenor Domínguez, semicolgado de las correas
atadas a un travesaño de fierro, que el doctor había hecho colocar sobre la cama,
erguido a medias podía contemplar el campo. Su campo. Alguna vez volvió a garrapatear
con lentitud unas letras torcidas, grandes, y Paula mandó llamar a unos hombres
que, abriendo un boquete en la pared, extendieron la ventana hacia abajo y a lo
ancho. El viejo volvió a sonreír entonces. Se pasaba horas con la mirada perdida,
solo, en silencio, abriendo y cerrando la boca como si rezara –o como si repitiera
empecinadamente un nombre, el suyo, gestándose otra vez en el vientre de Paula–,
mirando su tierra, lejos hasta los altos pinos, más allá del Cerro Negro. Contra
el cielo.
Una noche volvió a sacudirse en un ahogo. Paula
dijo:
–Va a tener el chico. Él asintió otra vez con
la cabeza.
Con el tiempo, este diálogo se hizo costumbre.
Cada noche lo repetían.
V
El campo y el vientre hinchado de la mujer: las dos únicas
cosas que veía. El médico, ahora, sólo lo visitaba si Paula –de tanto en tanto,
y finalmente nunca– lo mandaba llamar, y el mismo Fabio, que una vez por semana
ataba el sulky e iba a comprar al pueblo los encargos de la muchacha, acabó por
olvidarse de subir al piso alto al caer la tarde. Salvo ella, nadie subía.
Cuando el vientre de Paula era una comba enorme,
tirante bajo sus ropas, la mujer que ayudaba en la cocina no volvió más. Los ojos
de Antenor, interrogantes, estaban mirando a Paula.
–La eché –dijo Paula.
Después, al salir, cerró la puerta con llave
(una llave grande, que Paula llevará siempre consigo, colgada a la cintura), y el
viejo tuvo que acostumbrarse también a esto. El sonido de la llave girando en la
antigua cerradura anunciaba la entrada de Paula –sus pasos, cada día más lerdos,
más livianos, a medida que la fecha del parto se acercaba–, y por fin la mano que
dejaba el plato, mano que Antenor no se atrevía a tocar. Hasta que la mirada del
viejo también cambió. Tal vez, alguna noche, sus ojos se cruzaron con los de Paula,
o tal vez, simplemente, miró su rostro. El silencio se le pobló entonces con una
presencia extraña y amenazadora, que acaso se parecía un poco a la locura, sí, alguna
noche, cuando ella venía con la lámpara, el viejo miró bien su cara: eso como un
gesto estático, interminable, que parecía haberse ido fraguando en su cara o quizá
sólo en su boca, como si la costumbre de andar callada, apretando los dientes, mordiendo
algún quejido que le subía en puntadas desde la cintura, le hubiera petrificado
la piel. O ni necesitó mirarla. Cuando oyó girar la llave y vio proyectarse larga
la sombra de Paula sobre el piso, antes de que ella dijera lo que siempre decía,
el viejo intuyó algo tremendo. Súbitamente, una sensación que nunca había experimentado
antes. De pronto le perforó el cerebro, como una gota de ácido: el miedo. Un miedo
solitario y poderoso, incomunicable. Quiso no escuchar, no ver la cara de ella,
pero adivinó el gesto, la mirada, el rictus aquel de apretar los dientes. Ella dijo:
–Va a tener el chico.
Antenor volvió la cara hacia la pared. Después,
cada noche la volvía.
VI
Nació en invierno; era varón. Paula lo tuvo ahí mismo. No
mandó llamar a la Tomasina: el día anterior le había dicho a Fabio que no iba a
necesitar nada, ningún encargo del pueblo.
–Ni hace falta que venga en la semana –y como
Fabio se había quedado mirándole el vientre, dijo–: Mañana a más tardar ha de venir
la Tomasina.
Después pareció reflexionar en algo que acababa
de decir Fabio; él había preguntado por la mujer que ayudaba en la casa. No la he
visto hoy, había dicho Fabio.
–Ha de estar en el pueblo –dijo Paula. Y cuando
Fabio ya montaba, agregó–: Si lo ve al Tomás, mándemelo. Luego vino Tomás y Paula
dijo:
–Podés irte nomás a ver tu chica. Fabio va a
cuidar la casa esta semana.
Desde la ventana, arriba, Antenor pudo ver cómo
Paula se quedaba sola junto al aljibe. Después ella se metió en la casa y el viejo
no volvió a verla hasta el día siguiente, cuando le trajo el chico.
Antes, de cara contra la pared, quizá pudo escuchar
algún quejido ahogado y, al acercarse la noche, un grito largo retumbando entre
los cuartos vacíos; por fin, nítido, el llanto triunfante de una criatura. Entonces
el viejo comenzó a reírse como un loco. De un súbito manotón se aferró a las correas
de la cama y quedó sentado, riéndose. No se movió hasta mucho más tarde.
Cuando Paula entró en el cuarto, el viejo permanecía
en la misma actitud, rígido y sentado. Ella lo traía vivo: Antenor pudo escuchar
la respiración de su hijo. Paula se acercó. Desde lejos, con los brazos muy extendidos
y el cuerpo echado hacia atrás, apartando la cara, ella, dejó al chico sobre las
sábanas, junto al viejo, que ahora ya no se reía. Los ojos del hombre y de la mujer
se encontraron luego. Fue un segundo: Paula se quedó allí, inmóvil, detenida ante
los ojos imperativos de Antenor. Como si hubiera estado esperando aquello, el viejo
soltó las correas y tendió el brazo libre hacia la mujer; con el otro se apoyó en
la cama, por no aplastar al chico. Sus dedos alcanzaron a rozar la pollera de Paula,
pero ella, como si también hubiese estado esperando el ademán, se echó hacia atrás
con violencia. Retrocedió unos pasos; arrinconada en un ángulo del cuarto, al principio
lo miró con miedo. Después, no. Antenor había quedado grotescamente caído hacia
un costado: por no aplastar al chico estuvo a punto de rodar fuera de la cama. El
chico comenzó a llorar. El viejo abrió la boca, buscó sentarse y no dio con la correa.
Durante un segundo se quedó así, con la boca abierta en un grito inarticulado y
feroz, una especie de estertor mudo e impotente, tan salvaje, sin embargo, que de
haber podido gritarse habría conmovido la casa hasta los cimientos. Cuando salía
del cuarto, Paula volvió la cabeza. Antenor estaba sentado nuevamente: con una mano
se aferraba a la correa; con la otra, sostenía a la criatura. Delante de ellos se
veía el campo, lejos, hasta el Cerro Patrón.
Al salir, Paula cerró la puerta con llave; después,
antes de atar el sulky, la tiró al aljibe.
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