Teresa Wilms Montt
Una noche de esas
noches cálidas de verano, en que todo el cuerpo se vuelve pulmón para respirar,
buscando fresco, con la dificultad del que busca oro, me dirigí con paso lento
a las afueras de la ciudad.
Después
de mucho caminar y maldecir la temperatura, di con un rincón a mi gusto. Era
éste una hondonada en medio de un rústico jardín. Verde abajo, blando musgo,
azul arriba, incendio de astros, y como orquesta, una fuente deslizante entre
las piedras.
Libre
de inquietudes, suspirando de bienestar, despojeme de mis atavíos, –ridículos
atavíos de moderno peregrino– y tendida de cara a los espacios, me dispuse a
soñar, dormir o espantar los mosquitos, que es la diversión obligada de todo
paseo campestre.
No
lejos ranas, sapos, y otros molestos animaluchos, oficiaban sabatinas en el
saxófono de sus gargantas, cobijados bajo la espesura de las plantas enanas.
Pardos murciélagos dibujaban misteriosos círculos en el aire, y las luciérnagas
chisporroteaban en la sombra, zafiros y esmeraldas.
Desnuda,
la noche abanicábase en la corona de los árboles, lanzando a los cielos su
respiración agitada. A sus pies, las rosas exhalaban el perfume de la tierra
fecunda.
¡Qué
beatitud seráfica dentro de mi ser! ¡Ah! ¡Si llegué a creer que había muerto!
Adoro
la noche que nos hace sentir la placidez del alma naturaleza; la santidad de
tanto ser que vive más allá del pensamiento; y, como os decía, tal era mi paz
interior, que imaginé había muerto.
Profundo
fue mi letargo. No supe darme cuenta de si aquella voz que hablara a mi oído,
era voz humana o voz de presentimiento. Comenzó así:
–Vengo
desde muy lejos a reposarme y encuentro que has usurpado mi sitio. Pero no
importa, quédate; desahogaré contigo, criatura mortal, el secreto amargo que
traigo de mis andanzas por esos mundos de seres intangibles.
“Presta
atención”, susurró la extraña voz. “Los hombres del siglo pasado me llamaron
genio; si te acercas a mi fosa, verás sobre ella la insignia del búho sapiente.
No desdeñaron elogios; también leerás en las preliminares páginas de mis obras
la palabra inmortal”.
Sentí
que la voz se hacía irónica, despedazada.
–Engreído
en mis saberes todo penetré: ciencia, liturgia, magia, química, física, poesía,
filosofía. ¡Oh, loco delirio de soberbia! creí que en mi cabeza la verdad
encendía su tea. Me proclamaron apóstol, quemando ante mí ¡humano icono! los
inciensos y mirras destinados a los dioses paganos. Bajo el sayal de humildad,
rebelde a la modestia, pavoneábase erguido mi espíritu fatuo. Infeliz de mí.
Hueca estaba mi mente como espiga sin grano.
“En
el apogeo de este nefasto esplendor, llegó la inevitable. Irritada sin duda de
tanta falsedad, de un solo tirón, despojome de la mísera vestidura que ahora
pudre entre laureles, allá en el rincón del camposanto.
“Separado
bruscamente del mundo de los hombres, contempleme desnudo ante los implacables
ojos de mi conciencia. En un instante, la muerte habíame transformado en juez
de mi propia causa. Tuve horror de ver tanta bajeza reunida; enrojecí,
vergüenza sentí de mezclarme con las otras almas errantes del espacio, y huí
del fulgor de los astros hasta perderme en la nebulosa.
“Interesadas
mis compañeras en el fallo de mi conciencia, único arbitro de ambos mundos,
siguieren mi vuelo. Yo me esforzaba por aventajarlas. Una de ellas, la más
frágil de todas, comprendiendo la tristeza que me embargaba, me siguió llena de
solicitud.
“Al
oír junto a mí el ruido de sus alas, apresuré la fuga, y de un solo envión me
hundí en las frías sombras.
“‘Detente
hermana’, gritaba mi perseguidora, ‘detente, alma temeraria. Esa región del
Saos donde te lleva tu fatal vuelo está inexplorada. Grave peligro te amenaza.
Por Dios, retrocede, Te lo suplico’.
“Como
hacía poco había perdido mi humana envoltura, aun perduraban en mí los
instintos, y movido de curiosidad le interrogué.
“Afable,
plena de gracia, respondiome:
“‘Vas
hacia lo ignoto, hermana. Desde hace muchos siglos nadie ha penetrado el paraje
donde diriges el vuelo. Hay en él algo inexplicable, en vano yo y mis
compañeras hemos tratado de indagarlo; tal vez ocultó allí el creador el arcano
que rige los mundos; tal vez sea la nada… No sé, no sé, pero no intentes
penetrar la nebulosa …’
“Yo
escuchaba y en mi espíritu nacía una esperanza. Quizá encontraría en aquel
sitio la expiación de mis pasadas flaquezas, ¡qué grande alivio! Sin pensarlo
más, seguí avanzando en las tinieblas.
“¿Cuánto
tiempo estuve allí?, lo ignoro. El silencio me envolvía en fajas de hielo, iba
petrificándome como pedazo desprendido de planeta muerto.
“Desesperadamente
trataba de luchar contra el sopor que embargaba mis alas, creí sucumbir. Jamás
olvidaré aunque atraviese los siglos, jamás, la dulce sensación que experimenté
cuando una mano de mujer, mano blanda cual las blandas manos de las madres humanas,
tomándome como un pajarillo entre sus dedos cobijome en el tibio hueco de las
palmas.
“Luego,
con una voz que no escuché tan armoniosa en los tiempos de mi juventud, me
habló de esta manera:
“‘Paz,
hijo mío, paz. Muy osado debiste ser en el mundo, cuando en esta región para ti
desconocida te aventuras a tan arriesgadas empresas. ¿Qué te ha traído hasta mi
solitario albergue? Después de Cristo no ha venido alma alguna a golpear mi
puerta. Habla hijo mío, acaso seas el mensajero del mundo que ha tanto tiempo
aguardo’.
“Nada
respondí, inmenso dolor hizo inclinar mi frente.
“‘Ven
apóyate en mi corazón, hijo de la tierra amada, yo calmaré la angustia que leo
en tus ojos, te daré serenidad’.
“Oh
mortal, si tuvieses la inefable dicha de escuchar la delicia de esa voz,
pasarías los tiempos de rodillas, sumido en éxtasis. Pero esa voz se escucha
más allá de la muerte, y es sólo para aquellos que saben encontrarla.
“No
continuaré hablándote de esa noble mujer; ella es modesta, las alabanzas hieren
su oído.
“Confiada,
llena de fervor pasé entre sus manos los umbrales de una mansión incomparable.
No creas que en ella había fastuosidad, tono aperlado velaba las cosas, que
eran pocas. Había allí flores, las más humildes que nacen en las praderas,
pájaros de todos los climas; libros, todas las obras modestas que en el mundo
desdeñamos, y sobre una piedra de granito, abiertos los viejos brazos, un
volumen donde resaltaba profundamente grabado en letras de oro este nombre.
Salomón.
“Observando
ella que fijaba mi atención en esas páginas cuya escritura y lenguaje no
conocía, díjome:
“‘Este
libro y todos los que ves en esta estancia, son de mi hermana menor que alberga
conmigo’.
“Ya
puedes imaginar, tú que me oyes, mi extrañeza al encontrar tan lejos de la
tierra a esa criatura rodeada de cosas familiares, extrañeza que aumentaba al
darme cuenta del interés no disimulado, que sentía por los habitantes del
pequeño planeta.
“Me
interrogó sobre los asilos de menesterosos, de huérfanos, de idiotas;
preguntome por las ambiciones y afanes del siglo; pero llegó al coludo mi
estupor cuando la vi entristecerse y dejar caer sobre su pecho la cabeza orlada
de albos cabellos.
“‘Tengo
muchos enemigos en tu planeta’. díjome, suspirando. ‘A los hombres les debo mis
cabellos nevados’.
“¿Cómo’”,
interrumpí yo; ¿cómo tú que vives tan lejos del mundo, puedes ser maltratada
allí?
“‘Así
es’, dijo ella, inclinando la frente. ‘No puedo explicarte, hijo mío; es
demasiado doloroso, pero es así’.
“Dime,
te lo suplico ¿quién eres, misteriosa señora, que tan afable acogida me has
hecho? ¿Por qué vives tan sola y retirada con tu hermana?
“‘Ella
y yo estamos desterrados desde hace veinte siglos. Cuando se consumó la
tragedia del Gólgota, escarnecidas por los hombres, huimos de esa
inhospitalaria tierra’.
“‘Pero’,
agregó, reprimiéndose, ‘no seas curioso, hijo mío. Harto has penado purgando
tus vanidades, no quiero que sufras por las miserias de los que aún vagan
engañados en el mundo’.
“Gentil
señora; dulce amiga, te estoy agradecido. Quiero saber a quién debo la paz.
“‘Sea
como gustes’, díjome severamente triste. Y plegando los labios en una sonrisa
que dibujó un tenue reflejo de ironía, me susurró quedamente: ‘Mi hermana es la
Sabiduría y yo soy la Bondad’”.
Terminando
su relato, sollozó la extraña voz de la aparición, y sin decirme adiós, se
alejó pausadamente de mi oído.
Me
levanté de un salto; esas revelaciones hundiéronse perforando agudamente mi
cerebro.
Cogí
con precipitación mis atavíos de moderno peregrino, y, sin mirar, salí al
camino.
Interrogué
a la noche en un afán incontenible de persuadirme que había soñado: ¿Es cierto
que la bondad no existe?
Y
llegó hasta mi la silenciosa respuesta, en la palidez de las estrellas, en el
llorar infantil de la fuente, en el chillar siniestro de las aves nocturnas.
Cuál
reina empuñando su cetro, apareció tras la montaña, la luna, torvo el ceño,
roja de ira, castigando al mundo en un azote de sangre.
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