Jorge Carrasco
Su cuerpo se desprendió
de la niebla de julio. Era flaco, pálido, con trazas de predicador austero. La
barba le caía hasta el cuello. Vestía ropa vieja, harapienta; los pies le
entraban libremente en unas zapatillas estriadas, sin cordones. Sus pantalones
eran anchos, parchados en las rodillas, y apretados con broches sobre los
tobillos (para que no se mancharan con la grasa de la bicicleta).
Bajo la curva de la frente, misteriosas gafas le
tapaban los ojos.
A la viuda su aspecto, aunque sucio y descuidado,
no le inspiró desconfianza.
Llegó alegre, bullanguero, silbando. También
alegres, pero complementarios, los instrumentos le colgaban del cinto en la
cintura: tijeras, serrucho, hilos, alambres. Sin aguardar orden, se puso a
trabajar sobre la escalera, en los dos ciruelos del frente de la casa. Ella, la
viuda solitaria, lo oyó cantar junto a la azarera una melodía de otro tiempo.
Aunque el canto era melodioso, imantaba su
atención la manera contenida en que desplegaba su oficio.
Las manos del podador, desnudas, iban a la rama,
y la palpaban, la orillaban, de punta a punta, como un matarife que acaricia a
su víctima para apropiarse de su forma, para llevarla muy suavemente a un sopor
insensible, a una dulce agonía lenta. La tijera se abría y se cerraba como al
descuido, pero siempre implacable.
La viuda imaginaba que entre el podador y los
ciruelos había una comunicación íntima, un intercambio secreto de sangre tibia
a savia fría, un contrato de sanidad entre médico y paciente. Creía que entre
planta y humano se extendía una pasión secreta. Un amor superior, que cruzaba
las leyes de la especie y la naturaleza animal. Una tensión de las divinidades.
Ella, alejada tantos años del amor, se fue
enamorando de las delicadezas del podador. Por eso, aquel día de julio, detrás
de las cortinas de lienzo, siguió el movimiento de las manos, la postura
insinuante de su torso de náufrago. Vio cómo, apenas las manos rozaban la
corteza, las varillas temblaban de docilidad, estremecidas. Le pareció que la
tibieza de la piel del hombre atraía a los vegetales, como la tierra atrae a
sus entrañas los dedos de las frías raíces.
Loca de amor, se imaginó siendo presa de esas
manos, recorrida de pies a cabeza como un alga en medio de la ola. Esa
sensación se repetía cada vez que las manos acariciaban el tronco, alejaban las
hojas secas, doblaban las varillas rebeldes.
Al fin, los ciruelos, redondos en su desamparo,
se despidieron de sus miembros, desengañados. Cumplida su labor, el podador
tocó la puerta con sus nudillos, extendió sus manos callosas frente a la viuda,
y se fue cantando.
En primavera los ciruelos se pusieron frondosos,
y sus ramas nuevas se entrecruzaron con nuevos bríos, y las flores los
cubrieron como un manto de ceniza maravillosa.
Al año siguiente, el podador volvió a cumplir su
tarea. La viuda contempló sus movimientos detrás de la ventana. Al ver el
trabajo de las manos expertas, las mismas sensaciones del año anterior la
recorrieron de pies a cabeza. Estaba segura de que su sentimiento era amor, y
de que era tiempo de dárselo a conocer, para ofrecerle un consuelo a su sufrido
corazón.
Cuando el podador fue por su paga, ella lo hizo
pasar. Adentro, se le acercó, insinuante. El podador sintió el contacto. Ella,
abandonada a su pasión, le extrajo los anteojos oscuros. Sin alarma, advirtió
que era ciego, y siguió con su labor de abierta provocación. Deseaba ser
orillada por esas manos, doblada por esas manos, aplastada por esas manos. Nada
le importaba más en el mundo.
Así fue. El podador ciego, resoplando
ansiosamente, la fue midiendo con suave diligencia. Ella se quedó inmóvil, sólo
fiel al contacto electrizante que seguía sus formas, sus cavidades, sus
turgencias.
Cuando las manos terminaron su tarea y
descansaron un breve instante, la viuda se sintió nueva, esclava su figura
temblorosa de las manos que la acababan de modelar.
De pronto, como al descuido, una mano extrajo la
tijera del cinto. La otra mano fue en auxilio de su compañera. Ambas subieron
paralelas hacia el cuello, donde se estrecharon y dieron inicio a un prolijo
trabajo.
Tras unos instantes, en el suelo, todos los
miembros de la mujer quedaron dispersos. Con tino profesional, el podador se
ajustó las tijeras ensangrentadas en el cinto. Antes de ponerse las gafas
oscuras, se limpió la sangre de las manos con la cortina de lienzo.
Abandonó la casa silbando.
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