José Gabriel Ceballos
Cuando el hombrecito me dijo
que hacía como veinte años que el tren no paraba en Buenavista, pensé, claro, en
el ómnibus. El destartalado y polvoriento ómnibus que un mes atrás me había dejado
en el pueblo. “Puedo consultar con la Compañía” –agregó–, “pero no va a resultar
fácil, no señor”. Y todo hubiese concluido entonces de no tener yo unos cuantos
días libres todavía, y si mi pretensión de llevarme alguna cosa escrita (que para
eso me había metido en aquella soledad) no hubiese resistido ya a tanto aburrimiento
sólo interrumpido por melancolías inútiles.
Lo cierto es que estábamos allí. Él mirándome por
el agujero de la pared, con sus ojos clarísimos, que no le cabían en la cara menuda,
huesuda, de una palidez sucia de tiempo, y yo con mi decisión tomada: esperaría.
Una gran excitación lo poseyó. Fue y vino como tres
veces entre el hueco y la mesa, me preguntó mi nombre, lo anotó con un lápiz en
un cuaderno, habló de horarios que me daban lo mismo, no sé qué más escribió en
el cuaderno, y finalmente me citó para el día siguiente.
Al otro día regresé a la estación.
El hombrecito tomaba una taza de café sentado a la
mesa. Me saludó con entusiasmo y acudió presuroso a la ventanita. Advertí las ojeras
en su semblante enfermizo. Ahora su mirada brillaba febril.
–Vea –informó–: amanecí dándole al telégrafo, y por
fin me pidieron otros datos, zonceras.
–Usted dirá –me resigné.
No mezquiné respuestas. Él escribía con la cabeza
muy gacha; su cabello blanco, de un blanco dudoso, casi rozaba mi barba. Cuando
le dije mi oficio alzó el rostro y escudriñó el mío en busca sabe Dios de qué clave
reveladora. Puso: escritor. Luego sacó del bolsillo de su abrigo un ajado cigarrillo
y me pidió fuego, lo encendió y retornó a su silla. Permaneció mirando con fijeza
las anotaciones y el gesto se le llenó de ausencias. Empezó a hablar pausadamente.
–Aquí venía mucha gente, mi amigo. Y para el tren
de la noche esto era el paseo obligado. Los sábados teníamos a la banda de música
municipal.
Aspiró una bocanada de humo sin levantar la vista.
–A veces, para cargar el ganado o la naranja, trabajaban
más de cien hombres…
Le dije que un poco de aquello yo recordaba, porque
me había criado hasta los nueve años en Buenavista, pero no se dio por enterado.
Se paró y volvió hacia mí; de nuevo mostraba una gran animación.
–Seguro que allá usted tiene amigos periodistas –me
dijo.
No supe qué contestar.
–Como cualquier literato –añadió. –Nosotros nos encargamos
del resto.
Joaquín Zelada, compinche de cafetines que gastaba
teclas en El Heraldo, bajó a los cinco días con un fotógrafo, horas antes del acontecimiento
ya convenientemente preparado. Ésta fue la nota que publicó El Heraldo:
“Los habitantes de Buenavista protagonizaron una ejemplar
demostración de unión cívica en pro de una causa común. Convocados por sus autoridades,
se reunieron el pasado domingo por la mañana para adherirse a los reclamos a la
Compañía del Ferrocarril para que el tren, después de veinte años, vuelva a hacer
escala en el lugar. Temprano, bajo un sol radiante, carros, montados y algunos automóviles
ya poblaban los alrededores de la plaza, donde aguardaba un palco ornado con la
bandera argentina y el escudo de la localidad. Siendo las nueve y media se inició
el acto. Ante la enfervorizada muchedumbre, subieron el intendente don Leoncio Uzandizaga
y su comitiva: los concejales, el cura párroco, el comisario, el juez de paz y los
jefes de las demás reparticiones públicas, entre ellos don Nicandro Peralta, encargado
y único empleado de la estación ferroviaria. Entonadas las estrofas del himno nacional,
se sucedieron los encendidos discursos que merecieron prolongados aplausos. El lord
mayor, a su turno, comenzó destacando la voluntad inquebrantable de los buenavistenses
de derrotar –textuales palabras– a esos chupatintas de la Compañía que quisieron
borrarnos del mapa. Frases que enardecieron aun más a la concurrencia abundaron
en la magnífica pieza oratoria, la que culminó con una alabanza al escritor José
Gabriel Ceballos, hijo del pueblo transitoriamente en éste, quien solicitó el pasaje
por el cual el tren se detendría nuevamente en Buenavista, y que, respondiendo a
la invitación de ascender al palco, recibió una cerrada ovación. Luego fue rezada
una solemne misa por la intención, en la iglesia, tras la cual los lugareños recorrieron
en ruidosa caravana las calles principales, precedidos por el vehículo que conducía
al intendente y a los señores Peralta y Ceballos”. Dos fotografías ilustraban el
artículo.
Abrumado por los hechos, dejé transcurrir la semana
sin mucho salir del hotelito. La dueña me acercaba las noticias. Que don Leoncio
había ido a entrevistarse con el gobernador y a entregarle un manifiesto de como
trescientas firmas. Que los del Club Social mandarían una nota a la Compañía amenazando
con bloquear las vías si ésta no aflojaba. Que se habían formado grupos para apoyar
a don Nicandro, el pobre, que vivía prendido al telégrafo y apenas si comía y dormía.
Que mi nombre ya era candidato a una calle. Por fin, una siesta, un gurisito me
trajo el mensaje, escrito en una tira de papel prolijamente doblada.
“Ganamos. El de esta madrugada a las dos.
S.S.S.
Nicandro Peralta”.
En el paso a nivel tomé por los rieles para acortar
camino. De lejos avisté el gentío en la estación iluminada a pleno. Había música.
Al aproximarme distinguí las banderas, los racimos de globos, las guirnaldas que
colgaban del techo.
Alguien me reconoció y el tumulto se me vino encima.
En andas, sujetando apenas mi valija, fui llevado por aquel alboroto. De pronto
resonó una marcha militar. Alcancé a ver unos ancianos que tocaban un trombón, unas
cornetas, un par de platillos y un tambor. Me bajaron frente a la sala de espera.
El intendente me estrechó en un abrazo. Unas damas empolvadas y de complicados sombreros
me besuquearon. Finalmente apareció el hombrecito. Parecía un fantasma. Sudaba y
reía con todos sus dientes mugrientos, enseñaba una tarjeta azul entre sus dedos.
–Su pasaje, caballero –me dijo.
–Pero, ¿y el tren? –pregunté.
–Allí –señaló.
Allí estaba. Gigantesca sombra en las sombras, más
allá de la otra punta del andén, la locomotora bajo el tanque de agua. Abriéndome
paso fui hacia él. Avancé hasta el tercer vagón. Ninguna luz, ninguna puerta abierta,
ningún sonido, ningún indicio de vida. Espié por los vidrios: pura oscuridad. Regresé.
Un miedo atroz se revolvía en mis tripas.
El hombrecito, siempre riendo, me aguardaba en el
extremo del andén. Le largué mi decisión sin rodeos:
–No viajo, don Peralta.
La risa desapareció, los ojos se le agrandaron como
para salirse. Seguí andando, él detrás.
–¡Usted no puede! –tartamudeó. – ¡Usted no puede!
Intentó detenerme y lo aparté resueltamente.
–¿Y el pasaje? ¿Qué hago? ¿Cómo explico?
Lo enfrenté.
–¡Me importa un carajo, don Peralta!
Un ronco gemido escapó de su pecho y el llanto le
brotó en la cara. Entonces se oyó el silbato, lúgubre, lastimero, como un quebranto
inmensurable, y de inmediato un colosal resuello. Él aún me miró un momento, bañado
en lágrimas. Creí que tanta desesperación iba nomás a derrumbarlo, pero echó a correr
y enseguida la campana sonó tres veces.
Sucedió muy rápido. El revuelo me atrapó, me envolvió,
me arrastró de un lado a otro. La negra masa siniestra emergió pesadamente de su
densa nube de vapor. Todos gritaban, gesticulaban. La bandita de los viejos tocaba
furiosa. Pasó la máquina ciega y fragorosa. Algunos arrojaban flores. Pasaron los
primeros vagones. En vano busqué en las ventanillas cada vez más veloces: nadie.
Hasta que, en el último recuadro, vi al mismísimo
Nicandro Peralta que se despedía moviendo su mano.
No sé cuánto me quedé todavía.
Como recién despierto, abandoné la estación a las
tinieblas y al silencio.
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