sábado, 22 de junio de 2024

En el cruce

Abelardo Castillo

 

Dijo que no. Tenía los dientes apretados como para no perder aliento, o como si mordiera, sin embargo ahora se tambaleaba un poco. Lo miramos y miramos a Cembeyín: él también tenía ese gesto emperrado, de morder, y la misma vena colérica cruzándole la frente. Cembeyín gritó “a tierra”, y con rítmica frialdad siguió gritando y el tucumano Rojelja iba y venía por la Plaza de Armas, rodaba unos metros como un cilindro, volvía a quedar de pie en posición de firmes, salía corriendo hacia cualquier parte hasta que una nueva orden, repentina y exacta, lo paralizaba en el envión de modo que su cuerpo parecía chocar contra el grito, y el golpe, tumbándolo en el aire, lo volteaba largo a largo sobre las lajas de cemento. “Arriba”, gritó Cembeyín, y el judío Yurman me dijo al oído ya le conté trescientas. Y cuando escuché “abajo” pensé trescientas una, y después trescientas dos. Cerca de las cuatrocientas perdí la cuenta. Cembeyín estaba ronco; sudaba, casi tanto como el tucumano. Volvió a ordenar:

–Firme.

Le preguntó, una vez más, si estaba cansado.

–No –dijo el tucumano.

–No mi teniente.

–No, mi teniente –repitió el negro.

–¡Carrera, mar…! –dijo Cembeyín.

Y así siguieron, durante un rato muy largo.

Yurman, yo y tres o cuatro soldados de Caballería del Escuadrón Comando fuimos los únicos testigos de aquel duelo entre Rojelja, el mejor tirador y el lancero de más aguante de todo el regimiento, y Cembeyín, el loco, de quien se contaba que había pertenecido a la guardia personal de Perón y a quien más de un conscripto, al entrar sorpresivamente en su Detall a la hora de arriar la bandera, lo encontró firme, con la gorra en la mano y la fusta cruzada bajo el brazo: completamente solo. El loco Cembeyín que tres meses más tarde, una noche de estrellas altas e impávidas, apostó que él coparía el polvorín de Sierras Bayas: con tres milicos y una ambulancia, dijo. Milicos entre los cuales también estaba yo, como esa mañana, cuando el tucumano se vino de cara al suelo en mitad de una orden y se quedó quieto, con las piernas agarrotadas y la boca abierta, repitiendo que no.

–Furriel –gritó Cembeyín, llamándome.

–Ordene, mi teniente.

–Vaya a la enfermería, y que venga un camillero. Y me hace una planilla por treinta días de calabozo para este hombre –agachándose, acercó la boca a la oreja del tucumano. Gritó.

–Y no te mando a Cobunco porque sos peronista –después a mí.

–Paso vivo a la enfermería.

En total, quinientas órdenes cumplidas por el tucumano. Quinientas veces flexionar las rodillas, salir rodando, arrastrar los codos contra el cemento hasta agujerear la garibaldina, saltar imitando a las ranas, quinientas veces. Con la espalda siempre muy erguida, lisa como una tabla. La anécdota engrandeció al Escuadrón Comando; después se engrandeció a sí misma y, a la semana, cuando Rojelja salió de la enfermería para entrar en el calabozo, comenzaron a no creerla. Porque salvo un moretón ancho que se perdía entre la piel aceitunada de su cara, y salvo quizá los ojos (algo, dentro de los ojos), el negro no daba la menor señal de estar golpeado. Ni por fuera ni en ningún otro sitio.

–Es una bestia –dije.

Y supongo que iba a agregar algo así como que, éstos, eran unas bestias: todos. Pero el ruso Yurman me codeó. Al darme vuelta, vi a Rojelja que venía caminando por la Plaza de Armas. Llegó y dijo:

–Soltaron los presos.

La voz de Cembeyín, desde la cuadra. Llamó a Yurman. El tucumano, al oír la voz, había crispado las cejas. Después vino el sargento Montoya, dio la orden de formar y me pidió, urgente, y sin tutearme, un parte con la fuerza efectiva. Yo estaba escribiendo la fecha, 16 de junio de 1955, cuando Yurman volvió a entrar. Ahora tenía una jineta de cabo dragoneante y dijo que estaban bombardeando Buenos Aires.

Dos o tres meses después, ya me había acostumbrado a decirle “mi cabo” si estábamos en presencia de algún superior, y me había acostumbrado a que me mandara a la puta madre que me parió si, cuando se lo decía, estábamos solos. Esos meses estuvimos acuartelados, se habló mucho de la patria, hubo arengas, mejoró la comida. Nunca supimos bien qué había pasado en la Capital.

–Mirá, mientras mejore.

–Cebados –dijo Yurman–. Nos quieren tener contentos. Lo miré.

–O matarnos gorditos.

Al ruso no le gustaba que se frivolizara la muerte. Sin embargo, era divertido ser cruel. Como darse ánimos. O distraerse hablando del locro. Lo fundamental, no ponerse dramáticos. Al fin de cuentas, qué, me escuché decir. Unos atorrantes de la aviación, tres baldosas rotas en la Casa Rosada y exiliarse al Uruguay.

–Dicen que hubo muertos.

Rojelja había hablado: su voz era rencorosa. Tenía a Perón metido en la sangre; decía cosas como vendepatrias, la Nueva Argentina. Para un peronista no hay nada mejor que otro peronista. Justicia social. Como si detrás de aquella frente, impuesta de lástima entre las cejas y el pelo hirsutos, de indio, hubiese ido atesorando a lo largo de doce años todos los slogans que pudo. Salvo Cembeyín, no había otro que pronunciara más frases de aquéllas en nuestro regimiento ni otro que fuese más peronista. Mientras comíamos, no pude evitar mirarle el verdugón, borroso ahora, amoratándose un poco bajo la piel, al morder: eso tampoco se le iba a ir nunca del todo. Nada mejor que otro peronista, pensé, el tucumano caído y Cembeyín gritándole “da gracias que no te mando a Cobunco”. Pero lo pensé sin pasión.

–Otro cuartelazo –dije– y termino encariñándome con el locro.

Salimos del comedor.

Fue, tal vez, esa misma tarde, o la tarde siguiente. Un soldado de Mayoría entró en la caballeriza del Primer Escuadrón donde estábamos escondidos tomando mate. Traía gesto misterioso, de oficinista que está cerca de los jefes, que sabe cosas. Dijo:

–Se levantó la Marina.

La respuesta de rigor, “sí, se levantó a diana”, no encontró eco.

–Te digo que sí.

Mezclado a nombres opacos, a civiles que se mataban brumosamente en las calles de Córdoba, a palabras como focos subversivos, apareció, de pronto, el nombre del mayor Carbia del Destacamento de Zapadores de Sierras Bayas. Eso era distinto. Le di un mate.

–Cómo Carbia. Qué tiene que ver Sierras Bayas.

–Que vino, de arriba, la orden de que se pusiera a disposición de Olsen, de nosotros. Y que Carbia se negó.

–Pero, qué tenemos que ver nosotros.

–Que somos leales al gobierno –dijo antes de salir, y el tucumano pareció contento–. Y que Carbia se pliega a la revolución.

Sierras Bayas estaba a unos pocos kilómetros de nuestro cuartel, cerca, tanto que al pensarlo tuve ganas de hacer una broma sobre cualquier cosa, alguno la hizo antes que yo, y reímos; pero Yurman dijo por qué no se matarán entre ellos estos imbéciles, y Sierras Bayas volvió a estar cerca, como metida dentro mismo de un casi simbólico regimiento de Lanceros donde tres o cuatro escuadrones que dormían la siesta, y unos Héroes Ecuestres escondidos en la caballeriza tomando mate, eran leales al Gobierno de la República. Siete años tendría cuando apareció Perón, estaba diciendo Yurman y señaló a cualquiera. Y yo, y vos. Jugábamos a las figuritas, me querés decir a mí qué tenemos que ver con Perón. Y era como si uno empezara a participar ciegamente de los bombardeos o pudiera ser muerto ahí mismo, en la mitad de un mate, con la cabeza volada de un balazo. Pero por qué, preguntaba el ruso. Para qué, o vos tenés ganas de hacerte matar por estos imbéciles.

Creí que Rojelja iba a levantarse, pero no se movió. Dijo:

–Vos no entendés.

El padre de Yurman venía en coche a buscarlo al ruso: pensé que el tucumano pensaba eso, sin embargo había hablado con naturalidad. O matar, decía Yurman: tirar hacia cualquier parte y acertarle a cualquiera. Sabés por qué nos dan bien de comer, sabés por qué esto, dijo, pegándose en el brazo con la mano abierta sobre la jineta. Por miedo. Y seguía hablando, y habló hasta que yo me sorprendí a mí mismo mirándolo con odio, fijamente, a unos centímetros de sus ojos.

–Lo que pasa es que a vos te importa tres carajos del país; eso es lo que pasa.

Yurman me miró con asombro.

–De Perón –dijo.

–Andate a Israel –casi lo grité, sin la menor lógica. Sentía como un rencor antiguo contra el ruso, una agresividad oscura e irracional, despertándose de pronto pero que había estado ahí, agazapada, desde la primera vez que le vi la cara–. Por qué no te vas. Andate, total vos qué tenés que ver. Qué tiene que ver él, no es cierto. Andate.

No sé qué me contestó ni qué pasó después. Hubo una escena violenta y me encontré diciendo:

–Sacate la jineta.

Yurman se la arrancó de un tirón. El tucumano nos separó Volvió a entrar el soldado de Mayoría y dijo que ahora éramos rebeldes, que nuestro regimiento se plegaba a la revolución.

Miré al tucumano.

–¿Se te fue la risa? –le dije.

El toque de retreta me hizo sentir bien. Silencio en la noche, pensé cantando, ya todo está en calma. El sargento Montoya pasaba lista al escuadrón; cuando llegó al nombre del tucumano dijo vos andá al Detall, y yo le estaba preguntando qué había hecho cuando Yurman también rompió la formación y vino a reunirse con nosotros. Nos miramos. Descubrí que durante toda la tarde yo había tenido ganas de decirle algo al ruso. Y, si no me hubiera llamado Montoya, se lo habría dicho. El escuadrón entró en la cuadra y Montoya me llamó.

–Voy ahí, mi sargento –grité militarmente, exagerando, simulando una marcialidad payasa que en el fondo iba dirigida al tucumano Rojelja, a que le gustara. Como pagarle algo. Y, en cierto modo, se parecía un poco a lo que quería decirle al judío.

A Montoya no le causó gracia.

–Déjate de boludeces –dijo.

Parecía serio, no por la broma: serio hacia adentro. En la Sala de Armas, donde estaba pertrechando a los guardias del primer turno, que esa noche llevaban carabinas, Montoya también habló con seriedad.

–Deme tres pistolas, soldado. Y unos cargadores. El otro se los dio. El sargento, mientras cargaba las pistolas, pidió una PAM. Después, me alcanzó las pistolas.

–Toma.

Cuando volvimos al Detall lo vi a Cembeyín; inclinado sobre el escritorio, señalaba algo en un papel. Los muchachos tenían la cara rígida. Montoya puso la PAM junto a Cembeyín.

–Gracias, sargento –dijo Cembeyín–. Puede retirarse.

–Mi teniente.

–Sí.

El sargento Montoya titubeó:

–Yo quisiera…

–No –dijo Cembeyín–. Con tres milicos, sobra. A esos de Zapadores, con tres reclutas los copo.

Se reía. Mucho después, recordando esa noche, me di cuenta de que había parodiado a Perón.

Las palabras que pronunció más tarde las escuché como si vinieran de lejos; recuerdo su acento metálico. Destacamento de Zapadores, dijo, y ambulancia. Y recuerdo que de pronto volvíamos a ser leales al gobierno.

La idea, dijo, era ésa: que Sierras Bayas nos creyera rebeldes. Hablaba rápido, arrebatado por una especie de delirio que tenía algo de fascinante. Yo y ustedes tres, dijo. Y dijo que nos había elegido por eso, porque un furriel, un dragoneante y un peronista, y de Caballería, hacen un desparramo entre una división entera de zapapicos si se ofrece. Y que tres oficiales y ocho legionarios, en Camerone, hicieron mear en las patas a dos mil negros mejicanos y cuando se les acabaron las municiones y de los once ya no quedaban más que cinco, cargaron a bayoneta calada, y se hicieron matar, qué mierda, dijo Cembeyín y empuñando la pistola ametralladora ordenó secamente:

–Síganme.

Cuando cruzábamos la Plaza de Armas en sombras hacia el sitio donde nos esperaba la ambulancia, miré el mástil y el aire frío de la noche me hizo un efecto curioso: me vi a mí mismo, como en esos sueños poblados de vértigo en los que somos al mismo tiempo protagonistas y testigos, me vi, marchando en aquel grupo, un pelotón de cuatro hombres y yo entre ellos, golpeando sin querer los tacos de los borceguíes sobre las lajas. Y esta sensación no me abandonó hasta mucho más tarde, hasta mucho después de los fogonazos y el tumulto y la disparada a cien kilómetros por la carretera de vuelta al regimiento con Cembeyín muerto de un tiro en la cabeza y la ambulancia baleada en veinte sitios. Hoy todavía lo recuerdo así, como una alucinación confusa, cargada de destellos, rara.

La silueta del teniente coronel Olsen, contra la ambulancia blanca. Yurman me codeó: el Jefe. Cembeyín dio el alto; todos nos quedamos quietos. El teniente coronel dijo:

–Saben de qué se trata –ellos dijeron que sí–. En la ambulancia están los máuser. Ármense.

Olsen, ahora, estaba mirando a Cembeyín con un gesto entre desafiante y preocupado. Preguntó si no le parecía que éramos pocos. Cembeyín respondió:

–Los soldaditos y yo vamos a tomar mate esta noche, en la Sala de Guardia de esos zapadores.

Se divertía. Mientras me ajustaba el correaje, se lo dije al tucumano.

–Ese tipo está loco. Se divierte.

El tucumano no dijo nada. Yurman dijo:

–Es una apuesta –lo miré–. Una apuesta, ¿no ves? Entonces me dieron ganas de decirle lo que había estado pensando toda la tarde.

–Che, ruso.

–Qué.

–Perdóname lo de hoy.

–¿Lo de hoy?

El judío, a la luz opaca de la guardia, tenía un gesto extraño; una especie de sonrisa casi cariñosa. Dije:

–El escándalo que armé en la caballeriza. No sé. Fue una cosa rara.

–No es nada –dijo–; siempre pasa. A veces, se da peor.

Cembeyín manejaba; a su lado, en silencio, el tucumano. El ruso y yo, tirados sobre las camillas. A unos centímetros, la nuca de Cembeyín, rapada, me hizo recordar vagamente alguna película alemana. La cercanía creaba una imprevista ilusión de intimidad, de cosa compartida. Cuatro hombres, juntos. Además estaba oscuro. La frente estrecha y brutal de Rojelja, su pelo duro, de indio; el perfil agudo de Yurman; las estrellas en el hombro de Cembeyín. Todo se borraba, tendía a parecerse, era lo mismo: una consigna militar corriendo por la carretera hacia el cruce de Sierras Bayas, metida en una ambulancia; una orden, no sabíamos de quién, o quizá una apuesta, que consistía en apoderarse (en que un teniente se apoderase) del Destacamento de Zapadores, con sólo tres hombres. Sentí que no era una sola cosa: éramos dos.

Cembeyín disminuyó la marcha.

–Todo consiste en llegar, sin que nos baleen, al puesto número uno –no necesité verle la cara para saber que sonreía. Todo, dijo, consistía en eso–. Conozco a los milicos, ven a un superior y titubean. Si nos dejan llegar, me bajo, me les paro delante de los focos de la ambulancia, cosa que sepan con quién están hablando, ustedes se descuelgan por atrás, listos para tirar. Y me los reducen. Al primer gesto, los cagan de un tiro. Sin asco. No pueden ser más que tres; lo normal es uno. Cuanto mucho habrá tres. De derecha a izquierda, entienden: Rojelja al primero, vos al del medio, y el judío al otro; así me los cubren y, al primero que pestañee, pumba. Repetímelo –le dijo al tucumano.

Rojelja lo hizo, palabra por palabra. Después yo, después Yurman.

Todo consistía en eso. En apoderarse por sorpresa de la guardia y esperar el relevo. Coparlos también, con cabo y todo, dijo.

Uno de nosotros (nunca llegamos a saber cuál) se quedaría en el puesto, armado con la PAM, vigilando a la guardia. Y yo me imaginé a los zapadores amontonados en la garita, su enorme miedo nocturno y el de quien se quedara con ellos, solo, rezando quizá para que no se movieran, preguntándose qué estará pasando adentro. Cembeyín y los otros dos entrarían en el destacamento, llevándose a uno o dos zapadores. Trac-trac, e imitó el golpe de la corredera al pasar una bala a la recámara. Con la Ballester Molina contra las costillas, dijo Cembeyín. Una vereda en “S”, treinta metros sin luz, qué bárbaros: a los dos lados, árboles. Una villa cariño dijo que parecía, no un destacamento militar. Se rio.

–Como si fuéramos el pelotón de relevo.

Y cuando llegáramos a la Sala de Guardia, ni Dios nos paraba. Miró el reloj. Teníamos aún treinta minutos. Vi adelante el inequívoco perfil del horno, en el cruce; su borrosa silueta devastada, lejos. Ahí abandonaríamos el macadam, cortando camino luego por entre las chacras y los montes. Cembeyín dejó que la ambulancia regulase ahora.

Uno desarmaba al oficial de servicio; el otro, cubriendo desde la puerta.

–Y yo me meto en los calabozos y suelto a los presos. Había premeditado, casi como una travesura, el efecto de sus palabras, nuestro asombro.

–Un preso –dijo– es un milico resentido contra sus jefes. Está con el que lo suelta. Aparte de que es un milico generalmente bruto –yo abrí los ojos en la oscuridad: bruto, capaz de hacer quinientas flexiones, pensé. O mil. Y decir que no, no estoy cansado. Cembeyín detuvo la ambulancia; había encendido un cigarrillo. El cigarrillo moviéndose en sus labios ahora, como si fuera la voz. Cembeyín hablaba como si hablara solo–. Me juego la cabeza que, si hay presos, son peronistas –con una mano le ofreció un Chesterfield a Rojelja; con la otra, le palmeó el pescuezo–. Tres milicos como este negro –dijo– y no me ataja ni la Guarnición de Azul.

Estábamos detenidos en el cruce. El horno, un poco más lejos. Detrás de los montes, el polvorín.

–Desmonten, si quieren –dijo.

Nos bajamos de la ambulancia.

Desmontar. Una especie de chiste, o un delirio. Y una prueba de confianza; un modo de ser generoso: su modo. Si quieren irse, váyanse. Pensé desertar; Yurman también lo pensó. El tucumano, oscuro, apenas se veía. El tucumano no pensaba nada. Cembeyín orinaba. Tenía para todo una extraña soltura, incluso para orinar. Se abrochó. Una suerte de desparpajo, de seguridad agresiva. Apuntando hacia las estrellas, probó la corredera de la Ballester Molina.

–Qué van a hacer cuando salgan –preguntó de golpe. Había vuelto a subir a la ambulancia y apoyaba los brazos en el hueco de la ventanilla, mirándonos.

Yo no recuerdo qué dije, pero me vi con la billetera en la mano mostrándole una foto. Ahora no se veía bien, expliqué innecesariamente; es casi rubia. Cembeyín acercó la foto al cigarrillo, dio una pitada honda, alumbrándola, y me felicitó.

–Lo felicito soldado, realmente.

Yurman dijo:

–Voy a irme a un kibbutz; al campo.

Cembeyín dijo:

–Yo nunca tuve nada contra ustedes, los judíos. Pero no sé, hay algo que no me gusta mucho en ustedes. Qué sentís ahora. El ruso pensó un momento.

–Nada.

–Qué sentís. ¿Sos argentino, ahora? Estás luchando por este país –y yo, al escucharlo, creí volver de otro sitio; un lugar ambiguo e irreal y a salvo de los disparos: como el que se ha dormido de pie, haciendo guardia, y recupera de improviso la lucidez, asustado sin saber por qué; sólo que esto era distinto de hacer guardia–. Estás defendiendo una causa, la causa del país. Dentro de veinte minutos, a lo mejor los zapadores nos bajan a tiros. Y mañana sos héroe nacional. Qué me contás, rusito. Héroe nacional, vos.

–Sí –dijo Yurman.

Hizo un gesto, como si despertara; el mío de un momento atrás. El tucumano seguramente también lo tenía: sólo que el tucumano debió de haber nacido con él. Lo vi, allá, borroso junto a un gran árbol viejo; la culata del máuser afirmada en la tierra y las manos sobre el caño apoyando el mentón. Cembeyín volvió a mirar el reloj.

–Estiren las piernas –dijo–. Termino el cigarrillo y marchamos.

Nos juntamos con el tucumano.

Blanca la ambulancia, a unos veinte metros, como suspendida en el centro de la noche. No hablábamos. De tanto en tanto, por la puerta a medio abrir del furgón, se veía la brasa del cigarrillo del teniente. La noche hermosísima, fría y con estrellas impávidas, muy altas: eso, y un relincho, o acaso un mugido, es lo que mejor recuerdo. Después un gran silencio, y mi mano, o la del ruso, buscando el brazo del Rojelja, y la mano del ruso o la mía interponiéndose. Luego la marcha hacia el polvorín, casi sin palabras. Como un pacto. Cinco minutos más tarde, el judío, que ahora manejaba la ambulancia, la detuvo a unos metros del puesto de guardia. La puso de culata y me dijo que tirase al aire, sobre la casilla de los centinelas.

–No saqués la cabeza, animal –murmuró, pero como si gritara.

Sacando el brazo por la ventanilla disparé tres tiros, con lentitud, apuntando alto. Unos segundos después, veinte o treinta detonaciones partieron del destacamento; antes de atinar a agacharme, vi los fogonazos.

Luego sentí el golpe seco de alguna bala perforando la carrocería de la ambulancia. Guardé la pistola en la funda, y me costó trabajo (o lo imaginé) porque la empuñadura, pegajosa, se me adhería a la mano. Con asco, hice a un lado el cuerpo de Cembeyín, sin mirarle la cabeza.

Llegamos al regimiento así, con la ambulancia baleada en veinte sitios y Cembeyín muerto.

En acción honrosa, gritó el Jefe del Regimiento a la mañana siguiente ante toda la guarnición montada, después de haber informado el dragoneante Yurman cómo, al llegar al destacamento, los zapadores salieron sorpresivamente al paso de la ambulancia, y el teniente Cembeyín, antes de entregarla, dio vuelta ahí mismo y no habíamos alcanzado a recorrer treinta metros cuando empezaron a sonar los disparos.

Ese mismo día, el tucumano Rojelja y yo fuimos ascendidos a cabos dragoneantes y, ese mismo día, nuestro escuadrón recibió la orden de “arrasar Sierras Bayas”.

No llegó al cruce.

La contraorden fue clara y terminante: Perón había caído, una junta militar se había hecho cargo del gobierno de la República, y nuestro regimiento se plegaba a la revolución.

Volvimos, cantando la Marcha de San Lorenzo.

La retirada se inició a menos de un kilómetro del cruce, cerca del horno, no muy lejos del árbol viejo desde donde, la noche anterior, el ruso y yo nos habíamos quedado mirando allá adelante la brasa del cigarrillo del teniente, adivinando a nuestro lado, en la oscuridad, el gesto de Rojelja, el movimiento de su brazo alzando el máuser con una especie de casual e inexorable bamboleo, hasta que el máuser se quedó quieto, paralelo al camino a la altura de la cara de Rojelja, y uno de nosotros, Yurman o yo, detuvo la mano del otro, su ademán de desviar la mira del máuser: porque alguno había levantado la mano y el otro lo detuvo, con naturalidad.

O acaso fue simplemente un tomarse las manos en la noche.

Como si no hubiera por qué preocuparse.

Mientras las quinientas flexiones del tucumano Rojelja, el mejor tirador del regimiento, decidiendo por los tres, alzaban la carabina hacia la ambulancia bajo las estrellas impávidas.

Al soldado Yurman, clase 35, que nunca
vivió esta ficción, ni la leerá. Que fue muerto en el
Regimiento 9 de Infantería de La Plata, por
negarse a entregar su puesto de guardia.

 

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