W. Somerset Maugham
A Mrs. Skinner le gustaba llegar a tiempo a todas
partes. Vestía un traje de seda negro en consonancia con su edad y con el luto
que llevaba por su yerno. Se ajustó la toca de su sombrero. Dudó antes de hacerlo,
porque las plumas de águila marina que lo adornaban podían suscitar acerbos
comentarios entre algunos amigos que seguramente encontraría en la fiesta.
Claro que era cruel matar a esas hermosas aves en la época de la cría para
obtener sus plumas, pero eran tan bellas y elegantes que hubiera sido necio
despreciarlas, mucho más cuando eran un obsequio de su yerno. Éste las trajo de
Borneo, en espera de que serían del agrado de ella. Kathleen, a propósito de
las plumas, había estado un poco desagradable, y ahora, después de lo sucedido,
le hubiera gustado que no continuara portándose así. Pero Kathleen, realmente,
nunca había simpatizado con Harold. Mrs. Skinner, en su tocador, se puso la
toca que, después de todo, iba muy bien con el único sombrero elegante que
tenía, y la sujetó con un alfiler de jade. Por si alguien le hablaba de las
águilas marinas, tenía ya preparada la respuesta.
–Ya sé que es terrible –diría– y
nunca hubiese pensado en comprarlas, pero me las trajo mi pobre yerno la última
vez que estuvo en casa de vacaciones.
Esto explicaría su posesión,
excusando al mismo tiempo su uso. Todos habían sido muy amables. Mrs. Skinner
sacó un pañuelo limpio de un cajón, mojándolo con un poco de agua de colonia.
Nunca usaba perfumes, pero la colonia le servía de sedante. Ya estaba casi
dispuesta. Sus ojos, a través de los lentes, miraron por la ventana. Canon
Heywood tendría un día magnífico para su garden-party. Hacía calor, el cielo
estaba azul y los árboles no habían perdido aún el fresco verdor de la
primavera. Se sonrió al ver a su nietecilla en el jardín, rastrillando un
macizo de flores. Le hubiera gustado que Juana no estuviera tan pálida. Había
sido un error tenerla tanto tiempo en los trópicos. Además, era excesivamente
seria para su edad; nunca se le veía corretear, sino siempre jugando a unos
juegos tranquilos de su invención o regando su jardín. Mistress Skinner se
arregló por última vez el vestido, cogió sus guantes y bajó la escalera.
Kathleen estaba en su
escritorio, cerca de la ventana, ocupada en escribir una lista. Era secretaria
honoraria del Club de Golf de señoras, y cuando había algún torneo tenía
bastante trabajo. Pero también se encontraba a punto para ir a la fiesta.
–Veo que al fin te has puesto tu
traje de sport –dijo Mrs. Skinner.
Durante la comida habían
discutido si Kathleen debía ponerse ese traje o el de chifón negro. El de sport
era negro y blanco; a Kathleen le gustaba mucho, pero apenas era de luto.
Millicent, sin embargo, estuvo de su parte durante la discusión.
–No veo la razón de que tenga
que vestirse como si fuera a un funeral –manifestó–. Hace ocho meses que Harold
ha muerto.
A Mrs. Skinner le chocó aquella
falta de sensibilidad que demostraba su hija. Bien es verdad que desde su
regreso de Borneo se mostraba algo extraña.
–¿Vas a quitarte ya las penas
del vestido? –le preguntó.
Millicent no contestó
directamente.
–La gente no lleva ya el luto
como antes –repuso. Hizo una pausa y, al proseguir, el tono de su voz le
pareció a mistress Skinner un poco raro. También lo notó Kathleen, que miró a
su hermana con cierta curiosidad–. Estoy segura de que Harold no hubiera querido
que llevara luto por él indefinidamente –concluyó.
–Me vestí rápido porque quería
decir algo a Millicent –fue la respuesta de Kathleen a la observación de su
madre.
–¡Ah…!
Kathleen no dio más
explicaciones, pero dejó su lista aparte y por segunda vez, con el ceño
fruncido, volvió a leer la carta de aquella señora que se quejaba de que el
comité, injustamente, rebajó su handicap de veinticuatro a dieciocho. Se
requería una buena dosis de tacto para ser secretaria de un Club de Golf de
señoras. Mrs. Skinner empezó a ponerse sus guantes nuevos. Las persianas hacían
que la habitación estuviera fresca y algo oscura. Contemplaba entre tanto el
gran cuerno de madera, pintado con vivos colores, que Harold había dejado en su
caja de seguridad. A ella le pareció un poco extraño y bárbaro, pero él lo
apreciaba mucho. Tenía una cierta significación religiosa, y Canon Heywood se
quedó muy sorprendido cuando lo vio. En la pared, sobre el sofá, colgaban armas
malayas, de las que había olvidado el nombre, y esparcidos por las mesas se
veían algunos objetos de plata y latón que Harold, en diversas ocasiones, les
había enviado. Sentía un gran cariño por su yerno, e involuntariamente su mirada
buscó la fotografía colocada sobre el piano, junto a la de sus dos hijas, su
nieta, su hermana y su hijo.
–Kathleen, ¿dónde está el
retrato de Harold? –preguntó.
Kathleen miró hacia el piano,
pero ya no estaba en su sitio.
–Alguien lo debe de haber
quitado de ahí –dijo.
Sorprendida y extrañada, se
levantó, dirigiéndose hacia el piano. Las fotografías habían sido nuevamente
arregladas de modo que no pudiera notarse el hueco dejado por la de Harold.
–Quizá Millicent se lo llevó a
su habitación –opinó Mrs. Skinner.
–Me hubiera dado cuenta. Además,
Millicent tiene varias fotografías de Harold, y todas las guarda bajo llave.
No dejaba de sorprender a Mrs.
Skinner el hecho de que su hija no tuviera en su habitación ninguna fotografía,
y hasta en alguna ocasión había hablado con ella del asunto, pero Millicent
guardó silencio. Desde su regreso de Borneo se mostraba hermética y huraña
hasta la desesperación, sin poner nada de su parte para facilitar las muestras
de cariño que con tan buena gana le hubiera prodigado su madre. En ningún
momento parecía dispuesta a hablar de sus sentimientos, del vacío que debía
experimentar por la pérdida de su marido. Claro que el dolor suele manifestarse
en las personas de distinto modo. Por lo mismo Mr. Skinner había dicho a su
esposa que lo mejor era dejarla a solas con su dolor. El pensamiento de
mistress Skinner saltó de estas tristes reflexiones a la fiesta a la que debían
asistir aquella tarde.
–Tu padre me preguntó si creía
que debía llevar sombrero de copa. Le repuse que lo mejor que podía hacer era
ir prevenido.
La fiesta sería un verdadero
acontecimiento. Los helados, de vainilla y fresa, serían de casa Boddy, y los
Heywood prepararían en su casa el café helado. Acudiría mucha gente. Entre
otros, el obispo de Hong-Kong, que pasaba una temporada con los Canon –un
antiguo amigo del colegio–, quien hablaría de las misiones de China. Mrs.
Skinner, cuya hija había vivido ocho años en el Este –su yerno había sido,
además, gobernador de un distrito de Borneo–, estaba interesadísima.
Naturalmente, esto significaba más para ella que para los que nunca habían
tenido nada que ver con las colonias ni con nada que se les pareciera.
–¿Qué pueden conocer de
Inglaterra los que sólo Inglaterra conocen? –solía decir Mr. Skinner.
Éste hizo su aparición en aquel
momento. Era abogado, como su padre, y tenía el despacho en Lincoln’s Inn
Fields. Iba a Londres cada mañana y regresaba por la noche, y aquel día podía
acompañar a su mujer y a sus hijas al garden-party de Canon, porque éste, con
gran acierto, había escogido un sábado para celebrarlo. A Mr. Skinner le
sentaba admirablemente el chaqué. En realidad, no es que fuera muy elegante,
pero no desentonaba nunca. Tenía la apariencia de un procurador padre de
familia, es decir, lo que realmente era. Su firma jamás había tenido nada que
ver con un asunto que no estuviera completamente claro, y si algún cliente iba
a verlo por algo no del todo limpio, Mr. Skinner se ponía repentinamente serio.
–Me parece que no es un asunto
que me interese –exclamaba–. Creo que haría mejor yendo a otro sitio.
Y cogiendo su block de notas
escribía un nombre y una dirección, arrancaba la hoja y se la entregaba a su
cliente.
–Si yo estuviera en su lugar,
creo que iría a ver a estos señores, y si va usted en mi nombre, creo que harán
todo lo que puedan por usted.
Llevaba el rostro afeitado y era
completamente calvo. Tenía los labios pálidos, firmes y delgados, y en sus ojos
azules había cierta timidez. Sus mejillas carecían de color y en su cara
abundaban las arrugas.
–Ya veo que te pusiste los
pantalones nuevos –le dijo su esposa al verlo entrar.
–Me parece que ésta es una buena
oportunidad para ello –repuso–. ¿Qué les parece si me pongo algo en el ojal?
–No, papá –exclamó Kathleen–.
Creo que no sería elegante.
–Pues mucha gente lo hará
–afirmó Mrs. Skinner.
–¡Oh, sí! Empleados y gente así.
Los Heywood, ya saben, han tenido que invitar a todo el mundo. Además, estamos
de luto.
–¿Y habrá alguna colecta después
del sermón del obispo? –preguntó Mr. Skinner.
–Me parece que no –repuso su
esposa.
–No creo que fuera correcto
–apoyó Kathleen.
–Pero hay que pensarlo todo
–manifestó Mr. Skinner–. Yo daré por todos. ¿Serán bastantes diez chelines, o
habrá que dar una libra?
–Si das algo, me parece que será
mejor una libra –opinó Kathleen.
–Ya veremos, si llega la
ocasión. No quiero ser menos que nadie, pero, por otra parte, tampoco quiero
dar más de lo necesario.
Kathleen metió sus papeles en un
cajón del escritorio y se puso en pie. Miró su reloj de pulsera.
–¿Estará lista Millicent?
–preguntó la madre.
–Nos queda tiempo de sobra. La
fiesta está anunciada para las cuatro. Creo que no debemos llegar antes de las
cuatro y media. Le dije a Davis que tenga preparado el coche para las cuatro y
cuarto.
Por lo general, era Kathleen
quien conducía el coche; pero, en las grandes ocasiones, como aquélla, Davis,
el jardinero, se ponía el uniforme y conducía. La cosa estaba mucho mejor así,
sobre todo porque Kathleen no quería conducir llevando vestido nuevo. Ésta, al
ver que su madre se ponía los guantes, pensó que ella tenía que hacer lo mismo.
Cogió los suyos y los olió, para ver si quedaba en ellos algún resto del
lavado. Efectivamente, olían un poco, pero el olor era tan ligero que lo
probable era que nadie lo notara.
Al fin se abrió la puerta y
entró Millicent. Llevaba puestas sus tocas de viuda. Mrs. Skinner no había
conseguido acostumbrarse a ellas, pero comprendía que era necesario que su hija
las llevara durante un año. Era una verdadera lástima que a Millicent no le
cayeran bien. Mrs. Skinner se había probado una vez el sombrero de su hija, con
su franja blanca y su largo velo, y no pudo por menos de maravillarse de lo
bien que le sentaba. Desde luego, estaba convencida de que moriría antes que su
querido Alfredo, pero, en caso contrario, jamás volvería a quitarse las que por
él se pusiera. La reina Victoria había hecho lo mismo. Ahora que el caso de
Millicent era muy distinto. A su edad –tenía sólo treinta y seis años– debía
ser muy doloroso quedarse viuda: le quedaban muy pocas probabilidades de
volverse a casar. Tampoco era probable que se casara Kathleen, que tenía un año
menos que su hermana.
Cuando Millicent y Harold
vinieron a Inglaterra la última vez, Mrs. Skinner sugirió que Kathleen podría
irse con ellos. A Harold la idea le pareció de perlas, pero Millicent se opuso
en redondo. Mrs. Skinner no logró saber por qué. Aquello hubiera sido indudablemente
una buena ocasión para Kathleen. Y no es que a ella le gustara separarse de sus
hijas, pero una joven necesita casarse, y todos los hombres que ellos conocían
en Inglaterra lo habían hecho ya. Millicent adujo, como única razón de su
negativa, que el clima de Borneo no era saludable. Así sería, puesto que ella
no gozaba de muy buen color. ¡Quién hubiera dicho, al ver juntas ahora a las
hermanas, que Millicent había sido la más guapa de las dos! Kathleen, con los
años, había adelgazado, pareciendo a algunos demasiado angulosa. Pero con el
pelo corto, con las mejillas rebosantes de salud y de color natural, fruto de
su gran afición al golf que jugaba tanto en invierno como en verano, a Mrs.
Skinner le parecía que su hija poseía un gran atractivo. No podía decirse lo
mismo de la pobre Millicent. Había perdido la línea por completo. No era muy
alta y, al engordar, empeoró de aspecto; la madre echaba la culpa de ello al
calor tropical, que le había impedido hacer toda clase de ejercicios. El color
de su piel era amarillento, y en los ojos, en otro tiempo lo más interesante de
su persona, se observaba como una palidez bastante extraña e inquietante.
–Forzosamente tendrá que hacer
algo –reflexionaba mistress Skinner–. Se está poniendo horrible.
Dos o tres veces habló a su
marido de ello, y él le había contestado que Millicent ya no era tan joven. Es
muy posible que fuera ésta la causa de todo, pero no por ello tenía que
abandonarse de aquella manera. Mrs. Skinner estaba dispuesta a hablar seriamente
a su hija, pero como, naturalmente, quería respetar su dolor, esperaría que
transcurriera un año para hacerlo. Se alegraba de tener un motivo para entablar
una conversación, cuyo solo pensamiento la ponía ligeramente nerviosa. Era un
hecho que Millicent estaba cambiada. Su rostro tenía un gesto adusto, huraño,
que hacía que su madre no se sintiera muy a gusto a su lado. Mrs. Skinner era
una de esas mujeres que gustan de pensar en voz alta. En cambio, Millicent,
cuando se le hacía una observación o simplemente cuando se le preguntaba algo,
tenía por costumbre no contestar, de modo y manera que siempre se quedaba uno
con la duda de si lo había oído o no. Alguna vez esto había irritado tanto a
Mrs. Skinner, que para no ser demasiado dura con ella procuraba recordar que sólo
hacía ocho meses que el pobre Harold había muerto.
La luz de la ventana iluminó el
rostro de la viuda, mientras se acercaba silenciosamente, pero Kathleen siguió
de espaldas a la ventana. Contempló a su hermana durante unos momentos.
–Millicent, tengo algo que
decirte –dijo–. Jugué golf esta mañana con Gladys Heywood.
–¿Ganaste? –preguntó Millicent.
Gladys Heywood era la única hija
soltera de Canon.
–Me dijo algo y creo que lo
debes saber.
Los ojos de Millicent pasaron de
su hermana a la niña que estaba regando las flores en el jardín.
–¿Le dijiste a Ana que dé el té
a Juana en la cocina? –preguntó.
–Si, lo tomará cuando los
criados.
Kathleen miró a su hermana con
frialdad.
–El obispo pasó dos o tres días
en Singapur en su viaje a Inglaterra –continuó–. Es muy aficionado a viajar, y
ha estado también en Borneo, donde conoce a mucha gente que tú también conoces.
–Te interesa, querida –dijo la
madre–. ¿Conocería al pobre Harold?
–Sí… Lo conoció en Kuala Solor.
Se acuerda de él perfectamente. Dijo que su muerte le sorprendió mucho.
Millicent se sentó, empezando a
ponerse sus guantes negros. A Mrs. Skinner le extrañó que recibiera aquellas
noticias en tan completo silencio.
–¡Ah, Millicent! –exclamó–. La
fotografía de Harold desapareció. ¿La tomaste tú?
–Sí, me la llevé para guardarla.
–Creí que te gustaría tenerla a
la vista.
Una vez más Millicent no
respondió. Realmente, era una costumbre exasperante.
Kathleen se volvió un poco para
mirar de frente a su hermana.
–Millicent, ¿por qué dijiste que
Harold murió de las fiebres?
La viuda no hizo el menor gesto;
miró a Kathleen con ojos serenos, pero su tez amarillenta había enrojecido.
Tampoco contestó.
–¿Qué quieres decir, Kathleen?
–preguntó su madre sorprendida.
–El obispo dijo que Harold se suicidó.
Mrs. Skinner dejó escapar un
grito; pero fue su marido el que habló, preguntando ansiosamente:
–¿Es verdad, Millicent?
–Sí.
–Pero, ¿por qué no nos lo
dijiste?
Millicent hizo una ligera pausa.
Sus manos jugaron distraídamente con un objeto de latón de Brunéi que estaba
sobre la mesa que tenía al lado, regalo también de Harold.
–Me pareció que sería mejor para
Juana decir que su padre había muerto de fiebres. Mi deseo es que ella nunca
sepa nada.
–Pues nos has puesto en una
situación terriblemente delicada –afirmó Kathleen frunciendo el ceño
ligeramente–. Gladys Heywood me dijo que había sido muy incorrecto no decirle
la verdad. No sabes el trabajo que tuve para convencerla de que yo tampoco sabía
nada. Aseguró también que su padre estaba bastante molesto, porque después de
los años que hace que nos conocemos, y dada nuestra buena amistad, debíamos
haber tenido un poco más de confianza con él. Además, si no queríamos decirte
la verdad, tampoco teníamos por qué contarle una mentira.
–Estoy completamente de acuerdo
–dijo Mrs. Skinner con acritud.
–Claro que yo procuré hacerle
comprender a Gladys que nosotros no teníamos la culpa. Nos limitamos a darles
la noticia tal como tú nos la contaste.
–Espero que eso no te haría
perder el juego –observó Millicent.
–Vamos… Me parece que ésa es una
observación fuera de lugar.
Se levantó de la silla
dirigiéndose hacia la chimenea.
–Esto es cosa mía –exclamó
Millicent–. Y si me pareció bien callarme, no sé por qué no podía hacerlo.
–No parece que sientas mucho
cariño por tu madre. Ni siquiera a ella se lo contaste –lamentó Mrs. Skinner.
Millicent se encogió de hombros.
–Debías haberte figurado que
alguna vez se sabría –dijo Kathleen.
–¿Por qué? ¿Podía imaginarme yo
nunca que dos viejos párrocos se pusieran a hablar de mí?
–Cuando el obispo afirmó que
había estado en Borneo, era natural que los Heywood le preguntaran si había
conocido a Harold.
–Todo eso no tiene importancia
–aseguró Mr. Skinner–. Lo que sí creo es que debías habernos contado la verdad,
y entonces habríamos decidido cuál era el mejor camino a seguir. Como abogado,
puedo decirte que ocultar algo, a la larga sólo empeora las cosas.
–¡Pobre Harold! –exclamó Mrs.
Skinner, y algunas lágrimas se deslizaron por sus mejillas–. Es horrible. fue
siempre tan buen yerno para mí… ¿Qué sería lo que lo indujo a tan espantosa
determinación?
–El clima.
–Me parece que sería mejor que
nos lo contaras todo, Millicent –dijo su padre.
–Kathleen se los contará.
Ésta vaciló. Lo que sabía era
realmente espantoso. ¿Cómo era posible que cosas así ocurrieran en el seno de
una familia como la suya?
–El obispo afirma que se
degolló.
Mrs. Skinner sintió que le
faltaba el aire, y se dirigió impulsivamente hacia su hija. Hubiera querido
acunarla entre sus brazos en aquel momento.
–¡Eh! Mi pobre niña… –murmuró
sollozando.
Pero Millicent se apartó de
ella.
–Por favor, mamá. No hagas una
escena. No tolero que me soben.
–Vamos, Millicent –exclamó Mr.
Skinner frunciendo el ceño. Le parecía que su hija no se portaba muy
cariñosamente con ella.
La madre se secó cuidadosamente
los ojos y volvió a su silla tras exhalar un suspiro y hacer un ligero
movimiento de cabeza. Kathleen jugueteaba con su collar.
–Me parece bastante absurdo
haber sabido los detalles de la muerte de mi cuñado por un amigo. Nos has
puesto en ridículo. El obispo tiene muchos deseos de verte, Millicent, para
darte el pésame –hizo una pausa. Pero Millicent seguía guardando silencio–.
Dijo también que Millicent y Juana se hallaban fuera, y que cuando regresaron
encontraron al pobre Harold muerto en su cama.
–Debió de ser un golpe tremendo
para ti, hija mía –afirmó Mr. Skinner.
Su esposa comenzó a llorar de
nuevo, pero Kathleen le puso cariñosamente la mano sobre el hombro.
–No llores, mamá –dijo–. Se te
irritarán los ojos y la gente lo comentaría.
Todos permanecieron en silencio
mientras Mrs. Skinner se secaba los ojos y hacía un esfuerzo para serenarse.
Pensó en las plumas que Harold le había regalado y le extrañó llevarlas en su
toca en aquel preciso momento.
–Hay algo más que debo decirte
–dijo al cabo de poco Kathleen.
Millicent miró de nuevo a su
hermana, pausadamente; sus ojos parecían tranquilos y, al mismo tiempo,
vigilantes. Eran los ojos de una persona que espera algo, y teme que le pase
inadvertido.
–No quiero decir nada que pueda
molestarte –continuó Kathleen–. Pero hay algo más que creo debes saber. El
obispo asegura que Harold bebía.
–¡Eso es espantoso! –gritó Mrs.
Skinner–. ¿Cómo han podido decirlo? Es un escándalo. ¿Te lo dijo Gladys
Heywood? ¿Y qué le contestaste?
–Contesté que era completamente
falso.
–Esto es lo que sucede por
mantener las cosas ocultas –reconvino, irritado, Mr. Skinner–. Siempre pasa lo
mismo. Cuando uno trata de ocultar una cosa, por todas partes surgen rumores
que son mil veces peor que la verdad.
–En Singapur le dijeron al
obispo que Harold se suicidó en un ataque de delirium tremens. Me parece,
Millicent, que, al menos por nosotros, debes negar eso.
–Afirmar una cosa así de una
persona muerta es horrible –exclamó la señora–. Y desde luego perjudicará a
Juana cuando sea mayor.
–Pero, ¿cuál es el origen de
toda esta historia, Millicent? –preguntó su padre–. Harold siempre fue muy
sobrio.
–Aquí –respondió la viuda.
–¿Bebía entonces?
–Como una cuba.
La contestación fue inesperada,
y su tono tan sarcástico que los tres se quedaron atónitos.
–Millicent… ¿Cómo puedes hablar
así de tu difunto marido? –exclamó su madre retorciéndose las manos, sin
preocuparse de sus guantes limpios–. No puedo comprenderte. Desde que regresaste
estás tan extraña… ¡Nunca creí que una hija mía pudiera tomarse así la muerte
de su marido!
–No te preocupes por eso –dijo
Mr. Skinner–. Ya hablaremos más tarde.
Se fue hacia la ventana, mirando
el pequeño jardín bañado por el sol y regresando después nerviosamente a su sitio.
Sacó sus lentes del bolsillo y, aunque no tenía la menor intención de
ponérselos, empezó a limpiarlos con el pañuelo. Millicent lo miró. Sus ojos
rebosaban ironía y cinismo. Mr. Skinner se sentía vejado. Había terminado su
trabajo semanal y estaba libre hasta el lunes por la mañana, y aunque había
asegurado a su esposa que aquel garden-party no era más que una molestia, y que
hubiera preferido tomar el té tranquilamente en su jardín, lo cierto es que lo
aguardaba con verdadera impaciencia. No le importaban mucho las misiones
chinas, pero juzgaba interesante conocer al obispo. Y, de repente, sucedía
aquello… Que no era precisamente un asunto de su predilección. Resultaba
bastante desagradable enterarse de sopetón de que su yerno se había suicidado
después de entregarse a la bebida. Millicent alisaba sus puños blancos. Su
manifiesta frialdad irritaba a Mr. Skinner. Pero éste, en lugar de dirigirse a
ella, lo hizo a su hija menor:
–¿Por qué no te sientas,
Kathleen? Me parece que hay sillas suficientes en la habitación.
Kathleen cogió una silla,
sentándose sin hacer ningún comentario. Mr. Skinner se detuvo frente a
Millicent, mirándola cara a cara.
–Ahora comprendo por qué nos
dijiste que Harold había muerto de fiebres, pero me parece que cometiste un
error. Estas cosas se saben, tarde o temprano. No sé hasta qué punto lo que ha
contado el obispo a los Heywood coincide con los hechos, pero si quieres seguir
mi consejo, cuéntanoslo todo, sin omitir detalle, y después veremos. Ahora que
lo saben Canon Heywood y Gladys, es de esperar que se corra la voz. En un sitio
como éste, la gente está siempre dispuesta a hablar, y sería mejor para todos
nosotros saber la verdad exacta, para estar prevenidos.
Mrs. Skinner y Kathleen juzgaron
que la cuestión había sido planteada como debía serlo. Faltaba la respuesta de
Millicent. Ésta escuchó a su padre con semblante impasible; su repentino rubor
había desaparecido, y de nuevo su rostro tenía el color pastoso y amarillento
de costumbre.
–Si les cuento la verdad, no
creo que les guste mucho oírla –empezó.
–Siempre podrás contar con
nuestra simpatía y comprensión –repuso Kathleen gravemente.
Millicent la miró, y una ligera
sonrisa asomó a sus labios impasibles. Lentamente paseó su mirada sobre los
tres. Mistress Skinner sintió la vaga impresión de que los miraba como si
fueran los maniquíes de una sastrería. Parecía vivir en un mundo distinto, sin
la menor relación con ellos.
–Ya saben que no estaba
enamorada de Harold cuando me casé con él –dijo pensativamente.
Mrs. Skinner estuvo a punto de
dejar escapar una exclamación, pero un rápido y apenas iniciado gesto de su
marido, después de tantos años de vida común, completamente significativo, la
contuvo. Millicent habló con una voz monótona y lentamente, sin alterar lo
mínimo su tono opaco y cansado:
–Yo tenía veintisiete años y
nadie hasta entonces había demostrado el menor deseo de casarse conmigo. Si no
recuerdo mal, él tenía cuarenta y cuatro, pero en cambio disfrutaba de una
excelente posición. ¿No es cierto? Difícilmente se me volvería a presentar otra
ocasión como aquélla.
La madre sintió de nuevo deseos
de llorar, pero se acordó de la fiesta.
–Ahora comprendo por qué
quitaste su fotografía –dijo con tono dolorido.
–No, mamá –exclamó Kathleen.
La foto estaba hecha cuando era
novio de Millicent, y era uno de los mejores retratos de Harold. Para Mrs.
Skinner fue siempre un hombre atrayente. Era corpulento, alto, quizá demasiado
grueso, pero se conservaba bien y su presencia infundía respeto. Empezaba a
quedarse calvo, peto eso les ocurre hoy a casi todos los hombres en plena
juventud. Harold aseguraba que los salacot y los sombreros que se usan en los
trópicos resultan muy perjudiciales para el cabello. Llevaba un pequeño bigote
oscuro y su rostro aparecía profundamente tostado por el sol. Pero lo mejor de
él eran los ojos, grandes, de un color castaño, como los de Juana. Su
conversación resultaba interesante, y, aunque Kathleen lo juzgaba amanerado, su
madre no era de la misma opinión. Esto, además, no tenía importancia apenas, y
cuando vio, lo que fue muy pronto, que se sentía atraído por Millicent, la
simpatía que le inspiraba creció de punto. Él, por su parte, estuvo siempre muy
amable con Mrs. Skinner, que lo escuchaba con suma atención como si realmente
le interesara lo que él decía cuando hablaba de su distrito y de sus partidas
de caza. Para Kathleen era presuntuoso, pero Mrs. Skinner pertenecía a una
generación que aceptaba a ojos cerrados la opinión que los hombres suelen tener
de ellos mismos. Millicent se dio cuenta en seguida de lo que sucedía, y aunque
no dijo nada a nadie, decidió que si Harold llegaba a decidirse, ella lo
aceptaría.
Harold se alojaba en casa de una
familia que había vivido en Borneo treinta años. La boca se les hacía agua
hablando de la colonia. No había razón para que una mujer no pudiera vivir
confortablemente allí. Claro que sus hijos vendrían a Inglaterra en cuanto
cumplieran siete años, pero mistress Skinner pensó que aún no era tiempo de
preocuparse por ellos. Invitó a Harold a cenar y le dijo que siempre estaba en
casa a la hora del té. Cuando la estancia de Harold entre sus viejos amigos
tocó a su fin, Mrs. Skinner le invitó a pasar con ellos quince días, al final
de los cuales Millicent y Harold se comprometieron. La boda fue muy lucida, y
la luna de miel la pasaron en Venecia, marchando después para el este.
Millicent les escribió desde los diversos puertos en que el barco hacia escala.
A juzgar por sus cartas, parecía
muy feliz.
–La gente se portó muy bien
conmigo en Kuala Solor –aseguró. Kuala Solor es la capital del estado de
Sembulu. Estuvimos en casa del gobernador, y todo el mundo nos invitaba a
cenar. Una o dos veces vi que invitaban a Harold a beber, pero él rehusó. Decía
siempre que había cambiado completamente desde su matrimonio, pero los otros se
echaban a reír, sin que yo supiera el por qué. Mrs. Gay, la mujer del
gobernador, me dijo que todos se alegraban muchísimo de que Harold se hubiera
casado. No era conveniente que un hombre permaneciera solo en un puesto
avanzado. “La vida allí es terrible para él. Necesita la compañía de una
mujer”. Cuando salimos de Kuala Solor, Mrs. Gay me despidió de una manera tan
rara, que me dejó sorprendida. Era como si pusiera solemnemente a Harold bajo
mi protección.
Todos la escuchaban en silencio.
Kathleen ni por un momento apartaba la vista del rostro impasible de su
hermana, mientras Mr. Skinner fingía contemplar las armas malayas, krises,
parangs, que pendían de la pared, sobre el sofá donde su mujer estaba sentada.
–Hasta que volví a Kuala Solor,
un año y medio después, no me enteré de por qué la conducta de la gobernadora
me había parecido tan extraña –Millicent se rio con una risa semejante al eco
de una burlona carcajada–. Sabía muchas cosas que antes ignoraba. Harold había
venido a Inglaterra sólo para casarse. Lo de menos era con quién. ¿Se acuerdan cuánto
trabajo se tomó mamá para pescarlo? No había necesidad de ello.
–No sé lo que quieres decir,
Millicent –repuso su madre con cierta acritud. La sugestión aquélla no era de
su agrado–. Creí notar que Harold se sentía atraído hacia ti.
Millicent se encogió de hombros.
–Era un perfecto borracho.
Acostumbraba irse a la cama cada noche con una botella de whisky y la vaciaba
antes de la mañana. El primer secretario afirmó que tendría que dimitir si no
dejaba de beber, y le dio una ocasión más, a ver si cambiaba. Podría tomarse
unas vacaciones e irse a Inglaterra. Le aconsejó que se casara; así, cuando
volviera tendría alguien que lo cuidara. Harold se casó conmigo porque
necesitaba un guardián. En Kuala Solor se hicieron apuestas sobre el tiempo que
yo podría impedir que volviera a su antigua costumbre.
–Pero él estaba enamorado de ti
–interrumpió mistress Skinner–. Tú no sabes de qué manera solía hablarme, y en
la época a que te refieres, es decir, cuando fuiste a Kuala Solor para dar a
luz, me escribió una carta encantadora sobre ti.
Millicent miró de nuevo a su
madre, y un vivo color tiñó su pálida tez. Sus manos, que descansaban sobre su
regazo, empezaron a temblar ligeramente. Pensó en aquellos primeros meses de su
vida de casada. La lancha del gobernador los había llevado hasta la
desembocadura del río y pasaron la noche en un búngalo, del que decía Harold,
en broma, que era su residencia veraniega. Al día siguiente remontaron el río
en un praho. Por las novelas que había leído esperaba que los ríos de Borneo
fueran lóbregos y siniestros, pero halló un cielo azul, rizado por pequeñas
nubes blancas, y el verde de los mangles y de las ñipas, lavadas por la
corriente del agua, brillaba bajo el sol. A cada lado se extendía la
intransitable floresta, y a distancia, reflejada sobre el cielo, se alzaba la
escabrosa línea de una montaña. El aire de la mañana era fresco y acariciador.
Le pareció entrar en una tierra fértil y amiga y experimentó la sensación de
que ahora era cuando empezaba para ella la verdadera libertad. Miraba hacia la
orilla, para ver a los monos sentados en las ramas de los árboles, y una vez
Harold le señaló algo que parecía un tronco y que luego resultó ser un
cocodrilo. El ayudante, con pantalón y sombrero blancos, estaba esperándolos en
el desembarcadero con una docena de pequeños soldados dayacos, formados en su
honor. Le presentaron al ayudante. Su nombre era Simpson.
–¡Por Júpiter! Señor –exclamó al
llegar a ellos–, me alegro de que esté usted de regreso. Sin usted, esto era
terriblemente aburrido.
El búngalo del gobernador,
rodeado de un jardín donde crecían de un modo salvaje toda clase de flores,
estaba emplazado en la cumbre de una pequeña colina. Tenía un aspecto
descuidado y los muebles escaseaban, pero sus habitaciones eran grandes y
frescas.
–El poblado está ahí –dijo
Harold señalándoselo.
Sus ojos siguieron la dirección
indicada. De entre un grupo de cocoteros salía el rumor de un gong, y aquel
ruido produjo a Millicent una sensación extraña.
Aunque no tenía mucho que hacer,
los días se deslizaban rápidamente. Al alba, el boy les servía el té, y
permanecían en la veranda, disfrutando de la fragancia de la mañana (Harold con
una camisa y un sarong y ella con un quimono) hasta que se vestían para
desayunar. Luego se iba Harold a la oficina y ella se pasaba una hora o dos
aprendiendo el malayo. Después de comer, él volvía a la oficina y ella dormía
la siesta.
Una taza de té por la tarde los
reanimaba a los dos, que marchaban a dar un paseo o a jugar golf en un campo de
nueve hoyos que Harold había hecho construir en un llano del bosque, talado al
pie del búngalo. A las seis empezaba a anochecer, y entonces iba Mr. Simpson a
beber unas copas juntos. Estaban así charlando hasta la hora de cenar, y
algunas veces Harold y Mr. Simpson jugaban ajedrez. Los tibios anocheceres eran
encantadores. Las moscas de fuego convertían las plantas que crecían al pie de
la veranda en trémulos y centelleantes luminares, y los árboles aromáticos
embalsamaban el aire con sus suaves perfumes. Después de cenar leían periódicos
atrasados de hacía seis semanas, y poco después se acostaban.
Millicent se sentía satisfecha
de verse convertida en una mujer casada y tener una casa propia; además estaba
contenta de las sirvientas indígenas, siempre vestidas con alegres sarongs, que
trajinaban por el búngalo con los pies descalzos, silenciosamente, y sin
causarle el menor miedo. Ser la esposa del gobernador le daba una agradable
sensación de importancia. Harold, por su parte, le infundía respeto por la
facilidad con que hablaba la lengua indígena, por su aire de mando y por la
dignidad de su porte. De vez en cuando iba a ver cómo juzgaba. La variedad de
sus deberes y la competencia con que los cumplía acrecentaron su respeto hacia
él. Mr. Simpson le dijo una vez que Harold comprendía a los indígenas como si
fueran hombres de su propio país. Empleaba con ellos una combinación de firmeza,
tacto y buen humor, que le daba resultados magníficos en el trato con aquella
gente tímida, vengativa y recelosa. Millicent empezó a sentir cierta admiración
por su esposo.
Hacía cerca de un año que se
habían casado cuando llegaron dos naturalistas ingleses para pasar con ellos
unos días antes de continuar su viaje hacia el interior. Venían recomendados al
gobernador, y Harold quiso que quedaran satisfechos. Su llegada produjo un
cambio muy agradable. Millicent invitó a cenar a Mr. Simpson, que vivía en el
fuerte y que sólo cenaba con ellos los domingos, y, terminada la cena, se pusieron
a jugar bridge. Millicent los dejó y se fue a acostar, pero era tanto el ruido
que hacían que tardó en dormirse. No supo nunca qué hora sería cuando Harold
entró en la habitación tambaleándose y despertándola. Permaneció silenciosa. Él
pareció dispuesto a tomar un baño antes de acostarse. El cuarto de baño estaba
precisamente abajo, y tuvo que bajar las escaleras. Por lo visto debió resbalar,
pues se oyó un ruido violento y una sarta de juramentos. A Millicent le produjo
aquello un efecto deplorable. Oyó cómo se echaba cubos de agua, y después de un
rato, caminando esta vez con todo cuidado, subió las escaleras y se acostó.
Millicent fingió estar dormida. Sentía una gran repugnancia. Harold se había
emborrachado y ella decidió hablarle sin falta a la mañana siguiente. ¿Qué
pensarían de él los naturalistas? Pero al día siguiente Harold volvía a ser el
hombre de siempre, y Millicent no se atrevió a hablarle del asunto. A las ocho,
Harold, ella y sus dos huéspedes se sentaron para desayunar. Harold echó una
mirada sobre la mesa.
–Porridge –exclamó–. Millicent,
a nuestros invitados les gustaría un poco de Worcester, pero tal vez deseen
algo más. Yo me conformo con un whisky con soda.
Los naturalistas se rieron, algo
avergonzados.
–Su marido es terrible –dijo uno
de ellos.
–No estaría seguro de haber
cumplido debidamente los deberes de hospitalidad si se hubieran acostado
serenos la primera noche de su estancia en mi casa –afirmó Harold con su
clásica manera de decir las cosas.
Millicent sonrió no de muy buena
gana, pero más tranquila al ver que sus huéspedes se habían emborrachado lo
mismo que su marido. La noche siguiente se sentó con ellos y todos se acostaron
a una hora razonable. Cuando los extranjeros emprendieron de nuevo su viaje, se
le quitó un peso de encima. La vida volvió a reanudar su plácido curso. Algunos
meses más tarde Harold salió en un viaje de inspección por el distrito, y
regresó con un fuerte ataque de malaria. Millicent vio por primera vez esa
enfermedad, de la cual le habían hablado tanto. No se extrañó de que Harold quedara
muy débil. A partir de entonces su conducta se hizo un poco extraña. Cuando
regresaba de la oficina siempre tenía los ojos brillantes. Al pasar por la
veranda se tambaleaba un poco, conservando hasta cierto punto su dignidad. Le
dio por hablar sin tasa y en estilo grandilocuente sobre la situación política
en Inglaterra, y a veces, perdiendo el hilo de las palabras, la miraba con
malicia, que su habitual compostura hacía desconcertante, y decía:
–Se queda uno terriblemente
abatido después de la malaria. ¡Ah, mujercita! ¡Qué poco sabes de la carga que
pesa sobre un hombre fundador de imperios!
Millicent creyó observar que Mr.
Simpson empezaba a cansarse, y una o dos veces, cuando estaban solos, le
pareció que el joven estaba a punto de decirle alguna cosa, pero su timidez, en
el último momento, se lo impedía. Esta sensación fue creciendo de día en día,
hasta que la puso nerviosa. Una tarde, en que Harold se quedó, no sabía por
qué, más tiempo que de costumbre en la oficina, le preguntó repentinamente:
–¿Qué quiere usted decirme, Mr.
Simpson?
Él enrojeció, vacilando.
–Nada. ¿Qué es lo que le hace
creer que yo tengo algo que decirle?
Mr. Simpson era un joven
delgado, de unos veinticuatro años, con una elegante cabeza de pelo ondulado,
que le costaba lo indecible peinar. Tenía las muñecas hinchadas y marcadas por
las picaduras de los mosquitos. Millicent lo miró fijamente.
–Si es algo sobre Harold, ¿no le
parece que sería más amable decírmelo con toda franqueza?
Su rostro adquirió entonces un
color escarlata. Se movió intranquilo en su silla, y ella insistió.
–Me temo que usted lo juzgue
como una mala pasada –dijo al fin–. No está bien que yo diga nada de mi jefe, a
sus espaldas. La malaria es una maldita enfermedad, y después de haberla
pasado, se siente uno terriblemente decaído.
Vaciló de nuevo. Su boca se
contrajo como si fuera a llorar. A Millicent le produjo la impresión de un niño
pequeño.
–Seré una tumba –repuso con una
sonrisa, tratando de ocultar su aprensión–. Dígamelo.
Creo que es una lástima que su
marido tenga una botella de whisky en la oficina. Esto le permite echar un
trago más a menudo que si no la tuviera.
La voz de Mr. Simpson era ronca;
tal era la agitación que sentía, y Millicent sintió que el cuerpo le temblaba.
Logró dominarse, porque comprendió que no debía asustar al muchacho si quería
enterarse de todo lo que supiera. Él no estaba dispuesto a hablar, pero
insistió, halagándolo y apelando a su sentido del deber, echándose a llorar
finalmente. Él entonces le contó que Harold había estado más o menos borracho
durante los últimos quince días. Los indígenas ya hablaban de ello y decían que
pronto volvería a estar como antes de su matrimonio. Entonces acostumbraba beber
bastante. Pero míster Simpson se negó resueltamente a darle más detalles sobre
el pasado.
–¿Cree usted que estará bebiendo
ahora? –preguntó.
–No lo sé.
Millicent se sintió
repentinamente furiosa y avergonzada. El Fuerte, así llamado porque se
guardaban en él los rifles y las municiones, servía al mismo tiempo de juzgado.
Estaba situado frente al búngalo del gobernador y tenía su jardín. El sol se
ponía ya y no necesitó sombrero. Se levantó, dirigiéndose hacia él. Encontró a
Harold sentado en su sitio, al fondo de la espaciosa sala donde administraba
justicia. Tenía una botella de whisky ante él y hablaba con tres o cuatro
malayos, que le escuchaban de pie y con una sonrisa obsequiosa y burlona al
mismo tiempo. Su rostro tenía el color de la púrpura.
Los indígenas desaparecieron.
–He venido a ver lo que estabas
haciendo –dijo ella.
Él se levantó, pues siempre la
trataba con una exquisita cortesía, pero tambaleándose, y al no sentirse muy
seguro, adoptó una fingida pomposidad.
–Toma asiento, querida, toma
asiento. Me ha retenido un trabajo urgente.
Ella lo miró con ojos furiosos.
–¡Tú estás borracho! –exclamó.
Él se le quedó mirando, con los
ojos muy abiertos, y un gesto altivo se marcó gradualmente en su rostro.
–No tengo la menor idea de lo
que quieres decir –repuso.
Ella tenía preparada una serie
de furiosos reproches, pero, repentinamente, rompió a llorar. Se sentó en una
silla, ocultando su rostro. Harold la contempló unos instantes, hasta que,
finalmente, el llanto inundó también sus mejillas. Avanzó hacia ella, con los
brazos tendidos, cayendo pesadamente a sus pies. Sollozando, la atrajo hacia
sí.
–Perdóname… Perdóname… –dijo–.
Te prometo que no volverá a suceder. fue culpa de esta condenada malaria.
–Es tan humillante… –suspiró
ella.
Él lloró como un niño. Había
algo conmovedor en el rebajamiento de aquel hombre corpulento y digno. Después
Millicent levantó la vista. Sus ojos, inquisitivos y contritos, buscaron los
suyos.
–¿Me das tu palabra de honor de
no volver a probar en la vida una gota de alcohol?
–Sí… Sí… Lo odio.
Fue entonces cuando ella le dijo
que iba a tener un hijo. Se volvió loco de alegría.
–Esto es lo que necesitaba. Me
hará ir por el camino recto.
Regresaron al búngalo. Harold se
bañó y se fue a dormir. Después de cenar hablaron larga y serenamente. Él
confesó que antes de casarse había bebido más de lo justo. En los puestos
avanzados se cogen fácilmente malos hábitos. Accedió a cuanto Millicent le
pedía. Durante los meses anteriores a la marcha de ella a Kuala Solor, Harold
fue un excelente marido: tierno, orgulloso y afable; irreprochable en todo. Una
lancha vino a buscarla. Tenía que dejarla durante seis semanas, y él prometió
no beber nada durante su ausencia. Puso sus manos sobre los hombros de ella.
–Nunca he roto una promesa –dijo
con su solemnidad acostumbrada–. Pero, aun sin ella, ¿podrías creer que,
mientras tú estás sufriendo, pudiera yo hacer algo que aumentara tu dolor?
Juana nació. Millicent estuvo en
casa del gobernador, y mistress Gay, su esposa, una amable mujer de mediana
edad, hizo todo lo que pudo por ella. Las dos mujeres tenían poco que hacer,
como no fuera charlar durante las largas horas que estaban solas. Millicent
supo todo lo que había sobre el pasado alcohólico de su marido. El hecho que
más intolerable resultó para ella fue saber que a Harold le habían dicho que sólo
conservaría el puesto si regresaba casado. La noticia le produjo una triste
sensación de resentimiento, y, cuando supo el contumaz bebedor que había sido
su marido, se sintió vagamente intranquila. Tenía un miedo horrible a que,
durante su ausencia, no hubiera podido dominarse. Regresó a su casa con la niña
y un ama. Pasó una noche en la desembocadura del río y envió un mensajero en
una canoa para anunciar su llegada. Cuando la lancha que la conducía se
aproximó, oteó ansiosamente el desembarcadero. Harold y Simpson estaban allí.
Los marciales y pequeños soldados estaban también alineados para rendirles
honores. Pero su corazón se estremeció cuando vio que Harold se tambaleaba
ligeramente, como un hombre que trata de conservar el equilibrio en el cabeceo
de un barco. Estaba borracho.
Millicent casi había olvidado a
sus padres y a su hermana, que permanecían sentados escuchándola en silencio,
pero, de pronto, pareció darse cuenta de su presencia. Todo lo que estaba
contando le parecía algo muy lejano, que había sucedido hacía mucho tiempo.
–Comprendí que entonces lo
odiaba –dijo sordamente–. Lo hubiera matado.
–Millicent… No digas eso –gritó
su madre–. No olvides que el pobre ha muerto.
Millicent miró a su madre, y,
por un momento, un gesto burlón oscureció su rostro impasible. Mr. Skinner se
movió, inquieto, en su silla.
–Sigue… –pidió Kathleen.
–Cuando supo que yo estaba
enterada de todo, no pareció preocuparse mucho. A los tres meses tuvo otro
ataque de delirium tremens.
–¿Por qué no lo dejaste?
–preguntó Kathleen.
–¿Qué hubiera sacado con ello?
¿Quién iba a mantenernos a mí y a Juana? Tenía que quedarme, y, además, cuando
estaba sereno, no tenía la menor queja de él. Ni por asomo podía pensarse que
se hubiera enamorado de mí, pero me había tomado cariño. Yo tampoco me había
casado con él porque estuviera enamorada, sino simplemente porque quería
casarme. Hice lo que pude por esconder el licor. Conseguí que Mrs. Gay
prohibiera el envío de whisky de Kuala Solor, pero él se lo compraba a los
chinos; lo vigilaba como un gato vigila a un ratón, pero era demasiado astuto
para mí. Al poco tiempo tuvo otro ataque. Descuidó sus deberes. Yo temía que
dieran alguna queja de él. Estábamos a dos días de Kuala Solor, y esto era
nuestra salvación, pero me parece que la noticia llegó allí, porque Mr. Gay me
escribió una carta particular, avisándome. Se la enseñé a Harold, que se
encolerizó, jactancioso; pero me di cuenta de que se había asustado, y durante
dos o tres meses no bebió nada. Pero después volvió de nuevo a su vicio, y así
siguió hasta que llegaron nuestras vacaciones.
“Antes de salir para aquí le
rogué y supliqué que tuviera cuidado. No quería que nadie supiese qué clase de
hombre era mi marido. Durante todo el tiempo que estuvimos en Inglaterra no
tuve la menor queja de él, y antes de regresar volví a hablarle. Estaba muy
encariñado con Juana y muy orgulloso de ella, y a la niña le ocurría lo mismo
con él. Ella siempre quiso a su padre más que a mí, y un día pregunté a Harold
si quería que su hija supiera que era un borracho. fue tal el efecto que le
produjo mi pregunta que comprendí que al fin había encontrado un medio de
dominarlo. La sola idea lo horrorizó. Le dije que nunca permitiría que ella lo
supiera, y que si daba ocasión para ello, le quitaría a Juana. Al oír esto,
palideció. Aquella noche me arrodillé y di gracias a Dios, porque al fin había
encontrado un medio de salvar a mi marido.
“Me dijo que, si nuevamente lo
ayudaba, volvería a hacer un esfuerzo, y decidimos luchar juntos. Se portó
magníficamente. Cuando sentía la impetuosa tentación de la bebida, venía a
buscarme. Ya saben que tenía alguna inclinación a la ampulosidad, pero conmigo
siempre fue humilde, como un niño que dependiera de mí. Quizá no me amara
cuando se casó conmigo, pero me amaba entonces y amaba a Juana. Yo lo había
odiado porque era humillante y por los aires de dignidad que pretendía tomar
cuando estaba borracho; pero en aquel momento en mi corazón brotaba un
sentimiento extraño. No era amor, pero sí una misteriosa y tímida ternura. Él
era algo más que mi marido; era como un niño que hubiera llevado en mi corazón
mucho tiempo. Si él estaba, como saben, tan orgulloso de mí, yo no lo estaba
menos de él. Sus largos discursos ya no me irritaban, y su manera majestuosa de
decir las cosas me parecía divertida y encantadora. Al fin triunfamos. Durante
dos años no probó una gota. La bebida había perdido para él toda su atracción,
y hasta llegó a bromear sobre ello.
“Mr. Simpson ya no estaba con
nosotros, y en su lugar vino un joven llamado Francisco.
“–¿No sabe usted que soy un
bebedor reformado? –le dijo Harold en una ocasión–. Si no hubiera sido por mi
mujer, hace tiempo que me habrían despedido. Tengo la mejor esposa del mundo,
Francisco.
“No pueden figurarse lo que para
mí significaba oírlo hablar así. Me daba cuenta de que todo lo que había
sufrido no había sido en vano. Era feliz…”
Tiempo después Juana se puso enferma. Durante tres
semanas vivimos llenos de intranquilidad. El doctor más cercano estaba en Kuala
Solor y tuvimos que someternos al tratamiento de un médico indígena. Cuando se
curó la niña, me la llevé a la desembocadura del río para que respirara el aire
puro del mar. Estuvimos una semana. Era la primera vez que me separaba de
Harold desde que había nacido Juana. Cerca de donde estábamos había un poblado
de pescadores, pero en realidad podía decirse que nos encontrábamos solas.
Pensé muchas veces en Harold y, repentinamente, me di cuenta de que lo amaba.
Me alegró de que viniera el praho a buscarnos, porque ardía en deseos de
decírselo. Estaba segura de que mis palabras le producirían un gran efecto. No
puedo explicar lo feliz que era. Mientras remontábamos el río, el barquero me
dijo que Francisco había tenido que internarse en el país para detener a una
mujer acusada del asesinato de su marido. Hacía ya dos días que se había
marchado.
“Me sorprendió que Harold no
estuviera en el desembarcadero esperándome. Era siempre muy puntilloso en estas
cuestiones y solía decir que marido y mujer deben tratarse con la misma
cortesía con que se trata a las amistades; no podía imaginarme qué trabajo lo
retenía. Subí la pequeña colina sobre la que se asentaba nuestro búngalo. El
ama venía detrás, con Juana. El búngalo aparecía extrañamente silencioso. Ni
criados parecía haber en él. Era incomprensible, y me pregunté si Harold,
esperándome más tarde, no habría salido a dar un paseo. Subí las escaleras;
Juana tenía sed y el ama la llevó al sitio de los criados para que bebiera
algo. Harold no estaba en el salón. Lo llamé sin obtener respuesta. Me sentía
defraudada. Me hubiera gustado encontrarlo. Entré en nuestra habitación. Harold
no había salido. Estaba en la cama, durmiendo. La cosa me divirtió, porque
siempre me había dicho que no dormía por las tardes, ya que la siesta era un
hábito innecesario adquirido por los blancos. Me acerqué a la cama sin hacer
ruido. Quería gastarle una broma. Aparté las cortinas del mosquitero. Estaba
echado de espaldas, solamente con un sarong, y, a su lado, había una botella de
whisky vacía. Había bebido y estaba borracho. Todas mis luchas y mis esfuerzos
durante tantos años habían sido inútiles. Mi sueño de amor acababa de
desvanecerse. Ya no había esperanza, y la ira me dominó”.
El rostro de Millicent pareció
teñirse de rojo vivo y sus manos apretaron los brazos de la silla.
–Lo cogí por los hombros y lo
sacudí con toda mi fuerza.
“Bestia…”, grité, “Bestia…”
Estaba fuera de mí pero no sé lo
que hice ni lo que le dije. Seguí sacudiéndolo. No pueden figurarse lo
repugnante que resultaba en aquel estado, con su corpulencia, medio desnudo,
sin haberse afeitado desde hacía varios días, y con el rostro congestionado.
Respiraba pesadamente. Grité, pero no me oyó. Traté de levantarlo de la cama,
pero pesaba demasiado. Yacía como un tronco.
“¡Abre los ojos!”, grité.
“Volví a sacudirlo. Lo odiaba
aún más, porque durante una semana lo había estado amando con todo mi corazón.
Quería decirle qué bestia inmunda era. Pero no había manera de que me entendiera.
“Tienes que abrir los ojos”.
Estaba decidida a que me mirara.
–Si estaba en ese estado, a mí
me parece que lo mejor era dejarlo que siguiera durmiendo –dijo Kathleen.
–Había un parang al lado de la
cama, colgado en la pared. Ya saben lo aficionado que era Harold a esas cosas.
–¿Qué es un parang? –preguntó
Mrs. Skinner.
–No seas tonta –repuso irritado
su marido–. Hay uno en la pared sobre tu cabeza.
Y señaló una espada malaya, que,
Dios sabía por qué razón, había estado contemplando inconscientemente. Mrs.
Skinner corrió hacia un ángulo del sofá, mientras dejaba escapar un ligero
grito de espanto, como si le hubieran dicho que allí, a su lado, había una
serpiente.
De pronto, la sangre brotó de la
garganta de Harold. Tenía un gran tajo.
–¡Millicent!… –gritó Kathleen,
abalanzándose sobre su hermana–. En nombre de Dios, ¿qué quieres decir?
Mrs. Skinner la miraba con ojos
desorbitados y la boca abierta.
–El parang ya no estaba en la
pared; yacía sobre la cama. Harold abrió los ojos… aquellos ojos que eran tan
iguales a los de Juana.
–No te comprendo –dijo Mr.
Skinner–. ¿Cómo pudo suicidarse si se encontraba en el estado que dices?
Kathleen cogió el brazo de su
hermana, sacudiéndola furiosamente.
–Millicent… Por Dios… Explícate.
Millicent se soltó.
–El parang pendía de la pared,
como dije. No sé lo que sucedió. Harold se desangraba, abrió los ojos… Murió
casi instantáneamente. No podía hablar, sólo dejó escapar una especie de
suspiro.
Al fin, Mr. Skinner comprendió.
–¡Pero, infame, eso fue un
asesinato!
Millicent, con el rostro
enrojecido, le lanzó una mirada tal de odio burlón, que su padre se contuvo.
Mrs. Skinner exclamó:
–Millicent… Tú no lo hiciste,
¿verdad?
Por toda respuesta Millicent se
echó a reír irónicamente, dejándolos horrorizados.
–No sé quién podría haberlo
hecho.
–¡Dios mío!
–murmuró Mr. Skinner.
Kathleen permaneció en pie con
las manos sobre el corazón, como si no pudiera contener sus latidos.
–¿Y qué sucedió luego? –preguntó.
–Grité… Fui a la ventana y la
abrí de golpe. Llamé al ama, que apareció en el jardín, con Juana.
–“No, Juana, no” –le grité–. “No
la deje entrar”.
“Llamó al cocinero, diciéndole
que cuidara de la niña. La insté para que se diera prisa; entró y le mostré a
Harold”.
“El tuan se ha matado”, exclamó.
“Dio un grito y salió corriendo
de la casa.
“Nadie quería acercarse. Todos
estaban sobrecogidos de espanto. Escribí una carta a Francisco, diciéndole lo
que había sucedido y rogándole que volviera inmediatamente.
–¿Quieres decir que le contaste
la verdad?
–Le dije que a mi regreso de la
desembocadura del río encontré degollado a Harold. Ya saben que en los trópicos
hay que enterrar pronto a la gente. Compré un ataúd chino, y los soldados
cavaron una tumba detrás del Fuerte. Hacía ya dos días que Harold había sido
enterrado cuando llegó Francisco. Era casi un muchacho. Podía hacer de él lo
que quisiera. Le dije que encontré el parang en las manos de Harold. No cabía
duda de que se había suicidado en un ataque de delirium tremens. Le enseñé la
botella vacía. Los criados, por su parte, afirmaron que no había dejado de
beber desde que me fui a la orilla del mar. Conté la misma historia en Kuala
Solor. Todo el mundo estuvo muy amable, y el gobierno me concedió una pensión.
Durante un rato nadie habló. Al
cabo, Mr. Skinner logró sobreponerse a la impresión recibida.
–Pertenezco a una profesión
jurídica. Soy abogado y tengo ciertos deberes. Siempre he tenido una actuación
honrada, y tú me has colocado en una posición monstruosa.
Vaciló, buscando las palabras
que jugaban al escondite en su mente turbada. Millicent le miraba con ojos
burlones.
–¿Qué es lo que vas a hacer?
–Fue un asesinato… Eso es lo que
fue. ¿Crees que puedo hacerme cómplice de él?
–No digas tonterías, papá –dijo
Kathleen de pronto–. No puedes delatar a tu propia hija.
–Me has puesto en una posición
monstruosa –repitió Mr. Skinner.
Millicent, de nuevo, se encogió
de hombros.
–Ustedes me obligaron a que lo
contara. Lo había guardado bastante tiempo para mi sola. Ya era tiempo de que
también ustedes lo supieran.
En aquel momento la puerta se
abrió, apareciendo un criado.
Kathleen tuvo la presencia de
ánimo suficiente para decir algo, y el criado se retiró.
–Me parece que lo mejor sería
que nos fuéramos –propuso Millicent.
–Yo no puedo ir a la fiesta
ahora –le repuso su madre–. Estoy trastornada. ¿Cómo podré dar la cara a los
Greenwood y al obispo, que quiere ser presentado a ti?
Millicent hizo un gesto de
indiferencia. Sus ojos seguían conservando la misma expresión irónica de
siempre.
–Debemos ir, mamá –opinó
Kathleen–. Les extrañaría mucho que faltáramos… –se volvió hacia Millicent
llena de ira–. ¡Ah…! ¡Es todo tan terriblemente espantoso!
Mrs. Skinner miró a su marido
sin saber qué hacer. Él se acercó a ella dándole la mano para que se levantara
del sofá.
–Debemos ir, a pesar de todo
–dijo.
–Y con las plumas en mi sombrero
que el mismo Harold me regaló –suspiró Mrs. Skinner levantándose.
Salieron de la habitación,
siguiéndolos Kathleen inmediatamente y Millicent dos o tres pasos detrás.
–Ya se acostumbrarán. Al
principio –afirmó con la mayor tranquilidad– me pasaba el tiempo pensando en lo
mismo. Ahora llego a olvidarme de ello durante dos o tres días. Sería,
diferente si hubiera algún peligro.
Nadie contestó. Cruzaron el hall
y salieron por la puerta principal. Subieron al coche. Las señoras en el
asiento de detrás y Mr. Skinner junto al chofer. El coche no tenía arranque
eléctrico y Davis tuvo que dar a la manivela. Mr. Skinner se volvió, mirando a
Millicent con petulancia.
–Nunca me lo debías haber dicho…
Has sido muy egoísta.
Davis ocupó su sitio y el auto
se puso en marcha hacia el garden-party de los Canon.
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