Robert Bloch
Serían más o menos las diez cuando salí del hotel. La noche era cálida y
necesitaba beber algo. Era insensato probar en el bar del hotel porque el lugar
era como un manicomio. La Convención de jugadores de boliche también lo había invadido.
Bajando por la avenida Euclid tuve la impresión de que
todo Cleveland estaba lleno de jugadores de boliche. Y lo curioso es que la mayoría
de ellos parecían ir en busca de algo que beber. Cada taberna que pasé estaba abarrotada
de hombres en mangas de camisa, con sus distintivos. Y no porque necesitaran identificación,
la mayor parte llevaba en la mano la característica bolsa con la bola dentro.
Cuando Washington Irving escribió sobre Rip van Winkle
y los enanos, demostró que entendía perfectamente a los jugadores de boliche.
Bueno, en esta Convención no había enanos… sólo bebedores
de tamaño natural. Cualquier zumbido de truenos de las distantes montañas hubiera
sido ahogado por los gritos y las carcajadas.
Yo deseaba quedar al margen. Así que dejé Euclid y seguí
andando al azar, en busca de un lugar tranquilo. Mi propia bolsa empezaba a pesarme.
En realidad, me proponía llevarla a la estación y dejarla en consigna hasta la hora
del tren, pero antes necesitaba beber.
Por fin encontré un lugar. Era un local oscuro, tétrico,
pero también desierto. El encargado de la barra estaba completamente solo, en un
extremo, escuchando un partido por radio.
Me senté cerca de la puerta y deposité la bolsa sobre
el taburete, a mi lado. Pedí una cerveza:
–Tráigame una botella –dije–, así no tendré que interrumpirlo.
Lo hacía sólo por mostrarme amable, pero podía haberme
evitado la molestia. Antes de tener la oportunidad de volver a su partido, entró
otro cliente.
–Whisky doble, olvídese del agua.
Levanté la cabeza.
Los jugadores de boliche habían ocupado efectivamente
la ciudad. El cliente era un hombre grueso, de unos cuarenta años, con arrugas que
le llegaban casi arriba de la calva. Llevaba abrigo y la inevitable bolsa: negra,
abultada, muy parecida a la mía. Mientras lo miraba, la colocó cuidadosamente sobre
el taburete contiguo y alcanzó su vaso.
Echó la cabeza hacia atrás y tragó. Pude ver el movimiento
de su cuello blancuzco. Luego empujó el vaso vacío:
–Otro –dijo al de la barra–. Y baje la radio, ¿quiere,
Mac?
Sacó un puñado de billetes. Por un momento la expresión
del de la barra dudó entre una mueca y una sonrisa. Pero al ver los billetes lloviendo
sobre la barra, ganó la sonrisa. Se encogió de hombros, manipuló el control del
volumen y redujo la voz del comentarista a un lejano zumbido. Yo sabía lo que estaba
pensando: “Si me pidiera cerveza lo mandaría al infierno, pero está pagando whisky”.
El segundo vaso bajó casi tan de prisa como el volumen
del radio.
–Otro –ordenó el fornido.
El de la barra volvió, le sirvió, cogió el dinero, lo
metió en la caja registradora y marchó al extremo del mostrador. Allí se agachó
sobre el radio, tratando de captar la voz del comentarista.
Contemplé cómo desaparecía el tercer vaso. El cuello
del desconocido era, ahora, de un rojo vivo. Tres vasos de whisky en dos minutos
producen maravillas en la tez. También sueltan la lengua.
–Beisbol –masculló el desconocido–. No comprendo cómo
alguien puede escuchar ese rollo… –se secó la frente y me miró–. A veces uno tiene
la idea de que no hay nada más en el mundo que aficionados al beisbol. Un puñado
de locos desgañitándose por nada, durante todo el verano. Luego viene el otoño y
empiezan los partidos de futbol. Exactamente igual, sólo que peor. Y tan pronto
termina, empieza el basquetbol. ¡Santo Dios!, pero ¿qué ven en ello?
–Todo el mundo tiene alguna manía –dije.
–Sí. Pero, ¿qué clase de manía es ésta? Quiero decir,
¿quién puede excitarse al ver a un grupo de monos peleando por agarrar una pelota?
No me digan que les importa de verdad quién pierda o quién gane. Muchos van a un
partido por diferentes razones. ¿Ha ido alguna vez a ver un partido, Mac?
–Alguna que otra vez.
–Entonces ya sabe de lo que estoy hablando. Los ha oído
allí; los ha oído gritar. Ésta es la razón por la que van… por gritar. Y, ¿qué gritan?
Se lo diré: ¡Maten al árbitro! Si, eso es lo que gritan: ¡Muerte al árbitro!
Terminé rápidamente lo que me quedaba de cerveza y empecé
a bajar del taburete.
–Venga, una más, Mac –me dijo–. Lo invito.
Sacudí la cabeza.
–Lo siento, tengo que coger el tren a medianoche.
Miró el reloj.
–Tiene tiempo de sobra.
Abrí la boca para protestar, pero el de la barra estaba
ya abriendo una botella y sirviendo whisky al forastero. Éste volvía a hablarme:
–El futbol es peor. Uno puede hacerse mucho daño jugando
futbol, algunos se lastiman de verdad. Y esto es lo que la gente quiere ver. Y muchacho,
cuando empiezan a gritar pidiendo sangre, se le revuelve a uno el estómago.
–No sé. Después de todo, es una forma inocente de liberar
las tensiones.
Puede que me entendiera, puede que no, pero asintió
con la cabeza.
–Libera algo, como usted dice, pero no estoy seguro
de que sea tan inocente. Fíjese en el box y en la lucha libre. ¿Llama usted deporte
a eso? ¿Le llamaría pasatiempo, manía…?
–Bueno –ofrecí–, a la gente le gusta ver cómo se tunden.
–Claro, sólo que no lo confiesan –su rostro ahora estaba
completamente rojo; empezaba a sudar–. ¿Y qué me dice de la caza y la pesca? Si
lo piensa bien, viene a ser lo mismo. Sólo que ahí es uno mismo el que mata. Coge
un arma y dispara contra un pobre animal tonto. O corta un gusano vivo y lo mete
en un anzuelo y el anzuelo corta la boca de un pez, y usted lo encuentra excitante,
¿no?, cuando entra el anzuelo y pincha y destroza…
–Espere un momento. Puede que no esté mal. ¿Qué es un
pez? Si así se evita que la gente sea sádica…
–Déjese de palabras rimbombantes –me interrumpió. Luego
me guiñó el ojo–. Sabe que es cierto. Todo el mundo siente esta necesidad, tarde
o temprano. Ni los juegos ni el box los satisfacen realmente. Así que, de vez en
cuando o con frecuencia, necesitamos tener una guerra. Entonces hay una buena excusa
para matar de verdad. Millones.
Nietzsche creía ser un filósofo lúgubre. Tenía que haber
sabido lo de los whiskis dobles.
–¿Que solución encuentra? –me esforcé por eliminar el
sarcasmo de mi voz–. ¿Cree que se haría menos daño si se suprimieran las leyes contra
el crimen?
–Tal vez –el calvo contempló su vaso vacío–. Depende
de quién fuera asesinado. Supóngase que sólo se asesinara a vagos y vagabundos.
O a las putas, quizá. Ya me entiende, alguien sin familia, sin parientes, sin nada.
Alguien que no se echara de menos. Uno podría salirse sin que lo atraparan.
Me incliné hacia delante, y mirándolo fijamente le pregunté:
–¿Cree que podría?
No me miró. Contempló su bolsa antes de contestar.
–Entiéndame, Mac –dijo con una sonrisa forzada. Yo no
soy un asesino. Pero estaba pensando en un tipo que solía serlo. Aquí, en esta ciudad,
además. Pero de eso hará unos veinte años.
–¿Le conoció?
–No, claro que no. Nadie lo conocía, ahí esta lo bueno.
Por eso se libraba siempre. Pero todo el mundo sabía de él. Lo único que había que
hacer era leer los periódicos –terminó su vaso–. Lo llamaban el Sajatorsos de Cleveland
–continuó–. En cuatro años cometió trece asesinatos, en Kingsbury y por los alrededores
de Jackall Hill. La policía se volvía loca tratando de encontrarlo. Suponían que
venía a la ciudad los fines de semana. Encontraba algún desgraciado o atraía a un
vagabundo a un callejón o en los tiraderos cerca de las vías. Les prometería darles
una botella o algo. Y haría lo mismo con las mujeres. Después sacaba su navaja.
–Quiere decir que no eran pasatiempos, que no se engañaba.
Iba a matar.
El hombre asintió.
–En efecto. Verdaderas emociones y un auténtico trofeo
final. Verá, le gustaba cortarles sus…
Me puse en pie y alargué la mano hacia la bolsa. El
forastero se rio:
–No tenga miedo, Mac. Ese tío abandonó la ciudad en
1938 o así. Quizá cuando empezó la guerra se fue a Europa y allí se alistó. Formará
parte de algún comando y así siguió haciendo lo mismo… sólo que entonces era un
héroe en lugar de un asesino. ¿Me comprende?
–Tranquilo –le dije–. Lo comprendo muy bien. Pero, no
se lo tome así. La teoría es suya, no mía.
Bajó la voz:
–¿Teoría? Puede que sí, Mac. Pero esta noche tropecé
con algo que lo impresionaría de verdad. ¿Por qué supone que he estado tragando
todos esos vasos?
–Todos los jugadores de boliche beben –le dije–. Pero
si realmente piensa así de los deportes, ¿cómo se ha hecho jugador de boliche?
El calvo se acercó a mí:
–Un hombre tiene derecho a tener manías, Mac, o estallaría.
¿Entiende?
Abrí la boca para contestarle, pero antes de poder hacerlo
oí otro ruido. Ambos lo oímos a la vez… el zumbido de una sirena en la calle.
El de la barra levantó la cabeza y comentó:
–Parece como si viniera hacia aquí, ¿verdad?
El calvo se puso de pie y se encaminó a la puerta. Corrí
tras él:
–Tome, no se olvide de la bolsa.
Ni me miró. Murmuró:
–Gracias. Gracias, Mac.
Y se fue. No se quedó en la calle, sino que se perdió
por un callejón entre dos edificios cercanos. En un momento desapareció. Me quedé
en el umbral mientras la sirena atronaba la calle. Un coche patrulla se detuvo frente
a la taberna, pero no paró el motor. Un sargento de uniforme llegaba siguiéndolo
por la acera, corriendo, y se paró sin aliento. Miró la acera, miró el interior
de la taberna, me miró a mí.
–¿Ha visto a un hombre grueso, calvo, con una bolsa
de jugador de boliche? –jadeó.
Tuve que decirle la verdad.
–Pues, sí. Salió de aquí no hace ni un minuto…
–¿En qué dirección?
Señalé entre los dos edificios y él gritó unas órdenes
a los hombres de la patrulla. El coche arrancó y el sargento se quedó atrás.
–Cuénteme –me dijo, empujándome otra vez dentro.
–Está bien, pero, ¿de qué se trata?
–Asesinato. En el hotel de la convención de jugadores
de boliche. Hace cosa de una hora. El botones lo vio salir de la habitación de una
mujer, y sospechó que era un amigo de lo ajeno, porque lo vio utilizar la escalera
en lugar del elevador.
–¿Amigo de lo ajeno?
–Ratero… ¿sabe? Rondan las convenciones, se meten en
las habitaciones y roban lo que pueden. En todo caso, este salió corriendo de la
habitación. El botones se fijó bien en él y avisó al policía de la casa. El policía
encontró a la mujer en la cama. Le había rebanado el cuello, y bien. Pero el tipo
llevaba mucha ventaja.
Respiré profundamente:
–El hombre que estaba aquí –dije–. Robusto, calvo… Estuvo
hablándome del Sajatorsos de Cleveland. Pero pensé que estaba borracho o que…
–La descripción del botones concuerda con la que nos
dio un vendedor de periódicos de esta calle. Le vio venir hacia aquí. Como usted
dice, era robusto y calvo.
Se quedó mirando mi bolsa.
–Se llevó la suya, ¿verdad?
Afirmé con la cabeza.
–Esto fue lo que nos ayudó a seguirlo hasta aquí. Su
bolsa de jugador de bolos.
–¿Alguien la vio?, ¿la describió?
–No, no hacía falta describirla. ¿Se fijó en que vine
corriendo por la acera? Estaba siguiendo el rastro. Y aquí mismo… eche una mirada
al suelo, debajo del taburete. Mire. Como puede observar no llevaba una bola en
su bolsa. Las bolas no gotean.
Me senté en mi taburete y la habitación pareció dar
vueltas. No me había fijado en la sangre antes. Levanté la cabeza. Un policía entró
en el local. Había venido corriendo a juzgar por cómo resoplaba, pero su rostro
no estaba sofocado. Tenía un color blanco verdoso.
–¿Lo alcanzaron? –preguntó el sargento.
–Lo que quedó de él –el policía apartó la mirada–. No
quiso detenerse. Disparamos por encima de su cabeza, a lo mejor oyó usted el disparo.
Saltó la valla que hay detrás de esta manzana, corrió hacia la vía y lo arrolló
un tren de mercancías.
–¿Está muerto?
El sargento soltó una palabrota entre dientes.
–Entonces no podemos estar seguros –comentó–. Quizá,
después de todo, no era más que un ratero.
–Ya lo verá –dijo el policía– Hanson trae su bolsa.
Cayó lejos de él cuando el tren lo embistió.
En aquel momento, otro policía entró con la bolsa. El
sargento se la quitó de las manos y la puso sobre el mostrador.
–¿Era ésta la que llevaba? –me preguntó.
–Sí.
La voz se me pegó a la garganta. Me volví, no quería
ver cómo el sargento abría la bolsa. Ni quería ver sus rostros cuando miraran dentro.
Pero, naturalmente, los oí. Creo que Hanson se mareó.
Di al sargento mí declaración oficial, tal como me pidió.
Quería un nombre y una dirección y se los di. Hanson tomó nota de todo y me hizo
firmar.
Le conté la conversación con el desconocido, toda la
teoría del asesinato como manía o pasatiempo, la idea de elegir a los desgraciados
de este mundo como víctimas, porque nadie los echaría de menos.
–Suena a loco, cuando se habla así, ¿verdad? Yo todo
el tiempo creí que hacía comedia.
El sargento miró la bolsa y luego me miró a mí:
–No era comedia. Era, probablemente, la manera de funcionar
de la mente de un asesino. Conozco bien su historia… todos los de la policía han
estudiado los casos del Sajatorsos, durante años. La historia concuerda. El asesino
dejó la ciudad hace veinte años, cuando la cosa se puso difícil. Probablemente se
alistó en Europa y, tal vez, se quedó en los países ocupados cuando terminó la guerra.
Después sintió la necesidad de volver a empezar de nuevo.
–¿Por qué? –pregunté.
–¡Quién sabe! Puede que para él fuera un pasatiempo.
Una especie de juego. Quizá le gustaba ganar trofeos. Pero imagínese el valor que
tuvo, metiéndose en plena convención de jugadores de boliche y llevando a cabo semejante
cosa. Con una bolsa para poder llevarse…
Imagino que se fijó en mi expresión, porque apoyó su
mano en mi hombro.
–Perdóneme. Comprendo cómo se siente. Estuvo en gran
peligro, hablando así con él. Probablemente el más inteligente de los asesinos sicópatas
que jamás hayan vivido. Considérese afortunado.
Asentí y me dirigí a la puerta. Todavía podría alcanzar
el tren de medianoche. Coincidía con el sargento sobre el riesgo corrido, y sobre
el más inteligente de los asesinos sicópatas del mundo.
También estuve de acuerdo en lo afortunado que era.
Quiero decir cuando, en el último momento, el ratero salió huyendo de la taberna
y yo le entregué la bolsa que goteaba. Fue una suerte para mí que jamás pudiera
darse cuenta de que había cambiado mi bolsa por la suya.
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