Abelardo Castillo
Perdóname, pibe, está pensando Ortega, abrazado a las
piernas del muchacho. Y el sudor, y la sangre que baja desde el arco roto de la
ceja, y los lamparones lechosos de los globos de luz del Luna Park, van cubriendo
con un aceite espeso los contornos de las cosas, de modo que apenas alcanza a
ver como entre sueños y hasta se diría que dividida en dos siluetas blancas la
blanca silueta del árbitro que se acerca dispuesto a comenzar la cuenta mientras
el muchacho se aparta buscando un rincón neutral y el comentarista dice, a
gritos, pelea memorable amigos, y Ortega, que ha dado de boca contra la lona,
ve súbitamente la cara del rumano Morescu en el ringside, entre el humo de los
cigarrillos y las bocas abiertas, que gritan. Al nivel del ring la cara. Tan
cerca, la inmunda cara, los miserables ojitos del rumano. El cuerpo de Ortega
se arquea, galvanizado un segundo bajo las luces y los ojos del rumano se cierran,
cegados de perplejidad y de saliva: escupidos por el hombre tumbado sobre el
ring. Jacinto Ortega, amigos, que acaba de ser literalmente fulminado por un
violentísimo cross en contragolpe de Carlos Peralta al minuto y medio del
último round, en esta pelea programada a diez vueltas. Y se diría que sobre el
ring acaba de iniciarse una extraña inmolación, porque el hombre de blanco inclinándose
ritualmente junto a él, casi de rodillas, levanta con lentitud sacerdotal el
brazo. Y Ortega vuelve a pensar, perdóname pibe. O quizá no lo piensa, lo dice.
Pero del mismo modo que nadie reparó en el salivazo ni en el gesto instintivo
del rumano (gesto de buscar algo bajo la canadiense, a la altura del sobaco)
tampoco nadie ha de saber esto, como una oración, porque quién va a escucharte,
dónde está el que va a escucharte cuando el caído sos vos, pobre cristo, y hay
veinte mil personas gritando al mismo tiempo, veinte mil, de pie, y un solo
hombre caído tratando inútilmente de levantarse mientras el brazo baja y los músculos
se aflojan repentinamente, como trapos, y Ortega recuerda tantas cosas que se
asombra cuando escucha la palabra uno, gritada junto a su oído: palabra que
significa que aún quedan nueve movimientos rítmicos, rituales, mágicos, nueve
segundos para descansar y recordar al viejo Ruiz, que ha muerto. Y cuya memoria
evocamos esta noche porque desde aquella inolvidable pelea en que Esteban Ruiz
estuvo a punto de conquistar la corona mundial, nunca, hasta hoy, habíamos
presenciado un público así de entusiasta; salvo quizá aquella otra memorable
cuando.
“Ellos instaban a grandes voces que fuese
crucificado”, está leyendo el viejo Ruiz, o acaso ni siquiera lee. ‘Y las voces
de ellos, y de los Príncipes de los Sacerdotes, crecían”.
Cerró cuidadosamente el libro. Una Biblia
de tapas negras.
Jacinto hizo una seña subrepticia al mozo:
un moscato, pensó; el último. Se sentía ausente y, además, esa puntada en la
nuca. El rumano quedó en venir a las nueve.
–Después lo vistieron de blanco –dijo Ruiz
de pronto, girando los ojos a su alrededor; desafiando, tal vez, a alguien–.
Loco, le decían.
Jacinto buscó alguna palabra para
responder, pero no la encontró. Los dos se quedaron callados. Le estaba
pareciendo, sí, que había algo de cierto en aquello de que Ruiz no andaba muy
bien de la cabeza. La edad. Cuarenta y cinco años: muchos, sin embargo. Se
acaba por escribir letras de tango, o versos; por inventar historias de peleas
fantásticas, en los bodegones. O vas a parar a la Casa (dirá Ruiz una noche), y
la Casa es como el infierno. Los ángeles caídos: todos están allí, Jacinto; no dejes
que me lleven.
El rumano Morescu, pensó Ortega, debe
parecerse al diablo. Y el viejo, a quién. Se le había dado por hablar de la
Salvación, por leer aquel libro; pero tal vez no lo leía: un costurón largo,
borrándole los ojos. Una cicatriz brutal, que les daba cierto parecido con los
ojos de los sapos. Siempre así desde la pelea aquella con el rubio. Bergson, el
rubio campeón del mundo. Quince rounds aguantando los golpes increíbles del noruego.
Qué grande fuiste, pensó. Cuarenta y cinco años, ahora; se envejece pronto en
este asunto.
El mozo había llegado con el moscato.
Ortega hizo como si no lo viera.
Bruscamente, dijo:
–Vos lo tumbaste al rubio.
Ruiz lo miraba:
–En el segundo round, pero se levantó –echando
el cuerpo hacia adelante sobre la mesa, el viejo acercó su rostro al de Ortega,
como quien cuenta un secreto; señalaba el vaso–. El vinito de San Antonio: los
diablos lo fabrican. Ya lo sé, ya lo sé; uno empieza a tomarlo porque de noche
no puede dormirse. Siempre pensando, y siempre lo mismo: peleas. Es como soñar
despierto. A veces, el otro tira un gancho y hay que esquivarlo; entonces,
Jacinto, das saltos en la cama –de pronto se irguió–. Lo tumbé, carajo. El
áperca mejor pegado de mi vida. Y se levantó. Qué paliza, después.
Ortega se quedó pensativo: si tenías cinco
años menos no te ganaba el rubio, a vos era lindo verte.
Cerró instintivamente los puños; poniéndose
en guardia, hizo una finta.
–Esa izquierda, te acordás. Era lindo
verte. Ruiz no lo escuchaba.
–Ni mujeres ni vino –dijo; sonrió–. Qué
cosa. Como si te entrenaras para ir al cielo.
Jacinto dijo lo que había pensado un
momento atrás; Ruiz lo detuvo con un gesto.
–¿Cinco? –Al principio su actitud fue
arrogante, luego se quedó callado. Torciendo la cabeza, lo miraba, con la
expresión de quien ha descubierto algo–. Cinco años menos, tenés razón. O diez.
Y que el rubio me hubiera dado una paliza igual, peor que ésa –y Ortega, distraído,
pensó que sí: una gran paliza, a tiempo, cuando se tienen veinte años. Una
generosidad, o un escarmiento. Como la mixtura amarga con que la abuela le
untó, de chico, la punta de los dedos, así vas a aprender, decía. Y con la
varilla obligó a Jacinto a que se comiera las uñas hasta la raíz, hasta hacerse
sangre. Y después un varillazo ardiente, en el sitio del dolor. Se sobresaltó–.
Lo tumbé, gran puta –y el viejo descargó un puñetazo sobre la Biblia–. Campeón
del mundo, sí, pero se me abrazaba como si fuera, no sé: mi hermano. Todos,
sabés, todos somos hermanos. El libro lo dice. Pero se levantó, Jacinto. A lo último
ya no lo veía; veía una neblina, pegándome. Creí que me mataba.
Un hombre bajo, morrudo, vestido con un
traje azul de seda, apareció en la puerta del bodegón. Volcado hacia afuera,
ostentosamente, un pañuelo de color asomaba en el bolsillo alto de su saco.
Había algo de injurioso en su aspecto. Morescu, murmuró Ortega. Ruiz dijo no:
ése no, nadie es hermano de ése. Y, cuando Morescu se acercaba, agregó, en voz
tan alta que en las mesas vecinas unos rostros turbios se dieron vuelta:
–Raza de víboras. Hay muchos modos de
vender palomas en el templo. Pero un día baja el que trae el látigo de fuego y
trastorna las monedas y tumba a los mercaderes por el suelo.
Después se puso de pie y fue hacia el
mostrador.
–Dios los cría –dijo Morescu–. Qué tal,
negro.
–Usted quería hablarme –dijo Ortega.
Morescu se sentó.
–Mirá –dijo–. Vos lo conoces al pibe
Peralta.
Y en el rincón que da a la avenida
Bouchard, el veterano Jacinto Ortega, setenta y tres kilos seiscientos gramos.
Viste pantaloncito azul. Faltan, amigos, apenas unos minutos para dar comienzo
al último encuentro de la noche, pelea de fondo programada a diez vueltas en la
que el invicto Carlitos Peralta enfrenta al veterano Jacinto Ortega, su, por
decirlo así, más duro escollo en el campo profesional. Este muchacho Peralta, a
los veinte años y con sólo cinco combates en el campo rentado, se perfila, evidentemente,
como el valor más promisorio de su categoría. La experiencia de Ortega, quince
años mayor que él, y la asombrosa pegada de ambos púgiles, pero atención: ya
están en el centro del cuadrilátero escuchando las indicaciones del árbitro.
Vemos muy, pero muy sereno al chico de Parque Patricios. Tan sereno, siente
Ortega, tan sin ningún machucón y con la nariz tan recta. Y fue como una luz
súbita, como un látigo de fuego. Y ciegamente supo que esta noche el rumano Morescu
iba a meter la mano bajo la canadiense, a la altura del revólver, con un gesto
casi idéntico al del bodegón, sólo que en el bodegón había sacado un rollo de
billetes y había dicho “vos sabés cómo funciona este negocio, negro”, y que
desde entonces habían pasado muchas cosas, hasta que ayer a la madrugada,
amigos, un derrame cerebral nos borró la señera figura de un viejo que gritaba
no dejes que me lleven, Jacinto, pero Ortega no podía ver con quién estaba peleando
el viejo, ahí, solo en el medio del bodegón, tirando golpes formidables al aire
y diciendo te tumbé, gran puta: Esteban Ruiz para todo el mundo, peleándose a
trompadas con la muerte. Y es como un deslumbramiento ahora. Ortega también
parece muy tranquilo y se dirige lentamente a su rincón. Hace mucho, piensa,
cuando yo tenía tu misma mirada, cuando estiraba una mano para agarrar
cualquier cosa, un vaso, por ejemplo, y la mano iba directamente al vaso, sin
que el vaso, de pronto, cambiara de sitio. “Eh, qué haces”, había dicho el rumano,
en el bodegón, echándose hacia atrás: el vino, dorado, se derramaba sobre el
mantel. “Disculpe”, murmuró confusamente Ortega. “Mira”, dijo después Morescu: “la
cosa está muy clara; vos sabés cómo funciona este negocio. Y a mí no me
gustaría que me lo acobardaran al pendejo”. Al rumano no le gustaría, pibe. A
ellos no les gustaría que perdieras ese gesto de comerte el mundo, esa mirada,
donde hay algo que yo conozco: una cosa parecida al miedo. Y que es miedo. Pero
que al primer derechazo se borra y sólo queda el coraje y después la sensación lacerante
de tener no sé, un dínamo dentro del cerebro, algo que golpea trescientas veces
por pelea contra las paredes del cráneo. Hasta que cualquier día, al bajar una
escalera, da un poco de risa no poder mantener el equilibrio; asombra un poco
darse cuenta de que, si no agarras el pasamano, se te traban las piernas igual
que cuando te aciertan un gancho en la punta de la pera y te venís de boca,
como si algo, de improviso, se hubiera roto adentro. Un hilo, algo. Alguna cosa
rara que además de cortarse, duele. Como si te clavaran a palos la corona esa
de que hablaba el viejo Ruiz. Y Ortega, al mirar los intactos ojos claros de
Peralta, recordó el costurón del viejo; su mirada lagrimeante, de sapo. Su
libro desvencijado. Y lo deslumbré como una luz súbita (porque todos tenemos
una noche, Jacinto, y es como si el cielo y la tierra se juntaran y vos
estuvieras en el centro, único, solo, y la noche del rubio fue mi noche: toda
mi vida, sabés, amontonándose en un áperca, y mira, mírame ahora), o quizá le
pareció una luz: algo repentino y mágico que le estallaba dentro de la cabeza.
Tal vez fue sencillamente una puntada más aguda que de costumbre; tal vez, el sonido
del gong, dando comienzo a la pelea.
–Cuánto voy –había preguntado Ortega.
Morescu metió la mano en el bolsillo y sacó
un rollo de billetes. El bodegón iba quedando vacío. Ruiz, en el mostrador,
cantaba.
–El veinticinco por ciento, más diez mil –el
rumano apartó cuatro billetes y los puso bajo el vaso de Jacinto–. El resto,
después de la pelea.
Ortega preguntó en qué round tenía que
tirarse. Sentía un gusto amargo en la boca; se acordó, sin saber por qué, de la
mixtura aquella de la abuela.
–En el quinto –dijo el otro–. O en el
sexto. Volvió a guardar los billetes; dejó cien pesos, y llamando al mozo, hizo
un ademán circular que abarcaba la mesa.
–Cóbrese de ahí –dijo. Y salió.
¡Dos!, gritó la voz junto a su oído, y
Jacinto pensó que ya no iba a poder levantarse; que todo había sido una larga
carnicería inútil. Diez rounds, media hora pegando y aguantando. Hasta olvidar,
incluso, a quién y por qué pegaba. Ahora estaba allí, caído: pensando
perdóname, pibe. Alcanzaba a ver de pie en un rincón neutral al chico Peralta, borrosamente
lo veía y, acaso, más que verlo lo adivinaba. Adivinaba su cara tumefacta, su
ojo izquierdo semicerrado, la respiración violenta distendiéndole los músculos
del estómago, el temblor incontrolable de las rodillas (como si la sangre,
viste, se te volviera azúcar), todo, hasta el miedo secreto que siempre se
siente en estos casos, el miedo de que otro, el que está caído y piensa en Dios
(ayúdame, no ves que si me abandonas todo fue inútil; por qué me has
abandonado, carajo), se levante de pronto, por milagro, como en el quinto round
cuando una derecha en contragolpe, amigos, pareció que lo fulminaba y el
rumano, Morescu, que todavía no había llegado al estadio ni había metido la mano
a la altura del sobaco ni sospechaba que el juego podía desordenarse, sonrió y
desvió los ojos del televisor. Porque antes, en el quinto round, Jacinto se dio
cuenta de que empezaba a faltarle aire; Peralta, en cambio, daba la impresión
de no haber comenzado aún la pelea. Jacinto no atinaba a sacarse de encima esa
izquierda, como de púnchimbal, que venía martilleándole la cara desde el primer
round; de cerca, sin embargo, a causa de sus brazos largos, el chico se
enredaba un poco. Instintivamente, Ortega comprendió que el único modo de cumplir
su pacto tácito con el viejo Ruiz era acortar distancias. Todavía ignoraba qué
clase de pacto, pero Peralta punteó y Jacinto, sin vacilar, entendió que ése
era el momento: la izquierda del muchacho se perdió en el aire, rozando casi la
frente del negro. Como un rebencazo, la mano de Jacinto cayó de lleno sobre el
flanco de Peralta; el chico se había encogido entonces, y, a muchas cuadras del
estadio, el rumano Morescu, sonriendo, desvió los ojos del televisor y pensaba
quizá que el realismo de la caída era convincente; porque fue Ortega quien, al
avanzar, recibió una derecha en contragolpe sobre el ojo y, como una marioneta
a la que súbitamente se le cortan todos los hilos, cayó de rodillas. Veinte mil
personas se habían puesto de pie, al mismo tiempo. A partir de aquel instante,
nadie creyó lo que veía. Ortega, como si rebotara en la lona, se había vuelto a
levantar. Durante un segundo permaneció de rodillas, con el iluminado rostro
vuelto hacia la flagelación de los reflectores, y, en ese segundo, supo
definitivamente que aquélla era su noche, la noche irrepetible y única noche
donde se amontonan todos los días y todas las noches de la vida, cada hora de
vigilia y cada sueño, todo, las palabras olvidadas y las que no se atrevió a
pronunciar, las siestas de gomera al cuello corriendo descalzo por la orilla
del río, el primer cajón de lustrar y su primera negrita azul, tumbada sobre el
pasto. Todo. Los cinco pesos de la primera pelea y los diez mil ahora del
rumano, a quien definitivamente supo que iba a traicionar porque él tenía un
pacto secreto con el viejo Ruiz, y porque todas las grandezas y las canalladas de
su vida se pusieron de pie, pobre cristo, buscando justificación. Porque él
había sido enviado al mundo para esto. Y tres veces cayó. Y ahora, en el último
asalto de esta pelea programada a diez vueltas, negro Ortega piensa en Dios, y
Morescu, junto al ring, ya no sonríe. Dejó de sonreír hace mucho, cuando volvió
a mirar fascinado el televisor porque Jacinto, como si hubiera rebotado en la
lona, apareció de pie bajo las luces y recibió al chico de frente, aguantando
por lo menos media docena de golpes brutales en la cabeza. Había que resistir. Y
golpear. Sobre todo, golpear; acobardar, a golpes, al pendejo. Está loco, pensó
Morescu. Pelea de titanes, dijo el comentarista. Mátalo pibe, gritaron unos
hombres. El rumano se había puesto de pie; pidió un taxi: al Luna Park, dijo. “Tres”,
escucha ahora Ortega, rueda de costado, ve la cara del rumano cubierta de
sangre y de saliva y piensa que si no se levanta todo está perdido. Porque
Peralta, amigos, se consagra definitivamente en esta noche inolvidable.
Mientras el brazo del hombre de blanco baja por cuarta vez, por quinta vez, y
la gritería crece de golpe hasta convertirse en una especie de timbal unánime.
Jacinto creyó entender que acababa de ocurrir algo extraño e inesperado; al
principio no comprendió. Después, las manos del árbitro, sus golpecitos secos limpiándole
la resina de los guantes y el sonido de la voz del comentarista le explicaron
que sí, que el veterano Jacinto Ortega ha vuelto a incorporarse y él mismo sale
ahora a buscar al chico de Parque Patricios porque recuerda confusamente que
aquél es el último round de la pelea, de su pelea. Y también recordó que
Peralta, al adelantar la izquierda, levantaba el codo derecho sobre la región
del hígado. Golpear ahí. Y esto es increíble, amigos. Una impresionante
izquierda en swing y Peralta acusa el impacto, otra izquierda a la cara una
derecha amargo gusto de mixtura para que aprendas Ortega ha salido a jugarse
cuando la pelea parece prácticamente definida cuando el estadio las voces las luces
se han puesto a girar un varillazo ardiente en el sitio del dolor una espectacular
reacción una gran paliza, Jacinto, cuando aún se tienen veinte años en el
último medio minuto de pelea mientras los gritos no me dejan escuchar las
palabras del rumano, tirate hijo de puta, ni mis propias palabras, tirate,
pibe, no ves que ya no puedo seguir pegando. Y se afirmó, echando todo el
cuerpo detrás de su última izquierda. Pensó en Ruiz; recordó sus palabras y su
libro; supo que su noche sagrada se le escapaba de las manos. El brazo de
Jacinto, tremendo como una oración, pasó de largo, lejos, inútil. Y todos los
sonidos cesaron de golpe.
Dio un giro lento, en el vacío; le pareció
que se había quedado solo en mitad del universo. Cayó de espaldas, con los
brazos abiertos.
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