Abelardo Castillo
Amainaron guapos junto a las ochavas
cuando un elegante los calzó de cross.
CELEDONIO FLORES
Lo tumbó el asombro. Pero un viejo famoso por lo antiguo,
y por sus zafadurías –y porque una noche de 1890 en la Vuelta de Obligado se entreveró
a sablazos con el ánima de un inglés muerto cuando el sitio de la escuadra
anglo-francesa, inglés al que juraba entre risitas haberlo sableado “como
Moisés al ángel”, hasta que clareó–, el viejo Chaico, viendo esta noche a
Marcial venirse al suelo entre las mesas, tan hombre y sopapeado por ese
cajetilla, dicen que dijo no, a Marcial no lo tumbó el asombro. Lo tumbó la
historia. O a lo mejor dijo la vida o cualquier otra cosa. Lejos, música y
fogatas. Porque ese año las romerías se arrimaron por primera vez al bajo de
San Pedro, cuando las fiestas de San Pedro y San Pablo. Unos acordeones
borrosos italianizaban la melodía igual de cualquier ranchera. Y el viejo, si
es que había dicho algo, lo dijo con seriedad. Fue en La Rinconada. Aquel almacén
junto a la laguna que hoy es la estrafalaria cantina del Balneario Municipal,
pero que aún conserva, donde debió ser el patio, un anacrónico palo de
quebracho con su correspondiente argolla de fierro. Sabrá Dios para sujetar
qué, a no ser fantasmas de caballos. Fue ahí, ha de hacer medio siglo. Y, salvo
el viejo, nadie quiso entender esa noche de antiguas estrellas y música y un
hombre por el suelo gateando en cuatro patas (pero los ojos amarillos y
levantándose despacio ahora, con maneras de puma), nadie quiso o supo entender
qué significaba ese intruso arribeño, ahí en Las Canaletas. Si hasta era cómico
al principio, como un sueño verlo al tilingo animársele a la mujer de un hombre
del bajo. Cómico con su chaleco color patito en La Rinconada, hediendo a agua
florida, entrando y mirándola fijo a la Valeria, que se dejó mirar y no bajó
los ojos. Marcial llegó al rato, se paró ahí, en la noche del hueco de la
puerta, y era el único en La Rinconada que no sonreía. Después cruzó entre los
hombres, después habló. Pero yo sé que antes, mirando al tilingo desde la
puerta, hizo el gesto de espantar una sombra que le atormentó la frente,
borrascosa por costumbre; algo como un agüero o un ala. Sin sonreír se paró a
espaldas del arribeño y habló. Dijo que en la noche del Santo Patrono, él, no
mataba a un hombre. Debió ser lindo oírlo. Pero fue lo único lindo porque
después se escucharon otras palabras, humillantes, y Marcial estaba rodando
despatarrado entre las mesas. Me han dicho que hubo quien no se atrevió a
mirarlo caído, por miedo a que Palma alguna noche le recordara los ojos. De
cualquier modo, Marcial no miró a la gente ni la consideró. Miró al cajetilla,
y si pensó algo pensó en el cuchillo. Lo sintió, quizá, en los dedos. Y ahora ya
estaba de pie, más alto que el otro, recobrando de a poco su vieja índole de
mirar a los hombres a desnivel y acordándose de que esta vez no había cuchillo.
El otro estaba parado ahí, sin saco, con los puños cerrados y los brazos
extendidos hacia adelante, muy tiesos. Una caricatura en daguerrotipo. Porque
esta vez era así, sólo con las manos. A lo hombre, había dicho sonriendo el
tilingo. Marcial dio un paso, y Valeria (que a lo mejor sí lo miró los ojos)
volvió a ser mujer de Palma. Un segundo antes, si alguien se hubiera fijado en
ella, habría notado cómo se le arrimó a lo gata al cajetilla de la pose cómica.
Lindo hombre, además, dicen que era. Marcial caminó lentamente, apartando con
el pie una silla caída, y el viejo de los ojitos, el viejo Chaico, sentado como
siempre junto a la ventana que da al río, entrecerró los párpados. Y antes de
que a Marcial lo doblara en dos un puñetazo que nadie vio, antes de que su
cabeza saltara hacia atrás golpeada por un puño que describió una parábola como
de guadaña, el viejo, mirando por entre las pestañas caminar a Marcial, acaso
recordó durante un segundo esa apostura, pero en otro cuerpo y muchos años
antes.
El hombre aquella vez se llamaba Drago. Y
la puerta de La Rinconada era distinta: no había puerta. Había una arpillera
colgada de un travesaño. La puerta se hizo en tiempos de Marcial, en el mismo
sitio donde hoy, tapiando el hueco, un afiche recomienda a los bañistas de San
Pedro no sé qué refresco, una botella luminosa, compartida en el dibujo por una
alegre pareja de adolescentes con cara de norteamericanos; ella, con pecas en
la nariz. La trama de la arpillera debieron tejerla manos ya de otro siglo, y
antes de esa estopa no me imagino ni La Rinconada, a lo más, puro barro y
juncales, pero sobre todo y siempre el río, comiéndose la barranca. “Busco a
don Amancio Drago”, parece que en tiempos de la arpillera Marcial había dicho
así, que tenía acento entrerriano, que varios lo miraron en silencio. Lo que se
sabe seguro es que llegó de a pie, cerca del mediodía, y que se quedó diez
años. Unas mujeres que lo amaron afirman recordar cómo de a ratos le cambiaba
el color de los ojos, del gris plomo al amarillo; se le achicaban las pupilas,
y no por la luz: nadie sabe la causa. La vieja Valeria me ha dicho que ella lo
nombraba Yaguareté. También se sabe que aquella vez (no la noche que anduvo por
el suelo). Marcial pidió una ginebra, que ni probó, y se estuvo sentado a una
mesa sin hablar ni moverse del mediodía al crepúsculo, toda la tarde hasta que
un hombre apareció en la puerta y se quedó mirándolo. Marcial entonces se había
levantado de la mesa, lentamente cruzó el almacén, y Amancio Drago, como si
estuviera recordando de antes ese trayecto y el que habrían de seguir bajo la
predestinación sangrienta del crepúsculo, le alzó la arpillera y se hizo a un
lado con naturalidad. Y Marcial salió al patio ofreciéndole la espalda y,
juntos, se perdieron entre los garabatos de Las Canaletas. Atardeció de golpe,
como un derrumbe. La ginebra todavía estaba sobre la mesa cuando Palma regresó:
sólo entonces se concedió tomarla. Después volvió a salir. Como con pena
desensilló el caballo de Amancio, lo desató, le cacheteó con suavidad el belfo
y dándole un chirlo lo largó trotando a la noche. Valeria, cuentan que ya estaba.
Me dijeron que el viejo de los ojos chiquitos por la ginebra, el viejo Chaico,
lo decía. Y decía que en eso se diferencian. Caballos y mujeres. Hiciste bien
en soltar esa noche al azulejo: hay animales, Marcial, que no aguantan la
humillación de que los monte otro hombre. Y puede que el viejo de los ojitos
burlones, mirando años después las fogatas de la fiesta mayor del pueblo, las
romerías, que aquel año amenazaban perderle miedo a la costa, también le haya
dicho: Cuídate de San Pedro y San Pablo. Y puede, sí, que un aletazo le haya
oscurecido la frente a Marcial. O puede que Marcial (pensando en qué) ni lo
haya oído.
Sin embargo yo sé que desde muy antes de
esta noche Palma solía andar serio. Taciturno es la palabra que explica lo que
nadie, en 1964, me sabrá recordar de aquel rostro en lo que fue La Rinconada.
Andás triste, Yaguareté, ha de haber dicho simplemente Valeria. Y él se rio, y salió
a dar una vuelta, solo, y cuando volvió al almacén era el único que no se reía.
El cajetilla ese, su chaleco inverosímil y sus polainas, su voz en el mostrador
pidiendo a lo gringo una caña de durazno, su inerme temeridad entre las
sonrisas del bodegón, causaban algo más que gracia: lo supo en los ojos de
Valeria, quien también le respetaba al tilingo la locura. Marcial entró y los
hombres le abrieron una calle de espacio y de silencio. Llegó al mostrador, se
acercó a la distancia de un brazo y dijo, pausadamente, que el día del Santo
Patrono él no mataba a un hombre.
El otro lo miró sin dar vuelta el cuerpo;
apenas la cabeza. Y Marcial, buscándole los ojos, le adivinó de golpe el
revólver en la mano. En el segundo siguiente, aunque Marcial Palma ignorase el
significado de la palabra sainete, debió de sentir en el aire (sintió) que el
universo con música de acordeones tocando rancheras se reorganizaba en uno, en aquel
boliche, para él solo. Porque el tilingo, despacio, dándose vuelta como con
pereza, dejó oír por primera vez en San Pedro la injuria aquella de la pólvora.
“De que se inventó la pólvora”, dijo, “se acabaron los guapos”. Y parecía irse
despertando mientras hablaba, porque siguió hablando y era un poco como si se
divirtiera, y había que sacarse el saco entonces y dejar a un lado el cuchillo
y pelear. A mano limpia, dijo el tilingo: a lo hombre. Se puso en guardia y le
ordenó a Marcial que se acercara. Vení, arrimate, dijo con los dientes
apretados. Vamos, arrimate, susurraba dando saltitos a su alrededor.
–Arrimate, vení –repitió.
Después amagó ir hacia adelante, hizo
ademán de golpear y cuando Marcial, sorprendido, desarticulado torpemente en la
espantada, se echó hacia atrás, el otro, sonriendo, apareció en el mismo sitio
de antes. El resto nunca supe cómo se cuenta. Marcial lo embistió a lo fiera, desguarecido
el cuerpo y con las manos abiertas, buscando a ciegas manotearle la garganta.
Pareció nadar cuando el arribeño, ladeándose, descargó un golpe como de maza
sobre la sien de Palma. El cuerpo de Marcial dio un giro sobre sí mismo y salió
disparado hacia adelante, de espaldas, pegó de plano sobre una mesa en un
desbarajuste de botellas y de hombres abriéndose, y quedó estaqueado entre dos
sillas, medio cuerpo en el aire medio en el piso. Valeria, si no inició el
gesto de arrimarse al cajetilla, en intención, al menos, se estaba
traicionando. Entonces vio los ojos de Palma, atigrándose a ras del suelo, y
también a ella un animal se le agazapó adentro. Lejos, los acordeonistas; en el
centro del boliche, largos los brazos con los puños hieráticos un poco doblados
hacia arriba, la pierna izquierda algo adelantada –grotesco, pero mucho menos
cómico ahora–, el cajetilla no pestañeaba. Veinte hombres incrédulos, pero que
estaban siendo para él veinte maneras de ser muerto, lo miraban por no mirar a
Palma. Y si Palma pensó un cuchillo, el arribeño, viéndolo pararse, acaso ha
pensado fríamente en el revólver. Lo que sigue parece sueño. Aún hoy, en el
bajo de San Pedro, dos o tres viejos se recuerdan de muchachos dando por muerto
al cajetilla cuando Marcial acabó de pararse. Y recuerdan cómo, al segundo
puñetazo, Marcial se quebró por la cintura, y al tercero se enderezó y abrió
los brazos y no alcanzó a caer porque lo sostuvo el mostrador. Era como si
hubiera cambiado el mundo, me dijo alguno. Y el viejo Chaico, a quien ya no se
lo veía por el bajo desde muchos años antes que yo averiguara estas cosas en La
Rinconada, de haber estado también lo habría dicho, pero en otro tono.
(El viejo no estaba. Desapareció una noche
o se ahogó: lo vieron bajar hacia la orilla entre la borrasca, diciendo que él
iba a llegar, y desató una canoa, porque se le había metido en la cabeza que él
iba a llegar remando hasta la Vuelta de Obligado, con su trabuco naranjero y aunque
se derrumbe el cielo, que un sampedrino no lo iba a dejar ganoso a un inglés,
decía al salir del almacén, y lo vieron pasar al rato chuequeando en dirección
a los juncos, revoleando un trabuco y arrastrando la vaina de un sable
inconcebible por la arena, que una vez nos habrán batido, cuando don Juan
Manuel, pero esta noche los vamos a hacer recular a sablazos hasta el estuario,
carajo; y se lo tragó la tormenta). El viejo, de haber estado, también habría
dicho que sí, que la noche de Marcial Palma el mundo había cambiado. Ya no daba
risa el cajetilla. Casi les inspiró respeto y hasta comenzó a ser lindo verlo moverse
con exactitud, sin desarmar los brazos, sobrándolo a Marcial. Cambiando el
mundo.
Muchos años antes, alguna noche parecida a
ésta, también debió cambiar. El mundo, o el pueblo. Todavía puede notárselo en
la estatua de Fray Cayetano Rodríguez, que da la espalda a las casas en el
bulevar de la barranca (porque antes el pueblo era al revés: de allá para acá)
y puede notárselo en la cúpula de la iglesia, cuyo campanario también mira
hacia el río y desde el cual se ve, aún hoy, la Vuelta de Obligado (o se la
presiente), y se ve entre unos sauces el techo anacrónico de La Rinconada. Pero
se lo ve exactamente al revés de como lo está viendo Marcial en esta historia,
de arriba se lo ve y de afuera, y Marcial desde el piso, de espaldas y con los
ojos encandilados por la lámpara a querosén que, balanceándose, como queriendo
adormecerlo cuelga de un travesaño del techo justo encima de su cara.
Como borracho, se levantó. Comenzaba a
aprender aquel juego, y el cajetilla, a cansarse. Porque en algún momento el
otro erró un golpe y Marcial, a mano abierta, le acertó un revés, y el boliche
pareció un hormiguero súbito despertándose. Pero después fue igual, o peor, porque
el cajetilla se vio en la obligación de lucirse y comenzó a hacer fantasías,
casi sin pegar, evitando los manotones desordenados de Palma y olvidándose en
la fiebre de aquella fiesta que alejarse del mostrador, donde quedó el saco con
el revólver, era un modo de no volver a salir vivo de La Rinconada. Como de
lujo, le devolvió el revés; a dos manos. Y Valeria, que ahora sí podía verle
bien los ojos a Marcial porque ella ya estaba definitivamente detrás del
arribeño, supo que Marcial, otra vez largo a largo sobre el piso, si se
levantaba, se levantaba a matar. Cuando el cajetilla lo vio parado, también lo
supo. Lo único que hizo Palma fue abrir la mano: la cerró y tenía un cuchillo.
(Por la ventana se veían, altos, los ardidos muñecos de San Pedro y San Pablo.
El viejo, relumbrándole los ojitos que reflejaban otras antiguas fogatas, ni
miraba la escena ni miraba el pueblo, miraba el río). El arribeño notó
entonces, entre el mostrador y él, una hilera de hombres. Sin embargo, no
desarmó la guardia. Lo esperó allí, bajo el círculo cetrino de la luz, solo y
ridículo como un grabado de periódico amarillento, pero sin moverse. No
retrocedió. Dio vueltas sin apartar los ojos de la mano de Marcial: cada vez
más cerca, la mano, de su chaleco. Luego se quedaron quietos. Ni la música de
los acordeones se oía. Los dos notaron que Valeria estaba ahora al costado de
Palma; los dos también notaron algo que yo no sé escribir. Porque el brazo de
Palma se demoró, y el cajetilla, sabiendo que le iba la vida en eso, levantó la
vista y se fijó en los ojos de Marcial. Un rato largo dice la vieja Valeria que
se miraron, como reconociéndose; con una firmeza que dio miedo. Y cuando
Marcial dejó el cuchillo a un lado, sin matarlo, y dijo “defendete” y le cruzó
la cara de un cachetazo y se apartó ridículo, imitando a medias la postura del
otro, dicen que el cajetilla pareció que iba a bajar los brazos: Palma no lo
dejó. Le pegó, como pudo, un puñetazo torpe y volvió a gritarle que se
defendiera, y lo insultó. Pero no sonó como un insulto, nadie me supo decir
cómo. El cajetilla ya no buscó lucirse: pegó a quebrarlo. Al derrumbarse
Marcial, de boca contra el suelo, fue como si al otro un gran peso le aflojara
los brazos. Cuando pasó entre la gente y se puso el saco, nadie lo detuvo.
Tampoco, cuando guardó el revólver. Lo miraban hacer, nomás. Valeria se animó a
tomarlo del brazo: el cajetilla la miró como si le costara reconocerla. Después
dijo no. “No, vos no te quedas con el más hombre; vos te quedas con el que gana”,
así dijo y la apartó y salió. Parece que alguno, acaso por hacer respetar a la
mujer, se le fue de atrás manoteándose la cintura pero una mano lo detuvo: la
de Marcial.
De espaldas a eso iba el arribeño, yéndose
de La Rinconada. Marcial tenía por última vez un cuchillo en la mano, dicen que
impresionaba verlo, tan alto. Valeria miraba el piso de tierra. El viejo, hacia
la Vuelta de Obligado. Lejos, empezó una tarantela.
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