Marco Aurelio Carballo
Si yo hubiera sido boxeador,
compitas, habría actuado en la vida como El
Chango Casanova o como El Pájaro Moreno, como El Toluco
López o como El Púas Olivares. No como Kid Azteca ni como El Ratón
Macías. Lo pensé cuando, tras la enésima crisis con Méipel, llegué a Kingston y
conocí a Brenda. No hubiera sido técnico, sino fajador, esto es, mujeriego, parrandero
y… danzarín. Brenda iba a ser quien me hiciera olvidar para siempre a la intransigente
leguleya, supuse. Pero cual pertinaz maldición, tampoco desplazó a Méipel. Eso sí,
nuestro amor tuvo la potencia de un ciclón caribeño. Terminaron separándonos un
gandaya novio suyo, la indecisa y exigente Méipel y el proceloso mar Caribe, después
de nuestro encuentro de siete días. Brenda era hija de inglesa y de jamaiquino.
Ya imaginarán a la preciosura de mujer, compañeros. En ella prevaleció la estampa
materna y, de la paterna, recuperó la cabellera rizada pero rubia, y su forma de
andar sensual y cimbreante, como si fuera bailando por la vida. De ojos azules,
piel blanca y cuerpo apetecible. Con ella intenté vencer mi timidez de nacimiento
y mi monolingüismo irremediable.
–¡Oh!, my darling –ansié decirle.
No imaginé que a media noche de ese caliente mayo
de 1975 tendría en mis brazos a tal prima ballerina malograda. Justo cuando
soplara una brisa fresca y con el cielo tachonado de estrellas al escampar la lluvia
copiosa. A manera de preludio de nuestra primera noche de amor, Brenda ejecutó una
pieza de baile y, para el remate del inicio de nuestro romance, me llevó a su dormitorio
como de reina inglesa. Ahí terminamos cubiertos por el rocío tropical producto de
nuestra pasión, abrazados y empotrados. A petición suya le murmuré cursilerías en
español, mientras se hacía cargo del mejor recibimiento al que puede aspirar el
visitante de confines lejanos, metido en ella cual machete en su vaina.
El viaje fue uno de esos premios de reportero en cierto
momento de su vertiginosa carrera. Ignoro por qué fui yo el escogido. Mis relaciones
con el jefe de información eran tirantes, por no decir del carajo. Quizá la orden
partió de más arriba. Pero el jefe iba a ejecutarla a su estilo y con tardanza.
A reserva de confirmarlo, dijo con meneo de cuello y arqueo hacia arriba de uno
de sus labios. Él esperaba una actitud ajena a mi temperamento, abyecta, mansurrona
y lacayuna. ¡Jamás!, me dije al sospechar en él tácticas dilatorias para cederle
el viaje a un incondicional.
Me hubiera gustado ser un abyecto, un lameculos, compañeros,
si permiten la soez digresión, con Méipel. Pero lo nuestro había llegado al límite.
Terminábamos o terminábamos. Si ella parecía fastidiada de nuestros constantes pleitos
porque la Bruja insistía en negarme el divorcio, yo estaba hasta el copete de sus
desplantes. Ocurría cuando hablábamos del divorcio. Que no intentara tomarle el
pelo, amagaba, porque ella era una jurisperita. No debía olvidarlo. No, no lo olvidaba,
aunque su actitud fuera de soberbia y de menosprecio, invocando su profesión, justo
cuando yo conseguía avanzar en los trámites. Antes de mi viaje, le llevé los edictos
publicados en los diarios de Pachuca. El abogado había decidido divorciarme en esa
ciudad, según su propia estrategia legal. La demanda era por abandono de hogar y
debía publicarse equis número de edictos. Méipel los arrojó con furia a la cama.
¡Insuficiente!, dijo, debido a tales y cuales razones, y el remate manido: Flaco,
no lo olvides, soy abogada. Yo soy la abogada. Acabábamos de amarnos
y ella estaba semidesnuda reponiéndose el maquillaje. Se apoyaba sobre un pie y
se apoyaba sobre el otro. Izaba una nalguita e izaba la otra. Tumbado en la cama,
ya vestido, me relamía como perro hambriento, ante otra porción de chuleta suculenta.
Examiné palmo a palmo aquel cuerpecito. Sentí desearla de nuevo. Si Méipel me aceptaba,
ejecutando sutiles inmoralidades, autorizadas por su personal código de ética, nada
importaba soportar aquellos arranques. Además, por momentos, era ella quien esgrimía
la batuta. Gracias a su aquiescencia durante mi tentaleo por su ardiente humanidad
lujuriosa, la perdonaba. Pero esa noche me enardeció al negarse a visitar el apartamento.
No tienes muebles, dijo, tajante, ni alfombra. ¿Y qué otra cosa necesitábamos aparte
de la cama? Iba a cenar en su casa, explicó menos encaprichada, aunque nos enzarzamos
en otra discusión sobre el divorcio. Cuando bajó del coche azotando la portezuela,
faltó el sonsonete: Soy abogada. No lo olvides. Merezco un palacio con bosque atrás,
no apartamento de una recámara.
Kingston fue un bálsamo con el que palié mis males
de amor. Varios periodistas viajamos a conocer al primer ministro y a entrevistarlo.
En la primera comida, una colega de The News nos presentó a Brenda. Ya no
tuve ojos para nadie más. Ella no hablaba una palabra en español. Yo, dos en inglés:
my darling. Nos amamos seis noches con sus seis madrugadas. Antes de ir a
la casa de ella o a mi cuarto cenábamos y bailábamos. Los hombres duros no bailan,
pero yo lo olvidé en ese viaje trastornado por la sensualidad de Brenda. El baile
podía ser una profesión respetable como lo era para ella. Brenda me platicó de su
estancia en una academia en Londres para ser bailarina y también de su regreso de
emergencia a Kingston. Lo dijo la primera noche antes de amarnos con el frenesí
atizado por la atmósfera caribeña. La formidable sesión de amor se dio en el ambiente
de aire salobre y de noche iluminada por la Luna, tras el aguacero, sobre una cama
regia de patas altas. Habíamos entrado por un caminillo culebreante de grava. La
tarima amplia como cancha de básquet y tres enormes ventanales llamaron mi atención.
–Mi pista de baile –dijo.
A nuestro encuentro salió un perrazo de ojos vidriosos.
Saludó a Brenda con meneo de cola y emitió sus mejores gruñidos para mí. Los escalofríos
que sentí ¿fueron por la lluvia?
Brenda puso música sinfónica por encima de los acordes
de la tormenta. La miré bailar en puntas de pie desplazándose grácil y suscitando
en mí emociones inenarrables. Pronto invitó a que yo la siguiera en sus port
de bras y en sus pas de deux, según los nombró. Ella estaba de pie en
el centro de la pista, los brazos extendidos y los profundos ojos azules hurgándome
el alma. Acepté, hipnotizado por la mirada y por su arte. La tomé de la mano y la
atraje para ceñirla a mí. Disculpas, pero trastoqué la pieza en danzón o en bolero,
o vayan ustedes a saber qué. A los pocos segundos estábamos besándonos. Al perro,
inquieto, logré desairarlo. Me abandoné en brazos de Brenda. Si el animal deseaba
morderme, ahí tenía mi espalda y lo demás. Se limitó a gruñir y a gemir, lastimero.
Brenda lo ignoró y yo vi que el perro se echaba, quieto y dormitando. Quizá él durmió
más y mejor porque Brenda y yo nos amamos una y otra vez, inagotables.
Ella me había tomado de la mano para que entráramos
al caserón de madera, de aspecto señorial, de muebles añosos y de alfombras raídas.
La luz se filtraba por las ventanas y por los resquicios, e iluminaba el contorno
de los muebles. Cuando metí la puntera del zapato en un hueco de la alfombra, sonrió,
sujetándome con firmeza por la cintura. Levanté la vista y miré la cama alta de
cuatro postes firmes como de roble, y el mosquitero blanco y poroso. Era una cama
parecida a la de mi abuela, allá en la costa de la selva. De la pared, arriba de
la cabecera, colgaba una pintura de Brenda, desnuda, manos sobre el pubis y en la
cadera. Tenía señas del bikini marcadas en los dos puntos claves de su bronceada
piel de seda.
Los funcionarios jamaiquinos hacían declaraciones
tediosas como los de cualquier país. Pero yo evocaba a Brenda y aguardaba la noche
para volcar sobre ella mi completo ardor en ebullición. Si en el recuerdo aparecía
Méipel furiosa, la conjuraba con meneo de testa, como sacudido por un jab.
Brenda y yo nos vimos cada noche, pero alternamos el lugar. Hoy en su casa, mañana
en el hotel. El trayecto a la casa era kilométrico. Recorríamos calles sinuosas
tamaño carretera de doble sentido con vastas partes de espesura caribeña. Ella manejaba
veloz como todo jamaiquino, pero con ritmo, ¿logrado gracias al baile? Los coches
tenían el volante a la derecha, como en Inglaterra. Brenda detestaba el hotel agringado
de cinco estrellas con huéspedes entrando y saliendo. También burgueses isleños,
asiduos a bares, restaurantes y discotecas. Algún conocido podría verla a horas
imprudentes. Recuerdo la pista larga y estrecha oyendo ahora “Baby we got a date”,
“Soul shake down party” y “Stop the train”. Había sido en principio
escenario para músicos y cantantes.
El sábado de los siete días viajamos a Puerto Royal
y enseguida a un islote. Brenda quería presentarme a su papá. La mamá estaba en
Londres y el papá se había casado de nuevo. Pude haber obtenido más datos, pero
habría sido complicado reportear a Brenda. La barrera era el idioma, compañeros.
Procuré ser tan delicado como diestro al hablarle con el lenguaje de las manos.
Decirle te deseo, palpándole los muslos desde su nacimiento o más acá, en la juntura…
Conocer su vida al detalle hubiera llevado tiempo y energía. Supe lo indispensable.
Nos extendíamos sólo al hablar de ella o de mí. Viajamos hacia Puerto Royal en una
lancha con motor tripulada por Brenda. La recuerdo erguida sobre la popa y separadas
las piernas endurecidas en las prácticas de ballet. La silueta del bronceado cuerpo
refulgía bajo los rayos del sol. Ella misma arrojó el ancla con la destreza de la
gente de mar.
El padre, un mulato de cabellos entrecanos, departía
en la playa con sus amigos. Todos tomaban cerveza de bote. Amable, me ofreció una.
Los demás, de raza negra, de edad madura y en traje de baño, me examinaron recelosos.
Como cualquier tribu caribeña observaría, a la defensiva, alerta, el desembarco
inesperado de un piel roja con intenciones oscuras por desconocidas. Tras la presentación,
ubicado el forastero en el contexto del esquema mental del jamaiquino, volvieron
a la charla, ignorándome. Más tarde, al regreso a Kingston, les dije adiós desde
la lancha y sólo el padre respondió. ¿Dónde estarían sus respectivas mujeres mientras
los maridos compadreaban?
Nos tiramos al sol y en cierto momento Brenda me llevó
de la mano a un paraje solitario. De forma cálida y delicada, nos amamos a la sombra
breve de unos arbustos amarillentos. Luego le lamí el cuerpo como ávido chucho cimarrón,
hociqueando un suculento hueso con tiras de carne fresca. Ni la arenilla ni el deslumbramiento
de las diminutas estrellas que tachonaban su piel dorada, me detuvieron. De cara
al cielo o de espaldas, su cuerpo estaba salobre. Obvio. Fue el merecido postre
después de la semana entera de atragantarme con el festín de amor, perturbado por
el deseo y por la perspectiva de mi viaje de regreso. Ella se entregó como debió
entregarse la vieja del ebrio de Noé cuando el arca recaló en el monte Ararat, tras
el diluvio.
Brenda había abandonado el ballet porque iba a casarse.
No le pregunté con quién. Blanco o mulato, o jamaicano de raza pura. Tampoco si
en Jamaica o en Londres. El novio desapareció como los barcos y aviones desaparecen,
con todo y todo, en el Triángulo de las Bermudas. Alguien había manipulado los hilos
de la existencia para, ajenos a nuestra voluntad, reunirnos. Sin compromiso… Si
lo nuestro se daba, si hacíamos química, adelante. Nos encontramos
porque Brenda iba a olvidar al novio y porque yo hundiría en el mar Caribe, atado
a un peñasco desprendido, el canijo recuerdo de Méipel.
Quise invitarla a México. Total, era amiga de la periodista
gringa. No para que se mudara conmigo, pues yo hubiera querido vivir bajo el techo
de su caserón, para que ella conociera mi país, el Soconusco. Si le gustaba, adelante,
nos quedábamos ahí. No me imaginaba reporteando para la colonia de mexicanos en
Jamaica, los pocos empleados de la embajada. Un diario en español habría fracasado.
Hubiera querido ser lavaplatos, coime de billar o cantinero en algún santuario alcohólico,
escribiría Martin Amis, casi paisano de Brenda, y escribir mis historias. Me habría
gustado adorar a Brenda como a Méipel. Amarla el resto de la vida arriba de su camota
de patas altas y de mosquitero impenetrable. Escribir día, tarde y moda, y contemplarla
ejecutando los sensuales pasos de ballet, custodiada por el perrazo de ojos desconcertantes.
Hubiera querido ver la lluvia torrencial o la luna iluminando nuestras noches de
amor. Escucharía calypso y canciones de regué de Bob Marley como “One love”,
“Soon come” y “Trench”. No le pedí el viaje a México porque nos amamos lo suficiente
y con la furia de dos mares entrecruzados, el Caribe y el Pacífico.
Al quedar ahítos quizá se cumplió la creencia de Lawrence
Durrel planteada en su epígrafe del Cuarteto de Alejandría, en el tomo de
Justine. Ahí cita a Freud: “Empiezo a creer que todo acto sexual es un proceso
en el que participan cuatro personas”. Mientras nos amábamos, Brenda acariciaba
y besaba a quien pudo haber sido su marido, y yo me comía a besos a la Méipel de
mis sueños febriles. Por eso hablé con Méipel esa noche. Utilizando un tono extraño
por amoroso, ella dijo que aprobaba la alfombra, las cortinas y el love seat
del apartamento. Esperaba mi regreso para pasar ahí nuestras primeras horas juntos.
Entonces deseé que reapareciera el novio de Brenda. El tipo la había dejado vestida
si bien no alborotada gracias a su flema británica. De haber sabido rezar, rezo
por ella. Merecía ser feliz. Su capacidad amatoria y de entrega era prodigiosa.
A Méipel le abriría los brazos cuando corriera a mi
encuentro. Lo pensé así por el tono cariñoso de su voz y por el pálpito de mi supuesta
perspicacia infalible.
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