José Luis Sampedro
Otra
vez se movió la plataforma intermitente para llevarse al que acababa de
plantear su caso y acercar otro a su ventanilla. El recién llegado era un viejo
rústico, de anacrónica barba y nada tipificado, de los que hacía muchos años ya
no se veían por las urbes y suburbes mundiales. Venía desconcertado por los
vertiginosos ascensores y por las plataformas mecánicas.
La máquina interrogadora entró en acción.
–¿Número? –preguntó su altavoz.
Como el silencio del viejo la dejara sin
impresionar, la máquina pasó a la insistencia explicatoria:
–Debe declarar su número de identidad.
–No tengo –repuso el viejo–. Yo me llamo Nohé.
En el despacho del controlador se encendió la luz
de “caso anormal”. Entre tanto la máquina hizo girar la plataforma y, mientras
otro peticionario se enfrentaba con el altavoz, el viejo se vio llevado por los
suelos móviles, entre barandillas y vástagos, como los botes de conserva en las
máquinas empaquetadoras que asombraban a los antiguos del siglo XX. Cuando todo
paró, Nohé se vio ante el controlador, que ya había recibido un televisionama
de las palabras del viejo.
–¿Dice que no tiene número?
–Así es. Sólo nombre. Nohé.
–¿No-Sé?
El controlador pronunciaba con dificultad aquellas
voces arcaicas.
–Nohé –corrigió el viejo, ya como avergonzado de
tener nombre.
El controlador miró asombrado
aquel rostro curtido y sin rastro de la normal operación de estiramiento
epidermial. ¿Qué edad tendría? Hacía doscientos cuarenta y siete años que se
había implantado la clasificación numérica en los registros humanos. Claro que
eran años de los modernos, después de corregida y normalizada la rotación de la
Tierra; pero, de todos modos…
–¿Y no tiene número, además?
Algunas regiones atrasadas todavía conservaban la
costumbre de dar nombre, para uso privado, pero oficialmente sólo era válido el
número.
–No.
En tal caso, aquel viejo estaba sin clasificar. Era
un problema pues, en los números de identidad, cada una de las cifras daba,
sucesivamente, el sexo, la localización originaria, la clasificación mental, el
grupo energético, el complejo característico, el número cromosómico y las
posibles variantes atípicas distintivas. Las dos últimas cifras que,
naturalmente, eran variables, correspondían a la edad. Resultaba sencillísimo.
Pero, ¿qué hacía uno con aquel viejo?
–¿De dónde viene? –le preguntó al fin.
–Del Gluchistán.
El controlador tuvo que consultar un atlas
histórico para averiguar que aquello era justamente la cordillera cuyas nevadas
cumbres se veían desde la ventana del control los días que el Consejo Urbano
decretaba serenos. Eran las únicas montañas que quedaban en el mundo, como
Parque Internacional, para conocimiento de los historiadores y conservación de
algunos ejemplares de animales. Por eso se habían salvado del normalizador
allanamiento previsto en ciertos proyectos.
–Y, ¿cuál es su profesión?
–Pastor.
¿Pastor? ¿Qué era eso? Bueno, había que acabar
rápidamente con aquel loco o resucitado, porque el reloj que controlaba al
controlador estaba a punto de marcar “ineficiencia” en la hoja del día.
–Bueno. ¿Qué quiere?
El viejo reaccionó como si por primera vez hubiera
oído algo razonable.
– Un arca –estalló angustiosamente–. Tengo que
hacer un arca flotante. Con urgencia.
–¿Un arca? ¿Qué es eso? ¿Por qué?
–Dios me lo ha ordenado.
–¿Dios?
–Dios. Me envió un sueño profundísimo, se me
apareció y me mandó construir rápidamente un arca y meterme en ella con mi
familia y con una pareja de animales de cada especie.
–¿Animales? ¿De cada especie?
–Bueno –dijo, el viejo temiendo pedir demasiado–,
quizás baste con los grandes solamente. Ya se encargarán ellos de llevar los
microbios y los parásitos.
El controlador meditó, pero sólo un instante, por
causa del reloj. El viejo estaba loco, pero había que tramitarlo de todos
modos. Si era un sueño, ¿por qué no había ido a un Dispensario de
Psicoanálisis? A lo mejor le gustaba una de sus terneras. Pero allí seguía el
viejo sin resolver y el tiempo pasaba. Miró el reloj.
–En fin, ¿qué puedo hacer yo? ¿Quiere acaso algo de
la Jefatura de Materiales?
–¡Sí, materiales! Para hacer el arca. Y animales de
cada especie. He de cumplir el mandato del Señor.
El controlador ya no le escuchaba. ¡Por fin!, pensó
mientras apretaba un pulsador del reloj de control, justamente a punto de
expirar el plazo. Y mientras las bandas y plataformas se llevaban al viejo, le
gritó:
– ¡Exponga su petición al informista general!
Así lo hizo. Pero, como era caso raro, las máquinas
instanciadoras no sirvieron y un viejo ordenanza ya declarado a extinguir tuvo
que venir desde su habitáculo colectivo para redactar una instancia como las de
los archivos históricos, en la que Nohé, sin número, natural de Gluchistán, de
profesión pastor, a V. I. suplicaba respetuosamente, etc. Y tampoco sirvieron
las máquinas resolvedoras que, apenas había pasado la instancia por tres o
cuatro pares de tambores, la expulsaban del circuito normal con el sello de “anómala”.
Así es que el curioso y anacrónico documento recorrió todas las dependencias
administrativas, saliendo de cada una de ellas cada vez con más metros de
microfilme archivable.
En general los informes fueron condescendientes con
la rara pretensión del viejo. Así, por ejemplo, la Sección de Zoología Museal
no se opuso a conceder las parejas de animales, aunque advirtiendo que no eran
necesarias todas las especies, pues muchas podían obtenerse genéticamente,
incluso por procedimientos ya anticuados, como el de cebra = yegua + tigre.
Pero todo resultó inútil cuando la Junta de Materias raras denegó la concesión
de madera para el arca, fundándose en lo injustificado del proyecto. El solicitante
ignoraba, al parecer, que los océanos habían sido agotados muchos años antes
para extraerles las sales disueltas, y que las aguas residuales habían quedado
acumuladas en gigantescos depósitos, construidos sobre lo más desértico del
allanado planeta. Y como la lluvia no era más que agua de aquellos depósitos,
condensada en nubes por los Consejos Urbanos para componer a voluntad paisajes
o para regular los ciclos de melancolía de los ciudadanos, era insensato
amenazar con un diluvio catastrófico.
Cuando la máquina informante le leyó la resolución
recaída en su expediente Nohé apenas comprendió otra cosa, sino que no había
nada que hacer. En realidad, ¿acaso entendía siquiera las palabras corrientes,
cuando eran dichas por aquellos agujeros? Y luego, las plataformas, tanta
implacable geometría ante los ojos, la frialdad química de alimentos y ropas, y
hasta las diversiones reglamentarias y el placer que, naturalmente, era
obligatorio y estaba normalizado… Después de todo, el hecho era que él había
cumplido con su obligación al soportar todo aquello. No esperó más: hizo un
hato con su vieja ropa y echó a andar rápidamente, sin querer saber nada de
nada. Hasta que, al sentirse otra vez a la sombra de sus montañas, volvió a
ponerse su túnica, de tibias lanas humanizadas por el telar doméstico y
abandonó las ropas sintéticas como hubieran hecho sus antepasados, a la puerta
del templo, con las impuras babuchas.
Fue después, ya sentado entre los suyos a la puerta
de la cabaña patriarcal, cuando se dio cuenta de que las palabras del altavoz
informante habían tenido mucha trascendencia. Y meditando su terrible
significado, sintió espantado su no culpable corazón humano, al imaginar qué
tremendos rayos lanzaría esta vez el Señor.
Sin embargo, todo fue mucho más fácil que la vez
anterior. Ni siquiera hubo que recurrir a las cataratas del cielo. La flamígera
espada de la exterminación tomó sencillamente la forma de una paloma, porque
como aquel mundo sin imprevistos había renegado de las aves, quedaba tan inerme
frente a ellas como no lo estuvo en ninguna de sus épocas anteriores. Sí; bastó
con que, al expirar el plazo, una paloma tendiera el vuelo desde las montañas
hasta la urbe y dejara caer sobre un gran edificio cierta excreción nada
normalizada. Como las cubiertas estaban sin echar por no ser día lluvioso,
aquello fue a caer sobre una diminuta célula fotoeléctrica del servomotor
principal que, al quedar tapada, no pudo registrar el exceso de desintegración
en las pilas. Así fue como estalló la central atómica de la urbe N-327.
Con eso fallaron también todos los reguladores
alimentados por la energía de aquella central básica y explotaron todas las
subsidiarias. Las reacciones en cadena alcanzaron a yacimientos de minerales
radiactivos, que se desintegraron abriendo inmensos cráteres rodeados de
montañas. Los muros de los depósitos mundiales de lluvia se resquebrajaron y
sus aguas inundaron la Tierra. Se destrozó también el compensador ecuatorial
del eje terrestre y así renació el ciclo natural de las estaciones mientras, a
medida que se sosegaban los huracanes desatados por la catástrofe, iban
reconstruyéndose los alisios, las brisas, los monzones. Sí, bastó una paloma
para aniquilar a todos aquellos hombres, por la sencilla razón de que ya estaban
previamente aniquilados entre sus propios engranajes, mecánicos y mentales.
Sólo quedó intacto el antiguo parque de Gluchistán, arca nueva de granito: a
salvo de estallidos por no tener centrales, de inundaciones por no haber sido
allanado, y de huracanes porque las profundas cavernas del monte sirvieron de
refugio, durante los cuarenta días, a la familia del patriarca y a las bestias.
Cuando Nohé se decidió a salir, contempló un nuevo
mundo. El sol resplandecía sobre un increíble panorama de montañas y lagos, de
valles y aguas bravas, de playas y ensenadas rocosas a la orilla de un cántico
marino. Retumbaban todavía sordos ecos profundos, aún estremecía el ímpetu de
las cumbres, quedaban desplomes de peñascos inquietos, vapores movedizos, ríos
precipitados al océano desde los acantilados. Pero ya sombras de maravillosas
nubes acariciaban el paisaje y se sosegaban en azul las lejanías. Sólo
permanecía en tensión lo más secreto de la tierra, fecundando la fiel paciencia
de olvidadas semillas para convocar los bosques futuros y las praderas dóciles
al viento.
¡Aquel viento! El anciano irguió toda su estatura
cuando hasta él llegaron las ráfagas de tanta vida. Bebiéndolas por los
ollares, las bestias se desbandaban ya hacia las anchuras prometidas, mientras
la nueva humanidad emprendía también la marcha monte abajo.
El patriarca no pudo seguir a los suyos
inmediatamente. Inmóvil, incendiadas las venas, estaba respirando –no le
quedaba ser para otra cosa– la profundísima certeza de que otra vez, sobre el
campo de los siglos, comenzaba la prodigiosa aventura del hombre.
(Tomado
de www.talesofmytery.blogspot.com)
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