Arturo Uslar Pietri
“Si
usted insiste en negar nos veremos obligados a emplear otros métodos”. Era como si lo oyera por primera
vez. Aquella cara fría e inexpresiva, alejada de mí por la inalcanzable distancia
de un espacio vacío, de una gran mesa desnuda. Todo era penumbroso, verduzco, impreciso.
Las facciones mismas parecían transformarse. Alta frente despejada, sin color, sobre
la que a veces se posaba la mano sobre un mechón lacio. Los ojos estaban perdidos
en lo más oscuro del hueco de las órbitas. Lo único que no parecía cambiar era la
voz. Voz sin entonación, sin flexiones, pareja, cortada bruscamente por silencios.
La voz de quien recita de memoria en tono bajo. Voz sin color y sin temperatura.
Detrás en la sombra
podían moverse algunos personajes, o existir puertas simuladas. Pero era ante él
solo, ante aquella sola cabeza de la que salía aquella pasta de palabras indiferenciadas,
que yo me encontraba.
Ahora me amenazaba.
Si yo no estaba allí sino para informarme del paradero de Ana. Hacía tres días que
había salido para un corto viaje y no había regresado ni dado noticias. No me dejaron
explicar lo que quería. De mano en mano, de empellón en empellón vine a parar frente
a aquella mesa, frente a aquella cabeza pálida y parlante, acribillado de sospechas
y preguntas.
“Diga usted cómo
y cuándo conoció a Pedro Martín, llamado también Rodolfo Martí, conocido igualmente
por el apodo de Martel”. Había contestado muchas veces que no lo conocía, que no
sabía quién era. Como había respondido, en la misma forma, a la interrogación sobre
otros vagos personajes. Eran nombres o sobrenombres de seres imprecisos a quienes
acaso yo había podido encontrar o no. Tropezar incidentalmente alguna vez, bajo
otro nombre, sin poner atención. Pero ahora lo más importante era precisar, sin
sombra de duda, si lo había conocido o no. Alguno de aquellos nombres, alguna de
aquellas borrosas fotografías que me mostraban, podían recordarme a alguien que
alguna vez conocí. Pero no era seguro. Y, además, corría el gran riesgo de contradecirme.
Era un juego sin
término. Ronda continua de nombres, de referencias a personas, de fechas y lugares
donde debí estar, donde hice contacto con alguien, y recibí o transmití algún mensaje.
Podía ser aquel indiferente vecino de terraza de café que me pidió un cigarrillo
o cualquiera de aquellos otros innumerables con los que había compartido un asiento
de tren, de avión o de autobús. O uno de tantos hombres y mujeres que me habían
sido presentados, sin casi reparar en sus nombres ni en las fisonomías, en tantas
y tantas reuniones y fiestas de amigos y conocidos.
¿Quién era aquel
hombre y qué había hecho? ¿Quiénes eran y de qué se los acusaba a todos aquellos
sobre los que me hacía preguntas la cabeza solitaria? Debía ser gente peligrosa
y muy solicitada por la autoridad. Al través de lo que colegí en el interrogatorio
pude saber que habían requisado mi habitación, que habían interrogado a vecinos
y personas que decían conocerme. Que tenían algunas informaciones contradictorias
de mis antecedentes.
La primera vez
que la nombró la designó por su nombre de artista: Ana Purna. Quería saber cuándo
la había conocido y qué sabía de sus actividades anteriores a nuestro encuentro.
Tenían un son
obsceno y repugnante las cuestiones: “¿Desde cuándo vivían juntos?”. “¿En qué se
ocupaba?”. “¿A quiénes veía?”. “¿Estaban casados?”.
No estábamos casados.
Simplemente no creíamos en eso. No sabía mucho de lo que había hecho antes. Pero
además de aquel seudónimo de artista tenía otro nombre verdadero que no era el que
yo le conocía. “No se haga usted el ignorante”. Ana Purna, Livia, Lubov, Birgitte.
Nunca le oí esos nombres, ni a nadie llamarla de esas maneras. Pero de un modo mecánico
la cabeza repetía su pregunta inagotable. La misma, como si nada significara todo
lo que yo decía. “Ese no es su verdadero nombre. Usted lo conoce, dígalo”.
Yo repetía su
nombre verdadero, todo lo que de ella sabía, su conducta junto a mí en todos aquellos
años. La cabeza se movía negativamente. Hasta que yo callaba. “Nos veremos obligados
a emplear otros métodos”.
Yo mismo comenzaba
a dudar, a perderme en suposiciones y escenarios que forjaba en la imaginación.
Podía ser que hubiera estado engañado todo ese tiempo. Pudiera ser que nunca me
hubiera dicho la verdad sobre ella. Acaso, acaso me hacía ver que se ocupaba de
algunas cosas mientras en forma oculta se empleaba en otras de las que nunca me
habló. Era posible que aquel mercader de cuadros a quien vendía sus telas no fuera
eso sino otra cosa. Podía ocurrir que aquel primo, que vino de paso en una ocasión,
no fuera sino un agente en una misión secreta. Aquellos paquetes, que a veces permanecían
en la casa sin abrirlos y que luego desaparecían, podían ocultar un horrible tráfico
de secretos y delitos.
Metido en el laberinto
de suposiciones perdía el hilo de la escena, quedaba sin responder a la última pregunta
repetida, sentía como un mareo o como un apagón de la conciencia.
“¿Qué hizo usted
el día doce del mes pasado?”. Identificar un día entre todos los días ordinarios
me requería un esfuerzo agotador. A qué hora había salido, adonde había ido, con
quiénes me había encontrado. Pudo ser el día en que fui en la mañana a la biblioteca
pública. “¿Pudo reconocer a la persona que estaba sentada a su lado?”. “¿Cruzó algunas
palabras con ella?”. “¿Le pasó un papel?”. A veces había pedido una hoja de papel
a un vecino de mesa para tomar un apunte. Recordar los días en que había ido a leer
y las personas que se habían sentado junto a mí resultaba imposible. “Usted lo sabe
bien. Dígalo”. Se hacía un silencio amenazador y parecía comenzar otra escena.
Ahora estaba sobre
la mesa una fotografía. La cabeza me pidió que la reconociera. Era una vieja foto
de grupo, amarillenta y borrosa. “¿A quiénes reconoce?”. Eran gente joven reunida
en una fiesta de trajes. Vestidos extravagantes, uniformes de fantasía, mujeres
a la oriental, mozos vestidos de pirata de cuento con un ojo tapado. No me era fácil
recordar dónde fue aquello, ni quiénes eran. Pasaba la vista sobre los menudos rostros
olvidados o desconocidos. La voz continuaba interrogando. Allí, ciertamente, estaba
yo. Era aquel tipo un poco apartado y triste, que en un extremo parecía mirar hacia
otro lado. Debía ser muy joven entonces. Pude reconocer, imprecisamente, dos o tres
caras más. Los nombres no me venían o no me venían completos. “Tome su tiempo. Yo
no tengo prisa”.
Estaba allí Ana.
Era aquella, muy cerca del centro del grupo, con una gran sonrisa y los brazos extendidos
sobre los hombros de sus dos vecinas. “Este soy yo”. “Esta parece Ana”. “¿Y los
otros?”.
¿Quiénes eran?
Todas aquellas faces y gestos congelados en la expresión de un momento. “Vea el
tercero de la derecha en la primera fila”. Era un rostro anodino de hombre pequeño.
Con los brazos cruzados sobre el pecho. No podía recordarme. No recordaba siquiera
dónde pudo haber sido tomada aquella foto. No había sido en mi ciudad. Seguramente
en un viaje. Pero estaba allí Ana. Debió ser alguna de las primeras veces en que
la tropecé. Mucho antes de que comenzáramos a vivir juntos. ¿O no era ella?
Ahora me preguntaba
por la organización. Uno de aquellos rostros era el de uno de los agentes principales
de la organización. La organización. Constantemente se mencionaba la organización.
Mientras yo más negaba conocerla, ni saber siquiera que existía, más se insistía
en preguntarme sobre ella en muchas formas astutas. Se me preguntaba quién me había
enrolado. Con cuáles agentes había estado en contacto antes de ingresar al país.
A veces pensaba,
por la forma de las cuestiones, que se trataba de un grupo de acción política clandestina.
Otras veces me parecía entender que se me acusaba de pertenecer a una red de espías.
A una vasta conspiración, a un complot, a una secta secreta juramentada para la
subversión, a un plan de insurrección o de terror. O a una red de traficantes de
drogas o de armas o de dinero prohibido.
Se me averiguaba
sobre conversaciones que había tenido, sobre cartas que había escrito. Cualquier
palabra tenía el valor de un indicio.
Siempre volvíamos
al nombre de Ana. “Dónde estaba”. “¿Qué estaba haciendo?”. Pocos días antes de detenerme
se había despedido de mí para un corto viaje. Cuestión de vender unas acuarelas.
No se me creía. Yo sabía y no quería decirlo.
Empecé entonces
a sospechar de Ana. A hacer un recuento imaginario de todo lo que podía no saber
de ella. A adivinar posibilidades de una vida secreta y oculta de mí.
Con su voz monótona
hacía largos recuentos de actividades desconocidas de mi mujer. De creerlo no había
hecho otra cosa que actuar clandestinamente con una eficacia siniestra.
Nombraba personas
con las que había tenido algún contacto. Una charla en una reunión ocasional. Un
encuentro dentro de un grupo en una mesa de café. Luego hacía una larga y detallada
reláfica de todas las acusaciones que pesaban sobre aquel individuo.
Citaba lugares
y fechas de encuentros fortuitos. Quería saber lo que habíamos hablado. “¿Hablaron
de la organización?”. “No”. “Pero usted tenía que saber que pertenecía a la organización”.
“No”. “Usted conoce la organización”. “No”.
Todo lo que yo
afirmaba o negaba terminaba por ser comprometedor. Terminaba por dudar si había
sabido más de lo que creía saber, si había participado más de lo que una simple
frase de comentario podía significar, si había, ciertamente, ido más lejos y me
lo negaba a mí mismo.
“¿De qué hablaron?”.
Tenía que reconstruir una conversación banal olvidada. Cualquier palabra mía se
convertía en punto de partida para otra pesquisa. Haber oído hablar de una manera
crítica de las instituciones sin oponerme enérgicamente. Haber preguntado por la
suerte de algún enemigo señalado. No haber comunicado a quienes podían y debían
actuar cualquier sospecha que hubiera tenido.
Aquel contertulio
ocasional, el de aquel día o el del otro día, podía ser un enemigo de la sociedad,
del orden establecido, de la ley y de la causa.
Recordaba aquellas
consejas infantiles en que la acción o el olvido más banal terminaba por provocar
las más pavorosas consecuencias. De una palabra que yo había oído, de una frase
que no había refutado, de una actitud que no había denunciado me había convertido
en responsable y cómplice de los peores males.
Y no una vez sino
muchas. En cada ocasión en que estuvo frente a mí alguien que dijo una frase en
todas cuyas consecuencias yo no paré mientes.
“La verdad es
que yo nunca me he interesado por esas cosas”. “¿Por esas cosas?”. La cabeza me
miró iracunda. Esas cosas eran las más importantes y graves. Tenían que ver con
la seguridad y el bienestar de todos. La suerte de millones de seres podía depender
de que aquello se supiera o no se supiera, de que aquello lograra prosperar o fuera
detenido a tiempo. “¿Entiende usted lo que esto significa? Es una cuestión de salvación”.
Alguna vez me
habían hecho esa misma pregunta u otra muy parecida. A mí o a otro. O lo había leído.
Al hombre sentado en el banquillo frente al hombre que interroga.
“¿Sacó las siete
copias y las envió a los siete conocidos por correo?”. Me mostraba una hoja de papel
mecanografiada. La habían hallado posiblemente entre mis papeles. Entre tantas cosas
insignificantes y azarientas como se acumulan en el día de un habitante de la ciudad.
Programas, circulares, literatura de remedios, recortes de periódicos, sobres vacíos.
“Rece tres veces a las nueve y a las tres la oración del Ángel. Comuníquele su intención.
Insista durante tres días. No le oculte nada y cumpla todas sus instrucciones. No
rompa esta cadena. Un hombre en La Florida (…)” Pretendía hacerme ver que era una
clave secreta por medio de la cual yo me comunicaba. “La Florida es un barrio de
esta ciudad, el nombre de una calle está disimulado en esas palabras y también el
número de una casa. Es una casa que conocemos y donde han vivido agentes de la organización”.
El inquisidor
preguntaba sobre los ángeles. ¿Qué me decía aquel ángel tan velada y oscuramente?
Ángel de legión, de dominación, de potencia. El ángel se valía de la voz de una
persona ignorante, que no se daba cuenta de lo que pasaba al través de ella. Sólo
los muy avezados sabían distinguir los mensajes del ángel dentro de la garrulería
insignificante del poseso. Ante todo importaba saber si era ángel bueno o ángel
malo. Enviado de Dios o del demonio. La más secreta y prodigiosa información podía
estar como un hilo de oro entre el alud de tantas palabras vanas. Mensaje celeste
o infernal. Mandato del Anti-Cristo. La sombra de una duda sobre el dogma. Sobre
la enseñanza infalible. Se podía llegar a estar al servicio de las potencias del
mal sin saberlo. ¿Qué sabía de la organización? ¿Qué sabía de la herejía? ¿Estaban
o no dentro de la gracia, iban a ser redimidos o no los indios y los negros? Todo
era tan sutil que era fácil confundirse. A cada pregunta se abrían abismos de error
y de perdición.
Ser un agente
del demonio sin darse cuenta. Un lento proceso de degradación de las enseñanzas
y los principios. Se iba uno apartando de la verdad insensiblemente. Para terminar
en réprobo, en hereje, en traidor, en relapso, en endemoniado que ni siquiera la
confesión podía salvar.
“¿Qué decía su
mujer de esto?” que iba a decir, si es que alguna vez había dicho algo que no fuera
el comentario trivial sobre un asunto sin importancia. “Ella conocía la clave que
estaba oculta en la cadena”.
No cambiaba la
luz y no podía saber si amanecía o atardecía, si era el mismo día u otro. Era la
misma cabeza, la misma voz que preguntaba las mismas cosas. Sobre ella, sobre alguno
de los personajes de la vieja foto. (Había una cierta expresión de temor en los
ojos de los del grupo. Debió ser una foto tomada en los tiempos de las explosiones
deslumbrantes de magnesio). Sobre gentes que conocía pero sobre las que no sabía
lo que preguntaban, sobre fechas y lugares imposibles de precisar.
Perdía el hilo
a trechos y regresaba como si despertara. Volver en mí. ¿En cuál? Sobre el potro
tendían a los reos, en el tripalium y las ruedas le estiraban las extremidades.
Arrancar uñas, quebrantar huesos, suspender, colgar. Tortoles, cepos. Pero una sola
voz que repetía la pregunta sin cansancio. Mancuerda, garrote. Cada vez más difícil
de entender, cada vez más riesgosa de responder.
“¿Cuándo la vio
usted por última vez?”. “¿Acostumbra usted almorzar en la casa?”.
“¿Acostumbra usted
almorzar en la casa?”. Era la pregunta que hacía el encuestador que tocaba a la
puerta a deshora con su libreta de sondeos. “¿Tenía encendida la televisión?”. “¿En
cuál canal?”. “¿Qué recuerda de lo que vio?”. “¿Qué leyó esta mañana en el diario?”.
“¿Qué sección mira de preferencia?”. “¿A qué hora lee?”. Tenía que hacer el esfuerzo
de explicar los hechos más mecánicos e insignificantes. No se sabe muy bien por
dónde se comienza a leer el diario. Y si lo que yo dijera no era exactamente la
verdad y lo que otros respondieran tampoco lo fuera, podía ocurrir que los diarios
tuvieran que alterarse por completo y hacer que yo no pudiera leerlos en la forma
acostumbrada.
“¿Es que le ha
ocurrido algo a mi mujer?”. No me respondió. No era él quien tenía que contestar
preguntas, era yo.
Aquél a quien
la cabeza inexpresiva creía interrogar. El agente secreto, el conspirador, el servidor
de la organización, el cómplice de la misteriosa mujer, el que estaba al servicio
del mal para destruir todo lo que era bueno y verdadero.
Empecé a no darme
cuenta y a confundirme sobre las preguntas. A ratos caía en una especie de hipnosis
durante la cual no sé lo que haya podido contestar.
En algún momento
debíamos terminar, o por lo menos interrumpir. Me percataba de que todo aquello
se reducía a la sola cuestión de averiguar quién era yo. Pero ahora más que nunca
me hubiera sido imposible responder.
(Tomado
de www.literatura.us)
No hay comentarios:
Publicar un comentario