Ricardo Palma
Acabo de referir que uno
de los tres primeros olivos que se plantaron en el Perú fue reivindicado por un
prójimo chileno, sobre el cual recayó por el hurto nada menos que excomunión mayor,
recurso terrorífico merced al cual, años más tarde, restituyó la robada estaca,
que a orillas del Mapocho u otro río fuera fundadora de un olivar famoso.
Cuando
yo oía decir aceituna, una, pensaba que la frase no envolvía malicia o significación,
sino que era hija del diccionario de la rima o de algún quídam que anduvo a caza
de ecos y consonancias. Pero ahí verán ustedes que la erré de medio a medio, y que
si aquella frase como esta otra: aceituna, oro es una, la segunda plata y la
tercera mata, son frases que tienen historia y razón de ser.
Siempre
se ha dicho por el hombre que cae generalmente en gracia o que es simpático: Este
tiene la suerte de las aceitunas, frase de conceptuosa profundidad, pues las
aceitunas tienen la virtud de no gustar ni disgustar a medias, sino por entero.
Llegar a las aceitunas era también otra locución con que nuestros abuelos
expresaban que había uno presentádose a los postres en un convite, o presenciado
sólo el final de una fiesta. Aceituna zapatera llamaban a la oleosa que había
perdido color y buen sabor y que, por falta de jugo, empieza a encogerse. Así decían
por la mujer hermosa a quien los años o los achaques empiezan a desmejorar:
–Estás,
hija, hecha una aceituna zapatera.
Probablemente
los cofrades de San Crispín no podían consumir sino aceitunas de desecho.
Cuentan
varios cronistas, y citaré entre ellos al padre Acosta, que es el que más a la memoria
me viene, que a los principios, en los grandes banquetes, y por mucho regalo
y magnificencia, se obsequiaba a cada comensal con una aceituna. El dueño del
convite, como para disculpar una mezquindad que en el fondo era positivo lujo, pues
la producción era escasa y carísima, solía decir a sus convidados: caballeros,
aceituna, una. Y así nació la frase.
Ya
en 1565 y en la huerta de don Antonio de Ribera, se vendían cuatro aceitunas por
un real. Este precio permitía a su anfitrión ser rumboroso, y desde ese año eran
tres las aceitunas asignadas por cada cubierto.
Sea
que opinasen que la buena crianza exige no consumir toda la ración del plato, o
que el dueño de la casa dijera, agradeciendo el elogio que hicieran de las oleosas:
aceituna, oro es una, dos son plata y la tercera mata, ello es que la conclusión
de la coplilla daba en qué cavilar a muchos cristianos que, después de masticar
la primera y segunda aceituna, no se atrevían con la última, que eso habría equivalido
a suicidarse a sabiendas. Si la tercera mata, dejémosla estar en el platillo y que
la coma su abuela.
Andando
los tiempos vinieron los de ño Cerezo, el aceitunero del Puente, un vejestorio
que a los setenta años de edad dio pie para que le sacasen esta ingeniosa y epigramática
redondilla:
Dicen por ahí que Cerezo
tiene encinta a su mujer.
Digo que no puede ser,
porque no puede ser eso.
Como iba diciendo, en los
tiempos de Cerezo era la aceituna inseparable compañera de la copa de aguardiente;
y todo buen peruano hacía ascos a la cerveza, que para amarguras bastábanle las
propias. De ahí la frase que se usaba en los días de San Martín y Bolívar para tomar
las once (hoy se dice lunch, en gringo):
–Señores,
vamos a remojar una aceitunita.
Y
¿por qué –preguntará alguno– llamaban los antiguos las once, al acto de echar
después de mediodía, un remiendo al estómago? ¿Por qué?
Once las letras son del aguardiente.
Ya lo sabe el curioso impertinente.
Gracias a Dios que hoy nadie
nos ofrece ración tasada y que hogaño nos atracamos de aceitunas sin que nos asusten
frases. ¡Lo que va de tiempo a tiempo!
Hoy
también se dice: aceituna, una; mas si es buena, una docena.
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