Ryunosuke Akutagawa
1.
Esto fue en la
noche del día tres de noviembre del año 19 de Meiji. Akiko, hija de la familia XX,
de 17 años de edad, subía en compañía de su padre, hombre calvo, la escalera de
la Casa Rokumei, donde se celebraba la fiesta de baile. Alumbradas por la fuerte
luz de la lámpara, las grandes flores de crisantemo, que parecían artificiales,
formaban una barrera de tres hileras en ambos lados de los pasamanos; los pétalos
se revolvían en desorden como hojas flotantes en cada una de las tres filas, de
color rosado en la última, de amarillo intenso en la del medio y de blanco puro
en la más cercana. Al cabo de la barrera de crisantemos la escalera desembocaba
en la sala de baile, de donde ya desbordaba sin cesar la música alegre de la orquesta,
como un suspiro de felicidad incontenible.
A
Akiko ya le habían inculcado el idioma francés y el baile occidental, pero era la
primera vez que asistía a una ceremonia formal. Estaba tan nerviosa y distraída
que apenas le contestaba a su padre, que le hablaba de cuando en cuando mientras
viajaban en un coche tirado por caballos; se sentía carcomida desde el interior
por una extraña sensación inestable, que se podría llamar inquietud placentera.
Desde la ventana alzó con insistencia la mirada nerviosa para contemplar la ciudad
de Tokio iluminada por escasos faroles que dejaban atrás a medida que avanzaba el
coche, hasta estacionarse al fin delante de la Casa Rokumei.
Una
vez adentro, Akiko se topó con un incidente que la hizo olvidar la inquietud; justo
a la mitad de la escalera, el padre y la hija alcanzaron al diplomático chino, que
les aventajaba algunos peldaños. Ladeando su cuerpo obeso para dejarles paso, el
caballero le lanzó una mirada de admiración a Akiko. El vestido fresco color rosa,
la cintilla celeste que colgaba con elegancia del cuello, una sola rosa que despedía
una fragancia desde el cabello negro oscuro: la figura de la mujer japonesa, recién
tocada por la cultura occidental, se destacaba esa noche con una belleza impecable
que dejó abrumado al diplomático chino de coleta larga. En seguida, vinieron bajando
con prisa dos japoneses vestidos de frac, que, al cruzarse con ellos, se volvieron
casi por instinto para lanzar una mirada rápida de la misma admiración hacia la
espalda de Akiko. Los dos señores se ajustaron la corbata blanca de una manera automática,
sin explicarse por qué lo hacían, y siguieron su marcha apresurada hacia el vestíbulo
entre los crisantemos.
Cuando
el padre y la hija terminaron de subir la escalera hasta el segundo piso, se encontraron
a la entrada de la sala de baile con un conde de barba canosa, anfitrión de la fiesta,
que, exhibiendo condecoraciones en su pecho, recibía generoso a los invitados, junto
con la condesa, algo mayor que él, vestida con esmero al estilo Louis XV. A Akiko
no le pasó desapercibido, hasta que el conde reveló un asombro inocente que cruzó
en un instante fugaz por su cara astuta sin dejar rastro. Mientras el padre, siempre
amistoso, presentó su hija al conde y a la condesa de manera escueta, con una sonrisa
alegre. Ella se tranquilizó lo suficiente como para detectar lo vulgar que era el
rostro de la condesa altanera.
En
la sala de baile también florecían a sus anchas los crisantemos hasta llenar los
rincones más recónditos. El espacio estaba repleto de encajes, flores y abanicos
de marfil que se removían en medio del perfume como una ola silenciosa al compás
de las damas en espera de su pareja. Pronto, Akiko se separó de su padre y se mezcló
con un grupo de damas elegantes. La mayoría eran muchachas de su misma edad, envueltas
en vestidos semejantes color celeste o rosa. Al fijarse en Akiko, las damas empezaron
a cuchichear como pajaritos y elogiaron al unísono la belleza sobresaliente que
dominaba la noche.
Apenas
integrada al grupo, apareció sigiloso de algún escondrijo un francés desconocido,
oficial de la marina, que se le acercó haciendo una venia de cortesía a la japonesa
con los brazos caídos. Akiko sintió que le subía un rubor tenue por las mejillas.
Sin necesidad de preguntar para qué la invitaba el hombre con esa venia formal,
ella se volvió hacia la dama del vestido celeste que se sentaba a su lado, para
ver si podía dejar en sus manos el abanico que llevaba consigo. De manera inesperada,
el oficial francés, con un asomo de sonrisa en las mejillas, le dijo sin ambages
en japonés, marcado por un acento peculiar:
–¿Quiere
bailar conmigo?
En
seguida Akiko bailó el vals El bello Danubio azul con el oficial francés, que mostraba
el rostro en relieve con los cachetes bronceados y el bigote tupido. Tan baja de
estatura, ella apenas alcanzaba los hombros de su pareja con la mano calada por
un guante largo, pero el hombre tan experimentado la condujo con destreza y se deslizaron
juntos con agilidad en medio del gentío. El oficial le susurraba en francés una
que otra palabra de galantería en momentos de distensión.
Akiko
apenas contestaba con una sonrisa tímida al cariño del hombre mientras recorría
la sala con su mirada; bajo el telón de seda morada con una inscripción teñida del
blasón de la familia imperial y la bandera nacional de China, con los dragones serpenteando
con garras hacia arriba, se veían floreros rebosados de crisantemos, algunos de
color plata alegre y otros de oro solemne, que flameaban entre los bailarines movedizos.
Agitadas por el viento melodioso, que la resplandeciente orquesta alemana emitía
sin cesar, como cuando se destapa una botella de champaña. Las ondas humanas no
dejaron de realizar ni un instante sus movimientos vertiginosos. Cuando la mirada
de Akiko cruzó con la de una amiga suya, que también bailaba con un caballero, las
dos cambiaron un cabeceo jubiloso de mutuo reconocimiento entre los pasos acelerados.
Al siguiente segundo, ya aparecía otro bailarín ante los ojos de Akiko, vaya a saber
de dónde, como una gran mariposa alborotada.
Durante
todo este tiempo, Akiko estaba consciente de que los ojos del oficial se fijaban
en cada uno de sus movimientos, evidenciando el gran interés que mantenía el extranjero,
ajeno por completo a los hábitos japoneses, en la forma jovial de bailar de su pareja.
¿Una dama tan hermosa también viviría como una muñeca en casa de papel y bambú?
¿Comería con los delgados palitos de metal los granos de arroz servidos en una taza
con dibujo de flores azules, tan pequeña como la palma de su mano? Estas preguntas
parecían dar vueltas en las pupilas del francés al son de su sonrisa afectuosa,
lo cual le produjo a Akiko gracia y orgullo al mismo tiempo. Sus finos zapatos de
baile color rosa se deslizaron con más presteza sobre el piso, cada vez que la mirada
curiosa del francés bajaba hacia los pies.
Al
cabo de algunos minutos, el oficial pareció darse cuenta de que su pareja estaba
cansaba y le preguntó benévolo, escudriñando el rostro felino de la japonesa.
–¿Quiere
seguir bailando?
–Non,
merci –resollando, Akiko le contestó con franqueza.
Entonces
el oficial francés, todavía marcando los pasos con el ritmo de vals, la condujo
con donaire entre las olas de encajes y flores que se movían a diestra y siniestra,
hasta depositarla al lado de un florero de crisantemos, pegado a la pared. Después
de hacer la última pirueta, la sentó en una silla con la misma elegancia, irguiendo
el busto de su uniforme para hacer otra venia servicial al estilo japonés.
Más
tarde, Akiko bailó de nuevo una polka, y luego una mazurka con el mismo oficial
francés, que después la llevó del brazo escalera abajo entre las tres hileras de
crisantemos, blanco, amarillo y rosa, hacia el salón amplio de la planta baja.
En
medio de las incesantes idas y vueltas de fracs y camisas blancas, se veían mesas
que exhibían platos de plata y cristal, unos con una montaña de carne y setas, otros
con torres de bocadillos y helados, y los demás con conos de higos y granadillas.
En una pared que no alcanzaban a cubrir los crisantemos, se instalaba un enrejado
hermoso de oro, al cual se enrollaba una zarcilla de uvas artificiales. De ahí colgaban
como colmenas varios racimos que ostentaban el color violeta al fondo de las hojas
verdes. Akiko distinguió a su padre calvo, que fumaba un puro, conversando con otro
señor de la misma edad, justo delante del enrejado. Su padre le asintió satisfecho
con un cabeceo al reconocerla, pero en seguida le dio la espalda para seguir conversando
con su acompañante sin dejar de echar bocanadas de humo.
El
oficial francés y Akiko arribaron a una mesa y probaron juntos unas cucharadas de
helado. Mientras tanto, Akiko se daba cuenta de que los ojos de su pareja se detenían
de cuando en cuando sobre sus manos, su cabello y su cuello tocado por una cintilla
celeste. La mirada del francés estaba lejos de desagradarla, pero hubo momentos
en que le despertaba la chispa de la sospecha femenina. Akiko aprovechó el momento
en que pasaron al lado dos muchachas extranjeras, quizás alemanas, con una flor
roja de camelia sobre los pechos cubiertos de terciopelo, para emitir una frase
de admiración a manera de sondeo:
–Qué
hermosas son las mujeres occidentales.
Al
escucharlo, el oficial manifestó, con cara extrañamente seria, su desaprobación
con movimientos de cabeza.
–Las
mujeres japonesas también son bonitas. Usted, en particular…
–No
es cierto.
–Se
lo digo en serio. Podrá asistir tal como está a una fiesta de baile en París y de
seguro dejará maravillado al público. Usted parece la princesa dibujada por Watteau.
Akiko
no sabía quién era tal Watteau. Los pasados ilusorios -manantial en un bosque oscuro,
rosas marchitas-, evocados por las palabras del oficial, se esfumaron al instante
sin dejar huellas ante la ignorancia de la muchacha japonesa. Sin embargo, Akiko,
siempre muy intuitiva, recobró la calma acudiendo al último recurso, mientras removía
el helado con una cuchara:
–Me
gustaría asistir a una fiesta de baile en París.
–Pero
si es idéntica a ésta –dijo el oficial, observando las olas humanas y las flores
de crisantemo que los rodeaban junto a la mesa. De repente se le cruzó un rayo de
sonrisa irónica en las pupilas y agregó como en un monólogo, deteniendo el movimiento
de la cuchara–: Sea en París o donde sea, la fiesta de baile siempre es la misma.
Una
hora después, Akiko y el oficial francés, todavía tomados de brazo, permanecían
contemplando el cielo estrellado desde el balcón adjunto a la sala de baile, donde
descansaban algunos japoneses y extranjeros.
Al
otro lado del parapeto estaba el jardín sembrado en toda su extensión por las coníferas
que traslucían bajo las ramas enrevesadas las lámparas redondas con luces difusas.
Debajo de la capa del aire frío, la superficie de la tierra parecía irradiar un
olor a musgo y hojas secas, como un triste suspiro del otoño tardío. En la sala
de baile, las olas de encajes y flores proseguían sus vaivenes incesantes bajo el
telón de seda morada con el blasón de la familia imperial. Y el torbellino producido
por la orquesta aguda seguía mandando palizas inclementes a la masa humana.
El
aire nocturno se sacudía sin cesar con cuchicheos y risas alegres sobre el balcón.
Y casi se producía un revuelo entre los concurrentes cuando lanzaban una hermosa
flor de fuego encima del bosque oscuro de coníferas. Mezclada en un grupo, Akiko
sostenía de pie una conversación relajada con damas conocidas, pero pronto se dio
cuenta de que el oficial francés, todavía tomado de su brazo, clavaba su mirada
silenciosa en el cielo estrellado que se extendía sobre el jardín. Sospechando vagamente
que se sentía nostálgico, Akiko alzó los ojos para observar el rostro del francés
y le preguntó en un tono medio indulgente:
–Piensa
en su país, ¿no es cierto?
Con
los ojos aún sonrientes, el oficial se volvió hacia Akiko y le negó con un movimiento
pueril de cabeza, en lugar de responderle con un “non”.
–Pero
está muy pensativo.
–Adivine
qué pienso.
En
ese mismo instante hubo otro revuelo como un remolino entre la gente conglomerada
en el balcón. Akiko y el oficial se quedaron mudos como si se tratara de de un acuerdo
mutuo, y dirigieron sus miradas hacia la bóveda celeste que avasallaba el bosque
de coníferas. Una flor de fuego, configurada por trozos azules y rojos, se desvanecía
rascando la oscuridad con sus tenazas. La imagen fugaz resultó tan bella que Akiko
sintió una tristeza inexplicable.
–Pensaba
en la flor de fuego, que se asemeja tanto a la vie humana –dijo el oficial francés
en un tono aleccionador, bajando los ojos tiernos a la cara de Akiko.
2.
En otoño del
año siete de Taisho, Akiko de antaño, actual señora H, se encontró por casualidad
con un joven novelista, a quien había conocido en alguna otra ocasión, cuando viajaba
en tren con rumbo a su quinta de Kamakura. El joven guardó sobre la parrilla el
ramo de crisantemos que llevaba de regalo para sus amigos de Kamakura. Al ver las
flores, la actual señora H se acordó de la anécdota inolvidable y le habló en detalle
del baile celebrado hacía muchos años en la Casa Rokumei. El joven se interesó por
esa forma peculiar de refrescar la memoria.
Cuando
la señora terminó de relatar la historia, el joven le preguntó sin ninguna intención
particular:
–¿No
recuerda cómo se llamaba el oficial francés?
La
respuesta de la señora fue inesperada:
–Claro
que sí. Se llamaba Julien Viaud.
–Ah,
fue Loti. Pierre Loti, autor de La señora Crisantemo.
El
joven se emocionó de alegría, pero la vieja señora H, extrañada, solo le repitió
en susurros insistentes:
–No,
no se llamaba Loti. Era Julien Viaud, estoy segura.
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