Jules Renard
En una rama
ahorquillada de nuestro cerezo había un nido de jilgueros bonito de ver,
redondo, perfecto, de crines por fuera y de plumón por dentro, donde cuatro
polluelos acababan de nacer. Le dije a mi padre:
–Me
gustaría cogerlos para domesticarlos.
Mi
padre me había explicado con frecuencia que es un crimen meter a los pájaros en
una jaula. Pero, en esta ocasión, cansado sin duda de repetir lo mismo, no
encontró nada que responderme.
Unos
días más tarde le dije de nuevo:
–Si
quiero, será fácil. En un primer momento pondré el nido en una jaula, colgaré
la jaula en el cerezo y la madre alimentará a sus polluelos a través de los
barrotes hasta que ya no la necesiten.
Mi
padre no me dijo qué pensaba de este sistema.
Por
lo tanto instalé el nido en una jaula, colgué la jaula en el cerezo, y lo que
había previsto sucedió: los padres jilgueros, sin vacilar, traían a los
pequeños sus picos llenos de orugas. Y mi padre, divertido como yo, observaba
de lejos el ir y venir de los pájaros, su plumaje teñido de rojo sangre y de
amarillo azufre.
Una
tarde le dije:
–Los
pequeños ya están bastante fuertes. Si estuvieran libres, volarían. Que pasen
una última noche con su familia y mañana me los llevaré a la casa; los colgaré
de mi ventana y no habrá en el mundo jilgueros mejor cuidados que éstos.
Mi
padre no dijo lo contrario.
A
la mañana siguiente, encontré la jaula vacía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario