Émile Zola
I
En el molino
de Merlier, durante una hermosa velada veraniega, se estaba celebrando una gran
fiesta. Se habían colocado en el patio, una tras otra, tres mesas que esperaban
a los invitados. Toda la comarca tenía conocimiento de que se celebraba el compromiso
de Françoise, la hija de Merlier, con Dominique, un chico al que algunos tildaban
de holgazán, pero al que las mujeres en tres leguas a la redonda miraban con ojos
chispeantes, por su galanura.
El
molino de Merlier era una auténtica delicia. Se hallaba justo en medio de Rocreuse,
allí donde la carretera forma un recodo. El pueblo no tiene sino una calle, dos
filas de casas sencillas a ambos lados de la carretera, pero, en el recodo, los
prados se dilatan, y los grandes árboles, que siguen el curso del Morelle, proporcionan
al fondo del valle magníficas zonas de sombra. No existe en toda Lorena un rincón
del paisaje que sea más adorable. A derecha e izquierda, bosques tupidos, arboledas
seculares cubren las suaves pendientes, llenan el horizonte de un mar de verdor;
mientras que, hacia el sur, la llanura se extiende, con una fertilidad maravillosa,
desplegando hasta el infinito numerosas parcelas separadas por setos vegetales.
Pero, lo que de verdad constituye el máximo encanto de Rocreuse, es el frescor de
ese rincón de vegetación, en las jornadas más calurosas de julio y agosto. El Morelle
desciende de los bosques de Gagny, y parece tomar el frescor de las copas de los
árboles bajo los que se desliza a lo largo de leguas; transporta ruidos susurrantes
y sombra reconfortante recogidos en los bosques. Pero ése no es el único frescor:
hay otros muchos hilos de agua que cantan bajo los bosques; a cada paso brotan manantiales;
cuando se pasa por las estrechas veredas, se escuchan lagos subterráneos que fluyen
bajo el musgo y aprovechan las más mínimas ranuras al pie de los árboles o entre
las rocas, para esparcirse en manantiales cristalinos. Las voces susurrantes de
esos arroyuelos surgen tan intensas y numerosas que cubren el canto de los pinzones.
Podría uno imaginar que se encuentra en un parque encantado, con cascadas que caen
por doquier.
Abajo,
las praderas están empapadas. Castaños gigantescos producen negras sombras. Al borde
de los prados, largas cortinas de álamos alinean sus colgaduras sonoras. Hay dos
avenidas de enormes plátanos que suben, a través de los campos, hacia el antiguo
castillo de Gagny, hoy en ruinas. En esta tierra perennemente regada, las hierbas
crecen sin mesura. Es como un vergel entre las dos colinas arboladas, pero un vergel
natural, en el que las praderas constituyen el césped y en el que los árboles gigantes
dibujan colosales canastillas. A mediodía, cuando el sol cae de lleno, las sombras
se tiñen de azul, las hierbas encendidas duermen bajo el calor, mientras un helado
escalofrío cruza bajo los follajes.
Y
era allí donde el molino de Merlier alegraba con su tic-tac un rincón de plantas
silvestres. El edificio, de yeso y planchas, parecía tan viejo como el mundo. Se
hundía en parte en el Morelle que forma en ese lugar un estanque transparente. Se
había colocado una esclusa, y la cascada caía desde unos metros sobre la rueda del
molino, que crujía al girar, con la tos asmática de la fiel criada que ha envejecido
en la casa. Cuando se le aconsejaba a Merlier que la sustituyera, movía la cabeza
afirmando que una rueda nueva sería más perezosa y no conocería tan a fondo su trabajo;
y reparaba la antigua con todo cuanto le caía en las manos, duelas de algún tonel,
herrajes oxidados, cinc, plomo. La rueda parecía más alegre, con su extraña silueta
completamente coronada de hierbas y musgos. Cuando el agua la batía con su oleada
de plata, se cubría de perlas, se veía pasar su extraño armazón bajo un collar resplandeciente
de gotas de nácar.
La
parte del molino que se introducía en el Morelle, tenía el aspecto de un antiguo
arca allí encallado. Gran parte del edificio estaba construido sobre pilotes. El
agua entraba por debajo del suelo, en el que había agujeros bien conocidos en la
comarca por las anguilas y los enormes cangrejos que allí se pescaban. Por debajo
de la cascada, el estanque era limpio como un espejo, y cuando la rueda no lo enturbiaba
con su espuma, podían verse bancos de gruesos peces que nadaban con lentitud de
escuadrilla. Una escalera rota descendía hasta el río cerca de un hincón en el que
estaba amarrada una barca. Una pasarela de madera cruzaba por encima de la rueda.
Tenía ventanas irregularmente distribuidas. Era un revoltijo de rincones, de pequeñas
murallas, de construcciones añadidas con el paso del tiempo, de vigas y tejados
que proporcionaban al molino el aspecto de una antigua ciudadela desmantelada. Pero
habían crecido enredaderas, toda clase de plantas trepadoras que taponaban las grietas
demasiado grandes y le ponían un manto verde a la vieja morada. Todas las señoritas
que por allí pasaban dibujaban en sus álbumes el molino de Merlier.
Por
el lado que daba a la carretera, la casa era más compacta. Una fachada de piedra
daba a un gran patio circundado a derecha e izquierda, por hangares y establos.
Cerca de un pozo, un enorme olmo cubría con su sombra la mitad del patio. Al fondo,
la casa alineaba las cuatro ventanas del primer piso coronado por un palomar. La
única coquetería de Merlier era blanquear aquella fachada cada diez años. Acababa
de ser pintada y cuando el sol se reflejaba en ella, a mediodía, deslumbraba al
pueblo.
Desde
hacía veinte años, Merlier era el alcalde de Rocreuse. Lo estimaban por la fortuna
que había sabido acumular. Se le calculaban en torno a ochenta mil francos, reunidos
céntimo a céntimo. Cuando se casó con Madeleine Guillard, que aportó el molino en
su dote, él no tenía más que sus brazos. Pero Madeleine no se había arrepentido
nunca de haberlo elegido, pues él había sabido llevar inteligentemente los negocios
de la familia. Hoy, fallecida ya la esposa, él permanecía viudo viviendo con su
hija Françoise. Sin lugar a dudas, podría haberse jubilado, haber permitido que
la rueda del molino durmiera sobre el musgo. Pero seguía trabajando, sólo por gusto.
Merlier era entonces un anciano alto, de largo rostro silencioso, que no reía jamás,
pero que parecía satisfecho en su interior. Lo habían elegido alcalde a causa de
su dinero, y también por el hermoso aspecto que tenía cuando oficiaba un matrimonio.
Françoise
acaba de cumplir dieciocho años. No pasaba por ser una de las chicas bonitas de
la comarca, porque era menuda. Hasta los dieciséis años había sido incluso feúcha.
Nadie en Rocreuse podía comprender cómo la hija de Merlier y de su mujer, ambos
tan bien plantados, crecía tan poco y como a disgusto. Pero al cumplir los quince,
aunque siguió siendo endeble, se le puso una cara muy bonita, la más bonita del
mundo. Tenía el cabello y los ojos negros y la tez rosada; una boca que sonreía
constantemente, hoyuelos en las mejillas, una frente despejada en la que parecía
lucir una corona de sol. Aunque menuda para lo que era habitual en la zona, no estaba
delgada ni mucho menos; al catalogarla de endeble se quería decir simplemente que
no habría podido levantar sola un saco de trigo; pero con la edad se estaba poniendo
rellenita, y llegaría a ponerse gorda y apetitosa como una codorniz. Los largos
silencios de su padre la habían hecho razonable desde niña. Y si se reía sin cesar
era para agradar a los demás, porque en el fondo era bastante seria.
Como
era de suponer, todos los chicos de la comarca la cortejaban, aunque más por sus
escudos que por su gentileza. Y había terminado por hacer una elección que había
escandalizado a todos. Al otro lado del Morelle vivía un chico alto llamado Dominique
Penquer. No era de Rocreuse. Había venido de Bélgica hacía diez años para heredar
a un tío que poseía una pequeña propiedad en el confín del bosque de Gagny, justo
enfrente del molino, a unos tiros de fusil. Se dijo que había venido con la intención
de vender esa propiedad y regresar a su ciudad. Pero la zona le encantó, al parecer,
pues no se movió de allí. Se le vio cultivar su reducida parcela, y recoger algunas
hortalizas de las que vivía. Pescaba, cazaba; en reiteradas ocasiones los guardas
forestales habían estado a punto de detenerlo y de abrirle un atestado. Esa existencia
libre, de la que los campesinos no comprendían muy bien los recursos, había terminado
por darle muy mala fama. Se le trataba de cazador furtivo. En todo caso, era sin
duda algo perezoso, pues se le veía con frecuencia dormir sobre la hierba, en horas
en las que habría debido estar trabajando. La casucha en la que vivía, junto a los
últimos árboles del bosque, tampoco tenía aspecto de ser la vivienda de un chico
honrado. Si se hubiera relacionado con los lobos de las ruinas de Gagny, ninguna
vieja se habría sorprendido. Sin embargo, las chicas jóvenes se atrevían a defenderlo,
pues ese hombre sospechoso poseía un aspecto magnífico, flexible y alto como un
álamo, de piel muy clara, con barba y cabellos rubios que parecían oro bajo el sol.
Así pues, un buen día, Françoise había declarado a su padre que amaba a Dominique
y que no aceptaría nunca casarse con ningún otro.
¡Puede
uno imaginarse el mazazo que Merlier recibió ese día! Como era en él habitual, no
contestó ni palabra. Tenía el rostro pensativo; y la alegría interior ya no lucía
en sus ojos. Durante una semana padre e hija estuvieron enfadados. También Françoise
estaba muy seria. Lo que más preocupaba a Merlier era saber cómo había podido hechizar
a su hija ese bribón de cazador furtivo. Dominique no había ido nunca al molino.
Pero el molinero se puso al acecho y vio al galán, al otro lado del Morelle, acostado
sobre la hierba, fingiendo dormir. Desde su habitación Françoise podía verlo. Luego
la cosa estaba clara, debían haberse enamorado lanzándose miraditas tiernas por
encima de la rueda del molino.
Entre
tanto transcurrieron ocho días. Françoise estaba cada día más seria. Merlier seguía
sin pronunciar palabra. Luego, una tarde, trajo sigilosamente a casa a Dominique.
Françoise se encontraba poniendo la mesa. No pareció sorprenderse, y se limitó a
añadir un cubierto más; pero los hoyuelos de sus mejillas volvieron a marcarse de
nuevo y su sonrisa reapareció. Por la mañana, Merlier había ido a visitar a Dominique
en la casucha junto al bosque. Allí, los dos hombres habían hablado durante tres
horas, con las puertas y las ventanas cerradas. Nadie supo jamás de qué habían hablado.
Lo que sí era cierto es que, al salir, Merlier trataba ya a Dominique como a un
hijo. Sin duda, el viejo había encontrado en el perezoso que se tumbaba sobre la
hierba para enamorar a las jovencitas, al chico que había ido a buscar, a un buen
chico.
Todo
Rocreuse murmuró. Las mujeres, en el umbral de sus puertas, no paraban de comentar
la locura de Merlier, que admitía en su casa a un calavera. Él dejó que hablaran.
Es posible que hubiera recordado su propio matrimonio. Tampoco él tenía un céntimo
cuando se casó con Madeleine y con su molino; eso, sin embargo, no le había impedido
ser un buen marido. Además, Dominique puso fin a los comentarios sin tardar, poniéndose
a trabajar con tal ahínco que todos se quedaron perplejos. Justamente en esos momentos,
el mozo del molino había salido elegido en el sorteo para incorporarse al ejército,
y Dominique no consintió que contrataran a otro. Cargó los sacos, condujo la carreta,
se peleó con la vieja rueda cuando se hacía de rogar para girar, todo con tal ahínco
que la gente venía a verlo por gusto. Merlier seguía con su risa silenciosa. Estaba
orgulloso de haber descubierto a ese joven. No hay nada como el amor para infundirle
ánimo a los chicos.
En
medio de todo ese rudo quehacer, Françoise y Dominique se adoraban. No se hablaban,
pero se miraban con una dulzura sonriente. Hasta entonces, Merlier no había dicho
ni palabra a propósito de la boda; y los dos respetaban ese silencio, esperando
la decisión del anciano. Por fin, un día, hacia mediados de julio, había mandado
colocar tres mesas en el patio, a la sombra del gran olmo, invitando a sus amigos
de Rocreuse a venir a tomar una copa con él. Cuando todo el patio estuvo lleno y
todos tuvieron un vaso en la mano, Merlier levantó el suyo muy alto, diciendo:
–Os
he invitado para tener el placer de anunciaros que Françoise se casará con este
joven dentro de un mes, el día de san Luis.
Entonces
se brindó ruidosamente. Todo el mundo reía. Y Merlier, levantando la voz dijo:
–Dominique,
besa a tu prometida, como es debido.
Y
se besaron, muy ruborizados, mientras los asistentes reían de buena gana. Fue una
auténtica fiesta.
Vaciaron
un pequeño barril. Luego, cuando ya sólo estaban presentes los amigos más íntimos,
hablaron con más calma. Había llegado la noche, una noche estrellada y muy clara.
Dominique y Françoise, sentados en un banco, uno cerca del otro, no decían nada.
Un viejo campesino hablaba de la guerra que el emperador había declarado a Prusia.
Todos los chicos del pueblo se habían marchado ya a la guerra. La víspera, aún se
habían visto pasar tropas. La batalla iba a ser dura.
–¡Bah!
–dijo Merlier con el egoísmo de un hombre feliz–, Dominique es extranjero y no tendrá
que ir a la guerra… Y si los prusianos llegaran, él estaría aquí para defender a
su mujer.
La
idea de que los prusianos pudieran llegar les pareció a todos una broma. Se les
proporcionaría una buena paliza y todo acabaría rápido.
–Yo
los he visto ya, yo los he visto ya –repetía el viejo campesino con voz apagada.
Hubo
un silencio. Luego se brindó una vez más. Françoise y Dominique no habían oído nada;
se habían tomado suavemente de la mano, por detrás del banco, sin que nadie pudiera
verlos, y eso les parecía tan agradable, que permanecían allí, con los ojos perdidos
en el fondo de la oscuridad.
¡Qué
noche templada y soberbia! El pueblo se adormecía a ambos lados de la blanca carretera,
con la tranquilidad de un niño. Sólo se oía, de tarde en tarde, el canto de algún
gallo despertado demasiado pronto. De los grandes bosques vecinos, bajaban largos
soplos que pasaban sobre los tejados como caricias. Las praderas, con sus umbrías
oscuras, adquirían una majestad misteriosa y recoleta, mientras que todos los manantiales,
todos los arroyos que brotaban en la sombra, parecían ser la respiración fresca
y rítmica de la campiña somnolienta. Por momentos, la vieja rueda del molino adormecida,
parecía soñar como esos viejos perros de guarda que ladran mientras roncan; crujía,
hablaba sola, acunada por la caída del Morelle, cuya cascada producía el sonido
musical y prolongado de un tubo de órgano. Nunca una paz más completa había descendido
sobre un rincón más feliz de la naturaleza.
II
Un mes más tarde,
justo la víspera del día de san Luis, Rocreuse estaba aterrorizado. Los prusianos
habían derrotado al emperador y avanzaban veloces hacia el pueblo. Desde hacía una
semana, las personas que pasaban por la carretera anunciaban a los prusianos: “Están
en Lornière, están en Novelles”; y, al oír que se acercaban con tal rapidez, cada
mañana, los habitantes de Rocreuse creían verlos bajar de los bosques de Gagny.
Pero no llegaban y eso les inquietaba aún más. Estaban seguros de que caerían sobre
el pueblo de noche y degollarían a todos sus habitantes.
La
noche anterior, un poco antes del amanecer, se había producido una falsa alarma.
Los vecinos se habían despertado al oír un gran ruido de hombres por la carretera.
Las mujeres ya se hincaban de rodillas y se santiguaban, cuando al entreabrir prudentemente
las ventanas, habían reconocido los pantalones rojos. Era un destacamento francés.
El capitán había solicitado inmediatamente la presencia del alcalde del pueblo,
y había permanecido en el molino, tras haber charlado con Merlier.
El
sol salía alegremente ese día. Haría calor a mediodía. En los bosques, flotaba una
rubia claridad mientras que, en los fondos, por encima de los prados, flotaban vapores
blancos. El pueblo, limpio y bonito, se despertaba en el frescor y la campiña, con
su río y sus manantiales, tenía todos los encantos húmedos de un jardín. Pero esta
hermosa jornada no tranquilizaba a nadie. Acababan de ver al capitán dar vueltas
en torno al molino, mirar las casas cercanas, pasar a la otra orilla del Morelle
y, desde allí, observar la zona con unos anteojos; Merlier, que lo acompañaba, parecía
darle explicaciones. Luego, el capitán había apostado soldados detrás de los muros,
de los árboles, en los huecos. El grueso del destacamento estaba acampado en el
patio del molino. ¿Iban pues a combatir? Y, cuando Merlier regresó, lo interrogaron.
No contestó pero hizo un prolongado gesto con la cabeza. Sí, se iba a combatir.
Françoise
y Dominique estaban allí, en el patio, mirándolo. Entonces, él terminó por retirarse
la pipa de la boca y pronunció esta simple frase:
–¡Ah!
¡mis pobres chicos, no será mañana cuando os case!
Dominique,
con los labios apretados y un pliegue de cólera en la frente, se levantaba a veces,
permanecía con los ojos clavados en los bosques de Gagny, como si hubiera querido
ver llegar a los prusianos. Françoise, muy pálida, seria, iba y venía, proporcionando
a los soldados todo cuanto necesitaban. Preparaban la sopa en un rincón del patio,
y bromeaban a la espera la comida.
Mientras
tanto, el capitán parecía encantado. Había visitado las habitaciones y la gran sala
del molino que da al río. Ahora, sentado junto al pozo, charlaba con Merlier.
–Tiene
usted aquí una auténtica fortaleza, –decía–. Aguantaremos bien hasta esta tarde…
Los bandidos llevan retraso. Ya deberían estar aquí.
El
molinero permanecía grave. Se imaginaba su molino ardiendo como una tea. Pero no
se quejaba, pues consideraba inútil hacerlo. Sólo abrió la boca para decir:
–Debería
usted ordenar que ocultaran la barca detrás de la rueda. Allí hay un hueco en el
que cabe… Tal vez pueda servir para algo.
El
capitán dio la orden. Era un hombre apuesto de unos cuarenta años, alto y de rostro
amable. Ver a Françoise y a Dominique parecía alegrarlo. Se ocupaba de ellos como
si hubiera olvidado la lucha inminente. Seguía con la mirada a Françoise y su expresión
decía claramente que la encontraba encantadora. Luego, volviéndose hacia Dominique:
–¿Usted
no está pues en el ejército, muchacho? –le preguntó bruscamente.
–Soy
extranjero, –respondió el joven.
El
capitán sólo pareció apreciar medianamente la respuesta. Guiñó los ojos y sonrió.
La compañía de Françoise era bastante más agradable que la del cañón. Entonces,
al verlo sonreír, Dominique añadió:
–Soy
extranjero; pero soy capaz de alojar una bala en una manzana, a quinientos metros…
Mire, ahí está mi escopeta de caza, detrás de usted.
–Podría
servir –contestó lacónicamente el capitán.
Françoise
se había aproximado algo temblorosa. Y, sin preocuparse de los presentes, Dominique
tomó y apretó entre las suyas las manos que ella le tendía, como para ponerse bajo
su protección. El capitán había sonreído de nuevo, pero no añadió ni una palabra.
Permanecía sentado, con su espada entre las piernas y la mirada perdida; parecía
soñar.
Eran
ya las diez. El calor aumentaba. Había un denso silencio. En el patio, a la sombra
de los hangares, los soldados se habían puesto a comer la sopa. Ningún ruido llegaba
del pueblo cuyos habitantes habían cerrado sus casas, puertas y ventanas. Un perro,
que se había quedado solo en la carretera, ladraba. De los bosques y praderas cercanos,
desmayados por el calor, salía una voz lejana, prolongada, formada por todos los
alientos dispersos. Un cuclillo cantó. Luego, el silencio se hizo mayor aún.
Y,
de repente, en este ambiente somnoliento se escuchó un disparo. El capitán se levantó
de inmediato y los soldados abandonaron sus platos de sopa, aún medio llenos. En
pocos segundos, todos estuvieron en sus puestos de combate; de abajo a arriba, el
molino estaba tomado. No obstante, el capitán, que se había desplazado hasta la
carretera, no había visto nada; a derecha e izquierda, la carretera se extendía
vacía y blanca. Se oyó un segundo disparo, pero nada, ni una sombra. Al volverse,
no obstante, percibió del lado de Gagny, entre dos árboles, una ligera nube de humo
que se elevaba, como un hilo de araña. El bosque seguía profundo y suave.
–Esos
miserables se han internado en el bosque –murmuró–. Saben que estamos aquí.
Entonces
la descarga continuó, cada vez más intensa, entre los soldados franceses, apostados
alrededor del molino, y los prusianos, ocultos tras los árboles. Las balas silbaban
por encima del Morelle sin producir bajas ni de un lado ni del otro. Los tiros eran
irregulares, partían de cada matorral; y sólo se veían siempre las pequeñas humaredas,
suavemente mecidas por el viento. Esto duró cerca de dos horas. El oficial canturreaba
con apariencia indiferente.
Françoise
y Dominique, que habían permanecido en el patio, se empinaban y miraban por encima
de una baja muralla. Miraban sobre todo a un soldadito, apostado al borde del Morelle,
tras el armazón de un viejo barco; estaba tumbado en el suelo, miraba, disparaba
y luego se dejaba resbalar hasta un foso, un poco hacia atrás para recargar su fusil;
y sus movimientos eran tan divertidos, tan astutos, tan ágiles que uno sentía ganas
de sonreír al contemplarlo. Debió descubrir alguna cabeza de prusiano, pues se levantó
de pronto y apuntó; pero antes de que disparara, lanzó un grito, giró sobre sí mismo
y rodó hasta el foso, donde sus piernas tuvieron por un momento la rigidez convulsiva
de las patas de un pollo cuando se lo estrangula. El soldadito acababa de recibir
una bala en mitad del pecho. Era el primer muerto. Instintivamente, Françoise había
agarrado la mano de Dominique y se la apretaba con una crispación nerviosa.
–No
permanezcan ahí, –dijo el capitán–. Las balas llegan hasta aquí.
Efectivamente,
un ligero golpe seco se había escuchado en el viejo olmo y el extremo de una rama
caía balanceándose. Pero los dos jóvenes no se movieron, paralizados por la ansiedad
del espectáculo. En el límite del bosque, un prusiano había salido inopinadamente
de detrás de un árbol como de entre bastidores, batiendo el aire con los brazos
y cayendo de espaldas. Y nada se movió después, los dos muertos parecían dormir
a pleno sol, no se veía a nadie por la campiña adormilada. Incluso el estallido
del tiroteo cesó. Sólo el Morelle seguía produciendo un sonido claro.
Merlier
miró al capitán con expresión de sorpresa, como para preguntarle si todo había concluido.
–Ahora
llega la traca mayor, –murmuró éste–. No se confíen. No permanezcan ahí.
No
había terminado de hablar cuando se produjo una horrible descarga. El gran olmo
pareció segado y una gran lluvia de hojas revoloteó. Por fortuna, los prusianos
habían apuntado demasiado alto. Dominique arrastró, casi cargó a Françoise, mientras
Merlier los seguía, gritando:
–Meteos
en la pequeña bodega, los muros son resistentes.
Pero
no lo oyeron, y entraron en la sala en la que una docena de soldados esperaban en
silencio, con los postigos cerrados, mirando por las rendijas. El capitán había
permanecido solo en el patio, agachado detrás de una pared, mientras proseguían
las descargas furiosas. Fuera, los soldados que él había apostado no cedían terreno
sino paso a paso. Sin embargo, regresaban uno a uno arrastrándose, cuando el enemigo
les hacía salir de sus escondrijos. Su consigna era ganar tiempo, no dejarse ver,
para que los prusianos no pudieran saber cuántas fuerzas tenían frente a ellos.
Transcurrió una hora más. Y, cuando el sargento entró diciendo que sólo quedaban
fuera dos o tres hombres, el oficial sacó su reloj murmurando:
–Las
dos y media… ¡Vamos! ¡hay que resistir cuatro horas!
Mandó
cerrar el gran portón del patio, y todo se preparó como para llevar a cabo una enérgica
resistencia. Como los prusianos se hallaban aún en la otra orilla del Morelle, no
había que temer un asalto inminente. Es cierto que existía un puente a unos dos
kilómetros, pero ellos ignoraban sin duda su existencia, y era poco creíble que
intentaran cruzar a vado el río. El oficial ordenó por lo tanto vigilar solamente
la carretera. Había que concentrar todo el esfuerzo en el lado que daba a la campiña.
El
tiroteo había cesado de nuevo. El molino parecía muerto bajo el sol intenso. No
se había abierto ni un solo postigo, no salía ruido alguno del interior. Poco a
poco, no obstante, los prusianos empezaron a aparecer en la linde del bosque de
Gagny. Asomaban la cabeza, se atrevían. En el molino, numerosos soldados estaban
ya apuntando, pero el capitán gritó:
–No,
no, esperad… Dejad que se acerquen.
Aquéllos
actuaban con mucha prudencia, mirando hacia el molino con desconfianza. El viejo
edificio, silencioso y triste, con sus cortinas de hiedra, los inquietaba. Sin embargo,
avanzaban. Cuando hubo unos cincuenta en el prado de enfrente, el oficial pronunció
una sola palabra:
–¡Disparen!
Se
produjo un gran descarga, seguida de algunos disparos aislados. Françoise, agitada
por un temblor, se había llevado instintivamente las manos a los oídos. Dominique,
detrás de los soldados, miraba; y, cuando la humareda se disipó un poco, pudo ver
a tres prusianos boca arriba, en mitad del prado. Los demás se habían escondido
tras los sauces y los álamos. El asalto comenzó.
Durante
más de una hora, el molino fue acribillado por las balas. Éstas caían sobre los
viejos muros como una granizada. Cuando daban sobre piedra, se les oía aplastarse
y caer al agua. Cuando daban sobre madera, se hundían en ella con un ruido sordo.
A veces, un crujido indicaba que la rueda había sido alcanzada. En el interior,
los soldados economizaban sus proyectiles, no disparando sino cuando podían apuntar
bien. De vez en cuando, el capitán consultaba su reloj. Y, cuando una bala perforó
un postigo y fue a alojarse en el techo:
–Cuatro
horas, –murmuró–. ¡No podremos resistir cuatro horas!
Poco
a poco, efectivamente, el horrendo tiroteo sacudía el viejo molino. Un postigo cayó
al agua, agujereado como un encaje, y fue necesario reemplazarlo por un colchón.
Merlier se exponía a cada instante al querer comprobar los desperfectos de su pobre
rueda, cuyos crujidos le llegaban al corazón. Esta vez estaba completamente acabada;
no podría repararla jamás. Dominique le había suplicado a Françoise que se retirara,
pero la joven quería permanecer junto a él; se había sentado detrás de un gran armario
de roble, que la protegía. Sin embargo, una bala llegó hasta el armario, cuyos flancos
produjeron un sonido grave. Entonces, Dominique se colocó delante de Françoise.
Aunque tenía el fusil en la mano, no había disparado aún pues no podía acercarse
a las ventanas ocupadas en toda su extensión por los soldados. A cada descarga,
el suelo temblaba.
–¡Atención!
¡Atención! –gritó de pronto el capitán.
Acababa
de ver salir del bosque toda una masa oscura. Acto seguido se produjo una extraordinaria
descarga de pelotón. Fue como si una tromba pasara por encima del molino. Otro postigo
voló, y por el vano de la ventana abierto penetraron las balas. Dos soldados rodaron
por el suelo. Uno no volvió a moverse; lo empujaron hacia la pared, porque molestaba.
El otro se retorcía de dolor pidiendo que lo remataran, pero nadie lo escuchaba,
pues las balas seguían entrando, todos se apartaban y trataban de encontrar una
tronera desde donde poder responder. Un tercer soldado resultó alcanzado; éste no
dijo ni palabra; se dejó caer al borde de una mesa, con los ojos fijos y perdidos.
Frente a esos muertos, Françoise, presa de pánico, había echado hacia atrás su silla,
para sentarse en el suelo apoyada en el muro; allí se sentía más pequeña y en menor
peligro. Mientras tanto, habían ido a coger todos los colchones de la casa, y habían
taponado a medias la ventana. La sala se llenaba de escombros, de armas rotas, de
muebles destrozados.
–Las
cinco, –dijo el capitán–. ¡Resistid!… Van a intentar cruzar el río.
En
ese momento, Françoise lanzó un grito. Una bala, que había rebotado, le había rozado
la frente. Brotaron algunas gotas de su sangre. Dominique la miró; luego, acercándose
a la ventana, disparó su primer tiro, y ya no paró. Cargaba, disparaba, sin preocuparse
de lo que pasaba a su alrededor; sólo de vez en cuando, echaba una ojeada a Françoise.
Por lo demás, no se apresuraba, apuntaba cuidadosamente. Los prusianos, bordearon
los álamos, intentaban cruzar el Morelle, como había previsto el capitán; pero,
tan pronto como uno de ellos lo intentaba, caía alcanzado en la cabeza por una bala
de Dominique. El capitán, que lo observaba, estaba maravillado. Felicitó al joven
diciéndole que estaría feliz de tener muchos tiradores como él. Dominique no lo
escuchaba. Una bala le hirió ligeramente en el hombro, otra le contusionó un brazo.
Pero él seguía disparando.
Se
produjeron dos nuevos muertos. Los colchones, destrozados, ya no protegían las ventanas.
Una última descarga pareció que iba a llevarse por delante el molino. La posición
no podía mantenerse más. Sin embargo, el oficial repetía:
–¡Aguantad!…
¡media hora más!
Ahora,
ya contaba los minutos. Había prometido a sus jefes que detendría al enemigo hasta
la noche y no estaba dispuesto a retroceder ni un paso antes de la hora indicada
para la retirada. Conservaba su expresión amable, sonreía a Françoise con el fin
de tranquilizarla. Él mismo acababa de recoger el fusil de un soldado muerto y se
había puesto a disparar. Sólo quedaban cuatro soldados en la sala.
Los
prusianos se mostraban en masa en la otra orilla del Morelle, y era evidente que
iban a cruzar el río de un momento a otro. Pasaron algunos minutos. El capitán se
empecinaba, no quería dar la orden de retirada, cuando un sargento entró corriendo
y diciendo:
–Están
en la carretera, nos van a atacar por detrás.
Los
prusianos habían debido dar con el puente. El capitán sacó el reloj.
–Aún
cinco minutos, –dijo–. No estarán aquí antes de cinco minutos.
Luego,
a las seis en punto, accedió por fin a hacer salir a sus hombres por una puerta
pequeña que daba a una calleja. Desde allí se lanzaron a una cuneta y alcanzaron
el bosque de Sauval. El capitán, antes de marcharse había saludado cortésmente a
Merlier, excusándose. Incluso había añadido:
–Entreténganlos…
Volveremos.
Mientras
tanto, Dominique se había quedado solo en la sala. Seguía disparando, no oía nada,
no comprendía nada. Sólo sentía la necesidad de defender a Françoise. Los soldados
se habían marchado sin que él se hubiera percatado en absoluto. Apuntaba y mataba
a un hombre a cada disparo. Bruscamente, se oyó un gran ruido. Los prusianos, por
detrás, acababan de invadir el patio. Disparó un último tiro, y cayeron sobre él
cuando su fusil humeaba aún.
Cuatro
hombres lo sujetaron. Otros vociferaban a su alrededor, en un horrible idioma. Estuvieron
a punto de estrangularlo en un instante. Françoise se había lanzado hacia ellos,
suplicando. Pero entró un oficial e hizo que le entregaran al prisionero. Después
de haber intercambiado unas frases en alemán con los soldados, se volvió hacia Dominique
y, en un excelente francés, le dijo rudamente:
–Será
usted fusilado dentro de dos horas.
III
Era una norma
establecida por el estado mayor alemán: todo francés que no perteneciera al ejército
regular que fuera cogido con un arma en la mano, debía ser fusilado. Ni siquiera
las compañías francas eran reconocidas como beligerantes. Dando terribles ejemplos
con los campesinos que defendían sus hogares, los alemanes pretendían impedir un
levantamiento en masa, que temían.
El
oficial, un hombre alto y delgado, de unos cincuenta años, sometió a Dominique a
un breve interrogatorio. Aunque hablaba correctamente el francés, tenía un envaramiento
absolutamente prusiano.
–¿Es
usted de este país?
–No,
soy belga.
–¿Por
qué ha empuñado usted las armas?… Todo esto no le concierne.
Dominique
no contestó. En ese momento, el oficial vio a Françoise de pie y muy pálida, que
escuchaba; sobre su blanca frente, su ligera herida dibujaba una barra roja. Miró
a los dos jóvenes, uno tras otro, pareció comprender y se limitó a añadir:
–¿No
niega haber disparado?
–He
disparado tanto como me ha sido posible, –respondió tranquilamente Dominique.
Esta
confesión era innecesaria pues estaba negro de pólvora, cubierto de sudor, manchado
con algunas gotas de sangre que habían brotado del rasguño del hombro.
–Está
bien, –repitió el oficial–. Será usted fusilado dentro de dos horas.
Françoise
no gritó. Juntó las manos y las elevó con un gesto de muda desesperación. El oficial
se percató de ese gesto. Dos soldados habían conducido a Dominique a una habitación
vecina, donde debían tenerlo vigilado. La joven se había derrumbado sobre una silla,
con las piernas rotas; no podía llorar; se asfixiaba. Mientras tanto, el oficial
la miraba atentamente. Terminó por dirigirle la palabra:
–¿Ese
chico es su hermano? –preguntó.
Ella
dijo no con la cabeza. Él permaneció envarado, sin una sonrisa. Luego, tras un silencio:
–¿Vive
en este país desde hace mucho tiempo?
Ella
dijo sí, con un nuevo gesto.
–Entonces
debe conocer muy bien los bosques vecinos.
Esta
vez, ella contestó:
–Sí,
señor, –dijo mirándolo con algo de sorpresa.
Él
no añadió nada y giró sobre los talones, pidiendo que le trajeran al alcalde del
pueblo. Pero Françoise se había levantado, con un suave rubor en el rostro, creyendo
haber comprendido la finalidad de sus preguntas y con algo de esperanza. Ella misma
corrió a buscar a su padre.
Merlier,
tan pronto como los disparos cesaron, había descendido rápidamente por la galería
de madera para comprobar el estado de su rueda. Adoraba a su hija y sentía una profunda
amistad por Dominique, su futuro yerno; pero la rueda ocupaba también un amplio
espacio en su corazón. Dado que los dos pequeños, como él los llamaba, habían salido
sanos y salvos de la trifulca, ahora pensaba en su otro amor, que ésta sí, había
sufrido grandes desperfectos. E, inclinado sobre el gran armazón de madera, auscultaba
sus heridas apesadumbrado. Cinco paletas habían sido hechas añicos, el encaballamiento
central estaba acribillado. Introducía los dedos en los agujeros de las balas, para
medir la profundidad; estaba reflexionando sobre la forma en la que podría reparar
todas estas averías. Françoise lo encontró taponando ya algunas grietas con escombros
y musgo.
–Padre,
–le dijo– lo reclaman.
Y
se echó a llorar al contarle lo que acababa de oír. Merlier sacudió la cabeza. No
se fusila a la gente así como así. Habría que verlo. Y regresó al molino con aspecto
silencioso y apacible. Cuando el oficial le pidió víveres para sus hombres, él contestó
que los habitantes de Rocreuse no estaban acostumbrados a ser maltratados, y que
no se obtendría nada de ellos si empleaban métodos violentos. Él se encargaba de
todo, pero con la condición de que lo dejaran actuar solo. El oficial pareció molestarse
en un primer momento por su tono tranquilo; luego, cedió ante las palabras breves
y claras del anciano. Incluso lo volvió a llamar para preguntarle:
–Esos
bosques de ahí enfrente, ¿cómo los llaman ustedes?
–Los
bosques de Sauval.
–¿Y
qué extensión tienen?
El
molinero lo miró fijamente.
–No
sé –contestó.
Y
se alejó. Una hora más tarde, el impuesto de guerra en víveres y dinero exigido
por el oficial, estaba en el patio del molino. Caía la noche, y Françoise seguía
con ansiedad los movimientos de los soldados. No se alejaba de la habitación en
la que mantenían encerrado a Dominique. Hacia las siete, sintió un gran pánico;
vio al oficial entrar donde se hallaba el prisionero, y, durante un cuarto de hora,
escuchó sus voces subir de tono. Un instante, el oficial apareció en el umbral de
la habitación para dar, en alemán, una orden que ella no comprendió; pero cuando
vio que doce hombres, con el fusil en la mano, se alineaban en el patio, se sintió
presa de un gran temblor, y creyó morir. Estaba pues decidido, la ejecución iba
a llevarse a cabo. Los doce hombres permanecieron allí diez minutos; la voz de Dominique
seguía elevándose con un tono de violento rechazo. Por fin, el oficial salió cerrando
violentamente la puerta y diciendo:
–Está
bien, reflexione… Le doy hasta mañana por la mañana.
Y,
con un gesto, hizo que los doce hombres rompieran filas. Françoise se quedó anonadada.
Merlier, que había seguido fumando su pipa mirando al pelotón con un aire simplemente
curioso, vino a tomarla por el brazo, con una dulzura paternal. Y la condujo a su
cuarto.
–Quédate
tranquila, –le dijo–, trata de dormir… Mañana será otro día y ya veremos.
Al
salir, la encerró por prudencia. Tenía por principio que las mujeres no son buenas
para nada y que lo estropean todo cuando intervienen en algún asunto serio. Pero
Françoise no se acostó. Permaneció mucho rato sentada sobre la cama, escuchando
los ruidos de la casa. Los soldados alemanes, acampados en el patio, cantaban y
reían; debieron comer y beber hasta las once, pues el alboroto no cesó ni un instante.
En el mismo molino, resonaban de vez en cuando ciertos pasos pesados, sin duda de
los centinelas que se relevaban. Pero, lo que le interesaba sobre todo, eran los
ruidos que podía percibir provenientes de la habitación que se encontraba bajo su
dormitorio. En numerosas ocasiones se tendió en el suelo y pegó la oreja sobre las
baldosas. Esa habitación era justamente aquella en la que habían encerrado a Dominique.
Éste debía andar desde la pared hacia la ventana, pues durante un buen rato escuchó
la cadencia regular de sus pasos; luego se hizo un gran silencio, sin duda se había
sentado. Por otra parte, todos los ruidos iban cesando, todo se iba adormeciendo.
Cuando le pareció que la casa dormía, abrió la ventana lo más suavemente que pudo,
y se acodó en el alféizar.
En
el exterior, la noche ofrecía una tibia serenidad. La delgada silueta de la luna,
que se ocultaba detrás de los bosques de Sauval, iluminaba la campiña con un resplandor
de lamparilla. La sombra alargada de los grandes árboles rayaba de negro las praderas,
mientras que la hierba, en los espacios descubiertos, adquiría la suavidad de un
terciopelo verdoso. Pero Françoise no se detenía en contemplar el encanto misterioso
de la noche. Escudriñaba la campiña, buscando a los centinelas que los alemanes
habían debido apostar por ese lado. Veía claramente sus sombras escalonarse a lo
largo del Morelle. Sólo había un centinela delante del molino, al otro lado del
río, junto a un sauce cuyas ramas se hundían en el agua. Françoise lo veía perfectamente.
Era un chico alto que permanecía inmóvil, con la cara vuelta hacia el cielo, con
la expresión soñadora de un pastor.
Una
vez que hubo inspeccionado con cuidado los alrededores, volvió a sentarse en su
cama. Permaneció en esa posición una hora, completamente absorta. Luego escuchó
de nuevo: no se oía ni un soplo en la casa. Volvió a la ventana, echó una ojeada;
pero sin duda uno de los cuernos de la luna que lucía aún tras los árboles, debió
parecerle molesto, pues decidió esperar. Por fin, creyó que había llegado la hora.
La noche era muy oscura, ya no veía al centinela de enfrente, la campiña se extendía
como una charca de tinta. Prestó atención un instante y luego se decidió. Había
allí, junto a la ventana, una escalera de hierro, con barras clavadas en el muro,
que iba desde la rueda al granero, y que, en otros tiempos, había servido a los
molineros para llegar hasta ciertos engranajes; luego, como el mecanismo del molino
había sido modificado, hacía tiempo que la escalera había quedado oculta bajo las
espesas enredaderas que cubrían ese lateral del molino.
Françoise,
saltó valientemente por encima de la balaustrada de su ventana, agarró una de las
barras de hierro y quedó suspendida en el vacío. Empezó a descender. La falda le
molestaba. De pronto, una piedra se desprendió del muro y cayó en el Morelle produciendo
una sonora salpicadura. Se detuvo, helada por un escalofrío. Pero luego comprendió
que la cascada, con su continuo rumor, cubría a distancia todos los ruidos que ella
pudiera producir y, entonces empezó a bajar con más decisión, palpando la enredadera
con el pie y asegurándose de que los peldaños se encontraban en buen estado. Cuando
estuvo a la altura de la habitación que servía de prisión a Dominique, se detuvo.
Una imprevista dificultad estuvo a punto de hacerle perder todo su valor: la ventana
de la habitación del bajo, no coincidía exactamente por debajo de la ventana de
su habitación, se separaba de la escalera, y cuando alargó el brazo, sólo encontró
la pared. ¿Tendría pues que volver a subir, sin llevar a cabo su proyecto? Sus brazos
empezaban a cansarse, el murmullo del Morelle, por debajo de ella, empezaba a producirle
vértigo. Entonces, arrancó del muro pequeños trozos de yeso y los lanzó contra la
ventana de Dominique. Éste no oía, tal vez estuviera dormido. Desmenuzó aún la pared,
despellejándose los dedos. Estaba al límite de sus fuerzas, y sentía que iba caerse
de espaldas, cuando Dominique abrió por fin suavemente:
–Soy
yo, –murmuró–. Agárrame rápido, que me caigo.
Era
la primera vez que lo tuteaba. Él, inclinándose, la agarró y la introdujo en la
habitación. Allí, ella tuvo un ataque de llanto aunque ahogaba los sollozos para
que no la oyeran. Luego, haciendo un inmenso esfuerzo, se calmó.
–¿Está
vigilado? –preguntó en voz baja.
Dominique,
asombrado aún de verla allí, hizo un sencillo gesto indicándole la puerta. Detrás
de ésta se oía un ronquido; cediendo al sueño, el centinela había debido acostarse
en el suelo, junto a la puerta, diciéndose, de que esa manera, el prisionero no
podría salir de la habitación.
–Tiene
que huir, –dijo ella desesperadamente–. He venido para suplicarle que huya y para
decirle adiós.
Pero
él no parecía escucharla. Y repetía:
–¡Cómo,
es usted, es usted!… ¡Oh! ¡qué susto tan grande me ha dado! ¡Podría haberse matado!
Le
tomó las manos y se las besó.
–¡La
amo tanto, Françoise! … Es tan valiente como buena. Sólo tenía un temor y era morir
sin verla por última vez… Pero está aquí, y ahora ya pueden fusilarme. Después de
pasar un cuarto de hora con usted, estaré listo.
Poco
a poco, la había atraído hacia sí y ella apoyaba la cabeza sobre su hombro. El peligro
los unía. Lo olvidaban todo con ese abrazo.
–¡Ah!
Françoise, –continuó Dominique con voz acariciadora– hoy es san Luis, el día tanto
tiempo esperado de nuestra boda. Nada ha podido separarnos, puesto que aquí estamos
los dos, fieles a la cita… ¿No es eso? Ya es la mañana de nuestra boda.
–Sí,
sí, – repitió ella– la mañana de la boda.
Y
se besaron estremecidos. Pero, de pronto ella se separó, pues la terrible realidad
surgía ante sus ojos.
–Tiene
que huir, tiene que huir, –tartamudeó–. No perdamos un minuto.
Y
como él tendía los brazos en la oscuridad para volver a abrazarla, ella lo tuteó
de nuevo:
–¡Oh!
Por favor, escúchame… Si tú mueres, yo me muero. Dentro de una hora habrá amanecido.
Quiero que te marches inmediatamente.
Entonces,
con rapidez, le explicó su plan. La escalera de hierro bajaba hasta la rueda; una
vez allí, podría ayudarse con las palas y entrar en la barca que se encontraba en
el hueco. Le resultaría fácil llegar a la otra orilla y escapar.
–Pero
debe haber centinelas ¿no?, –dijo él.
–Uno
sólo, enfrente, al pie del primer sauce.
–¿Y
si me ve y quiere gritar?
Françoise
se estremeció. Le puso en la mano un cuchillo que había traído. Hubo un silencio.
–¿Y
su padre? ¿y usted? –prosiguió Dominique. No, no puedo huir… Una vez que yo me haya
marchado esos soldados tal vez los asesinen… No los conoce bien. Me han propuesto
perdonarme la vida si accedía a servirles de guía por el bosque de Sauval. Si no
me encuentran aquí, serán capaces de todo.
La
joven no se entretuvo en discutir. A todas las razones que él exponía contestaba
simplemente:
–Por
amor a mí, huya… Si me ama, Dominique, no permanezca aquí ni un minuto más.
Luego
le prometió que volvería a subir a su habitación. Nadie sabría que ella lo había
ayudado. Acabó por tomarlo entre sus brazos y besarlo para intentar convencerlo,
con un impulso de extraordinaria pasión. Él estaba vencido. Sólo quiso conocer un
detalle:
–Júreme
que su padre está al corriente de lo que usted ha hecho y me aconseja que huya.
–Es
mi padre quien me ha enviado. –respondió osadamente Françoise.
Mentía.
En ese momento sólo necesitaba saber una cosa, saber que él estaba seguro, escapar
al abominable pensamiento de que la llegada del sol iba a ser la señal de su muerte.
Cuando él estuviera lejos, todas las desgracias podrían caer sobre ella; todo le
parecería llevadero, si él vivía. El egoísmo de su amor lo quería vivo, por encima
de todo.
–Está
bien, –dijo Dominique– haré lo que desea.
Entonces
no hablaron más. Dominique fue a abrir la ventana. Pero, bruscamente, un ruido los
dejó helados. La puerta se movió y creyeron que alguien la abría. Era evidente que
una ronda los había oído hablar. Y, de pie, apretados uno contra el otro, esperaban
con angustia indecible. La puerta fue sacudida de nuevo, pero no se abrió. Cada
uno de ellos dio un suspiro ahogado; acababan de comprender, debía tratarse del
soldado acostado delante del umbral, que se había dado la vuelta. Efectivamente,
volvió el silencio y los ronquidos recomenzaron.
Dominique
insistió en que Françoise volviera a subir a su habitación. La tomó entre sus brazos,
y le dio un mudo adiós. Luego, la ayudó a agarrar la escalera y él, a su vez también
la agarró. Pero se negó a descender ni un peldaño antes de saberla en su habitación.
Cuando Françoise entró, dijo con una voz ligera como un soplo:
–¡Adiós,
te amo!
Permaneció
asomada, tratando de seguir a Dominique con la vista. La noche seguía siendo muy
oscura. Buscó al centinela y no lo vio; sólo el sauce formaba una mancha pálida
en medio de la oscuridad. Durante unos segundos, escuchó el roce del cuerpo de Dominique
a lo largo de la enredadera. Luego la rueda crujió y se produjo un suave chapoteo
que anunció que el joven acababa de encontrar la barca. Efectivamente, un minuto
después, vio la silueta oscura de la barca deslizarse sobre la superficie gris del
Morelle. Entonces, una angustia terrible agarrotó su garganta. A cada instante creía
oír la voz de alarma del centinela; los más mínimos ruidos, dispersos en la sombra,
le parecían los pasos precipitados de los soldados, los crujidos de las armas, los
ruidos de los fusiles que se armaban. Sin embargo, los segundos pasaron y la campiña
seguía conservando su paz soberana. Dominique debía abordar la otra orilla. Françoise
no veía nada. El silencio era majestuoso. Y se oyeron unas pisadas, un grito ronco,
la caída de un cuerpo. Luego volvió el silencio más profundo. Ella, como si hubiera
sentido pasar la muerte, se quedó paralizada frente a la espesa oscuridad.
IV
Desde muy de
mañana, las voces sacudieron el molino. Merlier había venido a abrir la puerta de
Françoise. Ésta bajó al patio, pálida y muy tranquila. Pero allí no pudo reprimir
un escalofrío al ver el cadáver de un soldado prusiano, tendido junto al pozo, sobre
un capote extendido.
Alrededor
del cuerpo, los soldados gesticulaban, gritaban con tono furioso. Muchos de ellos
mostraban los puños al pueblo. Mientras tanto, el oficial acababa de mandar llamar
a Merlier en su condición de alcalde del pueblo.
–Mire,
–le dijo con una voz estrangulada por la ira–, uno de mis hombres ha sido encontrado
muerto a orillas del río… Necesitamos dar un escarmiento sonado y espero que usted
va a ayudarnos a descubrir al asesino.
–Todo
lo que usted quiera, –respondió el molinero con su flema habitual–. Sólo que no
será fácil.
El
oficial se había inclinado para retirar el embozo del capote que cubría la cara
del muerto. Entonces se vio la horrible herida. El centinela había sido atacado
en la garganta y el arma se había quedado clavada en la herida. Era un cuchillo
de cocina de mango negro.
–Observe
ese cuchillo, –dijo el oficial a Merlier– tal vez pueda ayudarnos en nuestras pesquisas.
El
anciano había tenido un sobresalto, pero enseguida se repuso, y, sin que un solo
músculo de su cara se alterara, contestó:
–Todo
el mundo tiene cuchillos semejantes en nuestros pueblos… Es posible que su hombre
se aburriera de combatir y se haya matado él mismo. Eso ocurre a veces.
–¡Cállese!
–gritó furiosamente el oficial–. No sé lo que me impide prender fuego a las cuatro
esquinas del pueblo.
Afortunadamente,
la ira le impedía percatarse de la intensa alteración del rostro de Françoise. Se
había visto obligada a sentarse en un banco de piedra, cerca del pozo. En contra
de su voluntad, sus ojos no se separaban de ese cadáver extendido en el suelo, casi
a sus pies. Era un chico alto y guapo, que se parecía a Dominique, por los cabellos
rubios y los ojos azules. Este parecido le llegó al corazón. Pensaba que tal vez
este muerto hubiera dejado allá, en Alemania, a alguna enamorada que iba a sufrir.
Reconocía su cuchillo clavado en la garganta del muerto. Ella lo había matado.
El
oficial estaba hablando de adoptar severas medidas contra Rocreuse, cuando llegaron
corriendo los soldados. Acababan de darse cuenta en ese mismo instante de la evasión
de Dominique. Esto produjo una agitación extrema. El oficial acudió a la habitación,
vio la ventana abierta, lo comprendió todo y regresó irritado.
Merlier
pareció muy contariado por la huida de Dominique.
–¡Imbécil,–
murmuró–, lo ha estropeado todo.
Françoise,
al escucharlo, se sintió angustiada. El padre, por otra parte, no sospechaba su
complicidad. Éste inclinó la cabeza diciéndose a media voz:
–¡Ahora
sí que estamos listos!
–¡Ha
sido ese miserable! ¡Ha sido ese miserable! –vociferaba el oficial–. Se habrá escondido
en los bosques… Pero hay que encontrarlo o el pueblo pagará por él.
Y,
dirigiéndose al molinero, dijo:
–Vamos
a ver, usted debe saber dónde se esconde.
Merlier
esbozó una sonrisa silenciosa, y mostrando la gran extensión de las colinas arboladas,
dijo:
–¿Cómo
quiere usted encontrar a un hombre ahí dentro?
–¡Oh!
Debe haber algunos escondrijos que usted conozca. Voy a darle diez hombres. Usted
los guiará.
–Me
parece muy bien, sólo que necesitaremos diez días para batir todos los bosques de
los alrededores.
La
tranquilidad del anciano exasperaba al oficial, pero éste comprendía, en efecto,
hasta qué punto era ridícula la batida que proponía. Fue entonces cuando vio a Françoise,
en el banco, pálida y temblorosa. La actitud ansiosa de la joven le llamó la atención.
Se calló un instante, examinando alternativamente al molinero y a Françoise.
–¿Ese
hombre, –acabó por preguntarle brutalmente al anciano–, no es por casualidad el
amante de su hija?
Merlier
se puso lívido, y cualquiera habría podido pensar que iba a lanzarse sobre el oficial
para estrangularlo. Pero se contuvo, y no respondió. Françoise se había tapado la
cara con las manos.
–Sí,
eso es, –continuó el prusiano–, usted o su hija lo han ayudado a huir. Usted es
su cómplice… Por última vez, ¿quiere usted entregárnoslo?
El
molinero no contestó. Se había girado y miraba a lo lejos con aire indiferente,
como si el oficial no estuviera hablando con él. Esto irritó por completo a éste
último:
–Pues
bien, –declaró–, usted será fusilado en su lugar.
Y,
de nuevo, ordenó que se formara el pelotón de ejecución. Merlier conservó su flema.
Apenas se encogió ligeramente de hombros, todo ese drama le parecía de un mediocre
gusto. Sin duda, él no creía que se fusilara a un hombre tan fácilmente. Luego,
cuando el pelotón estuvo dispuesto, dijo con gravedad:
–Entonces,
¿va en serio?… Muy bien. Si necesitáis matar a alguien da lo mismo yo que otro.
Pero
Françoise se había levantado aterrorizada y tartamudeando dijo:
–Por
piedad, señor, no le haga daño a mi padre. Máteme a mí en su lugar… Yo ayudé a Dominique
a huir. Yo soy la única culpable.
–¡Cállate
chiquilla!, –gritó Merlier–. ¿Por qué mientes?… Ella ha pasado la noche encerrada
en su habitación, señor. Está mintiendo, se lo aseguro.
–No,
no miento, –continuó ardientemente la joven–. Bajé por la ventana, convencí a Dominique
para que huyera… Es la verdad, la única verdad…
El
anciano se había puesto pálido. Veía claramente en los ojos de su hija que no mentía,
y esta historia lo aterrorizaba. ¡Ah! ¡Estos chicos con su amor lo estropean todo!
Entonces se enfadó.
–Está
loca, no la escuche. Está contando historias estúpidas… Vamos, acabemos con esto.
Ella
quiso protestar de nuevo. Se arrodilló, juntó las manos. El oficial asistía tranquilamente
a esta pugna dolorosa.
–¡Dios
santo! –dijo al fin– detengo a su padre porque no tengo al otro… Intente encontrar
al otro y su padre quedará en libertad.
Durante
un instante ella lo miró con los ojos desorbitados por la atrocidad de la propuesta.
–Eso
es horrible, murmuró. ¿Dónde quiere que encuentre a Dominique a estas horas? Se
ha marchado, yo no sé nada más.
–En
fin, elija: o él o su padre.
–¡Oh!
¡Dios mío! ¿pero es que puedo elegir? ¡Aunque supiera dónde está Dominique no podría
elegir! Es mi corazón lo que usted quiere partir en dos… Preferiría morir de inmediato.
Sí, se haría rápidamente. Máteme, se lo ruego, máteme…
Esta
escena de desesperación y lágrimas terminó por impacientar al oficial, que exclamó:
–¡Ya
basta! Quiero ser bueno, y acepto darle dos horas de plazo… Si dentro de dos horas
su enamorado no está aquí, su padre pagará por él.
Y
ordenó que llevaran a Merlier a la habitación que había servido de prisión a Dominique.
El viejo pidió su tabaco y se puso a fumar. No se transparentaba emoción alguna
sobre su rostro impasible. Únicamente, cuando estuvo solo, y mientras fumaba, dos
gruesas lágrimas se deslizaron lentamente por sus mejillas. ¡Su pobre y querida
hija, cómo estaba sufriendo!
Françoise
se había quedado en mitad del patio. Los soldados prusianos pasaban riendo. Algunos
le lanzaban frases, bromas que ella no comprendía. Miraba hacia la puerta por la
que su padre acababa de desaparecer. Y, con gesto lento, se llevaba la mano a la
frente, como para impedir que ésta estallara.
El
oficial se dio la vuelta repitiendo:
–Dispone
usted de dos horas. Trate de aprovecharlas.
Disponía
de dos horas. Esa frase zumbaba en su cabeza. Entonces, automáticamente, salió del
patio y avanzó. Pero ¿adónde ir? ¿qué hacer? Ni siquiera intentaba adoptar una decisión
porque sabía muy bien que sus esfuerzos serían inútiles. Sin embargo, le habría
gustado encontrar a Dominique. Habrían hablado y tal vez hubieran encontrado una
solución. Y, en medio de la confusión de sus pensamientos, bajó hasta la orilla
del Morelle, que cruzó por debajo de la esclusa por un lugar donde había gruesas
piedras. Sus pasos la llevaron hasta el primer sauce, en la esquina del prado. Había
sido allí. Siguió las huellas de Dominique en la hierba pisada; debía haber corrido,
pues se veía una línea de zancadas que cruzaban el prado en diagonal. Luego, a partir
de allí perdió las huellas. Pero en un prado vecino creyó volver a encontrarlas.
La conducían al confín del bosque donde toda indicación desaparecía.
Pese
a todo Françoise avanzó entre los árboles. La soledad la aliviaba. Se sentó un momento.
Luego, pensando que el tiempo corría, se puso de nuevo en pie. ¿Cuánto tiempo hacía
que había salido del molino? ¿Cinco minutos? ¿Media hora? Había perdido la noción
del tiempo. Tal vez Dominique hubiera ido a ocultarse en un foscarral que ambos
conocían, y donde una tarde habían estado comiendo avellanas juntos. Se dirigió
hacia el soto y entró. Un mirlo emprendió el vuelo, silbando su estribillo suave
y triste. Entonces pensó que se habría refugiado en el hueco de unas rocas, donde
a veces se ponía al acecho para cazar; pero el hueco estaba vacío. ¿Para qué buscarlo?
No daría con él. Poco a poco, el deseo de encontrarlo se fue adueñando de ella,
y le hacía andar con mayor rapidez. Se le ocurrió de pronto que podría haberse subido
a un árbol. A partir de ese momento, avanzó mirando hacia arriba, y, para que él
supiera que estaba cerca, lo llamaba cada quince o veinte pasos. Pero sólo contestaban
los cuclillos. Un soplo, que pasó entre las ramas, le hizo creer que estaba allí
y que iba a bajar. Incluso una vez creyó verlo; entonces se detuvo ahogada, con
ganas de huir. ¿Qué le iba a decir? ¿Qué venía a llevárselo y hacer que lo fusilaran?
¡Oh! No, no le hablaría de eso. Le gritaría que escapara, que no permaneciera por
los alrededores. Luego, el recuerdo de su padre que la estaba esperando le produjo
un intenso dolor. Cayó sobre la hierba, llorando y repitiendo en voz alta:
–¡Dios
mío! ¡Dios mío! ¿Por qué estoy aquí?
Era
una locura haber venido. Y, como presa del pánico, echó a correr, intentó salir
del bosque. Por tres veces se equivocó, y pensaba que no volvería a encontrar el
molino cuando fue a dar a una pradera justo enfrente de Rocreuse. Cuando vio el
pueblo se detuvo. ¿Iba a regresar sola?
Permanecía
aún de pie cuando una voz la llamó suavemente:
–¡Françoise!
¡Françoise!
Y
vio a Dominique que levantaba la cabeza al borde de un terraplén. ¡Dios santo! ¡lo
había encontrado! ¿El cielo quería pues su muerte? Reprimió un grito y se deslizó
por el terraplén.
–¿Me
estabas buscando? –preguntó él
–Sí,
–respondió ella–, con la cabeza confusa, sin saber lo que decía.
–¡Ah!
¿qué ocurre?
–Nada,
estaba inquieta, deseaba verte.
Entonces,
tranquilizado, él le explicó que no había querido alejarse. Que temía por ellos.
Esos prusianos miserables eran muy capaces de vengarse en las mujeres y en los ancianos.
Pero, finalmente, todo marchaba bien, y añadió riendo:
–La
boda será dentro de ocho días, eso será todo.
Luego,
al ver que ella seguía muy nerviosa, se puso serio:
–Pero,
¿qué te ocurre? Me estás ocultando algo.
–No,
te lo juro. Es que he venido corriendo.
La
besó diciendo que era muy imprudente para los dos seguir hablando, e hizo ademán
de volver a subir el terraplén para volver de nuevo al bosque. Ella lo retuvo. Estaba
temblando.
–Escucha,
tal vez fuera mejor que permanecieras allí. No te busca nadie, no temas.
–Françoise,
me estás ocultando algo. –repitió él.
Una
vez más ella juró que no le ocultaba nada. Sólo que prefería saber que estaba cerca
de ella. Y tartamudeó otras razones más. Le pareció tan rara que ahora hasta él
mismo se habría negado a alejarse. Además, él creía en el regreso de los franceses.
Se habían visto tropas cerca de Sauval.
–¡Ah!
¡que se apresuren, que lleguen lo antes posible! –murmuró con fervor.
En
ese momento, sonaron las once en el campanario de Rocreuse. Las campanadas llegaban
claras. Ella se levantó, despavorida; hacía dos horas que había salido del molino.
–Escucha,
–dijo rápidamente– si te necesitamos, subiré a mi habitación y agitaré un pañuelo.
Se
marchó corriendo, mientras que Dominique, muy inquieto, se tendía al borde del terraplén,
para vigilar el molino. Cuando iba a entrar en Rocreuse, Françoise encontró a un
viejo mendigo, el tío Bontemps, que conocía toda la comarca. La saludó, acababa
de ver al molinero rodeado de prusianos; luego, santiguándose y mascullando palabras
entrecortadas, prosiguió su camino.
–Ya
han transcurrido las dos horas –dijo el oficial cuando Françoise apareció.
Merlier
estaba allí, sentado en el banco, cerca del pozo, fumando. La chica suplicó de nuevo,
lloró, se arrodilló. Quería ganar tiempo. La esperanza de ver llegar a los franceses
había aumentado en su interior, y mientras se lamentaba, creía oír a lo lejos los
pasos cadenciosos de un ejército. ¡Oh! ¡si hubieran aparecido! ¡si los hubieran
liberado a todos!
–Escuche,
señor, una hora, una hora más… ¡Usted puede concederme una hora!
Pero
el oficial seguía inflexible. Incluso ordenó a dos hombres que la cogieran y se
la llevaran para proceder tranquilamente a la ejecución del anciano. Entonces, un
combate terrible se produjo en el corazón de Françoise. No podía dejar que asesinaran
a su padre. No, no, antes moriría con Dominique; y se dirigía hacia su habitación
cuando el mismo Dominique entró en el patio.
El
oficial y los soldados lanzaron un grito de triunfo. Pero él, como si no hubiera
habido allí más personas que Françoise, se dirigió hacia ella, lentamente, y con
un tono un poco severo:
–Está
mal –dijo–. ¿Por qué no me ha hecho volver? Ha sido necesario que el tío Bontemps
me lo cuente todo… En fin, aquí estoy.
V
Eran las tres.
Grandes nubarrones negros, la cola de alguna tormenta cercana, habían cubierto lentamente
el cielo. Ese cielo amarillo, esos guiñapos cobrizos cambiaban el valle de Rocreuse,
tan alegre bajo el sol, en un lugar peligroso lleno de una sombra inquietante. El
oficial prusiano se había contentado con encerrar a Dominique sin pronunciarse acerca
del destino que le reservaba. Desde las doce, Françoise se debatía en una angustia
abominable. No quería irse del patio, pese a la insistencia de su padre. Esperaba
a los franceses. Pero las horas pasaban, la noche iba a caer, y sufría aún más al
comprobar que todo el tiempo ganado no parecía que fuera a alterar el horrible desenlace.
Sin
embargo, hacia las tres, los prusianos comenzaron sus preparativos de partida. Desde
hacía un momento, el oficial se había encerrado con Dominique como la víspera. Françoise
había comprendido que se estaba decidiendo la vida del joven. Entonces, juntó las
manos y se puso a rezar. Merlier, a su lado, conservaba su actitud muda y rígida
de viejo campesino, que no lucha contra la fatalidad de los hechos.
–¡Oh!
¡Dios mío! ¡Oh! ¡Dios mío!, –balbucía Françoise–, lo van a matar…
El
molinero la atrajo hacia sí y la sentó sobre sus rodillas como a un niño.
En
ese momento salía el oficial, y tras él, dos hombres conducían a Dominique.
–¡Jamás,
jamás! –gritó éste–. Estoy dispuesto a morir.
–Reflexione
bien, –prosiguió el oficial–. El servicio que usted rechaza, otro lo llevará a cabo.
Le ofrezco la vida, soy generoso… Se trata simplemente de conducirnos a Montredon
a través del bosque. Sin duda hay atajos.
Dominique
no contestaba.
–Entonces,
¿se obstina usted?
–Mátenme
y acabemos de una vez–respondió.
Françoise
con las manos juntas, le suplicaba desde lejos. Se olvidaba de todo, incluso le
habría aconsejado una cobardía. Pero Merlier le agarró las manos para que los prusianos
no vieran ese gesto de mujer enloquecida.
–Tiene
razón, –murmuró Merlier– es preferible morir.
El
pelotón de ejecución estaba presente. El oficial esperaba una debilidad de Dominique.
Creía que podría convencerlo. Hubo un silencio. A lo lejos, se oían violentos truenos.
Un pesado calor parecía aplastar la campiña. Y fue en medio de ese silencio cuando
resonó un grito: “¡Los franceses! ¡los franceses!”
Efectivamente,
eran ellos. Por la carretera de Sauval, en el límite del bosque, se veía la fila
de pantalones rojos. Entonces se produjo una extraordinaria agitación en el molino.
Los soldados prusianos corrían lanzando exclamaciones guturales. Por lo demás, no
se había disparado aún ni un solo tiro.
–¡Los
franceses! ¡los franceses! –exclamó Françoise aplaudiendo.
Estaba
como loca. Acababa de librarse del abrazo de su padre, reía con los brazos en alto.
¡Por fin, llegaban a tiempo, puesto que Dominique estaba aún de pie!
Una
terrible descarga del pelotón, que sonó como un trueno en sus oídos, le hizo volverse.
El oficial acababa de murmurar:
–Antes
de nada, zanjemos este asunto.
Y,
empujando él mismo a Dominique hacia el muro del hangar, había ordenado disparar.
Cuando Françoise se dio la vuelta, Dominique estaba en el suelo, con el pecho agujereado
por doce balas.
No
lloró. Se quedó como anonadada. Sus ojos se quedaron fijos, y fue a sentarse bajo
el hangar, a unos pasos del cuerpo. Miraba y, por momentos, hacía un gesto vago
e infantil con la mano. Los prusianos se habían apoderado de Merlier, como rehén.
Fue
un hermoso combate. Rápidamente, el oficial había apostado sus hombres, comprendiendo
que no podía batirse en retirada sin hacerse aniquilar. Por lo que había que vender
cara su vida. Ahora, eran los prusianos los que defendían el molino y los franceses
los que atacaban. El tiroteo comenzó con una violencia inaudita. Y no paró durante
media hora. Luego, se escuchó un estrépito sordo y una bala de cañón partió la rama
principal del olmo secular. Los franceses tenían cañón. Una batería, colocada justo
por encima del terraplén en el que Dominique se había escondido, barría la calle
principal de Rocreuse. A partir de ese momento, la lucha no podía prolongarse mucho.
¡Ah!
¡Pobre molino! Las balas de cañón lo agujereaban por todas partes. La mitad del
techo había sido arrancada. Dos muros se derrumbaron. Pero, fue sobre todo en el
lado que daba al Morelle donde el desastre fue más lamentable. Las enredaderas,
arrancadas de las paredes sacudidas, colgaban como harapos; el río arrastraba residuos
de todo tipo y, por una brecha, se veía la habitación de Françoise con su cama,
cuyas cortinas blancas estaban cuidadosamente corridas. Un golpe tras otro, la vieja
rueda recibió dos cañonazos y lanzó un supremo gemido: las palas fueron arrastradas
por la corriente y el armazón se derrumbó. El alegre molino exhalaba su espíritu.
Luego,
los franceses lo asaltaron. Hubo un encarnizado combate con armas blancas. Bajo
el cielo de color herrumbre, la garganta del valle se llenaba de cadáveres. Las
amplias praderas parecían inhóspitas con sus grandes árboles aislados, sus cortinas
de álamos que las cubrían de sombra. A derecha e izquierda, los bosques parecían
como las murallas de un circo que encerraban a los combatientes, mientras que las
fuentes, los manantiales y los arroyos producían ruidos de sollozos, en medio del
pánico de la campiña.
Bajo
el hangar, Françoise no se había movido, agachada junto al cuerpo de Dominique.
Merlier acababa morir alcanzado por una bala perdida. Entonces, cuando los prusianos
eran exterminados y el molino ardía, el capitán francés entró en el patio. Era el
único triunfo que obtenía desde el comienzo de la guerra. Por lo que, inflamado,
como aumentando su gran estatura, reía, con su expresión amable de noble caballero.
Y, al ver a Françoise anonadada entre los cadáveres de su prometido y de su padre,
en medio de las ruinas humeantes del molino, la saludó galantemente con su espada,
gritando:
“¡Victoria!
¡Victoria!”
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