domingo, 2 de octubre de 2022

Deseos múltiples

Juan José Saer

 

En nuestro país, antes de la caída del dictador, se le atribuían todos los males del mundo a él y a su familia; después, fue fácil comprender que, en el tren de desgracias que viene arrollándonos desde hace siglos, la familia y la camarilla del dictador eran únicamente una plaga suplementaria. Antes de su llegada las cosas no iban mucho mejor, y mis compatriotas suelen atribuir esa persistencia de lo adverso a los componentes dispares de nuestra nacionalidad, tracios, dacios, romanos, judíos, eslavos, teutones, turcos, etcétera. A un habitante de esta región le cuesta siempre decidirse a aceptar como predominante uno de esos rasgos, y el único que llegó a elegir algo unívoco, el conde monomaníaco de Transilvania, tan inexplicablemente célebre en el mundo entero, debió resignarse, para expiar su deseo original, repetitivo y excluyente, a llevar una existencia de cadáver. Estas reflexiones me ha inspirado el caso de un paciente del que vengo ocupándome desde hace algún tiempo.

Pero mejor me presento: soy la doctora Sofía Irinescu, psiquiatra, profesión que a muchos les parecerá sospechosa si agrego que hice una buena parte de mi carrera en los hospitales, en una época en la que encerrar a mucha gente en el psiquiátrico era una manera de aplicar, contra quienes emitían críticas razonables sobre el régimen, el odioso argumento ad hominem. El gran Conducator estaba tan convencido de su infalibilidad que, según él, únicamente a un enfermo mental se le hubiese ocurrido objetarla. Debe reconocerse sin embargo que también terminó siendo víctima de una confusión lógica, por no decir de un sofisma, de acuerdo con esa distinción de Aristóteles según la cual ciertos argumentos son verdaderos y otros únicamente lo parecen: los jueces del Conducator, que eran en su mayor parte sus ex colaboradores, le hicieron creer a la opinión pública que, del hecho de mostrar por televisión el juicio sumario y la inmediata ejecución capital del dictador y de su esposa, debía inferirse la legalidad y la justicia de esos actos. Estas reflexiones generales por parte de un psiquiatra pueden parecer superfluas, pero quiero mostrar con ellas que mi vida profesional, ya que la íntima no viene al caso, transcurrió bajo regímenes políticos muy diferentes, de modo que más de una vez las circunstancias me llevaron a preguntarme si los trastornos mentales poseen una estructura propia, invariable e indiferente a lo exterior, o si sus manifestaciones cambian con los cambios de gobierno. ¡Cuántos colegas, al leer las frases que preceden, pondrán indignados el grito en el cielo!

Los ejemplos que me dispongo a exponer son sin embargo de lo más sugestivos. Durante la dictadura, muchos de mis pacientes presentaban síntomas inequívocos de apatía. Poco a poco los iba agostando, hasta volverlos casi inexistentes, durante años, el desgano. Todo objetivo les parecía, más que inalcanzable, inútil o superfluo. Al principio atribuían esa incapacidad de acción a algún gusano misterioso que los iba royendo desde dentro, pero cuando el mal, por decirlo de algún modo, maduraba en ellos, creían encontrar la causa no en su propio ser, sino objetiva y general, ineluctable, en el mundo. El esfuerzo que cuesta siempre la satisfacción de algún deseo, el mundo, según ellos una pobre chafalonía sin brillo, no se lo merecía. Como consecuencia, la fábrica de apetitos en su interior se había detenido, transformándose en una ruina recóndita, herrumbrada y polvorienta. Más aún, como hasta para sondearse a sí mismo hace falta el estímulo de algún deseo, ocupados como estaban en deplorar la nada gris del exterior, ya ni siquiera se asomaban hacia adentro, olvidando hasta la existencia misma de esa fragua escondida entre las cenizas.

Como eran escasos los días en que un paciente de esa clase no se presentara en el hospital y como, si bien es cierto que a veces los disturbios mentales pueden ser contagiosos, los fundamentos de la doctrina que practico me prohíben atribuir esa abundancia a una epidemia, mis investigaciones se orientaron hacia otras causas posibles, y al cabo de cierto tiempo me pareció vislumbrar una solución que, desde luego, menos por temor de una repercusión política que por el de desacreditarme ante ciertos colegas, me abstuve de comentar en público: en nuestro país, regido por planes quinquenales y por campañas masivas de propaganda y de movilización, era por aquel entonces el gobierno el que administraba los deseos de sus habitantes. Los proyectos colectivos volvían innecesarios los individuales. El desarrollo de la petroquímica, el rendimiento agrícola, la revolución cultural, debían imantar la personalidad entera de los individuos, orientando todas sus energías y sus esperanzas en ese sentido. Un hecho significativo es que el Partido y el gobierno suprimieron en las universidades la carrera de psicología, y restringieron severamente en todo el territorio de la nación el uso de la máquina de escribir. Parece evidente que, a fuerza de proponer planes comunes, el gobierno terminó por convencer a una buena parte de los ciudadanos de que los proyectos personales eran innecesarios, lo que originaba en ellos ese intenso desapego de sí mismos y del mundo que los inducía, al cabo de cierto tiempo de inmovilidad a requerir, como última carta, mis servicios.

Fue el caso de un joven que la familia me trajo una mañana. Aunque estábamos en la misma pieza, él parecía ausente, como si habitara un lugar remoto y gris, enterrado vivo bajo lo pliegues rocosos de su apatía. Como tantos otros que había examinado durante años, refractarios a los tratamientos químicos, a las exhortaciones morales, a los discursos vitalistas, su caso me pareció a primera vista sin salida, y fue con cierto asombro que al cabo de algunos meses de visitas infructuosas, empecé a notar en él cierta mejoría. Varios colegas me informaron de que les sucedía lo mismo a muchos de sus pacientes, y como en todos ellos la indiferencia universal incluía también, lo que resulta obvio, la indiferencia política, al principio no se me ocurrió relacionar la mejoría con el hecho patente de que el país estaba viviendo las últimas semanas de planificación voluntarista que le venía imponiendo desde hacía décadas el optimismo táctico del Conducator. Otra cosa que impedía establecer una relación causal entre los dos hechos era que el joven, a pesar de su evolución positiva que lo llevó en pocas semanas a un restablecimiento completo, era impermeable a lo que sucedía a su alrededor. Se mostraba dispuesto según sus propias palabras, las de un discurso breve aunque un poco exaltado que pronunció el día que lo dimos de alta, a vivir plenamente su vida, pero resultaba claro que lo que ocurría a su alrededor, el derrumbamiento de algunas estatuas y la erección de otras que vinieron a ocupar el lugar de las primeras, no le interesaba para nada. Desde la ventana de mi consultorio, lo vi alejarse con paso firme, lleno de proyectos, eufórico y decidido, por las veredas arboladas del hospital. Un año más tarde, la familia lo volvió a traer.

Eran tiempos difíciles para la medicina pública. Al exceso de gobierno del pasado lo suplantó un desorden comprensible. La unidad ilusoria de la patria, predicada hasta la náusea por la propaganda del régimen depuesto, se descompuso en la variedad hormigueante de sus componentes. Los individuos eran los mismos, pero tal vez no era únicamente el oportunismo lo que los hacía adoptar posiciones que estaban en total contradicción con las que habían sostenido unos meses antes. La masa omnipresente del partido único se fragmentó en una infinidad de grupúsculos que reivindicaban hasta los más contingentes particularismos, y eso hacía que resultara difícil formar un gobierno estable cuyas autoridades expresaran en todos sus matices las apetencias del público. Mi reputación profesional no varió de un régimen al otro porque, a diferencia de muchos colegas que fueron destituidos o trasladados a oscuros hospitales de provincia, fui no solamente confirmada en mi puesto, sino incluso ascendida a las esferas dirigentes del hospital: tal vez el ejercicio imparcial y desinteresado de la ciencia y del arte sea en nuestra época la única forma de probidad política.

Mi paciente me había preparado una sorpresa. Desde hacía dos o tres meses, la misma imposibilidad de actuar de los tiempos pasados había vuelto a apoderarse de él. Pero esta vez, me explicó un miembro de la familia ante la indiferencia vagamente doliente del muchacho, no era la ausencia de deseo lo que lo inmovilizaba, sino su abundancia. Mil imágenes, mil esperanzas, mil proyectos, se presentaban a la vez, hirviendo en su interior, y un huracán parecía soplar sobre la fragua del deseo, avivándola más y más, transformándola en un incendio creciente y continuo del que le resultaba imposible dominar la violencia de las llamas. Al principio, una agitación permanente lo llevaba de un lado a otro, y antes de haber satisfecho algún deseo, ya había un segundo, un tercero, un cuarto que se manifestaba, y entonces ninguna satisfacción llegaba a su término, lo cual era motivo de una ansiedad constante. A veces sus deseos podían ser, si no idénticos unos a otros, por lo menos afines, pero la mayor parte del tiempo eran contradictorios y, o bien daban lugar a conflictos dolorosos o bien, lo que terminó siendo peor, se anulaban mutuamente. El paciente era como un campo de batalla que sus deseos, que por ser tantos y tan dispares parecían ajenos, recios, se disputaban. Crecían y morían imprevisibles y efímeros, como hongos venenosos, o aparecían de pronto, viniendo desde la oscuridad ubicua y sin fondo que parece engendrarlos, siempre perseguidos por la jauría de los de su misma especie en la que cada uno de los miembros quería devorarlos, o se desprendían de la hoguera que se había avivado, súbita, en su interior, como chispas que brillaban una fracción de segundo en la negrura y de inmediato se desvanecían otra vez en ella. La agitación del principio, según el familiar, se había ido calmando, y al cabo de cierto tiempo lo venció el desapego de antes y adoptó el mismo aspecto exterior de la época en que me lo habían traído por primera vez, cuando todo deseo lo había abandonado: derrumbado en una silla, se pasaba el día entero inmóvil, mirando por la ventana, sin hablar, resignándose a cumplir en forma mínima con el ritual cotidiano –higiene, convivencia, alimento y sueño a horas más o menos fijas– para volver después a su inmovilidad que, pensaba el familiar no sin cierta pertinencia, en el fondo no era más que aparente, porque en su interior debían seguir bullendo los deseos, o atravesando ardientes la oscuridad con un chisporroteo incesante, igual que el cielo negro de verano las estrellas fugaces, es decir semejantes a una luz atrayente y viva que es imposible poseer porque cuando alzamos la mano para atraparla ya se ha desvanecido. Lo cierto es que esa multiplicidad de apetitos, tal como había sucedido durante la ausencia de ellos, lo arrumbaba en la inacción con un peso todavía más inhumano, y lo había hecho declinar, de manera evidente, del entusiasmo a la apatía. El familiar, perplejo, me confesó que él ya no entendía más nada.

Me abstuve de explicarle.

 

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