Juan José Saer
En nuestro país, antes de la caída
del dictador, se le atribuían todos los males del mundo a él y a su familia; después,
fue fácil comprender que, en el tren de desgracias que viene arrollándonos desde
hace siglos, la familia y la camarilla del dictador eran únicamente una plaga suplementaria.
Antes de su llegada las cosas no iban mucho mejor, y mis compatriotas suelen atribuir
esa persistencia de lo adverso a los componentes dispares de nuestra nacionalidad,
tracios, dacios, romanos, judíos, eslavos, teutones, turcos, etcétera. A un habitante
de esta región le cuesta siempre decidirse a aceptar como predominante uno de esos
rasgos, y el único que llegó a elegir algo unívoco, el conde monomaníaco de Transilvania,
tan inexplicablemente célebre en el mundo entero, debió resignarse, para expiar
su deseo original, repetitivo y excluyente, a llevar una existencia de cadáver.
Estas reflexiones me ha inspirado el caso de un paciente del que vengo ocupándome
desde hace algún tiempo.
Pero mejor me
presento: soy la doctora Sofía Irinescu, psiquiatra, profesión que a muchos les
parecerá sospechosa si agrego que hice una buena parte de mi carrera en los hospitales,
en una época en la que encerrar a mucha gente en el psiquiátrico era una manera
de aplicar, contra quienes emitían críticas razonables sobre el régimen, el odioso
argumento ad hominem. El gran Conducator estaba tan convencido de su infalibilidad
que, según él, únicamente a un enfermo mental se le hubiese ocurrido objetarla.
Debe reconocerse sin embargo que también terminó siendo víctima de una confusión
lógica, por no decir de un sofisma, de acuerdo con esa distinción de Aristóteles
según la cual ciertos argumentos son verdaderos y otros únicamente lo parecen: los
jueces del Conducator, que eran en su mayor parte sus ex colaboradores, le hicieron
creer a la opinión pública que, del hecho de mostrar por televisión el juicio sumario
y la inmediata ejecución capital del dictador y de su esposa, debía inferirse la
legalidad y la justicia de esos actos. Estas reflexiones generales por parte de
un psiquiatra pueden parecer superfluas, pero quiero mostrar con ellas que mi vida
profesional, ya que la íntima no viene al caso, transcurrió bajo regímenes políticos
muy diferentes, de modo que más de una vez las circunstancias me llevaron a preguntarme
si los trastornos mentales poseen una estructura propia, invariable e indiferente
a lo exterior, o si sus manifestaciones cambian con los cambios de gobierno. ¡Cuántos
colegas, al leer las frases que preceden, pondrán indignados el grito en el cielo!
Los ejemplos que
me dispongo a exponer son sin embargo de lo más sugestivos. Durante la dictadura,
muchos de mis pacientes presentaban síntomas inequívocos de apatía. Poco a poco
los iba agostando, hasta volverlos casi inexistentes, durante años, el desgano.
Todo objetivo les parecía, más que inalcanzable, inútil o superfluo. Al principio
atribuían esa incapacidad de acción a algún gusano misterioso que los iba royendo
desde dentro, pero cuando el mal, por decirlo de algún modo, maduraba en ellos,
creían encontrar la causa no en su propio ser, sino objetiva y general, ineluctable,
en el mundo. El esfuerzo que cuesta siempre la satisfacción de algún deseo, el mundo,
según ellos una pobre chafalonía sin brillo, no se lo merecía. Como consecuencia,
la fábrica de apetitos en su interior se había detenido, transformándose en una
ruina recóndita, herrumbrada y polvorienta. Más aún, como hasta para sondearse a
sí mismo hace falta el estímulo de algún deseo, ocupados como estaban en deplorar
la nada gris del exterior, ya ni siquiera se asomaban hacia adentro, olvidando hasta
la existencia misma de esa fragua escondida entre las cenizas.
Como eran escasos
los días en que un paciente de esa clase no se presentara en el hospital y como,
si bien es cierto que a veces los disturbios mentales pueden ser contagiosos, los
fundamentos de la doctrina que practico me prohíben atribuir esa abundancia a una
epidemia, mis investigaciones se orientaron hacia otras causas posibles, y al cabo
de cierto tiempo me pareció vislumbrar una solución que, desde luego, menos por
temor de una repercusión política que por el de desacreditarme ante ciertos colegas,
me abstuve de comentar en público: en nuestro país, regido por planes quinquenales
y por campañas masivas de propaganda y de movilización, era por aquel entonces el
gobierno el que administraba los deseos de sus habitantes. Los proyectos colectivos
volvían innecesarios los individuales. El desarrollo de la petroquímica, el rendimiento
agrícola, la revolución cultural, debían imantar la personalidad entera de los individuos,
orientando todas sus energías y sus esperanzas en ese sentido. Un hecho significativo
es que el Partido y el gobierno suprimieron en las universidades la carrera de psicología,
y restringieron severamente en todo el territorio de la nación el uso de la máquina
de escribir. Parece evidente que, a fuerza de proponer planes comunes, el gobierno
terminó por convencer a una buena parte de los ciudadanos de que los proyectos personales
eran innecesarios, lo que originaba en ellos ese intenso desapego de sí mismos y
del mundo que los inducía, al cabo de cierto tiempo de inmovilidad a requerir, como
última carta, mis servicios.
Fue el caso de
un joven que la familia me trajo una mañana. Aunque estábamos en la misma pieza,
él parecía ausente, como si habitara un lugar remoto y gris, enterrado vivo bajo
lo pliegues rocosos de su apatía. Como tantos otros que había examinado durante
años, refractarios a los tratamientos químicos, a las exhortaciones morales, a los
discursos vitalistas, su caso me pareció a primera vista sin salida, y fue con cierto
asombro que al cabo de algunos meses de visitas infructuosas, empecé a notar en
él cierta mejoría. Varios colegas me informaron de que les sucedía lo mismo a muchos
de sus pacientes, y como en todos ellos la indiferencia universal incluía también,
lo que resulta obvio, la indiferencia política, al principio no se me ocurrió relacionar
la mejoría con el hecho patente de que el país estaba viviendo las últimas semanas
de planificación voluntarista que le venía imponiendo desde hacía décadas el optimismo
táctico del Conducator. Otra cosa que impedía establecer una relación causal entre
los dos hechos era que el joven, a pesar de su evolución positiva que lo llevó en
pocas semanas a un restablecimiento completo, era impermeable a lo que sucedía a
su alrededor. Se mostraba dispuesto según sus propias palabras, las de un discurso
breve aunque un poco exaltado que pronunció el día que lo dimos de alta, a vivir
plenamente su vida, pero resultaba claro que lo que ocurría a su alrededor, el derrumbamiento
de algunas estatuas y la erección de otras que vinieron a ocupar el lugar de las
primeras, no le interesaba para nada. Desde la ventana de mi consultorio, lo vi
alejarse con paso firme, lleno de proyectos, eufórico y decidido, por las veredas
arboladas del hospital. Un año más tarde, la familia lo volvió a traer.
Eran tiempos difíciles
para la medicina pública. Al exceso de gobierno del pasado lo suplantó un desorden
comprensible. La unidad ilusoria de la patria, predicada hasta la náusea por la
propaganda del régimen depuesto, se descompuso en la variedad hormigueante de sus
componentes. Los individuos eran los mismos, pero tal vez no era únicamente el oportunismo
lo que los hacía adoptar posiciones que estaban en total contradicción con las que
habían sostenido unos meses antes. La masa omnipresente del partido único se fragmentó
en una infinidad de grupúsculos que reivindicaban hasta los más contingentes particularismos,
y eso hacía que resultara difícil formar un gobierno estable cuyas autoridades expresaran
en todos sus matices las apetencias del público. Mi reputación profesional no varió
de un régimen al otro porque, a diferencia de muchos colegas que fueron destituidos
o trasladados a oscuros hospitales de provincia, fui no solamente confirmada en
mi puesto, sino incluso ascendida a las esferas dirigentes del hospital: tal vez
el ejercicio imparcial y desinteresado de la ciencia y del arte sea en nuestra época
la única forma de probidad política.
Mi paciente me
había preparado una sorpresa. Desde hacía dos o tres meses, la misma imposibilidad
de actuar de los tiempos pasados había vuelto a apoderarse de él. Pero esta vez,
me explicó un miembro de la familia ante la indiferencia vagamente doliente del
muchacho, no era la ausencia de deseo lo que lo inmovilizaba, sino su abundancia.
Mil imágenes, mil esperanzas, mil proyectos, se presentaban a la vez, hirviendo
en su interior, y un huracán parecía soplar sobre la fragua del deseo, avivándola
más y más, transformándola en un incendio creciente y continuo del que le resultaba
imposible dominar la violencia de las llamas. Al principio, una agitación permanente
lo llevaba de un lado a otro, y antes de haber satisfecho algún deseo, ya había
un segundo, un tercero, un cuarto que se manifestaba, y entonces ninguna satisfacción
llegaba a su término, lo cual era motivo de una ansiedad constante. A veces sus
deseos podían ser, si no idénticos unos a otros, por lo menos afines, pero la mayor
parte del tiempo eran contradictorios y, o bien daban lugar a conflictos dolorosos
o bien, lo que terminó siendo peor, se anulaban mutuamente. El paciente era como
un campo de batalla que sus deseos, que por ser tantos y tan dispares parecían ajenos,
recios, se disputaban. Crecían y morían imprevisibles y efímeros, como hongos venenosos,
o aparecían de pronto, viniendo desde la oscuridad ubicua y sin fondo que parece
engendrarlos, siempre perseguidos por la jauría de los de su misma especie en la
que cada uno de los miembros quería devorarlos, o se desprendían de la hoguera que
se había avivado, súbita, en su interior, como chispas que brillaban una fracción
de segundo en la negrura y de inmediato se desvanecían otra vez en ella. La agitación
del principio, según el familiar, se había ido calmando, y al cabo de cierto tiempo
lo venció el desapego de antes y adoptó el mismo aspecto exterior de la época en
que me lo habían traído por primera vez, cuando todo deseo lo había abandonado:
derrumbado en una silla, se pasaba el día entero inmóvil, mirando por la ventana,
sin hablar, resignándose a cumplir en forma mínima con el ritual cotidiano –higiene,
convivencia, alimento y sueño a horas más o menos fijas– para volver después a su
inmovilidad que, pensaba el familiar no sin cierta pertinencia, en el fondo no era
más que aparente, porque en su interior debían seguir bullendo los deseos, o atravesando
ardientes la oscuridad con un chisporroteo incesante, igual que el cielo negro de
verano las estrellas fugaces, es decir semejantes a una luz atrayente y viva que
es imposible poseer porque cuando alzamos la mano para atraparla ya se ha desvanecido.
Lo cierto es que esa multiplicidad de apetitos, tal como había sucedido durante
la ausencia de ellos, lo arrumbaba en la inacción con un peso todavía más inhumano,
y lo había hecho declinar, de manera evidente, del entusiasmo a la apatía. El familiar,
perplejo, me confesó que él ya no entendía más nada.
Me abstuve de
explicarle.
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