Juan José Arreola
En un lugar solitario cuyo
nombre no viene al caso hubo un hombre que se pasó la vida eludiendo a la mujer
concreta. Prefirió el goce manual de la lectura, y se congratulaba eficazmente cada
vez que un caballero andante embestía a fondo uno de esos vagos fantasmas femeninos,
hechos de virtudes y faldas superpuestas, que aguardan al héroe después de cuatrocientas
páginas de hazañas, embustes y despropósitos.
En
el umbral de la vejez, una mujer de carne y hueso puso sitio al anacoreta en su
cueva. Con cualquier pretexto entraba al aposento y lo invadía con un fuerte aroma
de sudor y de lana, de joven mujer campesina recalentada por el sol.
El
caballero perdió la cabeza, pero lejos de atrapar a la que tenía enfrente, se echó
en pos a través de páginas y páginas, de un pomposo engendro de fantasía. Caminó
muchas leguas, alanceó corderos y molinos, desbarbó unas cuantas encinas y dio tres
o cuatro zapatetas en el aire.
Al
volver de la búsqueda infructuosa, la muerte le aguardaba en la puerta de su casa.
Sólo tuvo tiempo para dictar un testamento cavernoso, desde el fondo de su alma
reseca. Pero un rostro polvoriento de pastora se lavó con lágrimas verdaderas, y
tuvo un destello inútil ante la tumba del caballero demente.
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