John Updike
Cuando Harold tenía tres
o cuatro años, su padre y su madre lo llevaron a una piscina. Algo extraño, pues
su familia raras veces iba a alguna parte, salvo al cine situado a dos manzanas
de su casa. Después de aquel día desdichado, Harold no recordaba haber vuelto a
ver a sus padres en traje de baño. Esto era lo que recordaba:
Su
padre, casi desnudo, estaba dentro de la piscina, pataleando en el agua. Harold
estaba de pie, temblando, en el mojado borde de azulejos de aquella, suspendido
sobre el fuerte olor a cloro, hipnotizado por la brillante y ondulada agitación
de aquel gran volumen de agua de un verde-azul que no parecía natural. Su madre,
en traje de baño negro, en contraste con el cual su piel aparecía muy blanca, estaba
apartada en un rincón de su mente. Su padre le pedía que saltase:
–Vamos,
Hassy, salta –le decía, con voz suave y alentadora–. Todo irá bien. Salta directamente
hacia mis manos.
Estas
palabras resonaron en la acústica apagada del agua y los azulejos y la luz de sol,
agudizando la sensación de desnudez de Harold, la conciencia de su propia piel blanca.
Su padre parecía extrañamente seguro y tranquilo en el agua, y el niño se preguntó
tontamente, al saltar, sobre qué se sostenía el hombre.
Entonces
lo rodeó toda aquella agua verde-azul, densa y agitada, y cuando trató de respirar
fue como si un puño se introdujese en su garganta. Brotaron burbujas de su boca
y las vio elevarse delante de su cara, una multitud de ellas, subiendo mientras
él se hundía, al parecer durante mucho tiempo, hasta que algo lo encontró en el
cada vez más oscuro elemento y lo agarró de un brazo.
Estaba
de nuevo en el aire, sobre un hombro de su padre, luchando todavía por recobrar
el aliento. Salieron de la piscina. Su madre se acercó rápidamente a los dos y,
con una destreza notable en una persona tan irritada, le dio una bofetada al padre,
una bofetada sonora, junto al oído de Harold. El bofetón pareció resonar en toda
la piscina y ser oído por todos los demás bañistas; pero tal vez era solamente la
acústica de la memoria. Su impresión de vergüenza entre aquellas relucientes desnudeces,
de que todas aquellas caras desconocidas se volvían hacia él al pasar de los brazos
mojados del padre a los secos de la madre, persistió después de recobrar el aliento.
El enojo de la madre parecía dirigirse contra él tanto como contra el padre. Ahora
tenía los pies sobre hierba. Envuelto en una toalla y de pie cerca de las rodillas
de la madre, mientras tosía expulsando de los pulmones las últimas pizcas irritantes
de agua, se sintió eternamente humillado.
Nunca
supo cómo había ocurrido; cuando lo preguntó, habían pasado tantos años que el padre
lo había olvidado.
–Fue
una vergüenza –dijo el viejo, en un tono suave en el que se mezclaban la tristeza
y la afectación–. Húndete o nada, y tú te hundiste.
Tal
vez Harold había saltado un momento antes de lo esperado, o había resultado inesperadamente
pesado y por esto había resbalado de los brazos del padre. Inexplicablemente, siguió
confiando en el padre durante todos los años de crecimiento; en cambio, desconfiaba
de la madre, presta siempre al enojo y a la mano dura.
No
aprendió a nadar hasta que fue a la universidad, e incluso entonces pasó la prueba
pataleando como una rana, pero de espaldas a lo largo de la piscina, y con el instructor
empuñando un palo grueso para que se agarrase a él si sentía miedo y empezaba a
hundirse. El olor a producto químico de las piscinas siempre lo asustaba: era como
el aliento verde-azul de un dragón.
Sus
propios hijos, criados en un mundo anfibio de campamentos de verano y clubes de
campo, se convirtieron fácilmente en buenos nadadores. Trataron de enseñarle a lanzarse
al agua.
–Tienes
que mantener baja la cabeza, papá. Como no lo haces, siempre te das panzazos.
–Tengo
miedo de no volver a salir –confesaba él.
Lo
que más le disgustaba, cuando estaba debajo del agua, era ver las burbujas que se
elevaban alrededor de su cara.
Su
primera esposa tenía miedo a volar. Sin embargo volaban con frecuencia.
–O
esto –le decía él– o renunciar al siglo veinte.
Volaron
a California, y mientras estaban allí, dos aviones chocaron sobre el Gran Cañón.
Volaron desde Boston al día siguiente de que unos estorninos bloqueasen los motores
de un Electra que se estrelló con tal fuerza en el puerto, que hubo viajeros que
fueron partidos al medio por sus cinturones de seguridad. Volaron sobre África,
cruzando el ecuador durante la noche, y la tierra era como un negro abismo iluminado
por escasos destellos de fogatas tribales. Aterrizaron en pistas polvorientas, con
las puertas de la cabina traqueteando. El miedo de su esposa era tan agudo, que
él le prometió que nunca tendría que volver a volar con él. Por fin, su último vuelo
africano los llevó desde la meseta etiópica, sobre la pálida anchura del desierto
de Libia, hasta la orilla del Mediterráneo y Roma.
El
avión de la Pan Am que salió de Roma no podía ser más cómodo: un reactor Jumbo ancho
como una casa, bien provisto de revistas norteamericanas y piscolabis, con música
de fondo y muy pocos pasajeros. El gran avión despegó y Harold empezó tranquilamente
a leer Newsweek, ante la perspectiva de una comida, una siesta y la vuelta
a casa. Al cabo de diez minutos, su esposa le preguntó:
–¿Por
qué no subimos?
Él
miró por la ventanilla y vio que era verdad: la masa de agua no se alejaba debajo
de ellos; podía ver claramente pequeñas embarcaciones y las crestas blancas de olas
que rompían. Las azafatas pasaban arriba y abajo por el pasillo con desacostumbrada
rapidez, con desacostumbradas expresiones en sus bellos semblantes. Harold se miró
las palmas de las manos; ahora estaban sudorosas y salpicadas de manchas, como durante
un mareo. Miraba fijamente, pero el mar que estaba tan cerca no se distanciaba.
El sol centelleaba en su superficie; una barca de vela de color naranja cambiaba
de rumbo.
La
voz del piloto crepitó encima de ellos:
–Amigos,
se ha encendido una lucecita de aviso correspondiente a uno de nuestros motores
de estribor y, de acuerdo con nuestra política de absoluta seguridad, vamos a dar
media vuelta y regresar al aeropuerto de Roma.
Durante
el viraje y el regreso, que pareció requerir muchísimo tiempo, las azafatas se ciñeron
los cinturones en los asientos de atrás; el hombre que estaba al otro lado del pasillo
siguió leyendo L’Osservatore, y la esposa de Harold, fiel observadora de
las instrucciones de seguridad, se quitó los zapatos de alto tacón y las horquillas
del cabello. Y él se maravilló de nuevo ante el hábil dinamismo de las mujeres en
momentos críticos.
Asió
la mano húmeda de ella y miró fijamente por la ventanilla, como empujando el mar
con su mirada, como apartándolo con su voluntad de vivir. Si pestañeaba, caerían.
Volando por encima de las pequeñas embarcaciones, el avión volvía a Roma. El mar
azul se entrelazaba visiblemente con el quieto borde de plata del ala, superficies
olímpicas serenamente olvidadas de la enorme tensión existente entre ellas. Con
frecuencia, al mirar por una de estas ventanillas ovaladas, había sentido algo falsamente
tranquilizador en el orden estudiado de los roblones que sujetaban las planchas
de aluminio. Confía en mí, decía el código metálico; Harold, en el fondo de su corazón
y a semejanza de su esposa, se había negado a ello, y esta negativa formaba en él
un espacio vacío que siempre podía ser llenado por el terror.
El
747 aterrizó suavemente en Roma y, después de una demora de una hora, durante la
cual persuadieron los mecánicos a la luz aviso de que se apagase, reemprendió su
vuelo a Estados Unidos. Una vez en casa, el susto se convirtió en un cuento, en
una broma. Sin embargo, él cumplió su promesa de que ella no tendría que volver
a volar con él; al cabo de un año, se separaron.
Durante
el tiempo de separación, pareció que Harold les suplicaba a sus hijos, en silencio,
mientras cambiaban de techo, que confiasen en él, como cuando, años atrás, había
sujetado el corrector dental de su hija con unas tenacillas. Ella había acudido
a él, dolorida, porque un alambre le pinchaba la mejilla. Pero entonces, cuando
sintió los torpes dedos de él en su boca, abrió mucho los ojos por miedo a un dolor
más fuerte Él la acusó, “No confías en mí”, y en la animación de su voz percibió
un espacio crucial, una brecha entre sus respectivas situaciones: el desatino sería
de él, pero el dolor lo sufriría ella. El dolor de los otros no es el nuestro. Se
presume que la religión trata de salvar esta distancia, pero los torturadores de
cada generación la mantienen abierta. De no ser así, la compasión nos aplastaría;
respiramos en un espacio de indiferencia. Harold había percibido esta indiferencia
necesaria en la voz del piloto al empezar diciendo “Amigos”, y en la voz de su padre
cuando le decía “Salta”. Y la había percibido en sus propias palabras tranquilizadoras:
“Sé que ahora sientes la presión, amor mío, pero si te estás quieta… solo será un
momento. Bueno, te has movido”.
Llevó
a su amiga a la cima de una montaña. Harold no había tenido una amiga en muchos
años y tenía que volver a aprender la delicada mezcla de protección y desafío con
que hay que cortejar a la mujer. Priscilla era lo bastante mayor para tener sus
propios hijos, y lo bastante mayor para sentirse insegura sobre los esquíes. Había
pasado el día en la pista infantil, practicando giros y adquiriendo gradualmente
confianza, mientras Harold evolucionaba por toda la montaña, en compañía de los
hijos de ella, cuyo padre les había enseñado a esquiar. Al tocar la tarde a su fin,
él descendió hasta ella con una fuerte rociada de nieve. Ella le suplicó:
–Monta
en el telesilla de niños, para que pueda mostrarte mis giros.
–Si
puedes darlos aquí, puedes bajar desde la cima de la montaña –le aseguró Harold.
–¿De
veras?
Tenía
las mejillas rojas, después de haber pasado el día en la pista de los niños. Llevaba
un gorro blanco de punto. Sus ojos eran de un azul infantil.
–De
veras. Bajaremos por la pista de principiantes.
Ella
confiaba en él. Pero en el telesilla, al aumentar la pendiente debajo de ellos y
ponerse de manifiesto el hielo de las pistas altas barridas por el viento, una duda
temblorosa se pintó en su semblante, y él se dio cuenta, con la dilatación interior
perversamente alegre que siente el torturador, de que había hecho lo que no debía
hacer. La telesilla seguía subiendo.
–¿Podré
realmente esquiar aquí? –preguntó Priscilla, con el infantil deseo de que le dijesen
que sí.
En
el reino de la empatía, volvía él a estar plantado en el borde de aquella piscina.
El agua maloliente estaba muy abajo. Dijo:
–No
esquiarás en esta parte. Mira el paisaje. Es prodigioso.
Ella
se volvió, rígida en su silla al cruzar una cima. Con mirada obediente, contempló
las infinitas perspectivas verde-azules de la montaña boscosa y el lago helado.
El aparcamiento, allá en el fondo, parecía un platito con incrustaciones de coches.
El cable de la telesilla se deslizaba irresistiblemente; la temperatura del aire
era cada vez más fría. Los pinos se habían vuelto canijos y torcidos a su alrededor.
La niebla lamía el hielo; estaban en las nubes. Priscilla temblaba de la cabeza
a los pies y, cuando estuvieron en la cima, apenas podía sostenerse sobre los esquíes.
–No
puedo hacerlo –declaró.
–Haz
lo que hago yo –dijo Harold. Se deslizó rápidamente unos pocos metros delante de
ella–. Carga tu peso sobre un esquí y después sobre el otro. No mires la pendiente,
piensa solo en equilibrar tu peso.
Ella
se inclinó hacia atrás, contra la pendiente, y se cayó. Sus ojos se llenaron de
lágrimas, y tuvo miedo de que se helasen y la dejasen ciega. Él puso todo su amor
en su voz y le dijo, para vencer su terquedad y su miedo:
–Haz
lo de siempre. No pienses en el sitio en el que estás.
–No
hay nieve –dijo ella–. Solo hielo.
–No
hay hielo en los bordes.
–En
los bordes hay árboles.
–Vamos,
querida. La luz está menguando.
–Nos
moriremos de frío.
–No
seas tonta; las patrullas recorren las pistas a última hora. Carga tu peso sobre
el esquí de la pendiente y deja que el cuerpo gire. Tienes que hacerlo. ¡Maldita
sea! Es muy sencillo.
–Sencillo
para ti –dijo Priscilla.
Siguió
sus instrucciones y empezó a deslizarse cautelosamente. Tropezó con un pequeño obstáculo
y cayó de nuevo. Empezó a chillar. Trató de arrojar los palos, pero las correas
se mantuvieron firmes en las muñecas. Pataleó como una niña pequeña en un berrinche,
y uno de los esquíes se soltó.
–¡Te
odio! –gritó–. No puedo hacerlo, no puedo hacerlo Me sentía orgullosa en la pista
pequeña y solo quería que me vieses, que me observases solo un minuto; esto es lo
que te pedí que hicieses. Tú sabías que no estaba preparada para esto. ¿Por qué
me trajiste aquí arriba? ¿Por qué?
–Pensé
que estabas… preparada –dijo débilmente él–. Quería mostrarte la vista.
Como
sin duda había querido mostrarle su padre la dicha del agua.
Estaba
anocheciendo en la montaña. Adolescentes expertos pasaron disparados por su lado,
en un alud de colores, lanzando ocasionalmente curiosas miradas de soslayo. Harold
y Priscilla convinieron en quitarse los esquíes y bajar andando. Tardaron una hora,
y a él le costó una ampolla en cada talón. Los bosques que los rodeaban, raras veces
percibidos a tan poca velocidad, parecían congelados por una magia extraña, tenían
la irónica calma de los roblones de un avión. Los hijos de ella los estaban esperando
en el borde del estacionamiento que se vaciaba, y tenían lágrimas en los ojos.
–Traté
de enseñarle –les explicó él–, pero la madre de ustedes no confía en mí.
Durante
el mismo período peligroso, Harold asistió a la fiesta del decimoséptimo cumpleaños
de su hijo, en la casa que había abandonado. Cuando se disponía a salir corriendo
para tomar el tren de la tarde y volver a su apartamento en la ciudad, vio una nueva
fuente de bizcochos que se estaba enfriando sobre la cocina. Preguntó a su hijo:
–¿Qué
son?
El
muchacho le dirigió una sonrisa angelical.
–Bizcochos
rellenos de picadillo. Toma uno, papá. Puedes comerlo en el tren.
–¿No
será una jugarreta?
–¡Qué
va! Los otros muchachos los cocieron como broma para mí. Es más bien la impresión
que causan; no hacen daño.
El
joven Hassy era goloso y tenía debilidad por el almidón. Harold tomó uno de los
bizcochos más grandes y lo comió en el coche, mientras su hijo lo llevaba a la estación
del ferrocarril. En el tren, apoyó la cabeza en el negro cristal y se sumió en las
tristes reflexiones propias del hombre separado. Poco a poco, se dio cuenta de que
tenía la boca muy seca y de que sus pensamientos, no solo se repetían, sino que
habían adquirido una forma intensa, vivamente coloreado en su cabeza. Se apretaban
unos sobre otros como capas de esquisto, y eran policromos como insignias de campaña.
Cuando
bajó del tren al andén de la estación de la ciudad, un lado de su cuerpo era mucho
más voluminoso que el otro, por lo que tenía que inclinarse para no caer. Más que
sostenerlo, su cuerpo lo acompañaba y se hacía el remolón. Caminando en lo que le
parecía una procesión hacia la entrada del Metro, entre una multitud de desconocidos
encapuchados y a través de una calle llena de coches inflados, analizó lo que había
pasado: había comido un bizcocho relleno.
Una
mitad de su cerebro gritaba, sin parar, prudentes consejos a la otra: Mira en ambas
direcciones. Saca un dólar. No, espera, aquí tienes una moneda de veinticinco centavos.
Métela en la rendija. Espera el número 16, no tomes el de Symphony. No te asustes.
Cada
proceso mental parecía requerir un largo rato, mientras las ideas como cintas se
multiplicaban e iban y venían con la rapidez de una computadora. La otra mitad de
su cerebro advertía que estas ideas no eran más que tonterías, y le estuvo prodigando
consejos y alabanzas durante todo el trayecto hacia su casa.
Ahora
se hallaba de nuevo al aire libre, caminando las tres manzanas que separaban la
estación del Metro de su apartamento. Algo ardía en su garganta. Sentía náuseas
y buscaba setos y cubos de basura en los que vomitar, si no tenía más remedio; pero
la cosa no llegó a tanto. El hecho de que la llave encajase en la cerradura, y de
que detrás de la puerta hubiese una habitación llena de deslumbrantes muebles familiares,
pareció la confirmación de un teorema sumamente abstruso. Descolgó el teléfono,
que tenía el brillo y la magnitud bidimensional de una imagen en una cartelera de
la compañía telefónica, y llamó a Priscilla.
–Hola,
amor mío.
La
voz de ella adquirió un tono agudo.
–¿Qué
te ha pasado, Harold?
–¿Te
parezco diferente?
–Mucho
–su voz era ahora afilada como las púas de un puerco espín, negras con las puntas
blancas–. ¿Qué te han hecho ellos?
Ellos…
sus hijos, su exesposa.
–Me
dieron un bizcocho relleno. Jimmy dijo que no me haría daño, pero en el tren mis
pensamientos se hicieron embrollados e intensos, y desde que salí de la estación
tuve que aleccionarme acerca de la manera de venir hasta aquí.
La
parte protectora y digna de confianza de su cerebro lo felicitó por lo convincentes
que sonaban sus palabras.
Pero
algo disgustaba a Priscilla, que gritó:
–¡Oh,
esto es asqueroso! No creo que sea gracioso, no creo que ninguno de ustedes sea
gracioso.
–Ninguno,
¿de quiénes?
–Ya
lo sabes.
–No
lo sé –pero lo sabía. Se miró las palmas de las manos; estaban como jaspeadas–.
Amor mío, creo que voy a vomitar. Ayúdame.
–Ahora
no puedo –dijo Priscilla, y colgó.
El
chasquido sonó como una bofetada, la misma resonante bofetada que había restallado
aquella vez junto a su oído. Salvo que su padre se había convertido en el hijo,
y que la madre era ahora su amiga. Pero una cosa era cierta: no había sido por su
culpa, y de algún modo le echaban en cara que sobreviviese.
Las
palmas de sus manos, menos moteadas, parecían pálidas y arrugadas, como almohadas
incómodas. En el bolsillo de la camisa, Harold encontró el billete de un dólar rechazado
en la entrada del metro, hacía muchísimo tiempo. Mientras esperaba que Priscilla
se calmase y lo llamara, volvió al billete y observó en el dorso al ojo místico
sobre la pirámide truncada, y leyó, una y otra vez, la frase impresa por encima
del UNO (la frase que figura por encima de la palabra UNO en los billetes de un
dólar dice: Confiamos en Dios).
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