Franco Sacchetti
En otro tiempo había como
párroco de una iglesia de Castello, condado del territorio de Florencia, cierto
cura llamado Tiraccio, que ya era viejo, pero que en su juventud tuvo por amiga
una linda muchacha de la gran villa de Oguissante y había tenido de ella una hija,
que en la época de nuestra narración era muy linda y estaba en edad de casarse.
La fama divulgaba por todas partes que la sobrina del cura era una hermosa muchacha.
En la vecindad habitaba un joven, del cual quiero callar el nombre y el de la familia.
Este joven, habiendo visto muchas veces a la sobrina del cura, se enamoró de ella,
y tuvo la idea de una astucia sutil para lograrla.
Una
tarde en que el tiempo estaba lluvioso, hacia el obscurecer, se disfrazó de aldeana,
y después de haberse puesto las faldas se amarró sobre el vientre líos de paja y
de tela, que le daban el aire de estar embarazada y con el vientre en la boca.
En
seguida se fue a la iglesia para pedir confesión, como hacen las mujeres a punto
de parir. Llegado a la iglesia, hacia la primera hora de la noche, tocó a la puerta,
y habiendo venido a abrirle un clérigo, le preguntó por el párroco. El clérigo le
dijo:
–Ha
salido hace un momento para llevar la comunión a un enfermo, pero no tardará en
volver.
La
mujer embarazada dijo entonces:
–¡Desdichada
de mí! ¡Estoy rendida de fatiga!
Y
se limpiaba a cada instante con su pañuelo, tanto para no ser reconocida como por
el sudor que le cubría el rostro. Se dejó caer sentada como si no pudiese más, y
quejándose continuó:
–Lo
esperaré, porque a causa del peso de mi vientre me sería imposible volver, si el
Señor dispone de mi vida, no querría que me cogiese sin confesión.
–Que
Dios la proteja, hermana –respondió el clérigo, y la dejó que esperase tranquila.
El
párroco volvió hacia la una de la noche. Su parroquia era muy grande y no conocía
a todos sus feligreses. Cuando la hubo visto en la penumbra, la mujer, con dificultad,
le explicó que lo había esperado, y limpiándose siempre el rostro, le dijo su estado
y lo que deseaba. El cura en seguida empezó a confesarla, y el joven vestido de
mujer le hizo una confesión muy larga, de manera que se hiciese bien tarde.
Terminada
la confesión, la penitente se puso a suspirar diciendo:
–¡Desgraciada
de mí! ¿Dónde voy a poder ir ya a estas horas?
El
párroco le respondió:
–Sería
una temeridad irse. La noche está oscura: llovizna y amenaza llover más fuerte.
Puede usted quedarse esta noche en mi casa, y mañana podrá partir cuando guste.
Oyendo
estas palabras, el hombre-mujer vio llegada la ocasión de lo que quería, y sintiendo
el apetito despertarse con fuerza, respondió:
–Haré,
padre mío, lo que usted me aconseja, porque estoy tan fatigada de haber venido,
que no creo poder dar cien pasos sin gran peligro. Estando el tiempo malo y la noche
avanzada, haré como usted quiera; pero le ruego que si mi marido dice algo me disculpe
usted con él.
–Cuente
conmigo –repuso el cura.
Por
la invitación de éste se marchó a la cocina y cenó con la muchacha, haciendo con
frecuencia uso del pañuelo para cubrir su cara. Cuando hubieron cenado, fueron a
acostarse en un cuarto que no estaba separado de Tiraccio sino por un tabique.
La
joven estaba en su primer sueño; había ya dormido un momento, cuando el otro se
puso a tocarle los pechos. Se oía al cura roncar ruidosamente. Como la pretendida
mujer encinta estaba colocada cerca de la sobrina, ésta conoció bien pronto lo que
sucedía y se puso a gritar llamando al padre Tiraccio y diciendo:
–¡Es
un muchacho!
Por
tres veces llamó sin que se despertara, repitiendo:
–¡Padre
Tiraccio, que es un muchacho!
A
la cuarta el párroco, adormilado, le preguntó:
–¿Qué
es lo que dices?
Digo
que es un muchacho.
El
párroco, creyendo que se trataba de la buena mujer que paría un niño, respondió:
–Ayúdala,
ayúdala, hija mía.
Muchas
veces la joven repitió:
–¡Padre
Tiraccio… padre Tiraccio! Le digo que es
un muchacho.
Y
el cura respondía siempre:
–Ayúdala,
hija mía, ayúdala, y que Dios la bendiga.
Y
fatigado, cayéndose de sueño, volvió a dormirse.
La
muchacha, cansada también de luchar contra la embarazada y contra el sueño, y convencida
además de que el cura la exhortaba a no resistir, pasó la noche lo mejor posible.
Al
amanecer, el joven había satisfecho muchas veces su deseo y descubierto a la muchacha,
que ya sin lucha se le entregaba, que por amor a ella se había disfrazado de mujer,
y añadió que la amaba sobre todo lo del mundo. Para agasajarla le dio el dinero
que llevaba, jurándole que cuanto poseía era para ella. Arregló, además, los medios
de volverse a ver con frecuencia en lo sucesivo, y hecho esto, después de muchos
besos y abrazos, se despidió diciéndole:
–Cuando
el padre Tiraccio te pregunte por la mujer embarazada, le dices: “Ha parido esta
noche un niño, mientras que yo te llamaba, y esta mañana al despuntar el día, se
ha ido con la ayuda de Dios”.
La
mujer embarazada se fue después de haber dejado en el jergón del párroco la paja
que inflaba su vientre.
El
cura, tan pronto como se levantó, entró en el cuarto de su hija y le dijo:
–¿Qué
mala suerte has tenido esta noche que no me has dejado dormir? Toda la noche: “¡Padre
Tiraccio! ¡Padre Tiraccio!” ¿Qué sucedía?
–¡Que
aquella mujer parió un hermoso niño! –respondió la joven.
–¿Dónde
está?
–Esta
mañana, al despuntar el día, más por vergüenza, creo, que por otra cosa, se ha ido
con su niño.
–¡Ah!
–dijo el párroco– que Dios le dé malas Pascuas. Esas criaturas esperan por largo
tiempo para ir a parir sus hijos no importándoles adónde. Si pudiese volverla a
encontrar o supiera quién es su marido, ya le diría yo alguna cosa.
–Haría
usted bien –respondió la joven–, porque a mí tampoco me ha dejado dormir esta noche.
Así
terminó la cosa. A partir de este momento no hubo necesidad de grande alquimia para
operar la conjunción de los planetas. Frecuentemente los dos amantes se encontraron,
y el cura tenía su culpa, porque semejantes ejemplos dan ellos con frecuencia. Sería
de desear que sucediera otro tanto a otros, y ya que no se pueden vengar en sus
mujeres, que se venguen en sus sobrinas o en sus hijas con chascos parecidos a ese,
ciertamente uno de los mejores y de más buen éxito que jamás se han visto.
Por
mí creo que no se comete sino un pequeño pecado con faltar contra uno de esos que,
bajo la capa de la religión, cometen tantos crímenes contra el prójimo.
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