John O’Hara
Miller estaba poniendo la
llave en la cerradura. Llevaba dos periódicos de la tarde doblados bajo un brazo,
y un paquete: dos camisas que había recogido de la tintorería porque esa noche iba
a salir. Justo cuando los dientes de la llave encajaron en su sitio, la puerta se
abrió y apareció su mujer. Tenía el ceño fruncido.
–Hola
–dijo él.
–Ven
a la habitación –dijo ella levantando el dedo.
Estaba
molesta por algo. Tras tirar el sombrero sobre una silla del vestíbulo, Miller la
siguió a la habitación. Mientras dejaba el bulto y empezaba a quitarse el abrigo,
ella se dio la vuelta y se quedó mirándolo.
–¿Qué
pasa? –dijo él.
–Ha
venido un hombre. Quiere verte. Lleva aquí una hora y me está volviendo loca.
–¿Quién
es? ¿De qué va todo esto?
–Es
de Lancaster y dice que era amigo de tu padre.
–¿Y
qué pasa, ha hecho algo?
–Se
llama Wasserfogel o algo así.
–Ahí
va, claro. Ya sé. Herman Wasservogel. Era el barbero de mi padre. Sabía que iba
a venir. Olvidé decírtelo.
–Conque
te olvidaste. Pues gracias por esta hora tan agradable. En adelante, cuando esperes
a alguien te agradecería que me lo dijeras antes. He tratado de llamarte a la oficina.
¿Dónde estabas? He intentado localizarte en todos los sitios que se me han ocurrido.
No sabes lo que es tener de repente a un perfecto extraño…
–Lo
siento, cariño. Me olvidé. Voy para allá.
Entró
en el salón, donde estaba sentado un hombrecillo mayor. En el regazo tenía un pequeño
paquete que cubría con las manos. Estaba mirando el paquete, y en su rostro había
una sonrisa tenue en la que Miller reconoció la expresión habitual del hombre. Los
pies, calzados con zapatos negros y altos, descansaban planos sobre el suelo paralelos
el uno al otro, y Miller supuso que el viejo hombrecillo llevaba sentado así desde
que había llegado.
–Herman,
¿qué tal estás? Siento llegar tarde.
–Oh,
no pasa nada. ¿Cómo estás, Paul?
–Bien.
Te veo bien, Herman. Recibí tu carta, pero me olvidé de avisar a Elsie. Supongo
que a estas alturas ya os conocéis –dijo mientras Elsie entraba en el salón y tomaba
asiento–. Mi mujer, Elsie. Este es Herman Wasservogel, un viejo amigo.
–Encantado
de conocerla –dijo Herman.
Elsie
encendió un cigarrillo.
–¿Te
apetece una copa, Herman? ¿Un schnapps? ¿Una cerveza?
–No,
gracias, Paul. Solo he venido… Quería traerte esto. Creía que quizá querrías tenerlo.
–Siento
no haberte visto cuando fui para el funeral, pero ya sabes cómo son las cosas. Con
tanta familia, no encontré el momento de pasar por la barbería.
–Henry
sí que fue. Lo afeité tres veces.
–Sí,
Henry se quedó más que yo. Yo solo estuve una noche. Tenía que volver enseguida
a Nueva York después del funeral. ¿Seguro que no quieres una cerveza?
–No,
solo quería traer esto para dártelo.
Herman
se levantó y le entregó el pequeño paquete a Paul.
–Caramba,
muchas gracias, Herman.
–¿Qué
es? El señor Wasserfogel no ha querido mostrármelo. Cuánto misterio –dijo Elsie
sin mirar a Herman, ni siquiera al mencionar su nombre.
–Oh,
seguramente ha pensado que yo ya te lo había dicho.
Herman
se quedó de pie mientras Paul abría el paquete, del que sacó un tazón de afeitar.
–Era
de mi padre. Supongo que Herman lo afeitó cada día de su vida.
–Bueno,
no cada día. Tu papá no empezó a afeitarse hasta los dieciocho años, me parece,
y pasaba mucho tiempo fuera. Aunque supongo que lo afeité más veces que el resto
de barberos juntos.
–Ya
lo creo que sí. Papá siempre juraba por ti, Herman.
–Sí,
supongo que sí –dijo Herman.
–¿Has
visto, Elsie? –dijo Paul sosteniendo en alto el tazón. Leyó las letras doradas–:
“Dr. J. D. Miller”.
–Hmm.
¿Y por qué te lo quedas tú? No eres el mayor. Henry es mayor que tú –dijo Elsie.
Herman
la miró a ella y luego a Paul, arrugando un poco el entrecejo.
–Paul,
¿puedo pedirte un favor? No quiero que Henry sepa que te he dado este tazón. Cuando
tu papá murió, pensé: “¿A quién le daré el tazón?”. A Henry le tocaba por derecho,
por ser el mayor y eso. En cierto modo, debería ser suyo. Y no es que tenga nada
en contra de Henry, pero… En fin, no lo sé.
–El
señor Wasservogel te tiene más aprecio a ti que a Henry, ¿verdad que es eso, señor
Wasservogel? –dijo Elsie.
–Oh,
bueno –dijo Herman.
–No
te preocupes, Herman, no diré nada. De todos modos, nunca veo a Henry –dijo Paul.
–La
brocha no la he traído. Tu papá necesitaba una nueva desde hacía tiempo, y yo siempre
le decía: “Doctor, ¿es usted tan pobre que no puede ni comprarse una brocha nueva?”.
“Así es”, me decía. “Bueno”, decía yo, “compraré una de mi bolsillo para regalársela.”
“Como lo hagas”, decía él, “dejaré de venir aquí. Me iré al hotel.” Lo decíamos
en broma, señora Miller. Su papá siempre decía que dejaría de ir a verme y que se
iría al hotel, pero yo sabía que no. Siempre estaba insinuando que mis navajas estaban
mal afiladas, o que debería cambiar las luces del local, o que apuraba demasiado
al afeitarlo. Se quejaba y se quejaba y se quejaba. Hasta que un día a principios
del año pasado me llamó la atención porque llegó y no dijo más que: “Hola, Herman.
Una pasada, y sin apurar”, y no dijo nada más. Supe que estaba enfermo. Y él también
lo sabía.
–Sí,
tienes razón –dijo Paul–. ¿Cuándo has llegado, Herman?
–Hoy.
He venido en autobús.
–¿Cuándo
te vas? Me gustaría volver a verte antes de que te vayas. Elsie y yo vamos a salir
esta noche, pero mañana por la noche…
–Mañana
por la noche, no. Mañana por la noche es lo de Hazel –dijo Elsie.
–Oh,
pero yo no tengo por qué ir –dijo Paul–. ¿Dónde te estás quedando, Herman?
–Pues,
si he de decirte la verdad, en ningún sitio. Vuelvo a Lancaster esta noche.
–¡Ni
hablar! No puedes irte. Acabas de llegar. Deberías quedarte, ir a ver cosas. Ven
a la oficina, te enseñaré Wall Street.
–Creo
que ya me conozco bien Wall Street; sé todo lo que hay que saber. Si no fuera por
Wall Street, no estaría haciendo de barbero. No. Muchas gracias, Paul, pero tengo
que volver. Tengo que abrir la barbería por la mañana. El sustituto solo estará
un día. El joven Joe Meyers. Ahora es barbero.
–Qué
puñetas, que se quede un día o dos más. Yo lo pago. Tienes que quedarte. ¿Cuánto
hacía que no venías a Nueva York?
–En
marzo hizo diecinueve años, cuando el joven Hermie se fue a Francia con el ejército.
–Herman
tenía un hijo. Lo mataron en la guerra.
–Ahora
tendría cuarenta años, todo un hombre –dijo Herman–. No. Gracias, Paul, pero creo
que debería irme. Quería bajar andando hasta la estación del autobús. Hoy todavía
no he dado mi paseo, y así tendré ocasión de ver Nueva York.
–Oh,
vamos, Herman.
–No
insistas así, Paul. Ya ves que el señor Wasservogel quiere volver a Lancaster. Os
dejaré solos unos minutos. Tengo que empezar a vestirme. Pero no demasiado rato,
Paul. Tenemos que bajar hasta la calle Nueve. Adiós, señor Wasservogel. Espero que
algún día volvamos a verlo. Y gracias por traerle el tazón a Paul. Ha sido todo
un detalle por su parte.
–Oh,
no hay de qué, señora Miller.
–Bueno,
ahora tengo que dejaros –dijo Elsie.
–Voy
en un minuto –dijo Paul–. Herman, ¿seguro que no piensas cambiar de opinión?
–No,
Paul. Gracias, pero tengo que ocuparme de la barbería. Y tú más vale que vayas a
asearte o verás lo que vale un peine.
Paul
ensayó una carcajada.
–Oh,
Elsie no siempre es así. Es que hoy está un poco irascible. Ya sabes cómo son las
mujeres.
–Oh,
claro que sí, Paul. Es una buena chica. Muy guapa. En fin.
–Si
cambias de idea…
–No.
–Salimos
en la guía.
–No.
–De
acuerdo, pero recuérdalo si al final cambias de idea; y de verdad que no sé cómo
darte las gracias, Herman. Sabes que lo digo en serio, te estoy muy agradecido.
–Bueno,
tu papá siempre se portó muy bien conmigo. Y tú también, Paul. Eso sí, no se lo
digas a Henry.
–Prometido,
Herman. Adiós, Herman. Buena suerte, y espero verte pronto. Puede que baje a Lancaster
en otoño, y entonces seguro que pasaré a verte.
–Hmm.
Muy bien, auf Wiedersehen, Paul.
–Auf
Wiedersehen, Herman.
Paul
se quedó mirando a Herman mientras este recorría la corta distancia hasta el ascensor.
El hombre pulsó el botón, esperó unos segundos a que el ascensor llegara y entró
en él sin mirar atrás.
–Adiós,
Herman –dijo Paul, pero estaba seguro de que Herman ya no lo oía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario