Edmundo Valadés
–Usté me cay a todo dar,
Bicha, lo que es la mera verdá. Fíjese, cuando estoy en el trabajo y pienso en sus
ojos, pues como que hasta las viguetas se ponen calientitas. Nomás diviso por allá
su rumbo y ya se me hace que la estoy viendo así de bonita. ¡Viera qué a gusto me
pongo! Ándele, si no le caigo mal, pues anímese. Me da que la voy a querer un resto,
palabra, deveritas que sí.
Ella
se reía, con los ojos bailándole, retozando en ellos un me voy a ir contigo, a lo
mejor, pero quién sabe si a la hora de la hora no.
–Pues
sí, usted me cay bien, pero va que corre muy deprisa. Si nos acabamos de conocer.
A lo mejor tiene su compromiso y nomás me quiere para pasar el rato. Así no me gustaría,
¿no cree?
Lo
vio a las buenas, dándole por su lado, aunque luego entre que sí y que no. Él le
juzgó la boca, como que ya le andaba por chupársela, por morderle los labios con
un apretón con toda el alma y llevársela a darle gusto al gusto por toditita la
vida. De disponer de ese calorcito allá en el cuarto o donde fuera, todos los días,
todas las noches. Y nomás de pensar eso, nomás eso, ya iba sintiendo correrle cachondas
cosquillitas por allí entre las ingles.
Llegó
su compa, medio corridito. Le había arriado duro a la patada y al descontrol. Ahora
era muy salsa. Se conocieron cuando él todavía trabajaba en la fábrica. Entonces
el Compa parecía muy achicopalado. A la hora de los alipuses, bien picados, cuando
no paraban de pedir las otras, él mismo machacaba por hacer ver cómo se habían hecho
cuates.
–No,
mano, ya a mí no me ven cara de buey. ¿Te acuerdas? No me sentía macho y me baboseaban
fácil. Me decía cualquiera: “Oye, tú eres puro culero. Se te frunce de a feo.” Yo
nomás lo camelaba. “Sí, mano, lo que tú digas. Yo soy maje hasta para meter las
manos.” Y el otro: “A ver, ¿verdad que eres puro tarugo y me haces los mandados?”
Y yo nomás, agachando la cabeza: “Pos sí, lo que tú digas.” Y friega que friega.
El tal Cipriano, ¿te acuerdas?, aquel mismo al que le decían El Chilacas, me agarró
por su cuenta. Ese, dizque muy fiera. ¡Qué sobas me puso! Hasta que tú me dijiste,
¿te acuerdas?: “O te das en la madre con ese Juan de la Chingada, o ya no eres mi
amigo.” Y no nos dimos, nomás le di yo, hasta partirle la madre, ¿te acuerdas?
Le
tenía ley al Compa. Pero ni hablar, había quedado de verse con La Bicha, para ir
de bailada. Ellos siempre la giraban juntos y juntos se iban al Agua Azul, a la
movidoa. De mucha onda, para dar y prestar.
–Vamos
a echarnos unos farolazos. Andas de un ala desde que te train encandilado. ¿Por
qué pasó, ya no te sabes fajar los pantalones?
Había
sentimiento en la voz del Compa. Pero a él lo estaba jalando La Bicha. Y como pudo
se desprendió de su valedor y se fue a su cita, chiflando La cama de piedra, sonando
los tacones por la banqueta, dándole cariñosas puñadas a las paredes, como si él
hubiera hecho el enladrillado. La tarde estaba padre, tan padre como el alboroto
de que lo esperaban.
Ella
se veía ya muy de su lado, puestísima. La última noche, al despedirse, la cogió
de la mano y ella se dejó como quien no quiere la cosa. Se traía un escote que dejaba
a la vista algo de ese busto bien alzado que le cosquilleaba los dedos, como que
no se estarían quietos hasta esculcarlo, debajo del vestido.
Nomás
pensaba en ello, con ganas de aventarse. Ella era pura risa, balanceándose; se alejaba,
se acercaba. Para darle un jalón, meterla allí entre sus brazos y no dejarla salir.
–Uy,
Bicha, me sigue usté gustando cantidá.
–Usté
me habla muy bonito pero le tengo desconfianza. A lo mejor se trai su enredo.
–Deveritas
que no, por mi mamacita. Usté me gusta por las buenas.
–No
me diga mentiras, que a lo mejor se las voy a creer.
Le
dio el jalón, pasándole el brazo por la espalda. Ella medio se resistió, pero como
sintió blandita la resistencia, la besó con toda su alma, absorbiendo el calor de
ella, su respiración agitada. Le recorrió la cadera con la mano, aventándose a bajarla
mucho, jurgoneando cariñosamente allí donde una curva dura y estremecida obligaba
a un apretón con descaro, primero como pidiendo permiso, luego aunque no lo hubieran
dado.
El
Compa insistía sorprendido de que de pronto su cuate hubiera cambiado tanto. No
había ninguna vieja que valiera más que su amistad. Las viejas, para el puro vacile.
Y la tipa esa resultaba su enemiga. Ellos tenían sus detalles, pero cómo no, para
gastarse la lana en el Agua Azul.
Allí
donde un salidor le quiso armar bronca a su amigo. Y no había nada como su cuate.
Era lo primero. Le salió al paso al fulano ese, lo pepenó de la corbata: “Mire,
usted está batallando a un amigo mío y ora nos vamos a partir la madre allí en medio
de la calle.”
–Nos
vamos al Agua Azul. Verás qué divertida nos ponemos. Ya regresó la morenita, esa
muy bien alineada por la izquierda.
Ni
modo. Dejó de nuevo al Compa, tragándose el sentimiento. La Bicha lo esperaba, para
irse de bailada. Ella estaba respirando muy fuerte, diciéndole que sí a todo, a
sus ganas desbocadas de irla apretando más y más entre paso y paso de Nereidas.
Hasta sentir debilitar su vergüenza, poco a poco. Luego se la acomodó muy bien,
toda apretadita, sin disimular la calentura.
–¿Nos
vamos por ay?
Ella
nomás se le repegó, muy calladita, y él se sintió a todo dar, muy dueño de todo,
capaz de cualquier cosa. “Ya vas”, pensó. Y luego luego se la llevó por ay. Caminaron
en la noche, sin atender más que a sus ganas, escabullendo borrachos, a los vendedores,
a las mujeres pintarrajeadas que pasaban casi entre ellos, sin que los inquietara
este o aquel policía que se les quedaba viendo.
Los
letreros de gas neón daban demasiada luz, pero la noche era un cuarto ardiente y
a lo mejor todos andaban en lo mismo y uno podría abrir el camino en cualquier sitio,
en ese rincón, en esa puerta, ultimadamente en el suelo o recargados en la primera
pared.
Ya
sus manos la iban hurgando ávidamente, como si ambos fueran los únicos en pasar
por esas calles y no existiera sino su deseo y como si todo lo demás, la ciudad
entera hubiera sido hecha para que ellos se acostaran donde mejor les pareciera.
Llegaron a la puerta del hotel, discreta, tentadora.
–¿Dónde
me llevas?
–Aquí
nomás linda, a estar solitos, tú y yo.
–¿No
te digo que llevas mucha prisa? Hoy no.
–Àndale,
vidita, si al cabo nos queremos bien.
–Sí,
retebién, pero no para eso. Y me tengo que ir. Me dieron permiso hasta las doce
y ya será retarde.
–Y
qué que sea tarde. ¿Qué no soy hombre para responderte? Ándale, linda, ¿verdad que
tú me quieres?
–Pero
un ratito nomás. Y sólo a platicar.
Empujó
la puertecilla. Estaba medio tembloroso al pagarle al encargado. Pero su temblor
era de puritito gusto. Ella esperaba lanzando ojeadas al corredor, donde estaban
los cuartos, como una mujer indefensa que a todo diría que sí.
No
hallaba cómo desembuchárselo al Compa. Se sentía chiviado y, al mismo tiempo, lo
empujaba el engolosinamiento de contarle todos los detalles de sus acuestes con
La Bicha, que ya no le cabían dentro. Se lo soltó de golpe.
–Bueno,
ya me enredé con La Bicha. Le puse su cuarto. Un día te vas a comer con nosotros.
El
Compa no dijo nada, pero bien que se le notaba la molestia. Lo invitó a tomar unos
tragos, aunque lo tiraban las ansias de irse con ella, a estrenar la cama.
–A
ver cómo te sale la muchacha. Ya ves cómo son las viejas de aprovechadas. No la
vayas a regar por todos lados.
Le
habría explicado que con ella todo era pura vida, mejor que con las del Agua Azul.
¡Qué agarrones! Como para estarse encima de ella a todas horas. El Compa al fin
aceptó. Se fueron con Santita, a Las Veladoras, a darle a los chorriados y las tapatías,
pura lumbre de la buena.
Allí
en el cuartito que hacía de cantina, a media luz, estaban apretujados, tan cerca
unos de otros, que no había hueco para las palabras. Las voces trepaban, como humo
denso, formando arriba de sus cabezas un murmullo extraño del que sólo podían percibirse
frases inconclusas, entre rezo y confesión pública.
Bebieron
hasta las manitas, como antes. Él ya borracho, volando muy bajo, piensa que piensa
en ella, saboreando volver a probarla.
–Está
a todo dar, palabra.
–Te
ganó la cachondería. Siempre has sido así. Ya te quemaste.
–No
digan malas palabras. Ya lo saben.
–Otro
chorriado, Santita. No queremos ofender a nadie.
–Tiene
unos muslotes, mano… En lugar de sentir lo tupido del alcohol, repartiéndosele por
el cuerpo, el Compa le echaba al hígado una envidia ácida que le subía a la garganta.
–Está
retebuena. Tienes unos muslotes…
–Estás
apantallado. No te vayas a arrepentir.
–Me
trai de un ala, la mera verdá. ¡Es que está retesuave!
Se
lo train cambiado. Él andaba por otro barrio, no era el mismo. Ni siquiera quería
platicarle todo. Ya no era como antes, en que las viejas sólo para el vacile, cuando
se contaban qué tal les había ido.
–Me
la tiré dos veces, mano. Palabra que aguanta. Se mueve rebonito.
–A
mí no me fue mal. Me dejaron bien exprimido.
Ahora
a pensar en la tipa esa. No era lo mismo. Algo se había atravesado. Sentía entre
pecho y espalda una mohína amarilla, un rencor de estar ninguneado. Y un sentimiento
porque su cuate del alma hubiera dado el azotón. ¿Pues qué podría tener la vieja
esa? Pura birriondez.
Le
iban cayendo mal los fulanos y fulanas. Los murmullos… Tenía mucho coraje, porque
se estaba sintiendo menos. Todos son unos purititos. “Ándale, échate la otra.” A
ese rotito le daría un descontón a las primeras de cambio. No me serviría ni para
el arranque. “¡Ah, jijo, ora me voy con ella!”. Dale con ella. Igualita que las
demás. Para la misma cosa. Como ésa, muy puestita muy relujada. Muy la divina garza
y, total, para uno rápido, cuando mucho. “Ay, mano, cómo está buena.” Y ese matacuás.
Para armarle bronca. Pero su cuate lo dejaría todo. Andaba fuera de onda, bien enculado,
azotó la res. La Bicha. La Bicha. Allí sentía la llaga, nomás con el puro nombre.
Le crecía en la boca un buche de odio.
Se
puso enchilado al conocerla, porque los vellos que le tupían las piernas le dieron
malas ideas. Y porque no lo llegó a mirar de frente, como que no le importaba. Y
se encanijó más, porque ella lo hacía pensar en las gozadas que se darían ambos.
Y porque su amigo estaba más para allá que para acá, encandilado, sí, bien entrado,
bien apantallado por ese par de repisas, y porque la mujer tenía un con qué, algo
para estrujarla, para hacerle daño, para golpearla, romperle el vestido y desnuda
maltratarla hasta sacarle sangre, a la muy puta, porque debería serlo, se le veía
en los vellos, en las piernas, en toda ella y porque nomás querría tener un hombre
encima, moviéndose, dándose venida tras venida, ah, para traérsela de encargo, castigarla,
darle un jondazo fuerte, hacerla sentir que no valía nada, que era una cualquiera,
una basura, la muy creída, la muy salsa, la muy sabrosa, y ponerla en su sitio,
sí, que se creería, que estaba muy buena, ah si pudiera, se la traería cortita,
le tendría que pedir permiso hasta para levantar los ojos, no le daría resuello,
y que le pidiera perdón y la haría hincarse, que viera que nada valía, bien dada
a la trampa, bien agorzomada, chiquita, pues qué te creíste, y soltarle un no aguantas
nada, mírate, conmigo las poderosas, aquí de nada valen tus truquitos ni tus monerías,
me vienes muy guanga, y te mando a volar cuando quiera, vieja canija, te estrellaste,
aquí tienes tu dolor de estómago y pa prontito te me estás allí y cuidadito con
decir ni pío, ándele, ya verá cómo las gasto yo, ya está bueno de suavena, a mí
me hace los purititos mandados, y sí, pegarle, darle duro, y nada de hacerle al
cuento, que conmigo va a andar usted muy derechita, me oye, porque la estoy pastoriando
y no se me va a salir del huacal, y luego darle el cortón, a la muy chiva, a la
muy desgraciada, y póngase buza, no me la vaya a descontar o la mande a la calle
con todas sus hilachas, te voy a aliviar las cosas, si quieres píntate, a ver si
agarras una cosa mejor, yo estoy amarradazo, y ya se lo creyó, qué pasó mi mona,
nada, aquí encerradita, de aquí no me sale, lo oye, o que se lo tengo que repetir
y ora encuérese, todita y a ver, abra las piernas, y entonces montarla, pero con
coraje, darle su buena zarandeada, que se le quiten las ganas de andar de coscolina,
de ofrecida, de nalga caliente.
Por
eso, por el buche de odio, porque se lo estaba llevando la mamá de las muchachas,
se le ocurrió hacer el chisme. Todo fue inventarle el falso a ella. Le dolía el
despego de su cuate. Ella era quien lo traía ardido, purgado, dado a la trampa.
Apagada la luz, sin gasolina, bien jodido con los malos pensamientos. Todo viene
de muy adentro. Pura agua mala que va subiendo hasta la garganta, hasta los ojos,
hasta la mera cabeza. Ninguneado por ella, porque le gustaba más allá de sus muslos.
Se
puso misterioso con su amigo, hablándole a las medias palabras, dejándole caer,
poco a poco, su buche de odio.
Lo
engaña, le toma el pelo, se va con otros. Hacerle eso a su cuate. Jija de la mañana.
Yo se lo vi a las claras. “Te lo digo, a lo macho, yo la vi.” Azotó la copa contra
el mostrador, encabronado con ganas de mandar a volar a todos, tirar las mesas,
quebrar las botellas, romper las sillas. “¿La viste?” El puño cerrado, estrujando
la otra copa como si estrujara los brazos de ella. Para sacudirla y a sacudidas
sacarle la verdad. “¿La viste, dímelo, la viste? La bilis, enloquecida, corría aprisa
por la sangre de su cuate y estaba allí, agolpada en la mano, con los dedos a punto
de reventar. La mano, ya dispuesta todo.
“Sí,
mano, la vi y no hay derecho. Dale su escarmiento.” Un ronquido animal se le quebró
en la garganta y la copa se partió. Encogió el brazo y la sangre brotó de la mano,
roja, hirviente. “Te anda maloriando. Ora ya te lo dije. Pero eres mi amigo.” Su
valedor había entrado también a las sombras, le había pasado de esa agua mala. Ahora
estaba otra vez más para acá, volvían a ser cuates.
–Sírvanos
las otras.
La
pensó a la hora del acueste, gimiendo, el de la primera vez en el hotel. Lo estremeció
el recuerdo de la desnudez, y luego todo fue pura rabia, puro odio, porque sus ojos
no podían ver sino el engaño y dolía no dejar a ese cuerpo quieto, inmóvil, darle
su escarmiento.
Fue
el Compa quien se lo despepitó a los policías. “Sí, yo le dije que la dejara firme
para siempre. Ella no le garantizaba. Lo andaba poniendo en mal, yéndose con otros.
Yo me la claché y me dio harta muina. Se trata de mi amigo y no me pareció. Él se
portó a lo macho y le dio su escarmentada. Yo le facilité el cuchillo.”
Su
amigo moqueaba, con mucho sentimiento. Y de verlo así, tan alicaído, le dio harta
pena. “No se me desavalorine, que aquí está su cuate.” Los muslos de La Bicha se
habían ido ya de su cabeza y, ahora estaba puesto para ir al bote, al lado de su
ñeris.
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