Truman Capote
Un sábado de marzo en que
soplaba un viento agradable y desfilaban nubes por el cielo, Ivor Belli compró en
una floristería de Brooklyn un bonito ramo de junquillos y lo llevó, primero en
el metro y después a pie, hasta un cementerio inmenso de Queens, un lugar que no
había visitado desde que había visto enterrar allí a su mujer, el otoño anterior.
Su regreso de ese día no cabía atribuirlo al sentimiento, pues Mrs. Belli, con quien
había estado casado veintisiete años, periodo en el cual le había dado dos hijas,
ya adultas y asentadas en el matrimonio, había sido una mujer de muchas naturalezas,
pero casi todas exasperantes: él no tenía ganas de renovar, ni siquiera en espíritu,
una relación tan poco relajadora. No; pero acababa de transcurrir un duro invierno
y sentía necesidad de ejercicio, aire, un paseo vigorizante en aquel clima espléndido,
heraldo de la primavera; por supuesto, a manera de dividendo adicional, era agradable
poder decirles a sus hijas que había ido a visitar la tumba de su madre, sobre todo
porque apaciguaría un poco a la mayor, que parecía guardar rencor a su padre por
su cómoda aceptación de su vida de viudo.
El
cementerio no era un lugar reposado y bonito; de hecho, el maldito paraje era más
bien aterrador: hectáreas de piedra color niebla que se extendían sobre una meseta
de hierba dispersa y sin sombra. Una vista, que nada entorpecía, de los edificios
de Manhattan prestaba al entorno una belleza como de utilería teatral; más allá
de las tumbas, el horizonte urbano parecía una lápida empinada que honraba a aquellas
gentes tranquilas, sus ciudadanos de antaño, ya consumidos: el espectáculo de esta
yuxtaposición hizo que Belli, que de profesión era contable de impuestos, y por
ende dotado para gozar la ironía por sádica que fuera, sonriera, que en realidad
se riese; sin embargo, oh, Dios en el cielo, sus inferencias también le estremecieron,
desinflaron la zancada vigorosa que le llevaba a lo largo de los senderos del cementerio,
rígidos y sembrados de guijarros. Redujo el paso hasta detenerse, y pensó: “Tendría
que haber llevado a Morty al zoo.” Morty era su nieto de tres años. Pero sería una
grosería no continuar, vengativo: ¿y por qué desperdiciar un ramo? La combinación
de ahorro y de virtud le reactivó; respiraba fuerte por la premura cuando, por fin,
se agachó para encajar los junquillos en una urna de piedra encaramada sobre una
losa tosca y gris en la que unas letras grabadas con caligrafía gótica declaraban
que
SARAH
BELLI 1901-1959
había sido la
AMANTE ESPOSA DE IVOR
Y QUERIDA MADRE DE IVY Y REBECCA
Dios, qué alivio
saber que la lengua de la mujer estaba por fin callada. Pero este pensamiento, apaciguador
como era, y aunque respaldado por visiones de su nuevo y silencioso apartamento
de soltero, no reanimó la súbitamente sofocada sensación de inmortalidad, de alegría
por estar vivo que el día había encendido más temprano. Se había puesto en marcha
esperando los enormes beneficios del aire, el paseo, el aroma de otra primavera
inminente. Ahora pensó que ojalá hubiera llevado una bufanda; la luz del sol era
falsa, no calentaba de verdad, y le pareció que el viento se había vuelto bastante
inclemente. Mientras sometía los junquillos a una poda decorativa, lamentó no poder
regarlos con agua para postergar su podredumbre; depositadas las flores, se volvió
para marcharse.
Una
mujer se interponía en su camino. Aunque había pocos visitantes en el cementerio,
no se había fijado en ella ni la había oído acercarse. La mujer no se apartó. Miró
los junquillos; un instante después sus ojos, protegidos por gafas con montura de
acero, se volvieron hacia Belli.
–Uy.
¿Pariente?
–Mi
mujer –dijo él, y suspiró como si fuese obligatorio ese ruido.
Ella
también suspiró; un suspiro curioso que entrañaba satisfacción.
–Vaya,
lo siento.
A
Belli se le alargó la cara.
–Bueno.
–Es
una lástima.
–Sí.
–Espero
que no fuese una enfermedad larga. Dolorosa.
–No-o-o
–dijo él, desplazando el peso de un pie al otro–. Mientras dormía. –Al presentir
un silencio insatisfecho, añadió–: Del corazón.
–Vaya,
de eso también murió mi padre. Hace poco. Es como si tuviéramos algo en común. Algo
–dijo, con un tono alarmantemente quejumbroso–, algo de qué hablar.
–…sé
cómo debe sentirse.
–Por
lo menos no sufrieron. Es un consuelo.
La
mecha adherida a la paciencia de Belli se acortó. Hasta entonces había mantenido
la mirada tan baja como convenía, observando, tras la vislumbre inicial de la mujer,
simplemente sus zapatos, que eran de ese tipo sólido, cómodo y práctico que suelen
usar las mujeres de edad y las enfermeras.
–Un
gran consuelo –dijo, al tiempo que ejecutaba tres tareas: levantar los ojos, ladear
el sombrero y dar un paso adelante.
Tampoco
ahora la mujer cedió terreno; era como si le hubieran encomendado que retuviera
a Belli.
–¿Podría
decirme la hora que es? Mi viejo reloj –anunció, dando golpecitos, con expresión
cohibida, a una maquinaria delicada y sujetada con una correa a la muñeca–. Me lo
regalaron cuando aprobé el instituto. Por eso ya no funciona tan bien. O sea, que
es bastante viejo. Pero bonito.
Belli
no tuvo más remedio que desabrocharse el abrigo y buscar un reloj de oro sepultado
en un bolsillo del chaleco. Mientras tanto examinó a fondo a la mujer, sin dejar
un detalle suelto. De niña debía de haber sido rubia, su pigmentación general así
lo sugería: el lustre limpio de su piel escandinava, sus mejillas macizas, arreboladas
de salud campesina, y el azul de sus ojos cordiales, unos ojos tan sinceros que
resultaban atractivos a pesar de las gafas de plata fina que los rodeaban; pero
el pelo en sí, lo que alcanzaba a verse por debajo de un sombrero de fieltro insulso,
eran unos rizos sin gracia, ondulados por la permanente, y de ningún tono especial.
Era un poco más alta que Belli, que medía uno setenta con ayuda de zapatos realzados,
y puede que pesara más; en todo caso no creía que a ella le hiciera mucha gracia
subirse a una báscula. Sus manos: manos de cocina; y las uñas: no sólo mordisqueadas,
sino pintadas con una laca nacarada y extrañamente fosforescente. Llevaba un feo
abrigo marrón y un feo bolso negro. Cuando el estudioso de estos componentes los
recompuso descubrió que formaban una persona muy decente cuyo aspecto le gustaba;
el esmalte de uñas era desalentador, pero aun así intuyó que era alguien en quien
se podía confiar. Como confiaba en Esther Jackson, la señorita Jackson, su secretaria.
En efecto, aquella mujer le recordaba a Jackson; pero la comparación no hacía justicia
a Jackson, que poseía, como en una ocasión, en el curso de una riña, él había informado
a la señora Belli, “elegancia intelectual y elegancia en otras cosas”. Sin embargo,
la mujer que tenía enfrente parecía investida de aquella cualidad de buena voluntad
que apreciaba en su secretaria, la señorita Jackson, Esther (como a veces la llamaba,
distraído). Además, calculaba que las dos serían de la misma edad: andaban por el
lado bueno de los cuarenta.
–Mediodía.
En punto.
–¡Imagínese!
Vaya, debe estar hambriento –dijo ella, y abrió su bolso, mirando dentro como si
fuera una canasta campestre atestada de víveres suficientes para montar un bufé.
Sacó un puñado de cacahuates–. Prácticamente sólo como cacahuates desde que papá…,
desde que no tengo a nadie para quien cocinar. Debo añadir, aunque sea yo quien
lo diga, que echo de menos mis guisos; papá siempre decía que yo era mejor que ningún
restaurante donde había comido. Pero no es un placer cocinar para una misma, aunque
sepas hacer pasteles ligeros como una pluma. Vamos. Coja algunos. Están recién tostados.
Belli
aceptó; siempre había sido infantil para los cacahuates, y cuando se sentó a comerlos
en la tumba de su mujer, sólo confió en que su amiga tuviera más. Con un gesto de
la mano le propuso que se sentara a su lado; le sorprendió advertir que la invitación
pareció azorarla; súbitas manchas rosas saturaron sus mejillas, como si él le hubiese
pedido que transformase el féretro de la señora Belli en un lecho de amor.
–Usted
puede hacerlo. Es un familiar. Pero yo… ¿Le gustaría a ella que una desconocida
se sentase en su… lugar de reposo?
–Por
favor. Hágame el favor. A Sarah no le importará –le dijo, agradecido de que la difunta
no pudiera oírle, porque le sobrecogía y le divertía al mismo tiempo pensar qué
diría Sarah, tan dispuesta siempre a montar una escena y enérgica rastreadora de
huellas de pintura de labios y hebras rubias dispersas, si pudiera verle pelando
cacahuates encima de su tumba con una mujer no totalmente desprovista de atractivo.
Y
en esto, cuando ella asumió una postura mojigata en el borde de la tumba, él se
fijó en su pierna. Su pierna izquierda; sobresalía recta como un artefacto rígido
y travieso que ella extendiese adrede para que tropezasen los viandantes. Consciente
del interés de Belli, ella sonrió, levantó y bajó la pierna.
–Un
accidente. Ya sabe. Cuando era niña. Me caí de una montaña rusa en Coney. En serio.
Salió en los periódicos. Nadie se explica cómo estoy viva. Lo único es que no puedo
doblar la rodilla. Por lo demás todo quedó igual. Salvo para bailar. ¿Baila usted
mucho?
Belli
negó con la cabeza; tenía la boca llena de cacahuates.
–Así
que tenemos otra cosa más en común. El baile. Podría gustarme. Pero no me gusta.
Aunque me gusta la música.
Belli
asintió.
–Y
las flores –añadió ella, tocando el ramo de junquillos; luego sus dedos siguieron
viajando y, como si estuviera leyendo Braille, recorrieron rozando las letras de
mármol con su nombre– Ivor –dijo, pronunciándolo mal–. Ivor Belli. Yo me llamo Mary
O’Meaghan. Pero ojalá fuera italiana. Mi hermana lo es; bueno, se casó con un italiano.
Y, oh, él es divertidísimo; alegre y extrovertido, como todos los italianos. Dice
que mis espaguetis son los mejores que ha probado nunca. Sobre todo los que hago
con salsa de mariscos. Debería probarlos.
Belli,
que había terminado los cacahuates, se sacudió las cáscaras de las rodillas.
–Ya
tiene un cliente. Pero no es italiano. Belli suena a italiano. Pero soy judío.
Ella
frunció el ceño, no con reprobación, sino como si él la hubiera amilanado de un
modo misterioso.
–Mi
familia procedía de Rusia; yo nací allí.
Esta
última información restauró el entusiasmo de Mary, lo aceleró.
–Me
da igual lo que digan los periódicos. Estoy segura de que los rusos son como todo
el mundo. Humanos. ¿Vio el ballet Bolshói en la tele? ¿Acaso no le hizo sentirse
orgulloso de ser ruso?
Él
pensó: Tiene buena intención; y guardó silencio.
–Sopa
de col lombarda, caliente o fría, con nata agria. Um… Ve –dijo, sacando una segunda
provisión de cacahuates–, tenía hambre. Pobrecillo. –Suspiró–. Cómo debe de añorar
la cocina de su mujer.
Era
verdad, la añoraba, y se percató de ello al aplicar a su apetito la presión del
diálogo entre ambos. Sarah servía una mesa excelente: variada, puntual y bien sazonada.
Se acordaba de determinados días de fiesta con aroma de canela. De tardes de salsa
de carne y vino, de lino almidonado y plata “buena”, seguidos de una siesta. Además,
Sarah nunca le había obligado a secar un plato (la oía tararear calmosamente en
la cocina), nunca se quejaba del quehacer doméstico, y se las había ingeniado para
convertir la crianza de dos chicas en una serie fluida de sucesos cariñosos y bien
meditados; la aportación de Belli a su educación había sido la de un testigo admirativo;
si sus hijas eran la prueba viviente de sus méritos (Ivy vivía en Bronxville, casada
con un cirujano dentista; su hermana era la mujer de A. J. Krakower, el abogado
más joven del bufete de Finnegan, Loeb y Krakower), él se lo debía agradecer a Sarah;
las hijas eran un logro de ella. Había muchas cosas buenas que decir de Sarah, y
se alegraba de sorprenderse pensándolo, descubrirse recordando no las largas horas
infernales que ella pasaba afilando la lengua para fustigar sus costumbres, sus
presuntas timbas de póquer, sus resabios de mujeriego, sino episodios más tiernos:
Sarah enseñándole los sombreros que se hacía ella misma, Sarah desperdigando migas
en alféizares nevados para las palomas en invierno: una marea de imágenes que remolcaban
hacia el mar la chatarra de reminiscencias más penosas. Lamentó, fue al instante
feliz por lamentar, doliente, no haberlo lamentado antes; pero si bien de pronto
valoraba sinceramente a Sarah, no podía fingir que le apenase que su vida juntos
hubiese concluido, pues la que llevaba desde entonces, en su conjunto, era, de lejos,
preferible. Sin embargo, pensó que ojalá en vez de junquillos le hubiera llevado
una orquídea, una de las que ella siempre rescataba de alguna fiesta a la que sus
hijas habían ido con algún novio, y que guardaba en la nevera hasta que se marchitaban.
–…¿verdad?
–oyó, y no supo quién había hablado hasta que, parpadeando, reconoció a Mary O’Meaghan,
cuya voz había seguido sonando sin que la escuchara: una voz tímida, como un arrullo,
un sonido extrañamente menudo y juvenil para provenir de una figura tan robusta.
–He
dicho que serán guapísimas, ¿verdad?
–Bueno
–dijo Belli, sin arriesgar nada.
–Sea
modesto. Pero seguro que lo son. Si salen a su padre…; ja, ja, no me tome en serio,
estoy bromeando. Pero en serio, los niños me pirran. Cambiaría por un niño a cualquier
adulto. Mi hermana tiene cinco, cuatro chicos y una chica. Dot, que así se llama
mi hermana, siempre me está persiguiendo para que la haga de canguro ahora que tengo
tiempo y no tengo que cuidar a papá cada minuto. Ella y Frank, mi cuñado, el que
mencioné antes, dicen: “Mary, nadie maneja a los críos como tú.” Y al mismo tiempo
se divierten. Pero es que es tan fácil… No hay nada como cacao caliente y una estupenda
batalla de almohadas para que se duerman. Ivy –dijo, leyendo en voz alta la severa
inscripción en la lápida–. Ivy y Rebecca. Qué bonitos nombres. Y seguro que usted
se desvive por ellas. Pero dos niñas sin madre.
–No,
no –dijo Belli, recuperando el hilo–. Ivy ya es madre. Y Becky está esperando.
La
cara de Mary reconvirtió su pesadumbre transitoria en una expresión de incredulidad.
–¿Abuelo?
¿Usted?
Belli
profesaba varias vanidades: por ejemplo, pensaba que era más cuerdo que otras personas;
también creía que era una brújula andante; su digestión, y la capacidad de leer
algo al revés, eran otros rasgos que halagaban su ego. Pero su reflejo en un espejo
suscitaba escaso aplauso íntimo, no porque le disgustara su aspecto, sino sólo porque
sabía que él estaba ya de vuelta. La vendimia de su pelo había empezado decenios
atrás; ahora su cabeza era casi un campo yermo. Su nariz tenía carácter, pero su
barbilla ninguno, a pesar del doble esfuerzo que hacía. Tenía los hombros anchos,
pero asimismo el resto del cuerpo. Era un hombre pulcro, por supuesto: llevaba los
zapatos lustrosos, hacía la colada, dos veces al día restregaba y embadurnaba de
talco sus quijadas azuladas; pero estas medidas no camuflaban, sino que más bien
acentuaban, su vulgaridad de clase media y de mediana edad. No obstante, no desdeñó
el piropo de Mary O’Meaghan; al fin y al cabo, un cumplido inmerecido es a menudo
el más poderoso.
–Diantre,
tengo cincuenta y un años –dijo, restando cuatro–. No diré que los noto.
Y
no los notaba; quizás porque el viento había amainado y la calor del sol se tornaba
más auténtico. Por la razón que fuese, sus expectativas habían renacido, era de
nuevo inmortal, un hombre con la mirada en el futuro.
–Cincuenta
y uno. No es nada. La flor de la vida. Si uno se cuida. Un hombre de su edad necesita
que le atiendan. Que le cuiden.
En
un cementerio uno está a salvo de maridos al acecho, ¿no? La pregunta le pasó por
la cabeza y se quedó a mitad de camino mientras inspeccionaba la cara acogedora
y crédula de Mary, sondeaba en su mirada algún vestigio de astucia. Aunque tranquilizado,
creyó mejor recordarle el entorno circundante.
–Su
padre. ¿Está –Belli hizo un gesto patoso– por aquí cerca?
–¿Papá?
Oh, no. No dio su brazo a torcer; se negó en redondo a que le enterraran. Así que
está en casa. –En la mente de Belli despuntó una imagen perturbadora que las palabras
siguientes de Mary (“No él, sus cenizas”) no disiparon del todo–. Bueno –Mary se
encogió de hombros–, era lo que él quería. O, ya veo…, ¿se pregunta usted por qué
estoy aquí? No vivo demasiado lejos. Doy un paseo hasta aquí y la vista…
Los
dos se volvieron para contemplar la línea del horizonte, donde las torres de algunos
edificios ondeaban banderas de nubes, y las ventanas cegadoras de sol relucían como
un millón de fragmentos de mica. Mary O’Meaghan dijo:
–¡Qué
día más perfecto para un desfile!
Belli
pensó: Es usted una chica muy agradable; a continuación lo dijo, y se arrepintió
de haberlo hecho, porque ella, por descontado, le preguntó por qué.
–Pues
porque… Ha sido bonito lo que ha dicho. Sobre desfiles.
–¿Ve?
¡Tantas cosas en común! Nunca me pierdo un desfile –le dijo ella, con voz triunfal–.
Las cornetas. Yo toco la corneta; bueno, tocaba, cuando estaba en el Sagrado Corazón.
Usted lo ha dicho antes. –Bajó la voz, como si abordara un tema que exigía tonos
graves–. Ha dicho que era amante de la música. Porque yo tengo miles de discos antiguos.
Cientos. Papá trabajaba en ese ramo y era su oficio. Hasta que se jubiló. Laqueaba
discos en una fábrica de discos. ¿Se acuerda de Helen Morgan? Me pirra, se lo aseguro,
esa mujer me enloquece.
–Jesucristo
–susurró él. Ruby Keeler, Jean Harlow: habían sido enamoramientos agudos pero curables;
pero Helen Morgan, una aparición cubierta de lentejuelas, tan pálida que parecía
albina, reluciente al otro lado de las candilejas de Ziegfeld…, había sido una auténtica
pasión.
–¿Usted
lo cree? ¿Que la mató la bebida? ¿Por culpa de un gángster?
–Da
igual. Era encantadora.
–A
veces, cuando estoy sola y como harta de todo, finjo que soy ella. Finjo que estoy
cantando en un club nocturno. Es divertido, ¿sabe?
–Sí,
lo sé –dijo Belli, cuya fantasía predilecta era imaginar las aventuras que viviría
si fuera invisible.
–¿Puedo
preguntarle si me haría un favor?
–Si
puedo, desde luego.
Ella
inhaló, contuvo la respiración como si estuviera buceando bajo una ola de timidez;
salió a la superficie y dijo:
–¿Escucharía
mi imitación? ¿Y me diría su opinión sincera?
Entonces
se quitó las gafas: la montura de plata se había hundido tan profundamente en su
cara que le había dejado una marca permanente. Sus ojos desnudos, húmedos y desvalidos,
parecían atónitos por la libertad: los párpados de pestañas exiguas aletearon como
pájaros largo tiempo cautivos a los que de pronto les abren la jaula.
–Veamos:
todo es suave y está lleno de humo. Ahora tiene que utilizar la imaginación. Imagine
que estoy sentada ante un piano…, caray, perdóneme, señor Belli.
–Olvídelo.
Bien. Está sentada ante un piano.
–Estoy
sentada ante un piano –dijo ella, echando la cabeza soñadoramente hacia atrás, hasta
que adoptó una postura romántica. Se succionó las mejillas; separó los labios; en
aquel mismo momento Belli se mordió los suyos, porque fue indelicada la visita que
el encanto hizo a la cara rosada y rellena de Mary O’Meaghan; una visita que no
debería haberse hecho; era una dirección equivocada. Ella aguardó, como si estuviera
atenta a la entrada de la música; entonces: “¡No me dejes nunca, ahora que has llegado!
Tu lugar está aquí. Todo parece perfecto cuando estás cerca de mí, todo marcha mal
cuando estás lejos.” Y Belli se quedó atónito, porque lo que estaba oyendo era exactamente
la voz de Helen Morgan, y la voz, con su dulzura vulnerable, su refinamiento y el
tierno temblor que se despeñaba desde las notas altas, no parecía ser una voz prestada,
sino la propia de Mary O’Meaghan, una expresión natural de alguna identidad oculta.
Poco a poco ella abandonó las poses teatrales y, sentada derecha, cantaba con los
ojos bien cerrados: “… Soy tan dependiente que cuando necesito consuelo acudo corriendo
a ti. ¡No me dejes nunca! Porque si lo haces no tendré nadie a quien recurrir.”
Hasta que fue demasiado tarde, ni ella ni él se fijaron en la comitiva que transportando
un féretro invadía su intimidad: un ciempiés negro formado por negros sobrios que
miraron a la pareja blanca como si hubieran topado con un par de saqueadores de
tumbas borrachos; excepto una doliente, una niña de ojos secos que empezó a reírse
sin parar; su hipo, que parecía hilaridad, resonó mucho después de que la procesión
hubiese desaparecido doblando una esquina, a lo lejos.
–Si
esa niña fuera mía… –dijo Belli.
–Qué
avergonzada estoy.
–Eh,
oiga. ¿Por qué? Ha sido precioso. Lo digo en serio; sabe cantar.
–Gracias
–dijo ella y se encajó las gafas, como si levantara una barrera contra lágrimas
inminentes.
–Créame,
me ha conmovido. Lo que me gustaría es que cantara algo más.
Era
como si ella fuese una niña a la que él le hubiera dado un globo, un globo especial
que se inflaba e inflaba hasta que la levantaba en el aire, la hacía bailar sólo
con los pies en vilo y luego la depositaba en el suelo. Mary descendió para decir:
–Pero
aquí no. Quizás –comenzó, y una vez más pareció que la alzaban, la balanceaban en
el aire–, quizás algún día en que me deje prepararle la cena. Haré una típica cena
rusa. Y escucharemos discos.
La
idea, la sospecha espectral que antes había pasado de puntillas, regresó con un
paso más firme, una criatura gorda y maciza a la que Belli no podía desalojar.
–Gracias,
señorita O’Meaghan. Es algo que esperaré con impaciencia –dijo. Se levantó, se calzó
el sombrero, se ajustó el abrigo–. Se puede pillar algo, sentado un largo rato en
una piedra fría.
–¿Cuándo?
–Pues
nunca. Nunca hay que sentarse en una piedra fría.
–¿Cuándo
vendrá a cenar?
Los
medios de subsistencia de Belli dependían en gran parte de que era un habilidoso
inventor de excusas.
–Cualquier
día –respondió, con soltura–. Siempre que no sea muy pronto. Soy recaudador de impuestos;
ya sabe lo que nos pasa en marzo. Sí, señor –dijo, sacando el reloj de nuevo–. De
vuelta al yugo.
Pero
no podía, ¿verdad que no?, largarse como si nada y dejarla allí sentada encima de
la tumba de Sarah. Le debía una gentileza; aunque sólo fuera por los cacahuates,
pero había algo más: quizás gracias a ella había recordado las orquídeas de Sarah
que se marchitaban en el frigorífico. Y, de todos modos, era simpática, una desconocida
tan agradable como nunca había conocido. Pensó en echar mano del clima, pero el
clima no le echaba una mano: había pocas nubes, el sol era sobremanera visible.
–Ha
refrescado –comentó, frotándose las manos–. Puede que llueva.
–Señor
Belli. Voy a hacerle ahora una pregunta muy personal –dijo ella, enunciando con
decisión cada palabra–. Porque no me gustaría que pensara que invito a cenar a cualquiera.
Mis
intenciones son… –Sus ojos vagaron, se le quebró la voz, como si su actitud franca
hubiera sido una farsa que era incapaz de mantener–. Así que voy a hacerle una pregunta
muy personal. ¿Ha pensado en casarse otra vez?
Él
tarareó, como una radio que se va caldeando antes de hablar; cuando lo hizo, fue
como si hubiera parásitos.
–Oh,
a mi edad. Ni siquiera quiero un perro. Me conformo con la tele. Alguna cerveza.
Una partida de póquer a la semana. Mierda. ¿Quién carajo querría vivir conmigo?
–dijo y, con una punzada, se acordó de la suegra de Rebecca, la señora de A. J.
Krakower padre, la doctora Pauline Krakower, una dentista (jubilada) que había participado
audazmente en un determinado complot familiar. ¿O qué me dices de la mejor amiga
de Sarah, la obstinada “Brownie” Pollock? Curioso que mientras vivió Sarah él hubiese
gozado, y en ocasiones se hubiera aprovechado, de la admiración que le profesaba
“Brownie”; después… al final él le había dicho que no volviese a telefonearle (ella
había gritado: “Tenía razón Sarah en todo lo que decía. Eres un cabrón fofo y peludo”).
Bien; y luego vino la señorita Jackson. A pesar de las sospechas de Sarah, de su
ferviente convicción, de hecho no había ocurrido nada indecoroso, muy indecoroso,
entre él y la agradable Esther, que era aficionada a los bolos. Pero él siempre
había presumido, y en los últimos meses sabido, que si un día le proponía a Esther
unas copas, cenar, unas cuantas partidas en una bolera… Dijo:
–Estuve
casado. Veintisiete años. Es suficiente para toda una vida.
Pero
al decir esto cayó en la cuenta de que, en aquel preciso momento, había tomado una
decisión, a saber: invitaría a Esther a cenar, la llevaría a la bolera y le compraría
una orquídea, una de color púrpura con una cinta de espliego. ¿Y adonde, se preguntó,
van las parejas de luna de miel en el mes de abril? A más tardar en mayo. ¿A Miami?
¿A las Bermudas? ¡A las Bermudas!
–No,
nunca he pensado. En casarme otra vez.
A
juzgar por su atenta postura, cabría suponer que Mary O’Meaghan escuchaba extasiada
al señor Belli; sus ojos, sin embargo, hacían novillos, erraban como buscando en
una fiesta a otra presa distinta y más prometedora. El color se le había disipado
de la cara, y con él la mayor parte de su saludable encanto. Tosió.
Él
también. Levantó el sombrero y dijo:
–Ha
sido muy agradable conocerla, señorita O’Meaghan.
–Lo
mismo digo –dijo ella, y se levantó–. ¿Le importa que le acompañe hasta la verja?
Sí
le importaba; quería seguir el paseo solo, devorando el alimento agrio de aquel
fulgor de primavera, de aquel tiempo de desfile, estar a solas con sus muchos pensamientos
de Esther, su estado de ánimo esperanzado, brioso y sempiterno.
–Será
un placer –dijo, adaptando su paso al más lento de ella y a la ligera oscilación
que le producía su pierna rígida.
–Pero
parecía una idea sensata –dijo Mary, con ganas de discutir–. Y estaba la señora
Annie Austin: la prueba viviente. Bueno, nadie tuvo una idea mejor. Quiero decir
que todo el mundo se me echaba encima: cásate. Desde el día en que murió papá, mi
hermana y todos los demás decían: pobre Mary, ¿qué será de ella? Una chica que no
sabe escribir a máquina. Ni taquigrafía. Con su pierna, además: ni siquiera puede
servir la mesa. ¿Qué le sucede a una chica (una mujer adulta) que no sabe nada,
que nunca ha hecho nada? Salvo cocinar y cuidar de su padre. Lo único que me decían
era: Mary, tienes que casarte.
–Entonces,
¿por qué oponerse? Una persona excelente como usted debería casarse. Haría muy feliz
a un hombre.
–Seguro
que sí. Pero ¿a quién? –Estiró los brazos, extendió una mano hacia Manhattan, el
país, los continentes, más allá–. He buscado; no soy de natural perezoso. Pero sincera,
francamente, ¿qué hay que hacer para encontrar un marido? Si no eres muy, muy bonita;
una bailarina fantástica. Si eres…, oh, ordinaria. Como yo.
–No,
no, nada de eso –masculló Belli–. Ordinaria no, no. ¿No podría sacar partido de
su talento? ¿De su voz?
Ella
se detuvo, empezó a abrir y cerrar su bolso.
–No
se burle. Por favor. Me va la vida en ello. –E insistió–. Soy ordinaria. Como la
señora Annie Austin. Y ella dice que el lugar donde debo buscar un marido, un hombre
decente y agradable, es en las necrológicas.
Para
ser un hombre que se creía una brújula humana, Belli tuvo la inquietante impresión
de sentir que se había extraviado; vio con alivio las puertas del cementerio, a
cien metros de distancia.
–¿Sí?
¿Eso dice? ¿La señora Annie Austin?
–Sí.
Y es una mujer muy práctica. Sustenta a seis personas con 58.75 dólares a la semana:
comida, ropa, todo. Y, desde luego, la forma en que me lo explicó parecía lógica.
Porque los obituarios están llenos de hombres solteros. De viudos. Vas al entierro
y te presentas tú misma: te condueles. O al cementerio: vienes aquí o vas a Woodland
un día que haga bueno y siempre hay viudos paseando. Hombres que piensan en lo mucho
que añoran la vida conyugal y que quizás estén deseando volver a casarse.
Belli
se horrorizó cuando comprendió que Mary hablaba en serio; pero también lo encontró
divertido y se rio, hundió las manos en los bolsillos y echó hacia atrás la cabeza.
Ella se le unió, lanzó una risa que le devolvió el color y que, como en una juerga,
le hizo chocar contra él.
–Hasta
yo… –dijo Mary, agarrándole del brazo–, hasta yo le veo la gracia.
Pero
no fue una visión duradera; súbitamente solemne, dijo:
–Pues
así conoció Annie a sus maridos. A los dos: al señor Cruikshank y luego al señor
Austin. Así que tiene que ser una idea práctica. ¿No le parece?
–Oh,
claro que sí.
Mary
se encogió de hombros.
–Pero
no ha salido demasiado bien. Nosotros, por ejemplo. Se diría que tenemos muchas
cosas en común.
–Algún
día –dijo él, avivando el paso–. Con un hombre más vital.
–No
lo sé. He conocido a gente magnífica. Pero siempre acaba así. Como nosotros… –dijo,
y dejó sin decir algo más, porque un nuevo peregrino, que acababa de cruzar la verja
del cementerio, había despertado su interés: un hombrecillo vivaz, que emitía silbidos
alegres y caminaba con brío. Belli también se fijó en él, observó la cinta negra
cosida alrededor de la manga del abrigo verde vivo del visitante y comentó:
–Buena
suerte, señorita O’Meaghan. Gracias por los cacahuates.
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