Vladimir Nabokov
1.
En realidad se
llamaba Frederic Dobson. A su amigo el prestidigitador, solía contarle en los siguientes
términos la historia de su vida:
–No
había nadie en Bristol que no conociera a Dobson, el sastre infantil. Yo soy su
hijo, y estoy orgulloso de serlo por pura obstinación. Debes saber que bebía como
una esponja. En algún momento en torno a 1900, unos meses antes de que yo naciera,
mi querido padre, empapado en alcohol, armó uno de esos ángeles de cera, ya sabes
cuáles, con traje de marinero y el primer pantalón largo… y luego se lo puso a mi
madre en la cama. Fue un milagro que la pobre no abortara en aquel momento. Como
imaginarás, todo esto lo sé de segunda mano, porque me lo han contado… ahora bien,
si mis confidentes no me han mentido, en ese hecho banal radica la razón secreta
de que yo sea…
Y
al llegar a este punto, Fred Dobson alzaba sus manos diminutas en un gesto bienintencionado
pero también triste. El prestidigitador se agachaba entonces y cogía en brazos a
Fred como si fuera un niño pequeño, y, suspirando, lo colocaba en la parte superior
de un armario, desde donde el pequeño enano achaparrado se encogía y empezaba a
gimotear y a estornudar suavemente.
Tenía
veinte años y no llegaba a los cuarenta kilos de peso, y solo superaba en unos centímetros
al famoso enano suizo, Zimmermann (llamado Príncipe Baltasar). Como el amigo Zimmermann,
Fred era bastante fornido, y de no ser por aquellas arrugas de su frente y por las
incipientes patas de gallo de sus ojos, así como por una especie de tensión misteriosa
que emanaba de su figura (como si se resistiera a crecer), nuestro enano bien pudiera
haberse hecho pasar por un niño de ocho años de lo más encantador. Llevaba brillantina
en el pelo, que tenía color de paja húmeda, y se lo peinaba liso hacia atrás, con
raya en medio, que ocupaba exactamente la línea media de su cabeza, y se prolongaba
con astucia hasta la coronilla. Fred caminaba con agilidad, tenía un porte apuesto
y bailaba bastante bien, pero su primer manager consideró apropiado que el apelativo
de “elfo” fuera acompañado de un epíteto cómico al observar la gran nariz que el
enano había heredado de su travieso y pletórico padre.
El
Elfo Patata, solo por su aspecto, despertaba una tormenta de aplausos y de risa
a lo largo y ancho de Inglaterra, y también en las principales ciudades del continente.
Se diferenciaba de la mayoría de los enanos en que tenía un carácter suave y amigable.
Le cogió un cariño inmenso al minúsculo pony Copo de Nieve, sobre el que trotaba
diligentemente en torno a la pista de un circo danés y, en Viena, conquistó el corazón
de un gigante estúpido y taciturno oriundo de Omsk nada más verle, por el sencillo
procedimiento de correr hasta él y pedirle, como un niño le pide a su aya, que le
cogiera en brazos.
No
acostumbraba a actuar en solitario. Por ejemplo, en Viena, se presentó junto con
el gigante ruso y se limitó a pasear su diminuta figura en torno al gigante, vestido
con sus pantalones de rayas, una elegante chaqueta, y un voluminoso rollo de música
bajo el brazo. Él era el encargado de traerle al gigante su guitarra. El gigante
se erguía como una estatua impresionante y cogía el instrumento como si fuera un
autómata. Un largo chaqué que parecía de ébano, junto con unos tacones y una chistera
en la que brillaban los reflejos de las columnas acrecentaban la estatura de este
imponente siberiano de ciento sesenta kilos. Estiraba su mandíbula poderosa y empezaba
a tocar, pulsando a duras penas las cuerdas con un solo dedo. Entre bastidores se
quejaba de que padecía mareos, como una mujer. Fred se hizo muy amigo suyo e incluso
derramó algunas lágrimas cuando tuvieron que separarse, porque se acostumbraba muy
rápidamente a la gente. Su vida, como la de un caballo de circo, no dejaba de dar
vueltas y más vueltas con la más plácida de las monotonías. Un día, en la oscuridad
de los bastidores, se tropezó con un cubo de pintura y se deslizó dentro del mismo,
y volvía este suceso una y otra vez, recordándolo siempre como un acontecimiento
extraordinario.
Y
de esta manera, el enano viajó por casi toda Europa y ahorró algo de dinero y cantó
con una voz argentina como de castrato, y en los teatros de variedades alemanes
la audiencia comía grandes bocadillos y nueces dulces y en los españoles, caramelos
de violeta y también dulces. El mundo le resultaba invisible. En su memoria solo
había un único abismo, siempre el mismo, que se reía ante su presencia y sus juegos,
y después, cuando la actuación había terminado, el eco suave y ensoñador de la noche
fría que al salir del teatro parece siempre de un profundo azul.
Al
volver a Londres encontró una nueva pareja artística en la de Shock, el prestidigitador.
Shock hablaba melodiosamente tenía unas manos delgadas, pálidas, virtualmente etéreas,
y un mechón de pelo castaño que le cubría un ojo. Parecía más un poeta que un mago
y demostraba sus habilidades con una especie de melancolía tierna y elegante, sin
un ápice de esa charlatanería rebuscada característica de sus compañeros de profesión.
El enano le ayudaba divertido y, al final de cada actuación, siempre acababa en
el gallinero con una exclamación de alegría contenida, a pesar de que todo el mundo
había sido testigo de cómo, un minuto antes, Shock lo había encerrado en una caja
negra en mitad del escenario.
Todo
esto ocurría en uno de esos teatros de Londres donde hay acróbatas que se elevan
por los aires entre el temblor y el fulos trapecios y donde un tenor extranjero
(un fracasado en su país) canta barcarolas, y donde hay un ventrílocuo con uniforme
de marino, y ciclistas, y un inevitable payaso excéntrico que camina arrastrando
los pies por la escena con un minúsculo sombrero y un chaleco que le llega hasta
las rodillas.
2.
En los últimos
tiempos, Fred se había vuelto melancólico estornudaba mucho, en silencio y con tristeza,
como un perro de aguas japonés. Aunque no había experimentado durante meses deseo
alguno por una mujer, el virginal enano se veía asaltado de vez lo por agudos ataques
de solitaria angustia amorosa, que desaparecían tan pronto como llegaban y entonces,
durante un tiempo, ignoraba los hombros desnudos que se mostraban blancos al otro
a barrera de terciopelo de los palcos, y también a las pequeñas acróbatas o a la
bailarina española cuyos muslos esbeltos se habían revelado por un momento cuando
la rizada espuma rojo-anaranjada de los volantes de su traje se había alzado en
remolino al compás de un giro particularmente vertiginoso.
–Lo
que necesitas es una enana –dijo Shock pensativo, con un rápido gesto del pulgar
y el índice sacaba una moneda de plata de la oreja del enano, cuyo bracito se alzó
en una amplia como si se dispusiera a cazar una mosca.
Aquella
misma noche, cuando Fred, tras acabar su número y embutirse en su acostumbrado bombín
y en su gabán estrecho, se disponía a marcharse a casa con paso vacilante, refunfuñando
y sin resuello por un pasillo mal iluminado entre bastidores, se encontró con un
repentino chasquido de luz y de alegría: una puerta se había abierto de par en par
y dos voces le llamaban y le instaban a entrar dentro. Eran Zita y Arabella, dos
hermanas acróbatas, ambas medio desnudas, morenas, de pelo negro, con almendrados
ojos azules. El camerino era como un bazar atestado donde un desorden de farándula
compitiera por compartir el aire con la fragancia de diferentes lociones. El tocador
estaba atestado de bolas de maquillaje, peines, atomizadores de cristal, horquillas
en una caja que había sido de bombones y lápices de labios.
Nada
más entrar, Fred enmudeció, incapaz de oír nada, ante el parloteo y la cháchara
de las chicas. Empezaron a tocar al enano por todas partes y a hacerle cosquillas
y éste, arrebolado y morado de deseo, se dejaba arrullar como una pelota en los
abrazos de aquellos brazos desnudos que le engañaban con sus tretas. Finalmente,
cuando la traviesa Arabella lo apretó contra sí dejándose caer sobre el sofá, Fred
perdió la cabeza y empezó a frotarse contra ella, resoplando y agarrándose a su
cuello. Al tratar de liberarse de él, ella levantó el brazo y entonces Fred se deslizó
por el hueco y pegó sus labios al seno caliente de su axila afeitada. La otra chica,
muerta de risa, trataba en vano de arrastrarle por las piernas. En aquel preciso
momento, la puerta se abrió de golpe y el socio francés de las dos acróbatas entró
en la habitación con unas mallas ceñidas color mármol. Sin decir palabra, pero también
sin manifestar rencor alguno, agarró al enano por la nuca (solo se oyó el chasquido
del cuello de Fred al soltarse de la botonadura) lo levantó en el aire y lo echó
de allí como si fuera un mono. La puerta se cerró de golpe. Shock, que pasaba en
aquel momento por allí, vio de refilón el brazo de mármol y una pequeña figura negra
con los pies retraídos que volaba por los aires.
Fred
se hizo daño al caer y ahora yacía inmóvil en el pasillo. No es que estuviera aturdido,
pero se había quedado fláccido todo él, con los ojos fijos en un punto perdido y
los dientes castañeteando.
–Mala
suerte, viejo –suspiró el prestidigitador, levantándole del suelo. Palpó con sus
dedos translúcidos la frente del enano y añadió–: Ya te dije que no te entrometieras.
Te está bien empleado. Lo que necesitas es una enana.
Fred,
con los ojos hinchados, no dijo nada.
–Esta
noche dormirás en mi casa –decidió Shock, y llevó al Elfo Patata hasta la salida.
3.
Pero también
existía una señora Shock.
Era
una dama de edad incierta, con ojos oscuros mancha dos de amarillo en torno al iris.
Su cuerpo enjuto, su cutis de pergamino, su cabello negro sin vida, aquella costumbre
suya de echar el humo por la nariz cuando fumaba, su estudiado descuido en su atuendo
y en su cabello, no eran precisamente señuelos convenidos en el juego de seducción
en el que caen prendidos los hombres, aunque parece fuera de dudas que el señor
Shock los consideraba de su agrado a pesar de que, en realidad, no pareciera prestar
atención a su mujer, ocupado siempre como estaba en inventar trucos secretos para
su espectáculo, como un ser taimado e irreal que siempre estuviera pensando en otra
cosa mientras mantenía una conversación trivial pero sin dejar de observar con avidez
cuanto le rodeaba mientras se encontraba inmerso en sus fantasías astrales. Nora
tenía que estar siempre alerta porque él nunca perdía la ocasión de idear algún
engaño mínimo, inútil, pero sutilmente ingenioso. Por ejemplo, hubo una ocasión
en que le sorprendió su glotonería: se lamía los labios llenos de salsa, chupaba
los huesos del pollo hasta dejados pelados y seguía sirviéndose comida y más comida
que se le amontonaba en el plato; luego, sin decir nada, se levantó y se fue, tras
dedicar a su mujer una mirada afligida, y un poco más tarde, la doncella, ocultando
su risa tonta tras las faldas del delantal, informó a Nora de que el señor Shock
no había tocado la cena, y que la había dejado entera en tres cacerolas completamente
nuevas debajo de la mesa.
Ella
era la hija de un artista respetable que solo pintaba caballos, galgos y cazadores
con sus casacas rojas. Antes de casarse había vivido en Chelsea, había admirado
los atardeceres brumosos del Támesis, había tomado lecciones de dibujo, asistido
a ridículas reuniones con la bohemia local, y fue precisamente en una de estas ocasiones
cuando los ojos espectrales y grises de un hombre silencioso y delgado se fijaron
en ella. Hablaba poco de sí mismo y nadie le conocía entonces. Algunos creían que
era un compositor de poemas líricos. Ella se enamoró de él al instante. El poeta
se comprometió distraído con ella y el primer día de casados le explicó, con una
sonrisa triste, que no sabía escribir poesía y allí mismo y sin pensarlo más, en
mitad de la conversación, transformó un viejo despertador en un cronómetro niquelado,
y el cronómetro en un reloj de pulsera de oro, que desde aquel momento Nora llevó
siempre en la muñeca. Entendió entonces que por muy prestidigitador que fuera Shock,
no dejaba de ser, a su manera, un poeta: sin embargo, a lo que no se podía acostumbrar
era al hecho de que le tuviera que demostrar su arte en todo momento, en cualquier
tipo de circunstancia. Es difícil ser feliz cuando tu marido es un espejismo, un
constante juego de manos estrafalario, un engaño a los cinco sentidos.
4.
Se entretenía
perezosamente golpeando los dedos contra el cristal de un cuenco en el que unos
cuantos peces de colores, que parecían recortados de una piel de naranja, respiraban
al ritmo de los destellos de sus aletas, cuando la puerta se abrió silenciosa y
apareció Shock (con el sombrero de seda ladeado y un mechón de su pelo castaño sobre
la ceja) con una criatura diminuta enroscada en sus brazos.
–Mira
lo que he traído –dijo el prestidigitador con un suspiro.
Nora
pensó fugazmente: un niño. Perdido. Encontrado. Sus oscuros ojos se humedecieron.
–Tenemos
que adoptarlo –añadió suavemente Shock, de morándose en la puerta.
Aquella
cosa pequeña cobró vida de repente, murmuró algo, y empezó a gatear por la pechera
almidonada del prestidigitador. Nora miró las botas minúsculas, sus polainas de
pelo de camello, el hongo diminuto.
–A
mí no se me engaña fácilmente –se rio en son de burla.
El
prestidigitador le lanzó una mirada de reproche. Luego dejó a Fred en un sofá mullido
y le cubrió con una manta.
–Blondiner
le maltrató –explicó Shock, y no pudo evitar añadir–: Le golpeó con una pesa. En
el estómago.
Y
Nora, que tenía un corazón de oro como suele ocurrir con las mujeres que no tienen
hijos, sintió una piedad muy especial que casi le llevó a romper a llorar. Empezó
a cuidar al enano como una auténtica madre, le dio de comer, le hizo beber una copa
de oporto, le frotó la frente con agua de colonia, le humedeció con ella las sienes
y también el dorso infantil de sus orejas.
A
la mañana siguiente Fred se levantó temprano, inspeccionó aquel cuarto desconocido,
habló con los peces de colores y, tras estornudar un par de veces, se acomodó en
el alféizar del mirador como si fuera un niño pequeño.
Una
niebla mágica en retirada bañaba los grises tejados de Londres. En algún lugar,
en la distancia, se abrió una ventana, uno de cuyos paños atrapó el estallido de
un rayo de sol. La bocina de un automóvil cantó en la frescura y ternura del amanecer.
Los
pensamientos de Fred volvían una y otra vez al día anterior. Los acentos jocosos
de las volatineras se mezclaban de forma extraña con el tacto de las frías manos
perfumadas de la señora Shock. Primero le habían maltratado, luego le habían acariciado;
y, recordad: era un enano muy afectuoso, muy ardiente. Su imaginación se quedó prendida
en la posibilidad de rescatar a Nora algún día de las garras de un hombre fuerte,
brutal, parecido a aquel francés de blancas mallas ajustadas. Sin motivación aparente
se acordó entonces de una enana de quince años con la que había trabajado en tiempos.
Era una cosilla enferma, malhumorada, de nariz afilada. Ante los espectadores aparecían
como una pareja próxima a casarse y, temblando de asco, no le quedó otro remedio
que bailar un tango íntimo con ella.
Y
de nuevo sonó un claxon solitario para después alejarse en la distancia. La luz
del sol comenzaba a penetrar la niebla que cubría el amable desierto londinense.
Hacia
las siete y media el piso empezó a dar signos de vida. Con una sonrisa abstraída
Shock se fue a una misión desconocida. Del comedor llegaba hasta él el delicioso
olor de huevos con beicon. Apareció la señora Shock con un kimono bordado de girasoles
y el pelo arreglado de cualquier manera.
Después
del desayuno le ofreció a Fred un cigarrillo perfumado cuya boquilla parecía un
pétalo rojo y, entrecerrando los ojos; hizo que le contara cosas de su vida. En
momentos narrativos como aquél, la fina voz de Fred se hacía ligeramente más profunda:
hablaba despacio, eligiendo bien sus palabras y, por raro que parezca, aquella inesperada
dignidad en su dicción le sentaba bien. Con la cabeza inclinada, solemne y tenso
aunque conservando cierta elasticidad aun dentro de su envaramiento, se sentó a
los pies de Nora. Ella se reclinó en el diván de terciopelo, apoyándose en los brazos
que dejaban así ver sus codos desnudos. El enano acabó de contar su historia y luego
se quedó callado aunque sin dejar de dar vueltas una y otra vez a la palma de su
diminuta mano, como si quisiera continuar hablando. Su chaqueta negra, rostro inclinado,
naricilla carnosa, pelo leonado, y aquella raya en medio que atravesaba su cabeza
conmovieron vagamente el corazón de Nora. Mientras le miraba desde la altura de
sus ojos trataba de imaginarse que no era un enano adulto el que tenía a sus pies
sino su hijito inexistente a punto de contarle cómo se habían burlado de él sus
compañeros de escuela. Nora extendió la mano y le acarició levemente la cabeza –y
en ese momento, gracias a una enigmática asociación mental, surgió en ella algo
distinto, una visión extraña, curiosamente vengativa.
Al
sentir aquellos dedos ligeros sobre su cabeza, Fred se quedó inmóvil al principio,
pero luego empezó a lamerse los labios en un silencio de delirio. Sus ojos, mirando
de soslayo, no podían separar su mirada del pompón verde de la zapatilla de la señora
Shock. Y de pronto, de una forma absurda y embriagadora, todo se puso en movimiento.
5.
En aquel día
azul de humo, en aquel sol de agosto, Londres estaba particularmente hermoso. El
cielo tierno y festivo se reflejaba en la lisura extensa del asfalto, los brillantes
buzones de correos relucían en rojo por las esquinas, a través del tapiz verde del
parque los coches centelleaban y rodaban con un zumbido sordo. La ciudad entera
hervía y respiraba en aquella plácida calidez y había que descender bajo tierra,
hasta los andenes del metro, para encontrar una zona de frescura.
Cada
día del año es un regalo que se concede tan solo a un solo hombre, al más feliz;
el resto de la gente utiliza el día para gozar del solo para reñir con la lluvia,
sin saber, no obstante, a quién pertenece en realidad aquel día; y a su afortunado
propietario le divierte y le place la ignorancia de los otros. Una persona no puede
saber de antemano cuál será el día que le corresponda, qué trivialidad permanecerá
en su memoria para siempre: el reflejo del rayo de sol al caer sobre un muro junto
a una extensión de agua o el remolino de la hoja del arce al caer, y a menudo lo
que sucede es que solo reconoce su día de forma retrospectiva, mucho tiempo después
de haber arrancado, arrugado y abandonado bajo la mesa la hoja del calendario con
la fecha olvidada.
La
providencia le concedió a Fred Dobson, un enano con polainas grises color de ratón,
el día festivo de agosto de 1920 que comenzó con un bocinazo melodioso y el destello
de una ventana que se abría en la distancia. Los niños que volvían de paseo les
contaban a sus padres maravillados que habían visto a un enano con bombín, pantalones
a rayas, un bastón en una mano y un par de guantes de cabritilla en la otra.
Después
de despedirse de Nora con un beso ardiente (ella esperaba visita), el Elfo Patata
salió a la calle, amplia e inundada de sol y en ese preciso momento supo que la
ciudad entera había sido creada para él y solo para él. Un alegre taxista bajó con
un chasquido la bandera metálica del taxímetro; la calle empezó a deslizarse ante
él y Fred no paraba de arrullarse y reírse entre dientes, mientras luchaba por no
resbalarse del todo en la piel del asiento del taxi.
Se
bajó en la entrada de Hyde Park y, sin prestar ninguna atención a las miradas de
curiosidad que su persona provocaba, se puso a caminar mesuradamente por delante
de las sillas plegables verdes, por delante del estanque y los grandes macizos de
rododendros, oscurecidos a la sombra de los olmos y tilos, sobre un césped tan brillante
y mullido como un tapiz de billar. Los jinetes pasaban cabalgando, trotando ligeros
sobre sus monturas, con un crujido de sus pantalones de montar, mientras que las
cabezas ágiles de sus corceles se alzaban al paso y las espuelas chocaban; y los
lujosos automóviles negros, con un relumbre mareante de los radios de sus ruedas,
avanzaban con sosiego a través del amplio encaje de la sombra violeta.
El
enano caminaba, inhalando cálidas bocanadas de gasolina y también el aroma del follaje
que parecía pudrirse con la sobreabundancia de savia verde, y daba vueltas a su
bastón y apretaba los labios como si estuviera a punto de ponerse a silbar, tan
grande era el sentimiento de ligereza y liberación que le poseía. Su amante le había
despedido con una ternura tan apresurada, se había reído tan nerviosa, que se dio
cuenta de cuánto temía que su anciano padre, que siempre almorzaba con ella, empezara
a sospechar algo si llegaba a encontrar a un caballero extraño en la casa.
Aquel
día le vieron por todas partes: en el parque, donde un ama rosada con un gorro almidonado
se ofreció por alguna extraña razón a llevarle en el carrito que empujaba, y también
en las salas de un gran museo; y en la escalera mecánica que ascendía lentamente
desde las cavernosas profundidades en las que soplaban vientos eléctricos entre
brillantes carteles; y en una tienda elegante donde solo se vendían pañuelos de
seda para caballeros; y en la cresta de un autobús, adonde le subieron unas manos
amables.
Y
al cabo de un rato empezó a cansarse, todo aquel brillo y movimiento le abrumaban,
aquellos ojos sonrientes que se le quedaban mirando le ponían nervioso, y pensó
que debía meditar cuidadosamente aquella hermosa sensación de libertad, de orgullo
y de felicidad que le acompañaba.
Cuando
finalmente un Fred hambriento entró en el conocido restaurante donde se reunían
todo tipo de artistas de variedades y donde su presencia no hubiera podido extrañar
a nadie y cuando se detuvo a mirar a toda aquella gente, al viejo payaso aburrido
que ya estaba borracho, al francés, un enemigo de antaño que ahora le saludó amistosamente,
el señor Dobson se dio cuenta con absoluta lucidez de que no iba a aparecer nunca
más en escena.
El
lugar estaba algo oscuro, no había suficientes lámparas encendidas en su interior
y en la calle no había ya luz bastante para alumbrarlo. El viejo payaso, que parecía
más bien un banquero arruinado, y el acróbata, que tenía un aspecto bastante vulgar
vestido de paisano, jugaban en silencio al dominó. La bailarina española, que llevaba
un sombrero en forma de rueda que proyectaba una sombra azulada sobre su rostro,
estaba sola en un rincón sentada a una mesa con las piernas cruzadas. Había media
docena de personas que Fred no conocía; examinó sus rasgos que años de maquillaje
habían difuminado; mientras tanto el camarero le trajo un cojín para que llegara
a la mesa, cambió el mantel y puso la mesa rápidamente.
Y
de repente, en la profundidad oscura del restaurante, Fred avistó el perfil delicado
del prestidigitador, que hablaba a media voz con un hombre gordo del tipo americano.
Fred no había pensado en que pudiera toparse con Shock –que nunca frecuentaba las
tabernas–, en aquel lugar, y, a decir verdad, había olvidado por completo su existencia.
Ahora sentía tanta lástima por el pobre mago que decidió ocultarlo todo en un principio
pero entonces pensó que Nora era incapaz de engañar a nadie y que probablemente
se lo contaría a su marido aquella misma noche (“Me he enamorado del señor Dobson…
Te voy a dejar”) y que debería evitarle una confesión difícil y desagradable porque,
¿no era él su caballero andante, no estaba él orgulloso de su amor, no estaba, por
tanto, justificado que causara dolor a su marido, independientemente de la piedad
que le inspirara?
El
camarero le trajo una ración de pastel de riñones y una botella de cerveza. También
encendió más luces. Aquí y allá, sobre el terciopelo polvoriento, había unas flores
de cristal que se encendían y el enano observó desde lejos cómo un rayo dorado destacaba
el mechón castaño del prestidigitador, y vio también cómo las luces y las sombras
se alternaban sobre sus dedos transparentes. Su interlocutor se levantó, agarrándose
al cinturón de su pantalón y riéndose obsequiosamente, y Shock le acompañó al guardarropa.
El americano gordo se puso un sombrero de ala ancha, estrechó la etérea mano de
Shock y, sin dejar de subirse los pantalones, se dirigió hacia la salida. Por un
momento se pudo apreciar una cuña de luz detenida, mientras que las lámparas del
restaurante lucían más y más amarillas. La puerta se cerró de un portazo.
–¡Shock!
–llamó el enano, meneando sus pequeños pies bajo la mesa.
Shock
se acercó. Mientras se acercaba, sacó pensativo un puro encendido del bolsillo superior
de su chaqueta, lo chupó, emitió una bocanada de humo y lo devolvió a su lugar.
Nadie supo cómo lo había hecho.
–Shock
–dijo el enano cuya nariz se había enrojecido a causa de la cerveza–. Tengo que
hablar contigo. Es muy importante.
El
prestidigitador se sentó a la mesa con Fred y apoyó los codos sobre la misma.
–¿Cómo
está tu cabeza hoy? ¿Te duele? –preguntó con indiferencia.
Fred
se limpió los labios con la servilleta; no sabía cómo empezar, temiendo todavía
causarle demasiada angustia a su amigo.
–A
propósito –dijo Shock–, hoy actúo contigo por última vez. Ese tipo me va a llevar
a América. Las cosas marchan bastante bien.
–Te
quería decir… –y el enano, haciendo migas con el pan, luchaba por encontrar las
palabras adecuadas–. En realidad es que… Sé valiente, Shock. Amo a tu mujer. Esta
mañana, después de que te fueras, ella y yo, nosotros dos, quiero decir, ella…
–El
único problema es que me mareo en barco –decía pensativo el prestidigitador–, y
se tarda una semana en llegar a Bastan. En una ocasión fui en barco hasta la India.
Al acabar me sentía como si todo yo estuviera dormido, como cuando una pierna se
te queda dormida.
Fred,
de color púrpura, no hacía sino pasar el puño por el mantel. El prestidigitador
se reía entre dientes de sus propios pensamientos, hasta que llegado el momento
los interrumpió para preguntar:
–¿No
me ibas a decir algo, amigo mío?
El
enano se quedó mirando sus fantasmales ojos y negó con la cabeza, confundido.
–No,
no, no era nada… No se puede hablar contigo.
Shock
alargó la mano –sin duda iba a sacar una moneda de la oreja de Fred–, pero por primera
vez en largos años de magia maestra, la moneda, que los dedos no habían agarrado
con la suficiente firmeza, se cayó al suelo. La cogió y se levantó.
–Yo
no voy a comer aquí –dijo, examinando con curiosidad la coronilla del enano–. No
me gusta este lugar.
Silencioso
y taciturno, Fred comía su manzana asada.
El
prestidigitador se marchó discretamente. El restaurante se fue quedando vacío. A
la lánguida bailarina española del gran sombrero se la llevó un joven tímido de
ojos azules, exquisitamente vestido.
Bueno,
pues si no quiere escuchar, entonces yo no tengo ninguna obligación, pensaba el
enano; suspiró aliviado y decidió que, después de todo, Nora le podría explicar
mejor las cosas. Luego pidió recado de escribir y se dispuso a redactar una carta.
Acababa así:
Ahora
comprenderás por qué no puedo seguir viviendo como hasta ahora. ¿Qué sentirías sabiendo
que todas las noches, las masas vulgares se parten de risa al ver a tu elegido?
Voy a romper mi contrato y mañana me iré de aquí. Recibirás otra carta mía tan pronto
como encuentre un agujero apacible donde tras tu divorcio, podamos amamos, mi querida
Nora.
Y
así terminó el día veloz que le fue concedido a un enano de polainas grises como
un ratón.
6.
Oscurecía cautelosamente
sobre Londres. Los ruidos de la calle se confundían en una suave nota de timbre
hueco, como si alguien hubiera cesado de tocar pero hubiera olvidado levantar el
pie del pedal del piano. Las hojas negras de los limeros del parque se estampaban
contra el cielo transparente como ases de espadas. Al llegar a un recodo o a un
rincón abrupto o también entre las fúnebres siluetas de unas torres gemelas, se
revelaba, como una visión, un poniente en llamas.
Shock
tenía la costumbre de ir a casa a cenar y a cambiarse y, ya con el chaqué puesto,
dirigirse directamente en coche al teatro. Aquella noche Nora le esperaba impacientísima,
temblando con un júbilo maligno. ¡Qué contenta estaba de tener un secreto que solo
ella conocía! No era la imagen del enano la que ocupaba su mente, ya la había alejado
de sí. El enano era un gusano repugnante.
Oyó
la cerradura de la puerta de entrada que se abría con su chasquido delicado. Como
suele ocurrir cuando se ha engañado a una persona, el rostro de Shock le pareció
desconocido, nuevo, como si fuera el de un extraño. Él la saludó con una inclinación
de cabeza, sin hablar, como con vergüenza, bajando los ojos con un gesto de tristeza.
Ocupó su lugar en la mesa enfrente de ella sin decir palabra. Nora se puso a examinar
su traje gris claro que le hacía parecer todavía más delgado, todavía más escurridizo.
Sus ojos se encendían en un triunfo cálido; la comisura de la boca le temblaba malevolente.
–¿Y
cómo está tu enano? –le preguntó, complaciéndose en el tono fortuito de su pregunta–.
Pensé que te lo traerías contigo.
–No
lo he visto hoy –contestó Shock, disponiéndose a comer. Y justo en ese momento se
le ocurrió una idea… tomó un frasco, lo destapó con un chirrido cuidadoso y vertió
su contenido sobre un vaso lleno de vino.
Nora
esperó irritada a que el vino se volviera de color azul brillante, o transparente
como el agua, pero el clarete no cambió de tono. Shock vio la mirada de su mujer
y sonrió levemente.
–Es
para la digestión, son solo unas gotas –murmuró.
Una
sombra se rizó sobre su rostro.
–Mientes,
como de costumbre –dijo Nora–. Tienes un estómago a prueba de bombas.
El
prestidigitador se rio suavemente. Luego se aclaró la garganta como si estuviera
en el escenario y se bebió el vaso de un trago.
–Sigue
comiendo –dijo Nora–. Se va a quedar frío.
Con
frío placer pensó, “¡Ah, si lo supieras!”. Nunca lo sabrás. ¡Te tengo en mi poder!
El
prestidigitador comía en silencio. De repente, hizo una mueca, retiró su plato a
un lado y empezó a hablar. Como de costumbre, no la miraba directamente sino como
por encima, y hablaba con tono suave y melodioso. Le describió su día, le contó
que había visitado al rey en Windsor, donde había sido invitado a entretener a los
pequeños duques que llevaban chaquetas de terciopelo y cuellos de encaje. Contó
todo esto con toques bien vivos, imitando a la gente que había visto, alzando la
cabeza ligeramente como en una actitud altiva y parpadeando.
–Saqué
una bandada entera de palomas de mi joroba –dijo Shock.
Sí
y también el enano tenía las palmas de las manos todas pegajosas y te lo estás inventando
todo, reflexionaba Nora como entre paréntesis.
–Esas
palomas, sabes, se pusieron a volar en torno a la reina. Ella trataba de ahuyentarlas
sin dejar de sonreír y sin perder la compostura.
Shock
se levantó, se tambaleó, se apoyó ligeramente con dos dedos en el borde de la mesa,
y dijo, como si quisiera dar por finalizada la historia:
“No
me encuentro bien, Nora. Eso que he bebido era veneno. No deberías haberme sido
infiel”.
La
garganta se le hinchó en espasmos convulsivos y, llevándose un pañuelo a los labios,
salió del comedor. Nora se levantó de un salto; las cuentas de ámbar de su largo
collar se enredaron con el cuchillo de postre que descansaba sobre el plato y se
lo llevaron por delante.
“Está
montando otro de sus números”, pensó amargamente. “Me quiere asustar, me quiere
atormentar. No, buen hombre, esta vez no te va a servir de nada. ¡Ya verás!”
¡Qué
fastidio que Shock hubiera descubierto su secreto! Pero por lo menos ahora tendría
la oportunidad de revelarle todos sus sentimientos, de gritarle que lo odiaba, que
lo despreciaba con toda su furia, que no era una persona sino un fantasma de goma,
que no aguantaba ya vivir con él ni un minuto más, que…
El
prestidigitador estaba sentado en la cama, acurrucado y castañeteando angustiado,
pero consiguió esbozar una débil sonrisa cuando Nora entró en tromba en la habitación.
–Así
que pensabas que te iba a creer –dijo, sin aliento–. ¡No, esto es lo último! Yo
también sé engañar. Me repeles, eres el hazmerreír de todo el mundo con tus trucos
fallidos…
Shock,
sonriendo inútilmente todavía, intentó levantarse de la cama. El pie rozó contra
la alfombra. Nora se puso a pensar qué otra cosa se le ocurría para insultarle.
–No
lo hagas –dijo Shock a duras penas–. Si he hecho algo que… por favor, perdóname…
En
su frente se destacaba, tensa, una vena. Se encogió todavía más, empezó a hacer
ruidos con la garganta, el mechón de su pelo, todo húmedo, empezó a moverse, y el
pañuelo que se apretaba contra los labios se empapó de bilis y de sangre.
–¡Deja
de tratar de engañarme haciendo el idiota! –gritó Nora y dio un golpe tremendo con
el pie.
Él
consiguió enderezarse. Tenía el rostro pálido como la cera. Tiró el pañuelo hecho
trizas a un rincón.
–Espera,
Nora… No entiendes… Éste es, de verdad, mi último truco… No haré ninguno más.
Y
de nuevo un espasmo le quebró el rostro sudoroso, terrible. Se tambaleó, se cayó
en la cama y apoyó la cabeza en la almohada. Ella se le acercó, se le quedó mirando,
frunciendo el ceño. Shock yacía tumbado con los ojos cerrados y los dientes firmes
le crujían. Cuando se inclinó sobre él, sus párpados temblaron, la miró vagamente,
sin reconocer a su esposa, pero de repente la reconoció y sus ojos relampaguearon
con una húmeda luz de dolor y ternura.
En
aquel instante Nora, supo que le quería más que a nada en el mundo. Se vio repentinamente
abrumada por la piedad y también por el horror. Empezó a dar vueltas por la habitación,
echó agua en un vaso, lo dejó en el lavabo, volvió corriendo hasta su marido que
había alzado la cabeza y se llevaba la punta de las sábanas a los labios, temblando
con todo el cuerpo mientras vomitaba, mirando sin ver con ojos vacíos ya velados
por la muerte. Entonces Nora, en un gesto animal, corrió al cuarto de aliado, al
teléfono y, con él en la mano, durante un buen rato no hizo sino marcar números
equivocados, mientras sollozaba sin aliento y volvía a marcar y a equivocarse golpeando
el teléfono una y otra vez contra la mesa; finalmente, cuando por fin respondió
la voz del médico al otro lado del teléfono, Nora gritó que su marido se había envenenado,
que se estaba muriendo: y al decido inundó el auricular con una tormenta de lágrimas,
tras lo cual, dejándolo de cualquier manera, volvió corriendo al dormitorio.
El
prestidigitador, impecable y lustroso, con un chaleco blanco y unos pantalones negros
impecablemente planchados, estaba frente al espejo de cuerpo entero anudándose cuidadosamente
la corbata. Vio a Nora en el espejo y, sin darse la vuelta, le hizo un guiño distraído
sin dejar de silbar suavemente y de anudar con sus dedos transparentes las puntas
negras de su corbata de lazo negra.
7.
Drowse, una ciudad
diminuta en el norte de Inglaterra, parecía en verdad tan soñolienta que uno podía
llegar a sospechar que estaba perdida entre aquellos campos brumosos de suaves colinas,
en los que se había quedado dormida para siempre. Tenía una oficina de correos,
una tienda de bicicletas, dos o tres estancos de tabaco con carteles rojos y azules,
una vieja iglesia gris rodeada de tumbas sobre las que se extendía soñolienta la
sombra de un enorme castaño. La calle principal estaba bordeada a ambos lados por
setas, jardincillos, y casitas de ladrillo ceñidas por hileras diagonales de hiedra.
Una
de ellas la había alquilado un cierto señor F. R. Dobson a quien nadie conocía excepto
su patrona y el médico local, y a éste no le gustaba cotillear. Su patrona, una
mujer grande y adusta, que había trabajado con anterioridad en un manicomio, respondía
a las preguntas casuales de los vecinos explicándoles que Dobson era un anciano
paralítico, destinado a vegetar en silencio tras las cortinas. Nada tiene de extraño
pues que los vecinos le olvidaran el mismo año en el que llegó a Drowse: se convirtió
en una presencia inadvertida que los vecinos daban por supuesta como al obispo desconocido
cuya efigie de piedra llevaba años en su nicho sobre la portada de la iglesia. Se
pensaba que el anciano misterioso tenía un nieto –un silencioso niño rubio que a
veces, al anochecer, solía llegar a la casita de Dobson con pasos breves y tímidos.
Sin embargo, esto ocurría tan pocas veces que nadie podía asegurar con certeza que
fuera siempre el mismo niño, y ni que decir tiene que el crepúsculo en Drowse era
particularmente azulado y turbio, de fronteras difuminadas.
Así
a los perezosos y nada curiosos habitantes de Drowse se les pasó por alto el detalle
de que el supuesto nieto del supuesto paralítico no crecía al compás de los años
y que su rubio pelo no era sino una peluca admirablemente hecha; porque el Elfo
Patata empezó a quedarse calvo al comenzar su nueva existencia y muy pronto su cabeza
estuvo tan lisa y brillante que invitaba a que la mano se posara sobre aquel globo
terráqueo. En otros aspectos no había cambiado demasiado: su estómago quizás había
crecido, y en su nariz ahora más carnosa y deslucida habían aparecido unas venas
color púrpura que cubría con polvos de maquillaje cuando se vestía de niño pequeño.
Lo que es más, Ann y también su médico sabían que los ataques cardíacos que el enano
sufría no presagiaban nada bueno.
Vivía
apacible y discretamente en sus tres habitaciones, se había hecho socio de una biblioteca
de la que sacaba unos tres o cuatro libros (fundamentalmente novelas) a la semana,
había comprado un gato negro de ojos amarillos porque le tenía un miedo mortal a
los ratones (que saltaban y corrían detrás del armario como si fueran diminutas
bolas de lana), comía mucho, especialmente dulces (a veces incluso saltaba de la
cama en mitad de la noche y se arrastraba por el suelo helado como un fantasma diminuto
y destemplado en su largo camisón, para alcanzar, como un niño pequeño, las galletas
de chocolate de la despensa) y cada vez se acordaba menos de su aventura amorosa
y de los días espantosos que pasó al llegar a Drowse.
Sin
embargo, en su mesa de trabajo, entre finas facturas dobladas cuidadosamente, seguía
conservando una hoja de papel color de melocotón con una filigrana en forma de dragón,
emborronada en letra picuda y apenas legible. Esto es lo que decía:
Querido Señor Dobson,
Recibí su primera carta, así como la segunda, en
la que me pide que acuda a D. Todo ello, mucho me temo, ha sido un terrible error.
Por favor trate de olvidarse y de perdonarme. Mañana mi marido y yo partimos para
Estados Unidos y probablemente no volveremos en algún tiempo. De verdad que no sé
qué más decirle, mi pobre Fred.
Fue en ese momento
cuando tuvo su primera angina de pecho. Desde entonces se le quedaron los ojos fijos
en una mansa mirada de extrañeza ante el mundo. Y en los días siguientes anduvo
sin parar de un cuarto al otro, tragándose las lágrimas y haciendo gestos ante su
mismo rostro con mano temblorosa.
Ahora,
sin embargo, Fred había comenzado a olvidar. Se había aficionado a aquella comodidad
que nunca antes había conocido –a la película azul de las llamas sobre los carbones
de la chimenea, a la de los pequeños jarrones polvorientos colocados en sus estanterías
redondas, al grabado entre las dos estanterías: un perro San Bernardo, entero con
su barril, confortando a un montañero en una roca desolada. Muy pocas veces se acordaba
de su vida pasada. Solo en sueños veía a veces cómo un cielo estrellado cobraba
vida con el temblor de trapecios múltiples mientras le aplaudían al verle meterse
en un baúl negro: a través de sus paredes distinguía la suave voz cantarina de Shock
pero no conseguía encontrar la trampa en el suelo del escenario y acababa sofocado
en aquella oscuridad pegajosa, mientras que la voz del prestidigitador se volvía
más y más triste y más y más remota hasta que desaparecía en la distancia, y entonces
Fred se levantaba con un gemido en su espaciosa cama, en su habitación recoleta
y oscura, con su leve aroma de violetas, jadeando y apretando su puño infantil contra
su corazón vacilante, a la luz empañada de la persiana de la ventana.
En
el transcurso de los años, el anhelo por el amor de una mujer fue debilitándose
progresivamente, como si Nora le hubiera ido secando todo aquel ardor que en tiempos
le había atormentado. Es cierto que en ocasiones, en ciertas veladas de primavera,
el enano, después de ponerse los pantalones cortos y la peluca rubia, abandonaba
la casa para embutirse en la oscuridad crepuscular y allí, escondiéndose en algún
camino entre los campos, se detenía repentinamente al contemplar con angustia una
borrosa pareja de amantes trabados el uno en los brazos del otro junto a un seto,
bajo la protección de las zarzas en flor. Ahora, incluso aquello había dejado de
sucederle; había cesado por completo de mirar al mundo. Solo de vez en cuando el
médico, un hombre de pelo blanco con penetrantes ojos negros, venía a jugar una
partida de ajedrez, y, al otro lado del tablero, consideraba con placer científico
aquellas suaves manos diminutas, aquel rostro pequeño de bulldog, cuyo ceño prominente
se fruncía cuando el enano se ponía a pensar en la próxima jugada.
8.
Transcurrieron
ocho años. Llegó un domingo, y ocurrió en la mañana de aquel domingo. La mesa, dispuesta
para el desayuno, esperaba la presencia de Fred, con el chocolate humeando en su
jarra cubierta con su funda de tela, conformando el aspecto y las formas de un loro.
El verde soleado de los manzanos se filtraba a través de los cristales de la ventana.
Ann, con toda su corpulencia, se encontraba entretenida quitándole el polvo a la
pequeña pianola en la que el enano se sentaba de tanto en tanto a tocar unos valses
siempre vacilantes. Unas moscas se habían aposentado en el tarro de mermelada de
naranja y se frotaban las patas delanteras.
Fred
entró en la habitación, todavía algo adormilado y con las arrugas del sueño en su
porte y hábito, calzando unas zapatillas de fieltro y embutido en una minúscula
bata negra estampada con ranas amarillas. Tomó asiento desperezando los ojos y acariciándose
la calva. Ann se fue a la iglesia. Fred abrió la sección ilustrada del periódico
dominical y sin dejar de hacer muecas con los labios, que fruncía y estiraba a ritmo
alterno, se dispuso a leer con detenimiento toda suerte de sucesos, tales como los
premios concedidos en el último certamen canino, las piruetas de una bailarina rusa
que se doblaba hasta figurar la lánguida agonía de un cisne, los embustes y peripecias
de aquel financiero que había conseguido embaucar y engañar a medio mundo… Bajo
la mesa, la gata arqueaba el lomo y se agazapaba en caricias contra su tobillo desnudo.
Acabó el desayuno; se levantó bostezando: había pasado muy mala noche, el corazón
le había dolido más que nunca, y ahora, a pesar de que tenía los pies helados, le
daba una enorme pereza vestirse. Se trasladó hasta el sillón que había junto al
mirador y se acurrucó en él. Se quedó allí sin pensar en nada mientras que, a sus
pies, la gata negra arqueaba el lomo y se estiraba abriendo sus minúsculas fauces
rosas.
Sonó
el timbre de la puerta.
El
doctor Knight, pensó Fred con indiferencia. Recordó que Ann había salido y fue en
persona a abrir la puerta.
El
sol se filtró a raudales. Una dama alta, vestida completamente de negro, se erguía
solitaria en el umbral. Fred retrocedió, mascullando incoherencias entre dientes
y manoseando torpemente los pliegues de su bata. Retrocedió a toda prisa hacia el
interior de la casa y en su camino sin darse cuenta perdió una zapatilla, ya que
su única obsesión en aquel momento era que quienquiera que fuera aquella visita
no notara su naturaleza de enano. Se detuvo, jadeante, en mitad del cuarto de estar.
¡Oh, por qué no se le había ocurrido sin más cerrar de un portazo! ¿Y quién demonios
podía ser, quién podría tener interés en venir a visitarle? Un error, sin duda.
Y
en aquel momento percibió nítidamente el ruido de unos pasos que se acercaban hasta
él. Se refugió en el dormitorio: pensó en encerrarse allí dentro pero no tenía llave.
La zapatilla perdida permanecía solitaria sobre la alfombra del vestíbulo.
–Es
una situación espantosa –pensó Fred, ya sin aliento, y se dispuso a escuchar.
El
ruido de los pasos se hacía más cercano, ya sonaban en el cuarto de estar. El enano
emitió un leve gemido y se dirigió al ropero, buscando un buen lugar donde esconderse.
Una
voz, que le resultaba conocida, pronunció su nombre al tiempo que se abría la puerta
del dormitorio:
–Fred,
¿por qué me tienes miedo?
El
enano, descalzo, de negro, la calva un puro tejido de sudor, se quedó parado junto
al ropero, su mano detenida en el pomo de la cerradura. Recordó entonces con la
máxima precisión los peces naranjo-dorados en su pecera de cristal.
Ella
había envejecido mal. Tenía sombras oliváceas bajo los ojos. Los pelillos negros
del bozo se destacaban más nítidos que antes: y su sombrero negro así como los pliegues
de su vestido, también negro, emanaban un poso de polvo y de aflicción.
–No
esperaba… nunca pensé que… –empezó a balbucear Fred mientras alzaba con cautela
la mirada hasta ella.
Nora
lo tomó de los hombros y lo volvió hacia la luz, y con mirada triste e impaciente
examinó su rostro. El enano, confuso y un punto azorado, pestañeó, lamentándose
de que le hubieran sorprendido con la cabeza descubierta y sin peluca y al mismo
tiempo maravillado ante la emoción que descubría en Nora. Había dejado de pensar
en ella hacía tanto tiempo que ahora no sentía sino tristeza y sorpresa. Nora, sin
aflojar su abrazo, cerró los ojos. Luego, apartó levemente al enano de su lado y
se volvió hacia la ventana.
Fred
se aclaró la garganta y dijo:
–Te
he perdido la pista por completo. Dime ¿cómo está Shock?
–Sigue
con sus trucos de siempre –contestó Nora como ausente–. Hace poco que hemos regresado
a Inglaterra.
Sin
quitarse el sombrero se sentó junto a la ventana sin dejar de mirarle con una intensidad
que tenía algo de extraño.
–Eso
quiere decir que Shock… –se apresuró a continuar Fred, incómodo ante la intensidad
de su mirada.
–Sigue
como siempre –dijo Nora, que sin aminorar el brillo de sus ojos, fijos en el enano,
procedió a quitarse unos guantes de un negro brillante que luego estrujó en un revoltijo
que mostraba el blanco de su interior.
–“¿Será
que me vuelve a querer de nuevo?” –se preguntó de repente el enano.
La
pecera, el aroma de la colonia, los pompones verdes de sus zapatillas hicieron una
brusca irrupción en su mente.
Nora
se levantó. El rebujo negro de los guantes de deslizó al suelo.
–El
jardín no es muy grande, pero tiene manzanos –dijo Fred mientras seguía preguntándose
en su interior:
“¿Acaso
habrá habido algún momento en el que yo…? Tiene la piel un tanto cetrina y apagada.
Y además, bigote. ¿Pero por qué está tan callada?”.
–Apenas
salgo, sin embargo –dijo, balanceándose levemente en la silla y tocándose las rodillas.
–Fred,
¿no sabes por qué estoy aquí?
Ella
se levantó y se le acercó hasta tocarle. Fred, con una sonrisa de apenada disculpa,
trató de escaparse, y al hacerla acabó resbalándose de la silla.
Y
fue entonces cuando ella le dijo con una voz inmensamente dulce:
–Lo
cierto es que tuve un hijo tuyo.
El
enano se quedó helado, la mirada perdida en un cajoncillo minúsculo de cristal cuadrado
que resplandecía en el lateral de un jarrón azul oscuro. Una tímida sonrisa de extrañeza
se encendió en las comisuras de su boca y luego se extendió hasta encender sus mejillas
con un rubor púrpura.
–Mi
hijo…
Y
de repente lo entendió todo, el sentido completo de la vida, de su larga angustia,
de aquella ventanita que relucía en el jarrón de cristal.
Alzó
la vista con lentitud. Nora estaba sentada de lado en, una silla y se estremecía
en sollozos violentos. La cabeza de cristal del prendedor de su sombrero resplandecía
como una lágrima. El gato, ronroneando tiernamente, se frotaba contra sus piernas.
Corrió
hasta ella y recordó una novela que acababa de leer.
–No
tienes por qué temer –dijo el señor Dobson–, no tienes por qué temer que vaya a
apartarlo de ti. ¡Soy tan feliz!
Ella
le miró a través de un velo de lágrimas. Iba a empezar a explicarle algo cuando
tragó saliva… Vio entonces el resplandor que emanaba del semblante del enano…, y
no tuvo valor para explicar nada.
Se
apresuró a recoger del suelo el rebujo de sus guantes.
–Bueno,
ahora ya lo sabes. Es todo. Me tengo que ir.
De
repente Fred se vio herido por la saeta de un pensamiento amargo. Una profunda vergüenza
se abrió paso entre su trémula alegría. Preguntó, manoseando al hacerla la borla
de su bata:
–Y…
y… ¿cómo es? No será…
–No,
todo lo contrario –contestó Nora rápidamente–. Un chico bien grande, alto, como
todos los chicos –y de nuevo rompió a llorar. Fred bajó los ojos.
–Me
gustaría verlo –y al punto se corrigió feliz–: ¡Oh, ya entiendo! No debe saber que
soy como soy. Pero a lo mejor lo podrías arreglar de forma que yo…
–Sí,
claro que sí, no faltaría más –dijo Nora apresuradamente, y con un tono casi cortante
mientras cruzaba el vestíbulo–: Sí, ya lo arreglaremos de alguna forma. Pero ahora
me tengo que ir. Hay unos veinte minutos andando hasta la estación.
Volvió
el rostro en la puerta de la calle y, por última vez, ávida y tristemente, examinó
los rasgos de Fred. La luz del sol temblaba sobre su calva, y las orejas eran un
puro tono rosa translúcido. El pobre no se enteraba de nada en su sorpresa y felicidad.
Y cuando se hubo ido, Fred se quedó inmóvil durante un largo rato en el hall de
entrada como si tuviera miedo de que el corazón se le fuera a rebosar al menor movimiento
de imprudencia. Trataba una y otra vez de imaginarse a su hijo sin conseguir otra
imagen que la suya propia, bajo la apariencia y vestido de un escolar con una peluca
rubia. Y al transferir su propia forma y aspecto a su hijo dejó de sentirse como
un enano.
Se
vio a sí mismo entrando en una casa, en un hotel, en un restaurante para conocer
a su hijo. Acarició con la imaginación el pelo rubio del chico en un rapto de conmovedor
orgullo paterno… y luego, con su hijo y con Nora (¡qué estúpida había sido al pensar
que él pudiera tener la mínima intención de quitárselo!), se vio a sí mismo paseando
por una calle y entonces…
Fred
se dio una palmada en el muslo. ¡Se había olvidado de preguntarle la dirección a
Nora!
Y
en ese punto el tempo se aceleró a un ritmo absurdo y enloquecido. Corrió a su dormitorio
y empezó enfebrecido a vestirse a toda prisa. Se puso lo mejor que tenía, una camisa
cara almidonada a todo lujo, prácticamente nueva, unos pantalones con rayita fina,
una chaqueta hecha en Resartre de París hacía muchos años, y conforme se iba vistiendo,
no cesaba en sus intentos de sofocar una irresistible risa apagada ni de romperse
las uñas en los resquicios de los ajustados cajones de su cómoda y hasta tuvo que
sentarse un par de veces para que su agitado corazón henchido y a punto de estallar
descansara; pero tras las pausas volvía de nuevo a saltar por el cuarto buscando
el sombrero hongo que llevaba años sin ponerse hasta que finalmente, cuando se detuvo
fugazmente a consultar el espejo en su trajín, pudo avistar la imagen de un majestuoso
caballero maduro, elegantemente vestido de etiqueta, tras lo cual bajó corriendo
las escaleras hasta el porche, deslumbrado por una idea nueva que se le acababa
de ocurrir: ¡hacer el viaje de vuelta con Nora –a quien, con toda seguridad, alcanzaría
en su camino a la estación– para ver a su hijo aquella misma noche!
Una
ancha carretera polvorienta llevaba directamente a la estación. Los domingos solía
estar más o menos desierta, pero de repente y contra todo pronóstico apareció en
un recodo un muchacho con un bate de cricket. Fue el primero que reconoció al enano.
Sorprendido ante tamaña visión empezó a dar muestras de regocijo y burla palmeteando
y agitando su gorra de vivos colores al compás de los pasos de Fred mientras observaba
el dorso de su figura que se alejaba y el destello del chasquido de sus polainas
color gris rata.
Y
en aquel preciso momento, aparecieron, Dios sabe de dónde, una turba de chavales
boquiabiertos que empezaron a seguir al enano con cierto sigilo preñado de asombro.
Él caminaba cada vez más deprisa, mirando el reloj de tanto en tanto sin dejar de
reír entre dientes presa de gran excitación. El sol le hacía sentirse un poco mareado.
Mientras tanto, el número de chavales fue aumentando y los transeúntes que, por
azar, pasaban por allí se detenían a mirar asombrados. En algún lugar lejano se
dejaron oír las campanadas de una iglesia: la aletargada ciudad volvía a la vida
cuando, de repente, estalló en una risotada incontenible, largo tiempo contenida.
El
Elfo Patata, incapaz de dominar su impaciencia, cambió el paso y adoptó una especie
de trote. Uno de los chavales se precipitó a su paso hasta enfrentársele tratando
de verle la cara: otro gritó algo con voz hosca y grosera. Fred, haciendo muecas
para defenderse del polvo, siguió corriendo, y, de repente, se imaginó que todos
aquellos chicos que se apelmazaban en enjambre a su paso eran hijos suyos, hechos
y derechos, alegres, saludables, y sonrió con una expresión de perplejidad, sin
cesar en su trote, cada vez más cansado y jadeante, tratando de olvidar el corazón
que le estallaba en el pecho de quemazón, como un martillo pilón inmisericorde.
Un
ciclista, que pedaleaba junto al enano en una bicicleta cuyas ruedas lanzaban destellos
y chispas al rodar, se llevó el puño a la boca a la manera de un megáfono, como
si estuviera animando a un corredor en el último tramo de su carrera. Las mujeres
salían de sus casas y se quedaban de pie en los porches, riéndose abiertamente mientras
comentaban unas con otras y señalaban con el dedo –protegiendo con la mano su mirada
del sol– la figura del enano que corría a pleno mediodía. Todos los perros de la
ciudad se despertaron. Los parroquianos de la iglesia, agobiados y sofocados allí
dentro, oyeron –a su pesar los ladridos, los gritos de ánimo y el jalear de la gente
mientras que el grupo que seguía al enano se iba haciendo más numeroso y tupido
en el transcurso del camino. La gente pensaba que se trataba de una colosal maniobra
publicitaria, el reclamo de un circo o quizá el rodaje de una película.
Fred
empezaba a tener dificultades en su marcha, tropezaba y notaba un cosquilleo musical
en los oídos, la botonadura del cuello se le clavaba en la garganta, no podía respirar.
Los gritos de júbilo, la risa, el ejército de pasos que le seguía, todo aquello
le ensordecía. Pero por fin, a través de una niebla de sudor, consiguió atisbar
el vestido negro. Ella caminaba lentamente a lo largo de una pared de ladrillos
en un torrente de sol. Se volvió a mirar el espectáculo y se detuvo. El enano entonces
la alcanzó y se agarró a los pliegues de su falda.
Con
una sonrisa de felicidad alzó los ojos hasta ella, intentando hablar sin conseguido;
en su lugar alzó las cejas sorprendido y se desplomó a cámara lenta en la acera.
Al momento le rodeó con estrépito el clamor de la gente que como hormigas se apretaron
en tropel junto a su cuerpo. Alguien, al darse cuenta de que aquello no era ninguna
broma, se inclinó ante el enano y luego silbó levemente y se quitó el sombrero.
Nora contemplaba indiferente el cuerpecillo diminuto de Fred que parecía un guante
negro todo arrebujado. Alguien la empujó. Una mano la cogió del hombro.
–¡Suélteme!
–dijo Nora con voz inexpresiva–. Yo no sé nada. Mi hijo murió hace unos días.
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