Luigi Pirandello
¿Será bastante?
Las tres hermanas
Borgianni, Santa, Lisa y Angélica, se veían unas a otras con miradas interrogativas.
Durante tres días se habían atareado preparando el opíparo banquete.
Santa, la menor,
era más alta que Angélica, y ésta más alta que Lisa, la mayor. Las tres, fornidas
y bien dadas, rivalizaban con sus hermanos, que eran de estatura gigantesca y de
configuración hercúlea.
“¡La familia
Borgianni; ocho columnas!”, como al hermano menor, Mauro, le gustaba exclamar.
Tres hermanas
y cinco hermanos: Rosario, Nicolás, Titto, Lucas y Mauro, en orden cronológico.
Rosario y Nicolás
trabajaban en el campo; Titto se encargaba de una planta de azufre cerca de Aragona;
y Lucas era contratista de obras públicas en toda la región.
Mauro era un
apasionado de la caza, la cacería era su única ocupación.
Rosario Borgianni
tenía fama de carácter violento, se volvía una fiera cuando se enojaba. Contaban
que había sido el protagonista de las más descabelladas aventuras en los días terribles
de los contrabandistas; pero, naturalmente, con el tiempo, estos cuentos se habían
ido elaborando de tal manera, que Rosario se había vuelto una figura legendaria.
Una de sus hazañas
más célebres fue la vez en que había desafiado a doce de los más sanguinarios bandidos
y acabó con ellos en un santiamén. ¡Un tanto exagerado! La verdad del asunto era
que habían sido cuatro los bandidos; mató a dos cerca de su casa y, a los otros
dos, por el camino que va de Aragona a Comitini.
También se contaban
anécdotas divertidas de Mauro.
Un día, andando
de caza, se cayó de la cima del Monte delle Forche y botó, como una pelota, tres
veces sobre tres rocas y, cada vez, agitando su escopeta en el aire, exclamaba:
“¡Qué bueno que soy bailarín!”
Los únicos daños
y perjuicios que resultaron de este memorable suceso fueron la fractura de la pierna
derecha y un ligero choque cerebral, aunque esto no dejó huella notable.
En otra de sus
excursiones, divisó tres o cuatro gorriones posados sobre unas vacas que, sin cuidado,
rumiaban en un pastizal.
Se agazapó y,
sin hacer el menor ruido, se fue acercando a gatas; apenas llegó a buena distancia
para tirarles, ¡zas!, les hizo fuego.
Al mismo instante,
¡quién había de saltar de una cerca, sino el infeliz pastor!
–¡Alto! –Ordenó
Mauro con voz estentórea– ¡Si das otro paso, te mando muy lejos!
–Pero, señor
Mauro, mi ganado…
–¿Qué no sabes,
grandísimo tonto, que dondequiera que veo caza disparo?
–¿Aunque esté
sobre las espaldas de mis vacas?
–Sí, aunque
estuviera sobre la cabeza del Niño Dios, si tomo al Espíritu Santo por un pichón.
***
Uno pensaría que se preparaba
un gran comelitón para treinta invitados, cuando menos; pero era solamente para
uno y todavía ignorábase quién podría ser. Lo único que sabían era que llegaba a
Comitini al día siguiente y que este agasajo se le debía por haber amparado a su
hermano Lucas, el contratista, durante las dos semanas que permaneció oculto.
¿Por homicidio?
Sí… mejor dicho, no; pero algo parecido. Sucedió de esta manera: Lucas Borgianni
tenía el contrato para la construcción de la carretera entre Favara y Naro. Una
tarde, después de la jornada, regresaba a su hogar, a caballo, cuando vio sobre
la carretera, que iluminaba ya la luna, una sombra sospechosa. No cabía duda, allí
estaba un individuo encapuchado. Afortunadamente, Lucas lo había visto a tiempo,
o más bien, distinguido un capuchón. El pillo debería estar agazapado para evitar
que le diera la luz de la luna que apenas aparecía tras la colina, a la izquierda.
–¿Quién vive?
Nadie respondió.
Clic-clic; Lucas preparó su rifle para mayor seguridad. Un grillo comenzó su concierto
nocturno. Volvió a enfrenar su caballo.
–¿Quién vive?
Silencio. El
grillo seguía su canturreo.
–Contaré hasta
tres –advirtió Lucas, poniéndose pálido–. Si no contesta, persígnese. Uno…
La figura ensombrecida
no se movió.
–Dos…
La sombra permanecía
inmóvil. El silencio no se rompía más que con el chirrido del grillo.
–Tres…
Se oyó un disparo.
Algo saltó en el aire y Lucas huyó a todo galope.
Sus hermanos
salieron a su encuentro, cuando llegó a la casa, lívido y jadeante.
–Escóndanme,
escóndanme…
–¿Por qué, a
quién heriste?
–No… no… lo
maté.
Sus hermanos
lo llevaron casi en peso al sótano, mientras se aclaraba el asunto. Entretanto,
salió Mauro para ver si no se había armado algún escándalo por el asesinato. Rosario
y Nicolás esperaron con ansia, allí en el sótano, a que Lucas estuviera en condiciones
para ser trasladado a un escondite más seguro; ya habían pensado en un lugar cerca
de sus padrinos, en Comitini, adonde debería partir, a caballo, esa misma noche.
Titto, armado hasta los dientes, salió al sitio descrito por su
hermano, para ver de qué se trataba. Por fin, Lucas estaba listo para hacer el viaje;
pero al siguiente día, al amanecer, apareció Titto.
–¿Qué pasó?
–¡Nada! No encontré
más que una capa y un capuchón sobre el suelo. El hombre se ha de haber escapado,
dejando su capa bien balaceada. ¡Lucas tira como un demonio! Pero debió haberlo
herido de muerte, a juzgar por la capa. Pero no comprendo: dos agujerotes en el
capuchón… Las balas deben haberle pasado por la cabeza… Entonces… ¿Cómo explicarse
uno?
Pasaron tres
días en angustiosa espera. Pero nadie en las cercanías supo dar razón del suceso;
los vecinos no habían tenido noticia de que alguien hubiera sido herido, ni sabían
de ninguna muerte violenta.
Hasta después
de dieciséis días, para ser exactos, se supo lo acontecido. Un campesino, que trabajaba
en las cercanías, había hecho uso de una mojonera para colgar su capa y su capuchón;
pero al terminar la jornada, se olvidó de ellos, dejándolos allí. Esta roca cubierta
era lo que Lucas tomó por un asaltante.
***
Ahora, he aquí el comelitón listo
desde la noche anterior, luciendo sobre una enorme mesa en medio del comedor: las
rosadas carnes de un lechón, criado con esmero, jugoso y bien sazonado, relleno
de macarrón y listo para hornearse; seis liebres adornadas con perdices, que había
cazado Mauro; dos soberbios pavos, menudo y salchichas, patas de ternera en gelatina,
un imponente pescado en escabeche, un inmenso pastel, todo un regimiento de botellones
repletos de ricos y añejos vinos, y un sinfín de varias frutas.
–¿Será bastante
o no será?
Titto dijo que
sí, Mauro que no; luego hicieron cuentas.
Somos ocho y
el huésped nueve, con el mozo y la criada once. ¡Dios mío!, cada uno de nosotros
come por cuatro y… y…
–No se apure
–dijo Titto–, nuestro huésped no se quedará con hambre.
Esta conversación
se oía a la medianoche, alrededor de la mesa, porque los hermanos, los siete, guiados
por el mismo impulso, habíanse levantado de la cama para ver cómo quedaba la mesa
arreglada; entraron, uno por uno, como duendes, con sus blancos camisones, cada
cual con una vela en la mano. Se había entablado una disputa entre Titto y Mauro;
éste lo amenazó con una pata de liebre y el otro se le fue encima.
–¡Una serenata,
una serenata! –exclamó Angélica oportunamente, porque su oído había captado las
notas de unas mandolinas y una guitarra.
En efecto, se
acercaba la música de una serenata callejera.
–¡Una mazurka,
una mazurka! –aplaudió Santa al mismo tiempo. Cogió a su hermana del brazo, y las
dos figuras, extrañas por sus largos camisones, empezaron a bailar.
Los otros siguieron
el ejemplo. Lisa tomó a Titto, Rosario se emparejó con Nicolás, mientras Mauro,
sin compañera, riéndose de buena gana, comenzó a hacer cabriolas con una liebre,
cuyas orejas se agitaban al compás de la música.
***
Entre los besos, abrazos, preguntas
que le llovieron al hermano que llegaba (la columna más imponente de la familia),
nadie se fijó en un hombrecito de edad incierta, cubierta la cabeza con un sombrero
negro de descomunales proporciones, sumido hasta el cogote y sostenido de los lados
por las orejas que se doblaban bajo el peso abrumador. El pobrecito parecía conmovido
con la demostración de afecto por parte de las ocho columnas, que ni siquiera le
habían dirigido una ojeada, y se sentía fuera de lugar, pues era tan chaparro que
(con todo y sombrero) no le llegaba al hombro a Lisa, a pesar de ser ésta la más
baja de las tres hermanas.
–¡Ah! Un momento,
un momento. Déjenme presentarles a don Diego Filina, conocido por todos como Schiribillo.
Por fin, Lucas
se había acordado del huésped y sonrió, mientras le puso una mano protectora sobre
el hombro.
–¡Cielo santo,
qué chaparrito es! –Exclamaron las tres en coro, al posar sus ojos sobre el diminuto
personaje–. ¿Conque Schiribillo?
–Un apodo, un
apodo señoritas –y don Diego se quitó el sombrerazo, sonriendo humilde y confuso.
Sus miradas
se tornaron compasivas al verlo sin sombrero, ni un solo cabello en el cráneo apiloncillado,
reluciente con la luz.
No sabían ni
qué decir. ¡Y pensar que éste era el anticipado huésped! ¡Ah, si lo hubieran sabido
antes!
–¿Por qué llora
usted así? –le preguntó Angélica, después de una prolongada inspección, mezcla de
compasión y náusea en su mirada.
–¿Estás llorando?
–Lucas dio media vuelta, se agachó para ver al diminuto huésped cara a cara.
–No, no estoy
llorando –contestó don Diego, tapándose el ojo derecho con un paliacate–. Es que
en el camino se me metió una basura en el ojo; pero no estoy llorando…
–¡Ah! –y la
asamblea de colosos quedó satisfecha.
Don Diego se
dio maña para trasladar el paliacate de los ojos a la nariz.
–Sería bueno
que se quitara el abrigo –sugirió Santa.
–No, no… por
favor, ¡mejor me lo dejo puesto! ¡Dios me libre! Una vez que comienzo a estornudar
no hay quien me detenga… Siempre conservo puesto mi abrigo. –Y suspiró, sí, sí,
un par de veces, de modo de romper el silencio embarazoso que había caído sobre
la reunión, y no cesaba de frotarse las manecitas, mientras clavaba la mirada en
el suelo.
Parecía que
nadie podía romper el silencio; todos estaban perplejos y su perplejidad crecía
de momento a momento.
–Estamos grandemente
obligados con don Schiribillo –dijo al fin Lucas– por el favor que nos ha hecho
y por la finura con que me trató durante mi estancia en Comitini.
–Le damos las
gracias de todo corazón –dijo Rosario, extendiéndole la mano a don Diego–. ¿Cómo
dijo que se llamaba Schiribillo?
–No, si tuviera
la amabilidad. Filinia, me llamo Filinia –replicó con humilde sonrisa.
–Recuerde que
nuestra casa es la suya –añadió Nicolás, también estrechándole la mano, mientras
veía a sus otros hermanos, como diciendo: “Ya ven lo que estoy haciendo, estaría
bien que hicieran lo mismo”–. Titto y Mauro, uno tras otro, siguieron el ejemplo
y dieron las gracias; cada uno dio un paso militar adelante y, con un cumplido verbal,
apretaron fuertemente la mano a don Diego. El pobre no podía decir más que: “Por
favor… por favor… les pido…”
Sólo fue imposible
hacer que las tres hermanas decepcionadas le dieran la misma bienvenida.
Algo se dijo
sobre el suceso que había originado el ocultamiento de Lucas.
–¡Cómo una piedra!
–Dijo indignado– ¡Les digo que era un hombre de carne y hueso que estaba al acecho!
Y cuando disparé, oí un grito, sí, con mis propios oídos… Quisiera saber quiénes
son los bromistas que empezaron ese cuento. Yo les enseñaría a burlarse a espaldas
de Lucas Borgianni.
–¡Basta, basta!
–Dijo Rosario– Ya te dije quién había sido. Vamos a olvidarlo. Ahora, nada más pensemos
en divertirnos.
Don Diego aprobó
con una inclinación de cabeza, no porque pensara divertirse, ¡pobre hombre!, entre
estos ocho gigantes, sino sencillamente porque estaba en contra de los argumentos.
Mientras esperaban
la hora de la cena, Rosario y Nicolás conversaban con el huésped sobre asuntos campesinos,
de las buenas y malas cosechas. Don Diego con la manera humilde tan propia de su
persona, siempre decía de las cosas que “estaban en manos de Dios”; pero esta excesiva
sumisión le chocó al fin a Nicolás y lo hizo violentarse.
–¡Qué manos
de Dios ni qué ocho cuartos! ¡Aquí en la tierra lo que queremos son unos cuantos
hombrones bien dados! Nada más mire éstos, Schiribillo –estirando el brazo con el
puño cerrado mostró sus músculos hercúleos, como si cada año bastara darle a la
tierra unos golpes con el puño para hacerla rendir lo que debiera.
–Y mire éstos,
aunque ya estén viejos y gastados –dijo Rosario, mostrando en seguida su brazo.
Luego Titto
y Mauro, no queriendo quedarse sin lucir los suyos, también se remangaron las camisas;
el pobre don Diego, con una triste sonrisa, los miraba agobiado de congoja.
–Ya veo, ya
veo…
–Toque, toque,
hombre –le ordenaron los hermanos Borgianni.
Y el buen hombre,
con una mano temblorosa tocó los músculos, mientras con la otra se ponía el paliacate
en la nariz, de puro miedo.
–Está servida
la mesa –anunció Santa, en tono placentero, interrumpiendo la conversación.
–¡La comida!
Schiribillo –gritó Mauro–. Deje todo por nuestra cuenta, ya verá cómo crece un poco.
Comerá tanto, que no podrá salir por la puerta. Lo despediremos por la ventana,
bien barrigón.
–Soy de poco
apetito –aventuró don Diego, pensando ser atinado.
–¿Dónde se sienta
el huésped? –preguntó Titto a sus hermanas sotto voce.
–Entre Rosario
y Lisa –sugirió Mauro; pero Lisa se opuso–: Nosotras las damas nos sentaremos juntas.
Así es que don
Diego se sentó entre Rosario y Nicolás. No acababan de sentarse los ocho Borgianni,
cuando empezaron a servirse copas desbordantes de vino.
–Así nos persignamos
–explicaron a su huésped, que los contemplaba con asombro, y en un abrir y cerrar
de ojos dieron fin a sendas copas.
–¿Qué le pasa,
don Diego, no toma?
–No acostumbro
tomar antes de la comida –fue su tímida respuesta.
–Tómelo –insistió
Mauro–, es muy buen aperitivo–. Y obligó a don Diego a que cogiera una copa. Por
cortesía, éste tomó un pequeño sorbo.
–Acábeselo,
tómelo todo –insistieron los ocho.
–No puedo, gracias,
no puedo.
Mauro se levantó
de un salto. –Yo lo haré entrar en razón–. Y tomando un garrafón en una mano y la
cabeza de don Diego en la otra, exclamó: “Déjeme ayudarlo”, y se lo vació en la
boca, a pesar de los esfuerzos y contorsiones que hacía el infeliz.
–¡Dios mío!
–sollozó el desgraciado, brincando de su silla.
Estaba medio
sofocado, con los ojos llenos de lágrimas. –¡Dios mío!– Y se limpiaba el sudor de
la frente, mientras la despiadada concurrencia prorrumpió en carcajadas.
Trajeron el
lechón relleno y Rosario hizo los honores, sirviéndole a don Diego el trozo más
suculento.
–Es mucho, es
mucho –murmuró éste, deteniendo su plato.
–Cómo que es
mucho –exclamó Nicolás– todavía ni empezamos.
–La mitad de
eso, por favor –suplicó don Diego–; es imposible, soy muy moderado…
–Usted será
parco, ¡pero esto es puerco! Cómaselo.
Y Mauro hizo
como que se levantaba de su silla. El huésped, aterrorizado, inclinó la cabeza sobre
el plato y empezó a comer, lo más discretamente posible.
La primera parte
del banquete transcurrió en silencio, interrumpido solamente cuando el huésped,
con disimulo, intentaba soltar el tenedor.
–¡Cómalo, cómalo!
–Los colosos volvían a ordenarle–, hasta el último bocado, ¡cómalo!
–Ahora sí ya
no puedo materialmente con otro bocado –protestó don Diego cuando por fin había
terminado su porción, y lanzó un suspiro de alivio–. He comido por diez hombres.
–¿Qué está diciendo?
–Y Mauro le arrebató la palabra–: Todavía ni comenzamos…
–¡Ah!, está
muy bien para ustedes –dijo con amable sonrisa–. Ustedes tienen gran capacidad,
Dios los bendiga, lo digo solamente por mí.
–¿Y qué se está
usted creyendo que somos? –dijo Titto, frunciendo el entrecejo con gesto amenazante–
¿Piensa usted que traemos invitados a nuestra casa para que estén de melindrosos?
Siéntese en paz y coma; cumpla con su obligación. Tendremos que insistir en eso.
–Pero si no
quise ofenderlos –don Diego se apresuró a disculparse–, solamente decía que yo…
–Usted nada
más coma –lo interrumpió Rosario–. Aquí está lo que cazó Mauro, ¡una liebre y cinco
perdices! –Don Diego estaba horrorizado.
–Se ha equivocado,
mi buen señor, sobre mi apetito. Escúcheme un momento, por favor. Cómo piensa que
yo…
–Déjese de charlas,
déjese de charlas –dijo Nicolás con impaciencia.
–Pero mírenme
siquiera una vez… ¿Ustedes creen que es posible? ¿Dónde puede caberme tanto? ¿Qué
no van a permitir que deje el pellejo?
–¿Cuál pellejo?
No va usted a dejar nada, esta liebre no tiene ningún pellejo.
–¡Digo el mío,
el mío! ¿Dónde voy a dar cabida a una liebre?
–¡Pues le hemos
apartado cinco perdices!
–¡Cinco perdices,
además! Sólo comeré lo que tengo, con eso me basta –replicó don Diego.
–¡Ándele! –Estalló
Mauro, agitando una pata de liebre–. Yo mismo vine cargando con esa caza. Expuse
mis huesos por su culpa. Si no lo come todo, lo tomaré como un insulto personal.
–Pero no se
enoje, no se enoje, por Dios; haré lo posible.
Y no hubo más
remedio. El huésped, resignado, se encomendó a la merced de Dios.
Mientras comía,
el sudor brotaba de su frente. Cuando alzó los ojos, vio que los ocho demonios,
como escapados del infierno, no cesaban de engullir vino, vino y más vino.
–¡Que Cristo
me auxilie! –lamentó entre dientes.
La comida parecía
interminable. Don Diego hubiera querido dar de gritos, revolcarse desesperado en
el suelo, rasguñarse la cara, morderse los labios como maniático. ¿Qué clase de
martirio era este? ¡Nerones… eso eran, unos Nerones!
Pero ya no tenía
la suficiente fuerza de voluntad para rechazar su plato.
Montañas de
cuchillos, tenedores, garrafones, botellas, se alzaban ante sus ojos, zumbaban sus
oídos, sentía los párpados pesados, los ojos se le cerraban, mientras los ocho Gargantúas
gritaban, gesticulaban como furias, rebotando en las sillas, derramando imprecaciones
a diestra y siniestra.
Si don Diego
trataba de hacer a un lado su plato, murmurando “ya no puedo más”, los ocho gigantes
se levantaban en masa, cuchillo en mano, y los dos más cercanos lo amenazaban con
degollarlo, vociferando: “Coma, don Minchione. Es por usted por quien hemos hecho
este gasto”.
Ya el pobre
hombre no era de este mundo… cuando, con los ojos entreabiertos, vio aparecer sobre
la mesa algo que se le figuró una enorme piedra de afilar; fue entonces cuando hizo
un vano esfuerzo por emprender la fuga. ¡Dios mío!, ¡me han atado a la silla! Y
se puso a llorar como un niño.
No lo habían
atado, pero así le parecía al infeliz huésped.
Rosario, cuchillo
en mano, se puso de pie, irguiéndose hasta no poder más, y don Diego, con la vista
turbada, se imaginó que su cabeza topaba con el techo y que tenía en la mano un
hacha de verdugo.
–La mitad, don
Diego –rugió Rosario, dividiendo de una cuchillada el enorme pastel, que era lo
que el pobre diablo había tomado por la piedra.
–Y la otra mitad
para los vecinos –propuso Angélica.
–¿Y nosotros?
–Protestó Mauro– ¿A nosotros no nos toca nada? Yo no me quedo sin lo que me corresponde.
Lucas se paró
para hacerle segunda a la propuesta de Angélica.
–¡Para los vecinos
–vociferó–, para los vecinos!
–Pues primero
tomaré lo mío, les guste o no –y Mauro se abalanzó sobre el pastel; pero Lucas se
lo arrebató, y seguido de toda la familia, jalando, arrastrando, gritando a todo
pulmón, llegó a la ventana para arrojar el pastel. Siguió una lucha desenfrenada;
los hermanos y hermanas, tirándose de los cabellos, rugiendo, golpeándose, cacheteándose,
volteando sillas, botellas, platos, vasos, haciendo añicos todo y derramando el
vino sobre el mantel; un verdadero pandemonio.
Rosario brincó
sobre una silla y gritó con voz estruendosa:
–¡Qué vergüenza…
qué desorden… acuérdense que tenemos visita!
A esta elocuente
exhortación, las ocho furias, como por encanto, se apaciguaron. Voltearon a ver
al huésped. Pero, ¿dónde estaba? ¿Dónde se había escondido?
Sobre la silla
estaba su capa, debajo de la mesa sus zapatos. El desventurado se había escapado
descalzo, para así correr más aprisa.
“Pues, a pesar
de todo”, decían los Borgianni más tarde, cuando habían reparado los estragos de
la batalla, “a pesar de todo, no quedamos tan mal con el huésped”.
–Sí, todo estuvo
muy bien –afirmó Mauro–; pero no se esperó a la fruta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario