Ellery Queen
Roger Bowen tenía unos treinta años, era
ojizarco y blanco. Alto y risueño, hablaba inglés con acento harvardiano, bebía
ocasionales cocteles, fumaba más cigarrillos de lo conveniente, sentía gran cariño
por su único pariente (una anciana tía que vivía de sus rentas en San Francisco)
y equilibraba sus lecturas entre Sabatini y Shaw. Y ejercía toda la abogacía que
podía practicarse en Corsica, Nueva York (población: 745 almas), en donde había
nacido, hurtado manzanas del huerto del anciano Carter, nadado en cueros en el arroyo
del intendente y cortejado a Iris Scott los sábados por la noche en la galería del
“Pabellón de Corsica” (dos orquestas: ejecución continuada).
Según sus conocidos,
que eran el ciento por ciento de la población de Corsica, Roger era un “príncipe”,
un “muchacho bonísimo”, “sin pizca de petulancia” y “servicial en todo”. Según sus
amigos (los más de los cuales compartían la misma residencia, la pensión de Michael
Scott, de Jasmine Street, contigua a la Main Street), no existía en toda la tierra
un joven más gentil, bondadoso e inofensivo que él.
A la media hora de su
arribo a Corsica, procedente de Nueva York, el señor Ellery Queen había conseguido
auscultar los sentimientos de la población de Corsica referente a su más comentado
ciudadano. Se enteró de algo por boca del señor Klaus, el almacenero de Main Street;
de otros detalles le informó un pilluelo que jugaba cerca del Juzgado del Condado
y muchísimo más le dijo la señora Parkins, esposa del cartero de Corsica. Del que
menos pudo averiguar fue del propio Roger Bowen, quien parecía un joven asaz decente
y simpático, y atónito por la desgracia que cayera sobre él.
Al dejar la cárcel estatal
y dirigirse a la pensión aludida, en donde residían los mejores amigos de Roger
Bowen, responsables de su precipitado viaje a Corsica, cavilaba el señor Ellery
en que era asombroso que ese espejo de virtudes yaciera en un calabozo, aguardando
ser juzgado por asesinato en primer grado.
–¡Vamos, vamos! –manifestó
el señor Ellery Queen, balanceándose en el balcón de cortinas rosadas–. El
asunto no será tan malo como dicen. De acuerdo con lo declarado por Bowen…
El padre Anthony estrujó
sus manos huesudas:
–Yo mismo bauticé a
Roger –dijo, con acento trémulo–. ¡No es posible, señor Queen! ¡Yo mismo lo bauticé!
Y él me juró no haber asesinado a McGovern… ¡y yo le creo!… Y sin embargo… John
Graham, el más notable abogado del condado, defensor de Roger, asevera que éste
es uno de los peores casos que ve en su carrera…
–En cuanto a eso –masculló
el ciclópeo Scott–, el mismo muchacho ha admitido las dificultades de su situación.
¡No lo creería culpable aunque lo confesara el mismo Roger!
–Todo cuanto sé decirles
–terció la señora Gandy, desde su silla de ruedas– es que, quienquiera diga que
Roger Bowen asesinó a ese majadero de Nueva York, es un imbécil sin remedio. Admitamos
que Roger permaneció solo en su cuarto la noche del crimen: ¿qué hay con eso? ¿Acaso
una persona no puede tener el derecho de irse a dormir? ¿Y cómo diablos podría haber
testigos de eso, señor Queen? ¡Oh, no! ¡Roger no es ningún criminal ni pillastre,
como tantos que yo conozco!
–No tiene coartadas
–suspiró Ellery.
–Eso empeora las cosas
–masculló Pringle, jefe de policía de Corsica, hombre obeso y membrudo–. ¡Ojalá
alguien hubiera estado con él la noche fatal! Desde luego –se apresuró a agregar,
captando la furibunda ojeada de la señora Gandy– no creo que Roger haya muerto a
McGovern; pero cuando oí decir que había altercado con él y…
–¡Ah! –murmuró Ellery–.
Conque cambiaron golpes, ¿eh? ¿Alguno formuló amenazas contra el otro?
–No hubo golpes –respondió
el padre Anthony–, pero altercaron. McGovern fue muerto de un tiro alrededor de
la medianoche y Roger tuvo un cambio de palabras con él menos de una hora antes.
A decir verdad, señor, no fue ésa la primera vez. Ya habían discutido en diferentes
ocasiones. Y todo eso es motivo suficiente para el Fiscal del Distrito.
–Sí… pero, ¿y el proyectil?
–gruñó Michael Scott.
–Sí –puntualizó el doctor
Dodd, hombre de breve estatura, expresión vivaz e inteligente–. Soy médico forense
del condado y empresario de pompas fúnebres, y era deber mío examinar la bala extraída
del cuerpo de McGovern en la autopsia. Cuando Pringle detuvo a Roger por sospechas,
se incautó de su revólver y comparamos las marcas del proyectil…
–¿Las marcas del proyectil?
–moduló Ellery.
–¡Oh! No confiábamos
demasiado en nuestro criterio… –dijo el médico forense–. Todo esto era sumamente
desagradable, pero un funcionario de la justicia debe ser leal a su juramento. Enviamos
la bala y el arma a Nueva York para ser examinados por un perito en balística. Su
informe confirmó nuestros hallazgos. ¿Qué podíamos hacer? ¡Pringle arrestó al pobre
Roger!
–¿Poseía Bowen licencia
para llevar armas? –inquirió Ellery.
–Sí –murmuró el policía–,
muchas personas tienen licencia; abunda la buena caza en nuestras colinas. El crimen
fue perpetrado con un arma calibre 38: con el Colt automático de Roger, que es un
revólver de primera.
–¿Es buen tirador?
–¡Ya lo creo que sí!
–exclamó Scott–. ¡Si lo sabré yo, que guardo seis cascos de una bomba alemana en
el cuerpo, desde que aquello estalló cerca mío en las trincheras de Belleau!
–Es un excelente tirador
–indicó el médico forense–. A menudo salimos juntos a cazar y le he visto acertar
a la carrera a más de cincuenta yardas de distancia. Utilizaba sólo su Colt; desdeñaba
el fusil, pues afirmaba que era demasiado fácil acertar con él y eso restaba
atractivos al deporte.
–Pero, ¿qué dice el
señor Roger Bowen de todo esto? –inquirió el joven.
–No quiso contestar
a ninguna de mis preguntas.
–Roger dice que él no
asesinó a McGovern. Y eso es bastante para mí.
–Pero no para el Fiscal
del Distrito, ¿verdad? –suspiró Ellery–. Bien, como utilizaron su Colt, se colige
que alguien se lo hurtó, reintegrándoselo en secreto después del homicidio.
Los hombres se miraron
con expresión embarazada, y el sacerdote sonrió con débil y orgullosa sonrisa.
–¡Es increíble! –rumió
Scott–. Graham, nuestro abogado, dijo a Roger: “Es absolutamente necesario que testifique
que alguien podría haberle hurtado el arma. Su propia vida depende de esas declaraciones.”
¿Y qué cree usted que contestó Bowen? “¡No! Eso no es verdad. Nadie podría haberme
hurtado el arma. Mi sueño es ligero y el armario donde guardo el revólver está junto
a la cama. Y de noche siempre echo la llave a la puerta. Ninguno podría haber penetrado
en mi dormitorio y apoderarse del revólver. ¡No afirmaré jamás semejante mentira!”
Ellery arrojó humo,
dando un silbido agudo:
–¿Como los héroes legendarios,
eh? –musitó–. En fin, con referencia a esa serie de altercados, se me ha dado a
entender que el móvil fue…
–¡Iris Scott! –moduló
una voz desde la puertecilla–. ¡No! ¡No se levante, señor Queen! Está bien, papá:
soy mayor de edad y no existe motivo alguno para ocultarle al señor Queen lo que
ya es la comidilla de toda la población–. Su voz se estranguló–. ¿Qué… qué quiere
saber, señor Queen?
El señor Queen parecía
afectado de parálisis lingual. De pie, con la boca abierta, estaba atónito y pasmado.
La belleza, en el poblacho de Corsica, constituía un milagro estupendo. ¿Conque
aquella criatura era Iris Scott, eh? ¡Magnífico nombre, papá Michael! Iris era fresca,
suave y delicada como la misma flor de lis, cuyo nombre llevaba. Sus extraños
ojos negros parecían mantenerle en estado de enajenación.
Y de este modo comprendió
nuestro pesquisante por qué un espejo de caballeros como Roger Bowen enfrentaba,
con admirable entereza, tan sombrío futuro. Aun cuando Ellery hubiese sido ciego
a su hermosura, los hombres del balcón se la habrían hecho ver. Dodd la contemplaba
con lejana adoración; Pringle la devoraba con sus ojos sedientos de belleza… sí,
hasta Pringle, hasta aquel enorme y obeso anciano; y los ojos del padre Anthony
traslucían orgullo y tristeza. Pero en los ojos de Michael sólo relucía el júbilo
de la posesión. Iris era Circe y Vesta a la vez, y podría haber impulsado a un hombre
al crimen como a un poeta al éxtasis lírico.
–¡Bueno! –dijo Ellery,
exhalando un suspiro–. ¡Una agradable sorpresa! Siéntese, señorita Scott, mientras
recobro el aliento. ¿Ese McGovern era admirador suyo?
Los tacones de la joven
repiquetearon sobre el piso:
–Sí –contestó en voz
baja–. Bien podría llamarle de ese modo. Y yo… simpatizaba con él. ¡Era distinto
a los demás del pueblo! Era un artista de Nueva York; vino a Corsica hace seis meses
para pintar nuestras hermosas colinas; sabía tantas cosas, tanto había viajado por
Francia, por Alemania y Gran Bretaña, contaba con tantos amigos célebres… Aquí somos
casi campesinos, señor Queen, y… yo nunca había conocido a nadie como él…
–¡Un mequetrefe tortuoso!
–silabeó la señora Gandy.
–Perdone, señorita Iris
–sonrió Ellery–, pero, ¿amaba a ese hombre?
–Yo… en fin, ahora que
está muerto, creo… que no… La muerte… muestra las cosas de color… distinto… Acaso
ahora lo veo tal cual era… en realidad…
–Pero tengo entendido
que usted pasaba sus horas con él…
–En efecto, señor Queen.
Después de un breve
silencio, Michael Scott masculló roncamente:
–No me agrada entremeterme
en los asuntos de mi hija; yo la dejé siempre que viviera su vida; pero confieso
que nunca hice buenas migas con McGovern. El hombre era zalamero y… Yo no le confiaría
un centavo… Así se lo advertí a Iris; pero ella no quiso escucharme. Él se quedó
aquí más tiempo del que esperaba… debiéndome cinco semanas de alquiler –la faz del
hombre se puso tétrica–. ¿Para qué se vino a Corsica ese perro? ¿Para qué andan
rondando tantos pantalones a mi Iris?
–Admiro ese perfecto
interrogante retórico –moduló Ellery–. ¿Y Roger Bowen, señorita Scott?
–Nos criamos juntos
–replicó la muchacha, con su acento bajo; de súbito, levantó la cabeza, casi con
ira–. ¡Desde el principio mismo, nuestro casamiento había queda concertado! Creo
que fue eso lo que me resintió contra… todos… Y luego… la llegada de McGovern… ¡Roger
estaba furioso contra él! En cierta ocasión, hace varias semanas, amenazó matarle.
Todos nosotros lo oímos; los dos discutían en ese vestíbulo… y nosotros estábamos
sentados aquí…
Hubo un nuevo silencio,
y luego Ellery expresó, serenamente:
–¿Y cree usted que Roger
asesinó a ese hombre, señorita Iris?
La muchacha levantó
sus espléndidos ojazos:
–¡No! ¡Roger no es un
asesino! Estaba furioso contra el otro; pero nada más–. Repentinamente, Iris rompió
a llorar; Michael se puso como la grana; el sacerdote hizo una mueca de dolor; los
otros esbozaron sendos visajes–. ¡Discúlpenme! –balbuceó ella, finalmente–. Siento
mucho que…
–¿Y quién, según usted,
mató a McGovern? –preguntó el detective.
–Señor Queen, no lo
sé.
–¿Y ustedes? –los demás
menearon la cabeza–. Bueno, usted, señor Pringle, mencionó anteriormente que la
habitación de McGovern había sido dejada precisamente como la encontraron la noche
del crimen… ¡A propósito! ¿Qué hicieron con el cuerpo?
–Después de la investigación,
señor Queen, lo retuvimos en la Morgue para averiguar si tenía parientes que reclamaran
el cadáver. Sin embargo, McGovern parecía solo en el mundo: ni siquiera sus amigos
se presentaron para rendirle los últimos homenajes. No dejó nada, salvo unos efectos
insignificantes en su estudio de Nueva York. Yo mismo hice que lo enterraran en
el Nuevo Cementerio de Corsica, con el ritual de rigor.
–Aquí está la llave
–murmuró el policía, luchando por ponerse de pie–. Debo marcharme a Lower Víllage;
Dodd le dirá todo lo que necesite saber. Espero que… ¿Vamos, Padre? –indicó, sin
volverse.
–Sí –replicó el Padre
Anthony–. Señor Queen… a sus órdenes… cualquier cosa que… –sus delgados hombros
se curvaron mientras echaba a andar tras de Pringle por la acera de cemento.
–Excúsenos usted, señora
Gandy –dijo Ellery–. ¿Quién descubrió el cuerpo? –inquirió, mientras subían las
escaleras, sumidos en la penumbra de la casa.
–Fui yo, señor –suspiró
el forense–. Vivo en esta pensión desde hace doce años, desde el fallecimiento de
la señora Scott. Somos un par de viejos solterones, ¿eh, Michael? –entrambos suspiraron–.
El hecho sucedió aquella terrible noche borrascosa de las semanas pasadas. Había
estado leyendo en mi habitación y alrededor de la medianoche me encaminé al cuarto
de baño del vestíbulo de los altos, antes de meterme en la cama. Pasé frente a la
habitación de McGovern: la puerta estaba abierta y encendida la luz. El joven, sentado
en una silla, volvía el rostro a la puerta –el forense se encogió de hombros–. Advertí
al punto que estaba muerto. Un balazo en el corazón… La sangre fluyó sobre su pijama…
En fin, desperté enseguida a Michael; la muchacha nos oyó hablar y vino tras nuestro…
–el grupo se detuvo en el rellano de la escalera; Ellery oyó que Iris retenía el
aliento; Scott jadeaba como un viejo fuelle.
–¿Hacía mucho que estaba
muerto? –preguntó el detective, dirigiéndose hacia una puerta cerrada, señalada
por el médico forense.
–No, apenas unos minutos;
el cuerpo estaba todavía caliente; falleció instantáneamente.
–Presumo que la tormenta
fue un estorbo para que fuera oído el disparo, ¿verdad? –El doctor Dodd asintió.
Insertando la llave que le entregara Pringle, el joven la hizo girar en la cerradura;
luego abrió la puerta; nadie dijo nada.
El sol invadía la habitación,
que era amplia y de contornos y moblaje iguales a la de Ellery. La cama era idéntica,
acondicionada, de manera similar, entre las dos ventanas; la mesa y la silla de
caña, colocadas en medio del cuarto, podrían haber procedido del de Ellery; la alfombra,
el escritorio, el armario… ¡Jum!… Había una sutil diferenciación…
–¿Todos sus cuartos
están amueblados exactamente de la misma manera? –preguntó.
Scott enarcó sus frondosas
cejas:
–¡Seguramente, señor
Queen! Cuando establecí este negocio, cambiando la finca en pensión, compré muchísimas
piezas iguales en un remate de Albany. ¡Todas estas habitaciones de los altos son
exactamente iguales! ¿Por qué?
–Por nada en especial.
Digo sólo que es interesante… –Ellery observó la habitación con sus ojos grises;
no percibió señales de lucha; directamente delante de la puerta estaban la mesa
y la silla de cañas; en línea recta con la puerta y la silla, pero al otro lado
de la habitación, vio Ellery un armario anticuado, apoyado contra el muro; sin volverse,
dijo–: Ese armario… En mi cuarto está colocado entre las dos ventanas.
Detrás suyo percibió
el suave respirar de la jovencita:
–¡Oh! Papá, el armario
no estaba allí cuando… el señor McGovern vivía aquí…
–¡Es curioso! –murmuró
Scott.
–Pero en la noche del
crimen, ¿se hallaba el armario donde se encuentra ahora?
–Sí… creo que sí –dijo
Iris, con acento perplejo.
–¡Claro que sí! –terció
el forense–. Recuerdo haberlo visto en ese lugar.
–¡Bueno! –moduló Ellery,
apartándose de la puerta–. Ya tenemos algo con que comenzar a trabajar–. Adelantándose
hacia el mueble, tironeó de él hasta retirarlo del muro; se arrodilló detrás del
mismo, revisó la pared pulgada a pulgada, con gran atención; súbitamente, se detuvo;
acababa de descubrir una melladura en el yeso, a menos de un pie del zócalo; medía
alrededor de un cuarto de pulgada de diámetro; era casi circular y tenía unas fracciones
de pulgada de profundidad; un fragmento de yeso se había desprendido, cayendo al
suelo, en donde lo descubrió el perspicaz detective neoyorquino.
Cuando se levantó, su
semblante reflejaba desilusión; regresó a la puerta, diciendo:
–¡Poca cosa! ¿Está seguro
de que nada se tocó desde la noche del crimen?
–Bajo mi palabra de
honor –gruñó Scott.
–¡Jum! Veo que algunos
de los efectos personales de McGovern están aún aquí. ¿Revisó minuciosamente el
jefe de policía este cuarto la noche del asesinato, doctor Dodd?
–¡Desde luego!
–Pero no logró encontrar
nada –terció Scott.
–¿Está seguro? ¿Absolutamente
nada?
–¡Caramba! Todos nosotros
presenciamos el registro…
Sonriente, examinó Ellery
el cuarto con expresión curiosa:
–No tenía la intención
de ofenderle, señor Scott. Creo que voy a retirarme a mi cuarto para cavilar un
poco. Con su permiso, doctor, me voy a guardar la llave.
–¡Por supuesto! Ya sabe,
cualquier cosa que…
–Mil gracias. ¿Dónde
estará usted si averiguamos algo de importancia?
–En mi oficina de Main
Street.
–¡Bien! –sonrió Ellery
de nuevo, hizo girar la llave en la cerradura y se encaminó lentamente a su dormitorio.
El cuarto estaba fresco
y el ambiente acogedor; el joven detective se tendió sobre el lecho, las manos cruzadas
tras la cabeza, cavilando. Se sumía en el silencio el viejo caserón.
Percibió los ligeros
pasos de Iris en el vestíbulo; después, la voz de Michael Scott dando órdenes en
la planta baja.
Continuó reclinado unos
veinte minutos; repentinamente, saltó de la cama y se precipitó a la puerta. Entreabriéndola
un poco, escuchó… ¡Vía libre!… Con pasos quedos, el joven salió al vestíbulo y de
dirigió al cuarto del muerto, que abrió con la llave cedida por Pringle; instantes
después, tornaba a cerrarla detrás de sí…
–Si existe algún sentido
de lógica en este mundo desastrado… –murmuraba, dirigiéndose a la silla de cañas
en que estaba McGovern al morir.
De rodillas, examinó
el tejido de cañas que formaba el respaldo de la silla; pero no logró descubrir
nada anormal.
Ceñudo, comenzó a vagar
por la habitación. Tanteó debajo de los muebles; exploró el suelo por debajo del
lecho, como un zapador en la Tierra de Nadie; pero no obtuvo ningún éxito.
Enfurruñado, sacudió el polvo adherido a sus ropas.
En el momento en que
volvía a su lugar el contenido de la canasta de ropa sucia, su faz se iluminó:
–¡Cielos! ¿Será posible
que…? –Abandonando la habitación, cerró la puerta con llave y efectuó un cauteloso
reconocimiento por el vestíbulo, aguzando los oídos; al parecer, se encontraba solo;
silenciosamente, sin sentir el menor remordimiento, Ellery comenzó a revisar habitación
por habitación.
Y fue en la silla de
cañas de la cuarta habitación inspeccionada donde el joven descubrió lo que sus
deducciones le movieran a barruntar. La habitación pertenecía a la misma persona
de cuya culpabilidad comenzaba a sospechar.
Abandonada la habitación
con infinitas precauciones, luego de dejar las cosas como las encontrara, Ellery
retornó a su cuarto. Se lavó la cara y las manos, se ajustó la corbata, secepilló
las ropas y, con soñadora sonrisa, descendió las escaleras.
Encontró a la señora
Gandy y a Michael Scott en el balcón enfrascados en reñidísimo partido dewhist;
Ellery, riendo para su coleto, se encaminó a los fondos de la planta baja. Descubrió
a la jovencita en una gran cocina a la antigua, revolviendo un menjurje de delicioso
olorcillo, acondicionado sobre un horno enorme. El calor había encarnado sus mejillas
y, con aquel delantalillo blanco, Iris estaba por demás apetitosa.
–¿Qué ocurre, señor
Queen? –preguntó, ansiosamente, y enfrentándolo con sus suplicantes ojos–. ¿Alguna
novedad?
–¿Acaso le ama tanto?
–suspiró Ellery, absorbiendo toda su belleza–. ¡Feliz Roger! Iris, hija mía (perdone
el tratamiento paternal), vamos progresando. Puedo afirmar que el joven Lotario
afronta perspectivas más rosadas que esta mañana.
–¡Oh, señor Queen! ¿Es
posible que…? ¡Oh!
Sentado en una silla
de cocina, el joven escamoteó un bollo azucarado de una fuente colocada sobre la
mesa, lo masticó, lo engulló, hizo un gesto crítico, sonrió y acabó por robar otro–.
¿Son suyos? ¡Deliciosos! ¡Una verdadera Lucrecia! ¿O pienso en la fiel Penélope?
Si ésta es una muestra de su modo de cocinar…
–¡De hornear! –La joven
se precipitó hacia él, le tomó la mano y se la apretó contra el pecho–. ¡Oh! Si
supiera cómo le amo… cómo… Ahora que languidece en esa… horrible cárcel–. Iris se
estremeció–. Haré cualquier cosa… ¡Cualquier cosa!
Con dulzura, Ellery
desligó su mano:
–¡Vamos, querida! No
lo vuelva a hacer jamás… que eso me hace sentirme dios… ¡Uf! –seenjugó el sudor
de la frente–. Escúcheme ahora: existe algo que puede usted hacer porél.
–¡Cualquier cosa! –la
carita de la muchacha se puso radiante.
–¿Es cierto que Samuel
Dodd cumple fielmente con sus deberes? –preguntó Ellery, incorporándose.
Iris abrió tamaños ojos:
–¿Sam Dodd? ¡Oh! Él
toma muy en serio su cargo, si es eso lo que usted insinúa.
–¡Ya me lo imaginaba!
La cosa se complica. Con todo, debemos afrontar la realidad. Mi querida diosa, va
usted a conquistarse al doctor Dodd, distrayéndole un poco de su oficinesca existencia.
¿O acaso no lo sabe usted hacer?
Los negros ojos se llenaron
de cólera:
–¡Señor Queen!
–¡Tut–tut! Esa
expresión le queda requetebién… No, no insinúo nada… ¡ejem!… drástico, hija mía.
Necesito otro bollo para avivar mi inteligencia. –Se sirvió dos nuevos bollos–.
¿No podría usted conseguir que él la lleve esta noche al cinematógrafo? Su presencia
en la casa complica las cosas y necesito sacarle de en medio, pues será muy capaz
de llamar a las fuerzas del Estado para detenerme.
–Sam Dodd hará lo que
yo le mande –respondió ella–. Pero no entiendo…
–Porque –masculló Ellery,
ingiriendo otro bollito–, así lo quiero, hijita. Esta noche pienso pasar por encima
de su autoridad; algo hay que preciso realizar sin más dilaciones y sin el engorro
de papeles: lo que haré es casi ilegal, si no criminal. Dodd podría cooperar, pero
sospecho que no nos ayudará.
–¿Será de utilidad para
Roger? –preguntó ella, mirándolo fijamente.
–¡Vasta, enorme y formidablemente
útil!
–Entonces, cuente conmigo–.
Bajando los ojos, Iris continuó–: Y ahora, si tiene la bondad de retirarse de mi
cocina, señor Queen, seguiré preparando la cena. Y creo que usted –la muchacha huyó
hasta el horno, levantando la cuchara– es maravilloso.
El señor Ellery Queen
tragó saliva, enrojeció y se batió en precipitada retirada.
Cuando empujó la puerta
de alambre tejido, descubrió que la señora Gandy se había marchado y que Scott estaba
sentado con el padre Anthony en el balcón, silenciosamente.
–¡Justamente lo que
andaba buscando! –dijo–. ¿Dónde está la señora Gandy? Dicho sea de paso, ¿cómo se
las compone para subir las escaleras con esa silla de ruedas?
–No necesita subirlas,
pues su cuarto está en la planta baja –respondió Scott–. ¿Y bien, señor Queen?
–Padre –dijo Ellery,
sentándose–, algo me dice que usted sirve honestamente a una ley más alta que la
del hombre.
El anciano le estudió
un segundo:
–Poco sé de leyes, señor
Queen. Sirvo a dos amos: a Cristo y a las almas por las que Él murió en la cruz.
Ellery consideró en
silencio aquellas palabras:
–Señor Scott –dijo luego–,
hace poco afirmó usted haber combatido en Belleau Wood: la muerte, por ende, no
entraña horror alguno para usted.
Los ojos del macizo
hostelero se clavaron en los de Ellery:
–Señor Queen: yo vi
a mi mejor amigo seccionado en dos a un paso de mi trinchera, y tuve que recogerle
los intestinos con las manos. No; nada temo después de contemplar tantos horrores.
–¡Muy bien! –dijo Ellery–.
Aramis, Portos y (si se me permite) D’Artagnan. Es un poquito presuntuoso, pero
servirá para el caso. Padre, señor Scott –el sacerdote y el obeso ex combatiente
le miraron los labios–, ¿me ayudarán esta noche a abrir una tumba?
La víspera de Santa
Walpurga hacía meses que había pasado; no obstante, aquella noche danzaban las brujas.
Sí, danzaban en las sombras arrojadas por la luna obscurecida sobre las quebradas
laderas de las colinas; chillaban y rechinaban los dientes alrededor de las mudas,
expectantes sepulturas.
El señor Ellery Queen
se sentía jubiloso de que aquella noche fuera uno de los tres; el cementerio, cubierto
de altos árboles, se extendía en los aledaños de Corsica, circundado de hierros.
Una brisa helada soplaba arremolinando los cabellos. Las lápidas relumbraban sobre
la falda de la colina como huesos pelados y blanqueados por los vientos. Una nube
renegrida, preñada de lluvia, ocultó a medias la luna; los árboles susurraban sin
cesar. No; no era cosa asaz difícil imaginar danzas de hechiceras en aquella de
soledad de muerte y de frío…
Caminaban en silencio,
instintivamente juntos; el padre Anthony parecía desafiar a los espíritus con su
semblante grave y entenebrecido, pero impávido. Ellery y Michael Scott se arrastraban
tras él, abatidos bajo el peso de azadas, picos, cuerdas y un lío enorme y cuadrilongo.
En toda la cuesta de la colina, invadida por las sombras susurrantes y movedizas,
los tres eran los únicos seres vivientes.
Encontraron la tumba
de McGovern excavada en tierra virgen, un poco apartada de los otros sepulcros.
La tierra, todavía fresca, había formado un montículo, y un poste solitario marcaba
el lugar en que yacía aquel mísero despojo. En silencio y con los rostros desencajados,
los dos hombres comenzaron a usar sus picos, mientras el padre Anthony vigilaba.
La luna bailaba entre las nubes una danza salvaje.
Desterronada la blanda
tierra, ambos excavadores arrojaron a un costado los picos, atacando el terreno
con las azadas. Llevaban batas de trabajo sobre sus ropas.
–Ahora sé –murmuró Ellery–
lo que es sentirse un vampiro… Padre, no imagina usted cuánto le agradezco que nos
acompañara. Esta maldita imaginación mía…
–No tema nada, hijo
mío –respondió el anciano–. ¡Aquí sólo reposan los muertos!
–¡Continuemos! –masculló
Scott. Ellery se estremeció.
Las azadas golpearon
contra algo de madera. Cómo llegaron a realizar la última parte del trabajo es cosa
que jamás pudo Ellery recordar con claridad. Fue empresa titánica y, mucho antes
de acabar, el muchacho estaba inundado de un sudor que escocía como aguijonazos
bajo los helados dedos del viento. Scott trabajaba en silencio y el padre Anthony
les contemplaba, sombrío. Luego Ellery advirtió que tiraba de dos cuerdas, y que
el anciano Scott tiraba del otro lado. Algo largo, negro y pesado ascendió, lentamente,
de las profundidades del sepulcro, balanceándose muellemente, como si encerrara
vida y no muerte en sus entrañas. Un postrer tirón… y eso retumbó sobre los costados…
volcándose, con inmenso horror de Ellery… Desplomándose sobre el terreno, acuclillado
y transido de fatiga, sepalpó las ropas en procura de un cigarrillo.
–Necesito… un poco de…
descanso… –rumió, fumando con desesperación.
Scott se apoyaba sobre
su azada. Sólo el padre Anthony se acercó al féretro y, tirando de él hasta enderezarlo,
comenzó a forzar la tapa con manos seguras.
Ellery observaba, fascinado;
luego se incorporó, arrojó el cigarrillo, se maldijo y arrancó el pico de las manos
del clérigo. Un fuerte envión, la tapa rechinó… y…
Apretando los labios,
seadelantó el posadero. Calzándose guantes de lona, se inclinó sobre el cadáver.
Ellery, febrilmente, desempaquetó el voluminoso bulto que trajera desde Jasmine
Street; una enorme cámara fotográfica, prestada por el director del Corsica Call.
Comenzó a enredarse con algo…
–¡Bien! ¿Ya está? –articuló,
roncamente.
–¡Señor Queen, aquí
está! –respondió el posadero.
–¿Sólo uno?
–¡Sólo uno!
–¡Vuélvalo! –Al cabo
de un rato, Ellery agregó: –¿Está allí?
–Sí.
–¿Sólo uno?
–Sí.
–¿Donde dije que lo
hallaríamos?
–Sí.
Ellery levantó algo
por encima de su cabeza y dirigiendo la lente de la cámara, con la otra mano, sobre
lo que yacía en el féretro, hizo un gesto convulsivo, y algo azulado serpenteó en
el aire, acompañado por una relumbrante detonación, iluminando la falda de la colina
con una llamarada del infierno.
Y Ellery, haciendo una
pausa en la macabra labor, se apoyó sobre la azada, diciendo:
–Permítanme contarles
el caso –Scott trabajaba sin descanso. El padre Anthony estaba sentado sobre el
lío que contenía la cámara fotográfica–. Voy a contarles una historia extraña, plena
de diabólica astucia, sólo frustrada por… ¡Existe Dios, Padre!
“Cuando descubrí que
el armario del cuarto de McGovern no estaba en el lugar habitual, quitado de allí
hacia la hora del crimen, entreví la posibilidad de que el propio criminal lo hubiese
movido con algún propósito definido… Empujando a un lado el mueble, descubrí en
el muro, a un pie del zócalo, una marca circular hecha sobre el yeso. Esta huella
y el armario se encontraban en línea recta con la silla de cañas en que estaba sentado
McGovern al ser muerto y la puerta en que se apostó el criminal al oprimir el gatillo.
¿Coincidencia? Creo que no.
“Adiviné al punto que
la huella era similar a la que podía haber producido un proyectil carente de fuerza,
dado que la depresión era poco profunda. También se me hizo evidente que, supuesto
que el asesino estaba de pie y la víctima sentada (muerta de un tiro en el corazón)
la marca de la pared, situada a varias yardas detrás de la silla de cañas, debía
aparecer, si había sido causada por la bala disparada por el homicida, en el mismo
lugar en que la encontré, pues la trayectoria de la bala iba de arriba hacia abajo.
Los terrones retumbaban
sobre el féretro.
–También era evidente
–prosiguió Ellery– que, de haber sido esa bala la que atravesara el cuerpo de McGovern,
el respaldar de la silla de cañas debía presentar una perforación. Examiné la silla,
pero… ¡no descubrí agujero alguno! Luego, era posible que el proyectil que causó
la huella en el muro, desviándose del blanco, no hubiese atravesado el cuerpo de
McGovern; en otros términos, que se habían disparado dos tiros durante aquella noche
tormentosa; uno, el que se alojara en el cuerpo, y otro, el que ocasionara la marca
en cuestión. Pero no se habló del hallazgo de una segunda bala en aquel cuarto,
a pesar de que había sido inspeccionado a fondo. Yo mismo revisé el piso, sin éxito
alguno. De este modo, si se había descerrajado un segundo disparo, nada más sencillo
deducir que el asesino se había llevado consigo el proyectil al mismo tiempo que
movía el armario para ocultar la marca dejada por la bala. –Hizo una pausa y, sombrío,
contempló la tumba deshecha–. Pero, ¿por qué se llevó ese proyectil, dejando que
encontráramos la bala fatal, la misma que fuera hallada en el cuerpo de la víctima?
Sus manejos no tenían sentido. Por otra parte, la proposición contraria significaba
que no hubo nunca dos proyectiles: sólo había sido descerrajado un tiro contra
McGovern.
La ladera de la colina
temblaba de sombras mientras parecían danzar legiones de brujas sobre el lúgubre
camposanto.
–Comencé a trabajar
–continuó Ellery, fatigosamente–, en base a esa suposición. Si sólo había sido disparada
una bala contra McGovern, ésta era entonces la misma que le ultimara, atravesándole
el corazón, saliendo por la espalda, perforando las cañas del respaldar de la silla
y estrellándose contra la pared, en el sitio en que encontré la huella; la bala,
rebotando, cayó sobre el piso; en tal caso, ¿por qué la silla de McGovern no presenta
perforación de bala? Sólo se explicaba esa anormalidad suponiendo que no era
ésa la silla de McGovern. El homicida ya había ejecutado un movimiento para
encubrir la marca del muro dejada por la bala, movimiento tendiente a ocultarnos
el hecho de que el proyectil traspasó el cuerpo: el desplazamiento del armario.
En ese caso, ¿por qué no suponer que había cambiado las sillas? Todos sus cuartos,
el señor Scott, están idénticamente amueblados; el criminal arrastró la silla de
McGovern hasta su propio aposento, trayendo la suya para reemplazar a la de McGovern.
Todas esas deducciones quedarían perfectamente verificadas si encontraba una silla
de cañas con una perforación en el respaldo. Y no tardé en encontrarla, el señor
Scott… ¡en el dormitorio de uno de sus pensionistas!
La tierra había sido
nivelada al ras de la cuesta. El padre Anthony observaba a su amigo con ojos velados
por la angustia; y, durante unos instantes, un negrísimo nubarrón cubrió el disco
lunar, envolviendo la tierra en densas tinieblas.
–¿Por qué quería el
criminal encubrir el hecho relativo a la existencia de la bala fría? –musitó
Ellery–. Sólo podría mediar una razón: sus deseos de que el proyectil no fuera encontrado
y examinado. Pero el caso es que la policía encontró y examinó la bala –el nubarrón
descubrió la luna, que volvió a brillar sobre sus cabezas–; pero, ¡la bala descubierta
no era la bala fatal!
Al fin, todo quedó concluido:
el montículo se alzaba redondeado y tenebroso bajo la luz lunar. El padre Anthony,
abstraído, tomó el pequeño poste funerario de madera y lo clavó en la tierra. Michael
Scott se irguió en toda su estatura, enjugándose la frente.
–¿No era la bala fatal?
–balbuceó.
–No. Reflexionen un
instante: ¿qué objeto encerraba el descubrimiento de este proyectil? Pues, inculpar
a Roger Bowen como asesino de McGovern; pero si era una bala falsa, debemos conjeturar
que Bowen había caído en la celada tendida por alguien, el cual, imposibilitado
de apoderarse del revólver de Bowen a causa de la vigilancia de éste, pero ya
en posesión de una bala fría disparada por esa arma, se encontraba en condiciones
ideales, después del crimen, para cambiar la bala inocente, por así decirlo,
por la que ultimó, realmente, a McGovern –la voz de Ellery se elevó, estridente–.
El proyectil del arma asesina no nos revelaría las marcas del revólver de Bowen;
si el asesino hubiese dejado su propia bala en el lugar del crimen, los peritos
habrían indicado que no procedía del revólver de Bowen y la celada se habría desbaratado.
De este modo, pues, el criminal necesitaba llevarse la bala verdadera, la
bala fatal, ocultar la huella del muro y cambiar las sillas de cañas.
–Pero, ¿por qué ese
condenado no dejó allí la silla de cañas? ¿Por qué tanto afán para encubrir el estropicio
en la pared? ¿Por qué no recoger su propia bala y dejar caer al suelo la de Bowen?
¿Acaso no sería esto lo más seguro? Y de esa manera, no tendría que ocultar que
el proyectil había atravesado el cuerpo de McGovern.
–¡Sutil pregunta! –dijo
Ellery–. Sí, ¿por qué? El asesino no llevaba consigo, a la hora de la muerte, la
bala fría hurtada a Bowen; de fijo, la ocultó en algún lugar, inaccesible
para él, dada la premura del momento.
–En ese caso, no esperaba
que la bala le atravesara el cuerpo –gritó Scott, agitando sus poderosos brazos
de suerte que sus sombras parecieron acuchillarse a través de la sepultura de McGovern–.
Y debía esperar substituir la bala asesina por la de Bowen después del crimen,
después del examen policial, después de…
–Eso mismo, señor Scott
–puntualizó Ellery–. ¡Exactamente! Luego… –enmudeció de improviso.
Un fantasma, envuelto
en diáfanas y blancas vestiduras, parecía flotar por la cuesta de la colina, precipitándose
hacia ellos, rozando apenas la obscura tierra. El padre Anthony se incorporó, y
Ellery apresó el mango de la azada, anhelante…
Michael Scott, empero,
prorrumpió, roncamente:
–¡Iris! ¿Qué es…?
La muchacha se lanzó
hacia Ellery:
–¡Señor Queen! –jadeó–.
Ellos vienen… al cementerio… Descubrieron… alguien les vio dirigirse hacia aquí
con las zapas y picos y… Pringle viene con Sam Dodd…Corrí para…
–¡Mil gracias, Iris!
–respondió Ellery–. Entre sus muchísimas virtudes, pequeña, posee la del valor…
Mas no hizo movimiento
alguno para alejarse.
–¡Escapemos! –murmuró
Scott–. No quisiera que…
–¿Es un crimen buscar
ponerse en comunión con los sagrados muertos? –articuló el detective–. No… ¡aguardemos!
Aparecieron dos puntillos;
transformados, prestamente, en muñecos danzantes, cobraron mayor estatura y volumen
y ascendieron, trabajosamente, la cuesta de la colina. El primero de ellos era corpulento:
algo relumbraba en su diestra. Tras él se debatía un hombrecillo de rostro palidísimo.
–¡Michael! –vociferó
el policía, blandiendo el arma–. ¡Padre! ¿Cómo? ¿Usted también aquí, señor Queen?
¿Qué diablos significa esto? ¿Se han vuelto todos insensatos? ¡Violando tumbas!
¡Cielos!
–¡Gracias a Dios que
no llegamos tarde! –jadeaba el forense–. Aún no excavaron… –Miró el montículo y
las herramientas, aliviado–. Señor Queen, no ignorará usted que es contrario a la
ley su…
–¡Jefe Pringle! –dijo
Ellery, con acento pesaroso y firme, dando un paso adelante y fijando sus ojos grises
en los del médico forense–, detenga a este individuo por el asesinato premeditado
de McGovern y tentativa de inculpar, criminalmente, a Roger Bowen.
Sombras purpúreas invadían
el balcón; hacía largo tiempo que la luna se había puesto tras el horizonte;
Corsica se entregaba al reposo; sólo rebrillaba, vagamente, el blanco vestido de
Iris y el ascua de la pipa de Scott.
–¡Sam Dodd! –musitaba
el posadero–. ¡Cielos! Conocía a Sam Dodd…
–¡Oh, Padre! –gimió
la muchacha, tanteando las sombras del balcón en busca de la mano amiga del
padre Anthony, sentado en la contigua mecedora.
–El asesino sólo podía
ser Samuel Dodd –dijo Ellery, roncamente–. Puso usted el dedo en la llaga, señor
Scott, cuando señaló que el criminal debía abrigar la esperanza de poder ejecutar
después la substitución de los proyectiles, y de que no esperaba que su bala atravesara
el cuerpo de McGovern. Por ventura, ¿quién podría haber cambiado las balas si el
proyectil fatal quedaba en el cuerpo del muerto, cosa que esperaba el homicida antes
del asesinato? Sólo Dodd, el forense, quien debía ejecutar la autopsia que es de
rigor en estos casos. ¿Quién podía haber acallado el hecho de que la bala había
atravesado el cuerpo de McGovern de parte a parte? Sólo Dodd, el empresario de pompas
fúnebres del pueblo, que preparó el cadáver para la inhumación. ¿Quién estableció
que la bala estaba dentro del cuerpo? Sólo Dodd, quien practicó su autopsia;
si era inocente, ¿cómo explicar sus mentiras? ¿Quién puso en evidencia la bala de
Bowen? Sólo Dodd, que afirmó haberla extraído del corazón de McGovern –Iris dejó
escapar un desgarrador sollozo–. ¿Existían hechos confirmatorios de la teoría? ¡De
sobra! Dodd vivía en esta casa y, por ende, tenía acceso nocturno al aposento de
McGovern. Dodd “descubrió” el cadáver; por tanto; se encontraba en ideales condiciones
para hacer cuanto le viniera en gana sin temer interrupciones. Dodd, en su carácter
de médico forense, estableció la hora de la muerte, y es fácil comprender que podría
haberla especificado algunos minutos más tarde de la verdadera a fin de compensar
el tiempo empleado por él en desplazar el armario y las salidas de cañas. Dodd,
conforme a sus propias declaraciones, salía con frecuencia de caza con Roger y,
por consiguiente, podría haberse apoderado fácilmente de una bala fría de revólver
de aquél, una bala disparada y errada. Dodd, corno forense, tenía espíritu profesional:
es necesario tener alma de policía para pensar en esas marcas del proyectil fatal.
Dodd, como forense, poseía profundos conocimientos en balística… y un microscopio
para cotejar las marcas del “alma” del revólver… Ya ven, pues, que tenia mis buenas
pruebas de su culpabilidad. En el aposento de McGovern descubrí la silla de cañas
con la perforación de bala en el respaldo. Y lo que es aún más importante, amigos,
deduje que si el cuerpo de McGovern, exhumado, tenía una herida de bala en el pecho
y su correspondiente salida en la espalda, mis pruebas contra Dodd serían completas
en el sentido de que había mentido en su parte oficial y que toda mi cadena de razonamientos
era correcta. Excavamos la tumba, encontramos el agujero de bala en la espalda…
¡Mis fotografías enviarán a Dodd a la silla eléctrica!
–¿Y Dios, hijo mío?
–dijo el padre Anthony, quedamente, desde el seno de las tinieblas.
Ellery suspiró:
–Prefiero pensar que
fue algún otro agente el que intervino en el caso, haciendo que la bala atravesara,
de lado a lado, el cuerpo de McGovern. De haberse alojado en el corazón del artista,
como Dodd tenía buenas razones para esperar, no habríamos encontrado huellas en
el muro, ni perforación en la silla de cañas, ni tendríamos motivos para considerar
procedente la exhumación del cadáver. Dodd habría presentado al jurado la bala de
Bowen, pretendiendo haberla encontrado en el cuerpo de McGovern, y Bowen habría
encontrado tremendas dificultades para demostrar su inocencia…
–¡Pero Sam Dodd! ¡Sam
Dodd! –gritó Iris, ocultando el rostro entre las manos–. ¡Tanto tiempo hace
que lo conozco! ¡Si creo que me vio nacer! Siempre se portó conmigo tan cariñosamente,
tan bondadosamente… tan…
Se incorporó Ellery
y sus zapatos rechinaron. Curvándose sobre la niña de claro vestido, le apresó el
mentón entre las manos y contempló, con admiración, aquel rostro agraciado.
–Hermosuras como la
suya, querida Iris, son regalos peligrosísimos. Su bondadoso Sam Dodd asesinó a
McGovern para librarse de un rival y enredó a Roger Bowen en el homicidio para desembarazarse,
asimismo, de otro rival no menos peligroso.
–¿Rival? –balbuceó Iris.
–¡Rival! ¡Demonios!
–masculló Scott.
–Tus ojos, hijo mío
–susurró el padre Anthony–, son penetrantes.
–La esperanza surge
en el corazón de los hombres como un manantial de júbilo… y de odio mortal –concluyó
Ellery, suavemente–. Hija mía, Sam Dodd la amaba…
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