Sherwood Anderson
Napoleón se fue a la guerra a caballo.
Alejandro se fue a la guerra a caballo.
El general Grant descabalgó y se adentró en el bosque.
El general Hindenburg subió por la colina.
La luna salió por detrás de unos arbustos.
Estoy escribiendo una historia. Escribo
sobre los actos que realizan los hombres. Aunque todavía soy joven, ya he escrito
tres historias de este tipo. Ya llevo escritas unas trescientas, cuatrocientas mil
palabras.
Mi mujer está en algún
lugar de esta casa en la que llevo horas sentado escribiendo. Es una mujer alta
de cabello oscuro, aunque últimamente le están saliendo unas cuantas canas. Escuchen,
está subiendo lentamente las escaleras. Se pasa el día yendo con cuidado de un lado
a otro, ocupándose de las tareas del hogar.
Yo no soy de aquí, soy
de una ciudad del estado de Iowa. Mi padre era obrero, se dedicaba a pintar casas.
No llegó a ser alguien en la vida. Yo, en cambio, fui a la universidad y soy historiador.
Somos propietarios de la casa donde estoy ahora sentado. Esta es la habitación donde
trabajo. Ya llevo escritas tres historias. Escribo sobre el nacimiento de los estados
y el fragor de las batallas. Mis libros pueden encontrarse en las estanterías de
las bibliotecas perfectamente alineados, parecen centinelas.
Mi mujer es tan alta
como yo, pero yo tengo los hombros algo encorvados. Aunque mis textos hablan de
valentía, soy un hombre más bien tímido. Me gusta trabajar a solas en esta habitación
con la puerta cerrada. Aquí hay muchos libros. En los libros las naciones avanzan
y retroceden. Aunque en los libros hay siempre un gran estruendo, en esta habitación
reina el silencio.
Napoleón se va a la guerra a caballo.
El general Grant se adentra en el bosque.
Alejandro se va a la guerra a caballo.
Mi mujer tiene una mirada
muy fría, un tanto severa. A veces, los pensamientos que tengo sobre ella me asustan.
Por las tardes le gusta salir de casa para ir a pasear. A veces se va de compras,
a veces a visitar a alguna vecina. Justo enfrente de nuestra casa hay una casa amarilla.
Mi mujer sale por la puerta y cruza la calle situada entre nuestra casa y la casa
amarilla.
La puerta de nuestra
casa se cierra de golpe. Hay un momento de espera. El rostro de mi mujer flota sobre
el fondo amarillo de un cuadro.
El general Pershing se fue a la guerra
a caballo.
Alejandro se fue a la guerra a caballo.
Pequeñas cosas van aumentando
de tamaño en mi mente. La ventana que está frente a mi escritorio enmarca un pequeño
espacio como si fuera un cuadro. Todos los días me siento allí a observar. Espero,
y tengo la extraña sensación de que algo va a pasar. Me tiembla la mano. El rostro
que flota en el cuadro hace algo que no acabo de entender. El rostro flota y luego
se detiene. Se mueve de derecha a izquierda y luego se detiene.
El rostro entra y sale
de mi mente –flota en mi mente–. Mis dedos dejan caer la pluma. La casa está en
silencio. Los ojos del rostro dejan de mirarme.
Mi mujer no es de aquí,
es de una ciudad del estado de Ohio. Aunque tenemos criada, mi mujer barre el suelo
a menudo y a veces hace la cama en la que dormimos. Por la noche nos sentamos juntos,
pero sigo sin conocerla. No puedo salir de mí mismo. Llevo puesto un abrigo marrón
del que no logro salir. Estoy atrapado. Mi mujer es muy educada y habla con delicadeza,
pero también está atrapada. No puede salir de sí misma.
Mi mujer ha salido de
casa. Ella no sabe que yo conozco hasta el más mínimo detalle de su vida. Sé lo
que pensaba cuando de niña caminaba por las calles de su ciudad, en Ohio. He oído
las voces que hay en su mente. He oído esas pequeñas voces. He oído la voz del miedo
gritar cuando sintió por primera vez la pasión del deseo y cayó rendida en mis brazos.
Volví a escuchar la voz del miedo al mudarnos a esta casa, cuando sus labios me
dedicaron palabras de aliento la primera noche que pasamos juntos después de nuestra
boda.
Sería extraño estar
aquí sentado, como ahora, mientras mi propio rostro flota por el cuadro que forman
la casa amarilla y la ventana. Sería extraño y bonito a la vez que pudiera encontrarme
con mi esposa, presentarme ante ella.
La mujer cuyo rostro
acaba de pasar flotando por mi cuadro no sabe nada de mí. Yo no sé nada de ella.
Ha desaparecido por una calle. Las voces de su mente están hablando. Yo sigo aquí,
en esta habitación, no creo que un hombre se haya sentido nunca tan solo.
Sería extraño y bonito
a la vez que mi propio rostro pudiera flotar por mi cuadro. Que mi rostro pudiera
presentarse flotando ante ella, presentarse ante cualquier hombre o mujer –sería
extraño y bonito que sucediera algo así.
Napoleón se fue a la guerra a caballo.
El general Grant se adentró en el bosque.
Alejandro se fue a la guerra a caballo.
Permítanme decirles…
A veces, en mi mente, toda la vida de este mundo flota en un rostro humano. El rostro
inconsciente del mundo se frena y se detiene ante mí.
¿Por qué nunca le he
dicho a nadie una sola palabra que proceda de mí mismo? ¿Por qué, en todo el tiempo
que llevamos juntos, jamás he sido capaz de romper el muro que me separa de mi esposa?
Ya llevo escritas trescientas, cuatrocientas mil palabras. ¿No existen palabras
que lleven hasta la vida? Algún día hablaré conmigo. Tal vez algún día escriba un
testamento a mi favor.
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