Rubén Darío
En el paraíso terrenal,
en el día luminoso en que las flores fueron creadas, y antes de que Eva fuese
tentada por la serpiente, el maligno espíritu se acercó a la más linda rosa
nueva en el momento en que ella tendía, a la caricia del celeste sol, la roja
virginidad de sus labios.
–Eres
bella.
–Lo
soy, dijo la rosa.
–Bella
y feliz –prosiguió el diablo–. Tienes el color, la gracia y el aroma.
Pero…
¿Pero?…
–No
eres útil. ¿No miras esos altos árboles llenos de bellotas? Esos, a más de ser
frondosos, dan alimento a muchedumbres de seres animados que se detienen bajo
sus ramas. Rosa, ser bella es poco…
La
rosa entonces –tentada como después lo sería la mujer– deseó la utilidad, de
tal modo que hubo palidez en su púrpura.
Pasó
el buen Dios después del alba siguiente.
–Padre
–dijo aquella princesa floral, temblando en su perfumada belleza–, ¿queréis
hacerme útil?
–Sea,
hija mía –contestó el Señor sonriendo.
Y
entonces vio el mundo la primera col.
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