Roberto Arlt
Nadie se imagina el drama
escondido bajo las líneas de mi rostro sereno, pero yo también tuve veinte años,
y la sonrisa del hombre sumergido en la perspectiva de un triunfo próximo. Sensación
de tocar el cielo con la punta de los dedos, de espiar desde una altura celeste
y perfumada, el perezoso paso de los mortales en una llanura de ceniza.
Me
acuerdo…
Emprendí
con entusiasmo un camino de primavera invisible para la multitud, pero auténticamente
real para mí. Trompetas de plata exaltaban mi gloria entre las murallas de la ciudad
embadurnada groseramente y las noches se me vestían en los ojos de un prodigio antiguo,
por nadie vivido.
Abultamiento
de ramajes negros, sobre un canto de luna amarilla, trazaban, en mi imaginación,
panoramas helénicos y el susurro del viento entre las ramas se me figuraba el eco
de bacantes que danzaran al son de sistros y laúdes.
¡Oh!
aunque no lo creáis, yo también he tenido veinte años soberbios como los de un dios
griego y los inmortales no eran sombras doradas como lo son para el entendimiento
del resto de los hombres, sino que habitaban un país próximo y reían con enormes
carcajadas; y, aunque no lo creáis, yo los reverenciaba, teniendo que contenerme
a veces para no lanzarme a la calle y gritar a los tenderos que medían su ganancia
tras enjalbegados mostradores:
–Vedme,
canallas…; yo también soy un dios rodeado por grandes nubes y arcadas de flores
y trompetas de plata.
Y
mis veinte años no eran deslustrados y feos como los de ciertos luchadores despiadados.
Mis veinte años prometían la gloria de una obra inmortal. Bastaba entonces mirar
mis ojos lustrosos, el endurecimiento de mi frente, la voluntad de mi mentón, escuchar
el timbre de mi risa, percibir el latido de mis venas para comprender que la vida
desbordaba de mí, como de un cauce harto estrecho.
El
ingenio afluía a cada una de las frases que pronunciaba. Era mi carcaj de flechas
y alegremente las disparaba en torno mío, creyendo que el arsenal sería inagotable.
Los hombres de treinta años me miraban con cierto rencor, mis camaradas me auguraban
un porvenir brillante… por cierto me encontraba en la edad en que la sonrisa de
las mujeres no nos parece un regalo demasiado extraordinario para premiar la violencia
de nuestros zafarranchos de combate.
Y
viví: viví tan ardientemente durante tantos días y numerosas noches, que cuando
quise reparar cómo se produjo el desmoronamiento, retrocedí espantado. Una gotera
invisible había cavado en mí una caverna ancha, vacía, oscura.
Y
así como el inexperto viajero que se aventura por una llanura helada y repentinamente
descubre que el hielo se rompe, mostrando por las grietas el mar inmóvil que lo
tragará. así con el mismo horror, yo descubrí la catástrofe de mi genio, el deshielo
de mi violencia. Las grietas de lo que yo creía tierra firme pertenecían a una fina
capa de agua endurecida. Bastó la leve temperatura de un éxito para derretirla.
Me
prodigaron excesivos elogios. Alguien me hizo un maleficio. ¡Triunfé demasiado rápidamente
en aquel círculo de pequeñas fieras, para cada una de las cuales, la más preciosa
flor con que podían adornarse era una vanidad regada con adulaciones!
No
sé, no sé. No sé.
Después
del éxito estrepitoso, mi entusiasmo decayó verticalmente. ¿Agotamiento de la vida
miserable que había ardido violentamente un instante en mí? ¿Consecuencia de la
total entrega en la única y última obra? No sé.
Mortal
penuria… congoja de viajero perdido en el desierto.
Quise
retroceder y el orgullo me lo impidió … Pretendí avanzar… pero la ciudad que antes
dilataba ante mis ojos calles infinitas, cada una de las cuales conducía a una altísima
metrópoli multicolor, de pronto se acható; y entre las murallas enjalbegadas me
sentí pequeño e irrisorio, y envidié la dicha de los comerciantes que había despreciado,
y anhelé yo también sentarme a una mesa de madera cepillada y comer mi pan y mi
sopa, sin la amargura del fracaso ni el mal recuerdo del buen éxito.
¿Cómo
describir el tormento que me infligía la vanidad, la encendida batalla entre los
residuos de sensatez y los escombros de soberbia? ¿Cómo describir mi llanto ardiente,
mi odio encandecido, la desesperación de haber perdido el paraíso?
¡Oh,
para ello se necesitaría ser escritor, y yo no lo soy! Ved mi rostro sereno, mi
sonrisa fría de hombre bien nacido, mi cordialidad cortante y medida como la vara
de un tendero.
Fue
aquélla una época terrible.
Los
trabajos de mi sensibilidad se convirtieron en el juego de un mecanismo enloquecido,
alternativa de ilusiones rojas y realidades negras.
Por
instantes no me quería convencer.
Miraba
hacia mi pasado, separado por el brevísimo intervalo de dos años, y experimentaba
el terror del hombre que ha vivido un siglo. Un siglo en plena esterilidad, sin
escribir una línea.
¿Comprenden
ustedes lo horrible de semejante situación? Dos años sin escribir nada. Tildarse
autor, haber prometido montes y mares a quienes se molestaban en escucharnos y encontrarse
de pronto, a bocajarro, con la conciencia de que se es incapaz de redactar una línea
original, de realizar algo que justifique el prestigio residuo. Comprenden ustedes
lo punzante que resulta aquella infame pregunta de los amigos capciosos, que aproximándose
a uno, dicen con una ingenuidad que innegablemente trasciende a malignidad satisfecha:
“¿Por
qué no trabajas?” O, si no: “¿Cuándo publicas algo?”
Para
poner dique a preguntas indiscretas o insinuaciones irónicas, me revestí de la tiesura
del espectador que ha superado las pobrezas de las actividades humanas. Tuve que
defenderme y comencé a desperdigar frases:
–La
vida no es literatura. Hay que vivir… después escribir.
No
inútilmente se finge el fantasma. Llega un día en que se termina por serlo.
Así,
insensiblemente fui impregnándome de cierta acidez que infiltró en todas mis palabras
un resabio de ironía agria, cierto hedor de leche cortada.
La
gente me huía instintivamente. Tuve renombre de cáustico. Mis chistes, los mejor
intencionados, resultaban siempre de doble sentido, perversos, y los papanatas me
cobraron un miedo terrible.
Con
esa malignidad en el movimiento de los ojos que hace tan repulsivos a los ratones,
descubría lo ridículo donde nadie lo sospechaba. Aproximarse a mí equivalía a resignarse
a recibir una pulla insolente. Mi actitud más benévola podía traducirse en estas
palabras:
“Permanezcamos
en la superficie de las cosas”.
Me
deleitaba revolotear como un lechuzo. No sé por qué. Tampoco sé por qué les gasté
bromas tremendas a los que tomaban la vida en serio, e incluso sostuve que únicamente
los badulaques profundos le concedían importancia a lo que nacía de ellos.
Lo
cual no impedía que de continuo se formaran en la superficie de mi conciencia, grietas
que rezumaban amargo salitre de envidia. Nada me ofendió más profundamente que el
éxito de un compañero a quien despreciaba en mi, fuero interno. Cierto es que el
éxito era una bagatela comparado con los que podía obtener yo explotando las posibilidades
encerradas en mí.
Recuerdo
muy ciar cimente que me acerqué a mi cama-rada y lo felicité indulgentemente irónico.
Era una congratulación muy de estilo para molestar a las personas que consideramos
inferiores a nosotros.
Nunca
podré olvidar un detalle: el felicitado me examinó bruscamente, con el odio y la
curiosidad de hombre en fiesta que descubre a un malhechor en su casa. Careció de
tacto para ocultar su sorpresa y yo sin poderme contener agregué:
–Has
hecho una obra hermosa. Lástima que hayas descuidado un poco el estilo.
Él
me miró como si se preguntara a si mismo:
–¿Que
busca aquí este desconocido?
Indudablemente,
el éxito tiene muy mala memoria.
Aquel
amigo me debía servicios y bondades extraordinarios, pero también es cierto que
mi felicitación estaba muy distante de ser sincera. Era una limosna. Una limosna
abortada entre labios helados.
Cuando
me aparté de él, me prometí trabajar enérgicamente. Yo era una esperanza. Y una
esperanza sin proporciones es siempre superior a una realidad mensurable. Espoloneado
por mi amor propio, juré ir muy lejos, sin cavilar por un instante que mi “muy lejos”
pertenecía al pasado. ¡Es tan fácil, por otra parte, enunciar propósitos sin proporción!
Sin
embargo repelía dichas palabras, trataba de embriagarme con su contenido, inyectarme
los horizontes que englobaba. Intentaba provocar en mis sentidos esa especie de
sonambulismo lúcido que precede al acto de crear; pero por más que insistía en repetir
el ritornelo optimista, por más que me gritaba a mí mismo que era un genio magnífico,
capaz de conquistar el África y la América, mi fraseología dejó totalmente impasibles
a las facultades creadoras, y tuve nuevamente ante los ojos el espectáculo de una
vida vacía y frívola.
Me
indigné contra mi intelecto, hice tentativas de intimidar a la inspiración, de infiltrarme
en mi propio subconsciente. Era indispensable que él obedeciera y trabajara a mi
servicio, pero fue todo inútil.
No
olvidaré nunca que me encerré una semana entre cuatro paredes a la espera de la
maravillosa fuerza que debía inspirarme páginas inmortales, pero el único fenómeno
que provocó tal encierro consistió en una violenta intoxicación tabacosa y aburrido
de hacer el ermitaño, me lancé a la calle a buscar la vida.
¿Por
qué yo no podía producir y otros sí? ¿Dónde radicaba la misteriosa razón que hacía
que un hombre que se expresaba como un imbécil, escribiera como si tuviese talento?
¿En qué consistía la personalidad, cómo se construía la personalidad, si yo conocía
individuos sin ella en su vida práctica, pero que en sus páginas dejaban a ras de
línea, lingotes de originalidad? Y, sin embargo, eran incapaces de contestar ni
con mediana habilidad a una provocativa ingeniosidad mía.
No
se me ocultaba que carecía de anhelos específicos, amor, una ilusión, ensueños.
No es suficiente querer escribir. El fervor de mi Juventud (ya me sentía viejo)
había sido sustituido por un bloque de indiferencia, dura como el granito.
Y
sin embargo era joven. Leía hermosos libros. Mi concepto de lo armonioso y de lo
bello rebalsaba en teoría muchas veces al que pudieran tener otros que sin necesidad
de él creaban obras.
Un
día me encontré cara a cara con la soledad del intelecto que ningún hombre normal
puede sospechar en un prójimo. Desierto del alma humana, liso y gris. ¿Para qué
caminar allí, si en cualquier punto se puede caer y morir o dormir; y el sol está
siempre en lo alto y ninguna sombra se mueve en dirección a la vida, porque allí
la vida es quietud y el silencio sepulcral?
Pensé
en matarme. Un gramo de cualquier veneno resolvía mi problema. Después retrocedí
y las cúpulas de los edificios me parecieron más nuevas, y los brotes de geranios
en los pobres tiestos, más verdes y jugosos. Pero la verdad es que estaba vacío
como una naranja exprimida.
¿Exprimido
por quién? No sé. Las únicas iniciativas que partían de mí, se referían a mi persona
y no podían interesar a nadie.
Por
mucho tiempo abandoné la mesa de trabajo. Vagabundeé y tuve amigos exóticos, orgullosos
de que me burlara de ellos, porque admiraban en mí al genio muerto que creían vivo.
En distintos parajes descubrí que los hombres son caritativos y bondadosos con los
que admiran; y entonces odié y desprecié aún más la bondad y la caridad, porque
siempre odiamos y despreciamos a aquellos a quienes les robamos algo… aunque sea
un trocito de embobamiento.
Personalidad
extraña y femenina la mía.
Detestaba
la felicidad de los simples y los ingenuos, y simultáneamente buscaba su compañía,
como si ellos, únicamente ellos, pudieran restañar esa profunda úlcera de mi desprecio,
vertiendo siempre su pus de egolatría, una podredumbre de veneno-dinamita. Con este
crecimiento de la vanidad arreció también mi soberbia, y me Juzgué un intocable.
estatua de mármol blanco en la cual era un pecado proyectar una sombra. Volví los
ojos a mi Obra, realizada hacía mucho tiempo, y la proclamé perfecta, impecable.
A quien quería escucharme le explicaba que solo el respeto a mi creación anterior
me impedía producir algo nuevo que no fuera muchas veces superior a ello. Y superar
aquello…, era tan difícil superar aquello…
Y
la gente se lo creía. Y no se lo creía.
Y
digo que no se lo creía, porque alguna vez creí descubrir en un semblante enemigo
el escorzo de una sonrisa irónica, como si compadecieran mi presunción; pero tanto
cuidaba de mi orgullo, que casi siempre encontraba la forma de convertir en enemigos
a aquellos que podían conocerme más penetrantemente de lo que me convenía tolerar.
Luego
hallé un pretexto que, sin ser muy serio ni convincente que digamos, me satisfizo
durante cierto tiempo.
Cualquier
estado de ánimo que pudiera expresar, cualquier trama que imaginara, la habían compuesto
anteriormente a mí muchas generaciones de artistas, infinitas veces. Cierto día
le confesé estos pensamientos a un amigo mío, cuyo propósito consistía en ejecutar
lo que nosotros en nuestra ridícula jerga denominamos una “obra de aliento”.
Con
imágenes que la inspiración del momento rebuscaba brillantes, le tracé a mi camarada
un panorama del mundo del intelecto y de la belleza, creado en el espacio de los
siglos por sucesivas etapas de trabajo mental, y terminé mi disertación con estas
palabras:
–¿Te
parece lógico suponer que nosotros, seres minúsculos, podremos superar lo que ellos
tan perfectamente acabaron?
Mi
amigo era un poco botarate. No se dio cuenta que trataba de desanimarlo irónicamente.
Ingenuamente entusiasmado, me aconsejó que escribiera una especie de “decálogo de
la no-acción”, y tomado en mi propia trampa, la trampa del necio, como dijo no sé
quién, le prometí realizarla. Más aún. Dejándome arrastrar por el espíritu de la
falsedad, le contesté que ya había comenzado a redactar el panorama de la obra negativa;
y por un momento creí en mi propia mentira, y hasta deliré con ella, porque le describí
un comienzo de capitulo que en ese preciso instante se me ocurrió…
Embriagados,
él con la estructura de su obra de aliento, y yo con el decálogo de la no-acción
pasamos un día hermoso y una noche bellísima. Conversamos hasta la saciedad de lo
que realizaríamos, qué procedimientos estéticos utilizaríamos para aturdir de admiración
a nuestros prójimos, y al amanecer de otro día nos apartamos hartos de vino y fatigados
por los malabarismos derrochados en esa pirotecnia de entusiasmo inútil.
Y
nuestro camino no fue hacia la mesa de trabajo, sino en dirección a la cama. Pasado
el momento de embriaguez, no me faltaron motivos para pensar seriamente en aquel
proyecto.
¿Qué
escrúpulo podía impedirme escribir un libro negativo, fabricar algo así como un
Eclesiastés para intelectuales sietemesinos demostrándoles con habilidad cuán engañosos
resultaban sus esfuerzos frente a la estructura del universo? ¿A quiénes aprovechaban
sus esfuerzos estériles? ¿No era preferible vender telas tras de un mostrador o
pesar vituallas en una feria, a sacrificarse…? ¿y al final con qué ventajas…? ¿para
que un lector desconocido se distrajera algunos minutos en una lectura despreocupada
que jamás sospecharía cuántos esfuerzos había costado?
¿Quién
más que yo estaba autorizado a escribir esas líneas repletas de angustiosa verdad?
No había creado una Obra. No era célebre todavía, para los que aún creían en mí.
El final del nuevo libro palpitaba en mi mente.
Asistía
al crepúsculo de los mundos. Olas de luego se tragaban costras inmensas de planeta,
como una hoguera traga virutas de papel. Las ciudades se resquebrajaban, los granito
y los hierros se licuaban semejantes a “maquettes” de cera, al aproximarse la tempestad
de fuego; entonces, desde el fondo negro y escarlata de aquella hoguera, surgía
el ridículo fantasma de un poeta. Las manos enclenques cruzadas sobre el pecho y
el rostro fino engorguerado desaliando las llamas; con voz atiplada entre el tumulto
bronco de los elementos, preguntaba:
–¿Y
mis libros…? ¿Cómo es que el fuego no respeta mis libros?
Sus
libros… ¡uy! El universo se estaba derritiendo en la nada.
Una
saliva amarga me llenaba la boca de palabras acres. Era necesario escribir ese libro
de desolación frente a la eternidad, que cada corazón florecido en mirtos y con
cantos de pájaros en sus oquedades se enfriara en el paisaje de mis palabras atroces;
y entonces… yo… ¡quedaría únicamente yo…!
No
me faltaron motivos más o menos serios para aplazar el trabajo que me había propuesto
llevar a cabo, “indefectiblemente”. La noticia llegó a desparramarse; y durante
quince días me exhibí en los cafés frecuentados por el hampa de la literatura, afectando
aires de hombre contrariado por un extraordinario proyecto.
Algunas
revistas de literatura a base de pastaflora y azul de metileno, comentaron la estructura
de mi nueva y futura obra, y durante unos diez días disfruté el gozoso placer de
ser interrogado por idiotas de todo calibre, interesados en conocer qué profundidades
humanas iba a tocar ahora.
Me
devoró mi mentira y comencé a trabajar como si perteneciera a un auténtico propósito
el llevar a cabo obra semejante.
Mas,
¿hasta qué punto es posible engañarse a sí mismo?
Insensiblemente
los ánimos me decayeron, las frases que escribía se atropellaban como abortos de
pensamientos, sin ton ni son; la soledad del cuarto me inspiró repulsión, desidia
los ñamantes libros que comprara para ilustrarme eruditamente sobre la “no-acción”,
y un día resueltamente acaté los impulsos de mi voluntad, y me confesé que no podía
darse nada más estúpido que el trabajar sobre una obra en la cual el primero en
no creer era yo.
Sustituí
mi programa de labor por otro, más tarde éste por un tercero, hasta que por rebote
de inercia en el pensar, volví sobre mis pasos para ensañarme con el abortado plan
del “decálogo de la no-acción”, que tampoco terminé de bocetar, porque la inspiración
se me había enfriado.
Finalmente,
mandé todo resueltamente al diablo.
La
vida era breve. Más que ridículo resultaba el hombre que consumía su juventud garabateando
infames papelotes. Por optimista que se fuera, había que reconocer que con literatura
no se reformaría a la humanidad. Y aunque semejantes razones, a pesar de ser verdaderas,
no respondían a los más íntimos anhelos de mi fuero interno, ¿qué podía hacer yo?
Por fin un día creí interpretar el secreto del reiterado silencio del “fuego sagrado”
que llevaba en mí.
Descubrí
que me estaba volviendo exigente.
Si
yo no producía como ciertos escritorastros designados con el apelativo de conejos
o mozos de cuerda de la literatura, era porque me estaba volviendo exigente. Eso.
Y la exigencia bien entendida comienza por nuestra propia casa. Nada de producir
a la marchanta porque sí; nada de prodigarse, ni de trabajar día y noche y noche
y día, ni de infestar los periódicos con la firma. Ello era indigno de un escritor
que se respete.
–Amigos
–peroraba yo enfáticamente–. Amigos, hay que ser un poco exigentes, conservar el
pudor de la firma.
En
la época en que pronunciaba esas palabras creo que ni la más recatada doncella tenía
tanto pudor de su virginidad como yo de mi firma.
Me
cabe el honor de haber fundado en Buenos Aires la logia de los Exigentes. Comencé
a lanzar la petulante frase-cita en las exposiciones de pintura, en las conferencias
literarias, en los conciertos y estrenos teatrales.
Cuando
me veía rodeado de un círculo de personas de mi conocimiento, empezaba la cantinela:
–Seamos
exigentes, compañeros. Si nosotros no salvamos el arle, ¿quién lo salvará?
Convengan
ustedes conmigo, tengan la honestidad de convenir que la frasecita encerraba la
potencia de un apostolado severo, cierta dignidad de hombre honrado que repudia
el esperpento de los eternos preñados de la literatura. Un hombre que a la luz del
sol y de las lámparas de doscientas bujías tiene la audacia de proclamar que hay
que ser exigente y comienza él por someterse a su principio, no escribiendo ni una
sola línea por razones de exigencia, no puede ser un pedante ni un hipócrita.
La
tesis prosperó, se convirtió en cátedra. Muchos cretinos comenzaron a respetar mi
posición espiritual; incluso numerosas personas que no simpatizaban conmigo, del
día a la noche experimentaron hacia mí una extemporánea amistad, estrechándome efusivamente
las manos y prometiéndome solidaridad eterna al tiempo que me estimulaban:
–Usted
tiene razón. Hay que ser exigente. El que no es exigente consigo mismo, mal puede
serlo con los demás.
Y
aunque parezca mentira, varios sujetos que preparaban obras maestras suspendieron
su ardua labor al grito de:
–¡Abajo
los conejos de la literatura!
Fue
el año de oro de la literatura parda, la gran época del mulatismo literario. En
reducido tiempo me vi rodeado de un séquito de Jovencitos irónicos, insolentes e
ingeniosos.
Acudían
de los rincones más diversos y variados, uno abandonó la caballeriza donde esportillaba
mierda y otro el seminario, en el que arrastraba sus pies juanetudos y enormes manos,
pálidas y frías. Algunos se motejaban de católicos y otros de ultranacionalistas;
pero todos, sin distinción de sexo ni color, zangoloteaban mi frase y convenían
en la necesidad perentoria de exterminar al aludido mozo ele cuerda de la literatura
que hacía gemir las linotipos e inundaba año tras año el mercado, con dos o tres
libros imposibles de leer por lo antigramatical y primitivo de su construcción,
Y
aquellos que por no ser exigentes consigo mismos trabajaban del amanecer hasta la
noche, temblaron.
A
mis camaradas les anuncié que preparaba la Estética del Exigente, a base de un “cocktail”
de cubismo, fascismo, marxismo y teología. Varias literatas se alegraron tanto al
recibir la noticia, que a consecuencia de ello se les declaró furor uterino.
En
pocas semanas popularizamos nuestros principios, los desparramamos por las mesas
de café y en los cenáculos, y al cabo de un año descubrimos, de acuerdo a esas leyes
de nuestra estética, unos cuantos genios anónimos. Después de darles una jabonada
de modernismo y afeitarles lo poco que les quedaba de claridad y lógica, los lanzamos
al éxtasis de la multitud.
La
multitud, es menester reconocerlo amplia y francamente, no nos interesó nunca. Declaro
orgullosamente que siempre desprecié al gran público; pero, como a la chusma hay
que civilizarla y nosotros, los dioses, no podíamos permanecer continuamente en
la altura so pena de desinflarnos, condescendimos a interesarnos en las masas y
darles noticias de nuestros descubrimientos en el mundo de la belleza. Sin embargo
el público (la eterna bestia) insistió en no leernos, en ignorar nuestra existencia.
Los periódicos donde trabajaban nuestros amigos batían platillos y tambores, y quieras
que no, los habitantes de este país agropecuario tuvieron que enterarse de nuestra
existencia.
Muchos
padres de familia se espantaron al conocer nuestros propósitos, reñidos con la buena
costumbre de sus pensamientos, y a pesar de que hicimos fe de celosos católicos,
el propio arzobispo nos excomulgó por heréticos y cizañeros, acusándonos de peligrosos
para todos los que se tenían por cabales devotos.
Con
perdón de la palabra, nos burlamos del arzobispo y organizamos una brigada que defendía
el honor y la altisonancia de la literatura, creamos el tipo del “squadrista” y
“bastonattore” del fascio artístico.
Nuestra
bandera fue seguida y defendida por jovencitos que. a pesar de practicar todas las
formas de la pederastía activa y pasiva, boxeaban admirablemente, rompiendo narices
que era un contento; y en menos de un año les ajustamos cuentas a muchos genios
anónimos y oficiales.
Guay
del que pretendía oponernos resistencia. El vacío se producía de inmediato en torno
de él. Peor no le ocurriera de saberse que estaba leproso.
No
llegábamos al extremo de negarle el saludo, pero sí a confederarnos para clavarle
banderillas desde todos los ángulos. A veces las banderillas consistían en un articulejo
vacuo, tres líneas de referencias sobre un libro recién aparecido del autor, mientras
que junto a las tres líneas chirles se destacaba un artículo a dos columnas sobre
un autor mejicano, filipino o polar. O el silencio, aquella complicidad del silencio
en la que nadie se da por informado de la “cosa”, y que el amor propio del autor
percibo como una marisma que se le va tragando la vida sin poder luchar contra ella.
Nuestra
audacia cobró tales lucros, que un día anunciamos en las páginas de nuestra revista,
a todo lo ancho:
De aquí en
adelante no discutiremos.
Distribuiremos
razonables tandas de puntapiés y bastonazos.
Mas también,
¡qué descubrimientos formidables hicimos en aquella época!
Pusimos
en claro, sin que quedara lugar a duda alguna, que los genios oficiales, los talentos
consagrados eran camelos de una cobardía ejemplar. Bastaba la amenaza de un brulote,
la insinuación de una crítica anticipada para que, a pesar de odiar a nuestra juventud
agresiva, nos sonrieran amistosamente cuando nos encontraban y vinieran a nuestro
encuentro, dedicándonos los elogios más bajunos y las adulaciones más serviles.
A
pesar de que nuestra obra era negativa, revelamos valientemente las bellaquerías
de los bandidos de la literatura; demostramos que el novelista se vendía al espadachín,
el poeta al ensayista, constituyendo todos una cáfila de espantosos truhanes; que
adulaban sin medida a los políticos, a los espadones, canjeando sus escrupulosas
lacayunerías por electivos premios que provocaban la risa de los espectadores marginales.
¡Qué vida, Dios mío, qué vida!
Allí
se me terminaron las pocas ilusiones que aún me restaban sobre la dignidad humana.
La técnica no tenía nada que ver con el hombre. Aquel que escribía una hermosa estrofa
era las más de las veces una letrina ambulante.
Esta
desilusión se nos contagió a todos, y un día nos separamos. Nuestra cohesión social
resistió todo lo que las soldaduras del fracaso pueden ligar.
Al
final, ya nos fatigamos de castigar en el vacío. Unos estábamos hartos de otros,
incluso un poquitín avergonzados de las pequeñas canallerías que cometimos valiéndonos
de la impunidad que concede la asociación de tuerza. El hombre termina por cansarse
hasta de escupir a la cara a sus prójimos. Menester es convenir que lo insultamos
con cierta buena intención, pero no es posible ser generoso eternamente. y nos desperdigamos.
Habían pasado dos años, quizá más.
Reconocí
asustado que. salvo un escándalo transitorio, no había producido nada. Estaba girando
en descubierto, es decir, sobre lo que prometía mi brillante juventud. No quise
darme por vencido y escribí algunas menudencias, menos por amor de crearlas que
por justificar la estabilidad de mi reputación, zarandeada por las malas lenguas.
Tal fue la inmediata excusa que me di. aunque no puedo negar que mi vanidad en su
primer impulso calificó a semejantes bagatelas de geniales.
Supongo
(dejo sentado) que yo no era un conejo ni mucho menos, para infestar los periódicos
o los puestos de libros con mi firma. Muy buenos y penosos esfuerzos me costaron
los tales articulejos.
Comprobé
que a mis compañeros no les alarmaban las muestras de inteligencia que exhibía.
Por el contrario, me aplaudían exageradamente y se acercaban sonriéndome con amabilidad
espontánea, sincera. Evidentemente… yo no constituía un peligro.
La
sorpresa no fue agradable ni mucho menos.
Me
había hecho la ilusión de que mi realización artística provocaría resistencias,
críticas acerbas; me imaginaba escuchando a mis camaradas hablar mal de mi, como
acostumbramos entre nosotros siempre que alguien tiene el mal gusto de singularizarse,
pero me equivoqué de medio a medio. Me tributaron elogios, más elogios. Tuve la
dignidad de recibir a través de sus elogios la noticia de mi fracaso. La historia
se repetía.
Ellos
me festejaban, como yo había aplaudido en otros tiempos a ciertos inútiles que no
ofrecían ningún margen de rivalidad posible.
Cuando
a la noche entré a mi cuarto, se me encogió el corazón. Hacia mucho tiempo que estaba
triste, pero la última vez al examinar la soledad de mi albergue, el mortecino esmalte
de los muebles, los colgantes de cristal de la pantalla, mi lecho frío con su artesonado
de hojas azules sobre el fondo de oro cuando paseé la mirada sobre los paisajes
que ornamentaban los muros, sombras de rascacielos sobre torres babilónicas, árboles
curvados en lejanías de caminos violetas y amarillos, ríos de cobre surcando prados
verdes y llanuras sonrosadas, no pude contenerme y lloré mi pena. ¿Por qué no podía
escribir? ¿Cómo se había desarticulado el mecanismo de mi voluntad, de mi genio?
¿O es que nunca había tenido voluntad y mi genio no consistía en otra cosa que un
poco de entusiasmo de algunos de mis prójimos exagerados en la apreciación de mis
condiciones intelectuales? Y si era así… entonces mi Obra… ¿Qué era mi obra…? ¿Existía
o no pasaba de ser una ficción colonial, una de esas pobres realizaciones que la
inmensa sandez del terruño endiosa a falta de algo mejor?
Yo
dudaba. Dudaba de mí… pero los otros… había bestias que no dudaban de sí mismos.
Escribían de sol a sol, ciegos, sordos, pujantes como toros. Y yo no alcanzaba a
ser ni una orquídea… el mismo invernáculo me mataba. ¿Qué era entonces? ¿Hacia qué
dirección del horizonte mirar?
Momentos
hubo en que anhelé que todos los escritores de la tierra tuvieran una sola cabeza.
Qué magnífico entonces destrozar esa única cabeza a martillazos, abrir una fosa
en cualquier desierto, sepultar bien profundamente el amasijo humano y exclamar
a voz en cuello:
–¡La
literatura no existe. La maté para siempre!
El
tiempo pasaba.
Mi
impotencia trazaba un círculo de brasas en cuyo interior me revolvía como un escorpión.
¿Qué
tenía adentro de la cabeza?
¡Cuánto
he cavilado para asombrar a mis prójimos, buscando una fuente de la cual extraer
recursos que si no podían hermosear la vida a los hombres, al menos pudieran amargársela!
Yo
no soy un tipo psicológico para vivir en silenciosa mediocridad. El genio, la belleza,
el arte, constituyen para mí un disfraz destinado a encubrir las reducidas dimensiones
de mi inteligencia, que a su vez se apoya sobre la estructura de una vanidad inconmensurable.
Acaso
la tragedia de la vida no se reduce a aquella obra de arte que un día les prometí
a mis semejantes, y que no construí nunca.
En
un feliz momento de mi existencia, anuncié de mí mismo creaciones demasiado vastas.
Surgían fáciles como las columnas de humo de los bosques de chimeneas. A aquel que
me quería escuchar le conversaba de mis personajes movientes en sus cavernas de
mármol, y el calor de la palabra añadía a la idea una temperatura de la cual ésta,
intrínsecamente, carecía.
Y
no poder cancelar el compromiso contraído me emponzoñaba los días.
Así
como el demente extrae de su locura los elementos que le hunden en el desconcierto
de su propia vida, así yo extraía de mí imaginación el veneno que me amarillaba
los ojos.
No
podía resignarme a ser una anónima partícula silenciosa, que en la noche se sumerge
en el sueño colectivo, mientras otros hombres trabajaban dichosos su hermosura a
la luz de un infecto candil.
Deseaba
ser una voz en el corazón de ese silencio. Una voz nítida, perfecta. Perfecta no,
la más perfecta.
¡Cuántas
palabras inútiles y tristes! ¡Cómo se encoge el alma frente a la miseria de la propia
vida! ¡Qué pobre es la palabra, qué pobre para expresar la angustia de adentro,
lo baldío y tibio de la entraña que se traduce en pensamientos que si por acaso
tienen forma, nada tienen que ver con ella!
Ya
ven, no soy humanamente nada. Esa certidumbre me causa un desconsuelo profundo.
Sé que no soy nada pero no puedo resignarme a la evidencia. Y entonces me digo:
“Es necesario que hable, que hable aunque todos los que me escuchen sientan deseos
de crucificarme o escupirme la cara. ¿Qué me importaría en ciertos momentos que
me crucificaran? Hace tanto tiempo que estoy triste, que comprendo que aunque me
quedara ciego llorando mi desventura, mi desventura no se reduciría un adarme; necesitaría
los años de otra vida para llorar mi existencia despedazada”. Y esta realidad se
escondía bajo el pecho del hombre que amaba los dioses y se creía un prójimo de
ellos. En el lugar de un corazón jugoso quedó una fruta amarilla, más ácida que
un membrillo.
Lo
evidente es que ya no despertaba interés en nadie. Me recibían afectuosamente donde
me presentaba, mas me recibían con esa cordialidad que se regala a los cadáveres
vivientes. Yo no suscitaba aquel cuchicheo encuriosado, esas torsiones de cabeza,
aquellos “¡ah!” sofocados, esas miradas clavadas insistentemente, que otros artistas
de verdad provocan con su presencia, aunque se la considera odiosa e inoportuna.
Yo
también hubiera querido ser odioso a alguien. Escribir páginas malditas, que los
otros leen recatándose de sus prójimos, porque creen ver en ellas una alusión a
su fisonomía espiritual, y luego rabiosos, indignados o asqueados, las arrojan al
canasto, fingiendo ante el autor que jamás las han leído.
Frente
a mí, el vacío, la tolerancia o la simpatía.
Me
convertí en crítico literario. Un fin lógico por otra parte.
Ataqué
cruelmente, justamente, deliberadamente.
Mi
sensibilidad exasperada por el fracaso, sintonizaba las fallas del arte ajeno con
una aguda hiperestesia de radiogoniómetro. Allí donde los otros ojos veían una curva
yo localizaba el vértice de un ángulo. Nada conseguía agradarme. Como un vidrio
sucio, empobrecía la claridad más radiante.
Y
si fuera mi única anomalía…
Apareció
en mi el alma del inquisidor.
Gozaba
el libro que iba a despedazar, muchos días antes de sentarme al escritorio.
Recuerdo
que tomándolo entre las manos lo palpaba con suavidad feroz, leíalo despacio y por
trocitos, con el sobresalto de quien comete un crimen lento y teme que haya alguien
espiándole; y nada resultaba más agradable en mis oídos que el escuchar el chasquido
de mi propia risita seca, cuando imaginaba la habilidad con que iba a destrozar
esa fábrica de palabras. Me restregaba nerviosamente las manos al tiempo que pensaba
en el autor; y le decía desde el recoveco más profundo de mis malas intenciones:
–Trabajaste,
canalla. Quisiste ser célebre. Bueno, ahora tendrás tu merecido.
No
me faltaban razones muchas veces para ser acre y justo, pero la justicia en un temperamento
como el mío, es casi siempre un pretexto para dar salida a los apetitos más ruines
y a los instintos más bajos.
¡Qué
no habré dicho en nombre de la literatura!
Me
convertí en una especie de alcahuete de la república de las letras; para sancionar
los despropósitos de mis exigencias y las del grupo al cual pertenecía, empleé palabras
difíciles e inventé teorías estrafalarias.
Ensalcé
a perfectas bestias apocalípticas, regodeándome con el sufrimiento que les proporcionaría
a escritores en tomo de los cuales, por envidia, se hacía el silencio.
Me
divertí fabulosamente redactando columnas y más columnas de elogio en honor de libros
chatos y chirles. Era necesario sembrar la confusión, embarullar el entendimiento
de los lectores, y juro que más de un genio de buhardilla ha rechinado los dientes
frente a los impresos testimonios de mi iniquidad e injusticia.
Histérico
como un pederasta, manoseé y critiqué con dureza a hombres que hubieran debido merecer
todo mi respeto, si soy capaz de respetar algo.
Esperaba
que alguno de ellos me enviaría los padrinos, saboreando un escándalo en perspectiva…,
pero ignoro si los agredidos eran perspicaces o cobardes…; el caso es que mi juego
endiablado no recibió jamás respuesta.
Con
poca suerte en crítica negativa y positiva, derivé hacia el sector de la crítica
neutra, perfectamente objetiva y que se me ocurre podría denominarse, con un poco
de sentido común, posición del que le busca cinco pies al gato.
Con
talante grave y estilo engolado diserté sobre lo que juzgaba conveniente e inconveniente
en la hora actual, para la Belleza y aledaños.
Tomaba
una obra y en vez de referirme a ella y a su substancia, con la pillería de un hombre
ducho en el ring de la literatura, hacía juego de cuerdas y fraseos de estética
parda. Así llenaba espacio impacientando al autor, que veía que no iba al grano.
Unas veces estaba en las raíces y otras en las ramas; si era indispensable me remontaba
a los Vedas, al Kalevala, a Buda o Zoroastro; si era indispensable citaba a Aristóteles,
a Bacon, a Gracián, a Benedetto Croce o a Spengler, a la Mónita Secreta o al Manifiesto
Comunista…, para el caso daba lo mismo, pues de lo que se trataba era de llenar
espacio y demostrar conocimiento y no las habilidades del otro, de manera que llegaba
al fin del artículo sin que el público, ni el autor, ni el mismísimo Satanás pudieran
saber que diablos era lo que yo opinaba del libro.
Los
autores siguieron escribiendo.
No
constituía peligro, y entonces abandoné la crítica convencido de que la idiotez
es incurable. La clasificación de hacerse no exigía una inteligencia del otro mundo
ni nada parecido.
En
un plano se encontraban los papanatas profundos, en el otro los inteligentes. Éstos,
más vanidosos que “cocottes” no admitían que se les enmendara una coma o señalara
una mota. Intransigentes y déspotas, pretendían monopolizar la perfección. Histéricos
como señoritas, consideraban cada reparo una ofensa mortal a sus fueros de genios.
Públicamente se cuidaban muy bien de exteriorizar su cólera, pero por dentro los
devoraba el furor.
Me
harté de esta canalla y abandoné la crítica literaria.
Cuando
traté de localizar el paraje espiritual en que me había situado, me encontré sumado
a una multitud de pequeños fracasados.
La
enfermedad, la pobreza, el crimen, el odio, la envidia, cada matiz de la desdicha,
del vicio o del pecado, cristalizan involuntariamente en una francmasonería, con
clave o hermandad.
Estas
tribus derrotadas socialmente se rigen por leyes especiales o, en nuestra esfera
de influencia, al novato que llegue se le perdonan sus éxitos antiguos en gracia
de su fracaso presente. Vaya lo uno por lo otro. Personalmente el individuo ha muerto
como promesa, de acuerdo, pero en cambio, inequívocamente, resucita como fracasado.
Y al resucitar como fracasado, tiene derecho al pan y a la sal que en el desierto
de la literatura se le ofrece al viajero perdido. Es la hospitalidad brindada al
hombre que pudo ser y no es. al desdichado sediento de un poco de solidaridad humana,
imposible de encontrar allá, en aquellas alturas territoriales, donde los luchadores
se muestran continuamente los dientes y las garras, gruñendo como tigres en celo:
esto es mío y lo otro también.
Me
hice, o mejor, el destino me hizo amigo de hombres que en otra época había despreciado
profundamente. Estos hombres eran, como yo, artistas de tono menor, vanidosos inconcebibles,
mentecatos que de haber vivido Honorato de Balzac le hubieran reprochado como un
crimen imperdonable una coma traspuesta o un adjetivo mal utilizado. Dicha gente
a la que había despreciado (y ellos lo sabían), en cuanto me identificaron comenzaron
a reaplaudirme lo que produje en otros tiempos, y durante un período esa pleitesía
respetuosa tributada a mi ex personalidad me enorgulleció como si lo mencionado
fuera reciente y no muy antiguo. Entonces reparé en que los había desdeñado inútilmente.
Me diferenciaba muy poco o nada de ellos. Era su prójimo.
Si
se reunían y constituían grupos armoniosos de fracasados, debíase a que la soledad
les resultaba insoportable. Por otra parte, no tenían nada que hacer. Mis consideraciones
acerca de sus personalidades resultan inútiles y estúpidas. Estos escritores que
yo llamaba fracasados, eran excelentes personas, solidarios, capaces de hacer no
un favor a sus prójimos sino muchos. Dedicados al arte a la edad en que hasta los
notarios hablan de la luna, autores de uno o dos libros de poemas bien intencionados
y morales, en nombre de aquella transitoria veleidad de sus veinte años, ha mucho
tiempo transcurridos, continuaban tildándose con asombroso optimismo de escritores
y poetas. No había uno de ellos que no mantuviera encarpetada una obra maestra,
que quien sabe cuándo se resolvería a publicar y terminar, porque los tiempos no
estaban para arte puro.
Resulta
entonces comprensible que estos sujetos no se afanaran por nada, y prefirieran al
trabajo horrible de escribir y pulir, aquel otro más fácil de prodigarse jarabe
de pico, o en su defecto ir todos los días a una determinada hora a refugiarse en
sótanos llamados, ignoro por qué motivo, “agrupaciones de arte”.
En
estos sótanos se refugiaban las tribus de pintores, escultores, poetas y literatos,
y gente llegada recientemente de las ciudades del interior, que anhelaba ilustrarse
y conocer de cerca el rostro del bicharraco llamado artista.
Allí
se exhibían, recientemente pintados, cuadros futuristas hace quince años pasados
de moda en París o Berlín y que hacían ahogarse de risa a los tenderos sensatos,
o acuarelas impresionistas que para mejor impresionar al espectador presentaban
un donoso bulto sobre la bragueta.
Allí
se bebía cerveza con cocaína, allí se daban de cachetadas los literatos; y las escritoras,
para afirmar su independencia se arrojaban a la cara injurias de verduleras. Otras,
para “epatar” a las pobres señoras conducidas allí por sus esposos “para conocer
la literatura”, gritaban a voz en cuello que ellas preferían acostarse con mujeres
a hacerlo con hombres. Había momentos en que uno pensaba que con o sin razón debía
encontrarse en las proximidades de una sucursal de la Salpétriére, o en el vestíbulo
de Vieytes. Claro que, de escarbarse en el alma de estos haraganes y de aquellas
feministas, se hubiera tocado un fondo de sublimado corrosivo… pero yo estaba loco…
pretendía alternar con un mundo donde se anotara un porcentaje de cincuenta genios
por cada cien sentidos comunes. Como si ser genio sirviera para algo.
Estábamos
viviendo en el siglo de la máquina. La máquina había encadenado al hombre a su funcionamiento
imperioso. Todo lo que se apartaba de la máquina era superfluo. ¿Qué podía significar
una poesía junto a un motor en marcha o a una usina en plena producción? ¿Aliviaba
un poema el aniquilamiento moral y físico de millares y millares de proletarios
uncidos a la esclavitud del salario? No. ¿Entonces para qué servía un poema?
Cuando
llegaba a esta altura del razonamiento, me decía:
–Todas
las edades de la tierra han producido un escritor que ha superado a su clase y,
de consiguiente, ningún oído ha podido dejar de escucharle.
Al
enunciar este pensamiento no me daba cuenta que mi razonamiento era producto de
un espejismo, que los escritores llamados universales no han sido nunca universales,
sino escritores de determinada clase, la más escogida, entendidos y ensalzados por
la cultura de esa clase, admirados y endiosados por las satisfacciones que eran
capaces de agregarles a los refinamientos que de por sí atesoraba la clase como
un bien excelentemente adquirido.
Los
de abajo, la masa opaca, elástica y terrible que a través de todas las edades vivía
forcejeando en la terrible lucha de clases, no existía para esos genios. Y nosotros,
escritores democráticos, raídos por cien mil convencionalismos en todas las direcciones,
éramos totalmente incapaces de escribir nada que removiera la conciencia social
empotrada en un tedioso “dejad estar”.
Como
otros de mis compañeros, me quise acercar a la clase trabajadora. No negaré que
se me ocurrió que al asumir semejante actitud, yo le hacía al proletariado un extraordinario
favor. ¿Quiénes sino nosotros (según decíamos) podían orientar a la clase obrera
hacia la resolución de sus problemas? ¿No constituíamos algo así como la sal de
la tierra proletaria?
A
las primeras de cambio algunos obreros fantásticamente instruidos, ayudados por
su terrible dialéctica marxista (que aún no la entiendo claramente por ser tan complicada)
trituraron nuestros conceptos y mi literatura, y sin pelos en la lengua nos tildaron
de ignorantes, vanidosos y oportunistas y chiflados. Por si acaso lo que pensaban
de nuestro gremio no resultaba claro, me dieron a entender que el mayor placer que
ellos podían experimentar algún día era mandar a todos los vagos de mi catadura
a cortar leña en los bosques o. cargar bolsas de maíz y trigo en las colonias colectivas.
Trágico
destino el nuestro. Primero excomulgados por el arzobispo, después anatematizados
por el proletariado.
Durante
algunos meses odié ardientemente al sucio proletariado y a su espantosa dialéctica.
Lamenté que en el país no se hubiera implantado el régimen fascista.
Allí
estaba nuestro lugar. ¿Quiénes sino nosotros podíamos preconizar una sólida expansión
nacionalista y poner nuestra pluma al servicio de la patria y la bandera?
Un
día reparé en que pensaba tonterías. Nosotros los literatos estábamos mal en todas
partes. Incluso para ser lacayos de alguien y lustrabotas de todos se necesitaba
cierto talento natural que en el clima de estas latitudes no prospera con la jugosidad
necesaria.
Dormí
una siesta de siete meses, y despaciosamente mi personalidad adquirió la clásica
elasticidad del indiferente.
Y
así como aquel que recuerda tiempos de bienestar no puede sustraerse al orgullo
que le causa la comodidad perdida y gozada, y en esta evocación se remoza su soberbia
y acrecientan sus pretensiones, conformando a su estado de conciencia la actitud
que presentará ante extraños, yo como otros se pintan el cabello teñí mi fracaso.
Le otorgué cédula de elegante.
Mi
elegancia consistía en no enterarme de nada.
“¿Fulano
escribió una novela? ¡Qué pena! Carecí del tiempo para leerla”. “¿Mengano se lució
en un concierto? ¡Qué desgracia! Viajaba por el campo el día que debutó”. “¿Zutano
había organizado una exposición de cuadros? Mejor para él, aunque yo no lo supe
a tiempo para visitarla”.
Era
el hombre que no se entera de nada, ni siquiera de la guerra chino-japonesa.
Lo
grave es que sujetos parecidos a mí en no enterarse nunca de nada abundan en tal
orden de actividades. Cuando varios tipos por este estilo nos reuníamos, encontrar
un tema de conversación constituía un problema, y un ¡oh! y un ¡ah! de nunca acabar,
eslabonaba la sorpresa que mutuamente nos producían sucesos de los que no “sabíamos”
una palabra.
De
lo que no dejábamos de enteramos, tronara o lloviera, enfermos o viajando, era de
los brulotes endosados a un compañero por cualquier criticastruelo.
La
noticia circulaba como un rayo redondo, le faltaba tiempo a un prójimo para comunicarle
la noticia a otro entre una sonrisa regocijada de complacencia, que decía:
–¿Viste
el brulote que le metieron a Fulano? Cuanto más injusta o malintencionada la crítica,
más festivamente recibida.
Sabíamos
que el placer que experimentaba el autor al publicar un libro se lo abollaba la
crítica, y cuando se comentaba el brulote, no era por el brulote en sí, sino por
el placer que derivaba de saber que había un compañero sufriendo en su vanidad o
en su orgullo.
Un
goce infernal nos henchía el alma. Al alcanzar el regocijo su máximum de altura,
por un resto de pudor (pues ¡qué diablos!, al fin éramos civilizados) hacíamos,
a fin de disculparnos ante nosotros mismos, consideraciones equitativas acerca de
la inteligencia del compañero, y entonces pujábamos para ver quién picaba más alto
en la justipreciación de los valores intelectuales del bruloteado, y hasta resultaba
un placer concederle patente de genio, naturalmente, entre nosotros y la más rigurosa
intimidad y discreción…
Estoy
seguro que nadie se atreverá a negar que son sumamente curiosos los agrios caminos
del fracaso.
Pero
a la postre me aburrí del papel de impasible, y tiré la careta de la imperturbabilidad.
¡A
la basura el dandysmo y los impotentes! Yo era un hombre de carne y hueso, admirador
del talento allí donde se encontrara, incluso si estaba tirado entre excrementos,
y no puedo afirmar que me costó mucho trabajo convertirme en protector de genios
nonatos, en manager de inteligencias crepusculares y entrenador de talentos a la
violeta.
Descubrí
a dos o tres brutos maravillosos, los patrociné, les busqué y encontré periódicos
donde pudieran colaborar, escandalicé por ellos a un montón de gente honesta y bien
nacida, sostuve grescas con mis amigos… llegué al extremo de aconsejarle a uno de
mis protegidos que se bañara aunque fuera una vez a la semana porque olía muy mal….
pero estos genios en cuanto criaron puntas de alas en las albardas. se pusieron
insoportables de vanidosos, y volaron como si mi presencia les resultara insultante.
Me
desilusioné de los hombres quedándome otra vez completamente solo. Intenté por centésima
vez en mi vida, trabajar, crear algo hernioso, permanente. Quería perturbar el alma
de los seres humanos, hacerles sentirse mejores o peores, pero mi esfuerzo se evaporó
en el vacio.
Me
senté durante horas y horas ante páginas de papel en blanco, imaginé que por virtud
de un pacto con un demonio tutelar era capaz de escribir algo semejante a la Divina
Comedia, y cuando mi pequeña y dorada alegría alcanzaba el límite donde yo suponía
comienza la franja de la inspiración, escribía, redactaba dos o tres líneas, para
terminar luego dejando apoyada con desaliento la lapicera en el cenicero.
Me
convencí que de día era imposible trabajar y obtener los beneficios de la inspiración
y recurrí a los favores de la noche.
Reparé
que mi cuarto abundaba de libros, bonitos cuadros, escogidas comodidades, y no sé
por qué se me ocurrió que la inspiración para manifestarse necesita de la monástica
soledad de una celda, el silencio conventual de una cartuja perdida entre montañas,
y entonces hice sustituir los vidrios de las ventanas por “vitraux” representando
un paisaje feudal, y sustituí mi cómodo sillón norteamericano por un rígido banquillo
colonial, el escritorio por una severa mesa antigua, y las lámparas eléctricas por
un candelabro de hierro forjado, y encendí la vela.
Pero
ni el candelabro, ni la mesa, ni la vela, me concedieron la inspiración que necesitaba,
y sí el banquillo colonial recrudeció unas almorranas que padecía, tolerables en
el amohadillado del sillón norteamericano.
Desterré
a la edad media de mi casa y me dediqué a correr aventuras amorosas. Posiblemente
la Inspiración se encontraba entre los brazos de una mujer, pero de entre los brazos
de pelanduscas fáciles y burguesitas expertas en dormir en un cuartel sin perder
la virginidad, salí erizado como un gato a quien le arrojan un cubo de agua, y resolví
cambiar de ruta.
Posiblemente
estaba atacado de surmenage, y como un campeón que aspiraba a detentar un certamen
atlético, me entregué e pleno a la gimnasia sueca, al box, a los deportes.
Sudé
como un hombreador de bolsas en las canchas de pelota, y más de una vez bajé de
un ring con los ojos hinchados… pero la inspiración no venía.
Finalmente
llegué a convencerme:
No
tenía nada que decir. El mundo de mis emociones era pequeño. Allí radicaba la verdad.
Mi espíritu no se relacionaba con los intereses y problemas de la humanidad, ni
con la vida de los hombres que me rodeaban, sino con algunas ambiciones personales,
carentes de valor.
Mi
misma disconformidad con el medio en que actuaba, era simulada. Siendo sincero,
cínicamente sincero, la sociedad en que me desplazaba me parecía muy bien estructurada
para satisfacer materialmente las necesidades de mi egoísmo. Cuando el arzobispo
me excomulgó, posiblemente tenía razón, porque su religión se me daba un pepino.
Cuando me acerqué a los obreros, mi impulso fue artificial, era un gesto, y yo no
puedo afirmar honestamente que se me importe algo que los obreros estén bien o estén
mal. ¡Allá ellos y sus problemas! Les estoy profundamente agradecido de que me hayan
rechazado, por que si no, vaya a saber cómo, por un impulso de vanidad estúpida
me hubiera complicado la existencia.
Soy
un burgués egoísta. Lo reconozco. De allí que nada alcanza a indignarme seriamente.
Ni lo bueno ni lo malo. Tampoco experimento un ardiente afán de deslumbrar a mis
prójimos. Si he dicho en alguna parte que sufría cuando no podía escribir, es mentira.
Me he apartado de la verdad para adornar mi personalidad con un atributo que pudiera
tornarla interesante.
Mi
vanidad me ha molestado durante cierto tiempo. No lo negaré. Pero también mi vanidad
se satisfacía comprobando que la insuficiencia mental de los otros hombres, incluso
los que triunfaban, era mucho mayor que la mía.
Actos
buenos o malos los he ejecutado para distraerme cinco minutos. Mis sentimientos
vibran tan escasamente, que no puedo odiar ni amar a nadie, sino en el espacio de
un tiempo muy breve. Luego amanece en mí una indulgencia irónica, burlona.
Quiero
desnudarme por completo.
Me
siento dichoso de ser así, estéril, medido, seco, amable. Tengo el orgullo de pensar
que en mi personalidad se puede estrellar el infinito, sin dejar fijada ni una sola
de sus partículas de inmensidad.
A
veces una ráfaga de rabia me enturbia las pupilas, luego me encojo de hombros. Sustituyo
el odio con la antipatía, y la antipatía con la indiferencia.
Tanto
es así, que he reemplazado mi indiferencia de no enterarme de nada por aquella indiferencia
un poquito más sutil, política e irónica de elogiarlo todo. Lo bueno y lo malo.
No
dejan de aproximárseme malvados, que aspiran a regocijarse en el espectáculo de
mi fracaso, y desean aquilatar hasta qué grado me encuentro amargado. Para buscarme
la lengua hablan despectivamente de otros que trabajan infatigables. Mas yo los
desconcierto diciendo:
–¡Cómo!
¿Fulano te parece un mal artista? Estás equivocado. querido. Es de los buenos, y
de verdad…
Desalío
a que haya alguien que sepa sacar mejor partido que yo de las intenciones abortadas,
de los ensayos manidos y de las cegueras y cojeras de sus prójimos.
Observo
entonces, con placer, que aquellos que me suponían agriado se retiran consternados,
sin saber cómo clasificarme.
Y
así pasan los años. De mi ineptitud se desprende una filosofía implacable, serena,
destructiva:
–¿Para
qué afanarse en estériles luchas, si al final del camino se encuentra como todo
premio un sepulcro profundo y una nada infinita?
Y
yo sé que tengo razón.
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