Roald Dahl
Para Inglaterra, la guerra empezó en septiembre
del año 1939. Los habitantes de la isla se enteraron enseguida y empezaron a prepararse.
En lugares más apartados la gente tardó un poco más en oír la noticia y también
empezó a prepararse.
En África oriental,
en la colonia de Kenia, vivía un joven cazador blanco que adoraba las sabanas, los
valles y las noches frescas en las laderas del Kilimanjaro. También él se enteró
de la guerra y empezó a prepararse. Atravesó el país para llegar a Nairobi y alistarse
en las fuerzas aéreas británicas. Les pidió que lo hicieran piloto. Fue aceptado
y empezó su formación en el aeropuerto de Nairobi. Le dieron un pequeño Tiger Moth
y se convirtió en un buen piloto.
A las cinco semanas
casi fue llevado ante un consejo de guerra porque en vez de despegar y practicar
picados y virajes, como se le había ordenado, llevó su pequeño avión hacia las praderas
de Nakuru para ver los animales salvajes. En el camino le pareció ver un antílope
sable y, como se trata de un animal poco común, se emocionó y voló más bajo para
verlo mejor. Por mirar al antílope a su izquierda no pudo ver la jirafa a su derecha.
El borde delantero del ala de estribor chocó contra el cuello de la jirafa justo
debajo de su cabeza y lo seccionó limpiamente. Así de baja era la altura a la que
estaba volando. El ala sufrió daños, pero el piloto consiguió volver hasta Nairobi.
Y, como ya he dicho, casi le llevan ante un consejo de guerra, porque se puede explicar
una abolladura en el ala por haber chocado contra un ave grande, pero no si hay
pellejos y pelos de jirafa pegados en el ala.
Después de seis semanas
le permitieron realizar solo el primer vuelo de larga distancia desde Nairobi hasta
un lugar llamado Eldoret, un pequeño pueblo a dos mil cuatrocientos metros de altura
en la montaña. Pero de nuevo tuvo mala suerte. Esta vez fue por una falla del motor
durante el camino, ocasionado por el agua que había entrado en los depósitos de
combustible. Conservó la cabeza fría e hizo un aterrizaje forzoso muy bonito sin
dañar el avión, cerca de una pequeña casa en el altiplano, lejos de cualquier población.
El altiplano es una tierra muy solitaria.
Se acercó a la casa
y se encontró con un viejo que vivía solo, sin más posesiones que un pequeño terreno
para plantar batatas, unas gallinas marrones y una vaca negra.
El viejo lo trató bien.
Le ofreció comida y leche, y un lugar para dormir. El piloto se quedó dos días y
dos noches. Después de ese tiempo, un avión de rescate de Nairobi descubrió su avión
en el suelo, aterrizó a su lado, encontró la falla, volvió a marcharse y le trajo
combustible limpio para que pudiese por fin despegar de nuevo y regresar.
Durante su estancia
en la casa del viejo, que se sentía muy solo y no había visto a nadie en muchos
meses, éste le agradeció mucho la compañía y la oportunidad de hablar con alguien.
Él hablaba y el piloto escuchaba atentamente. Habló de la vida solitaria, de los
leones que lo visitaban por la noche, del pícaro elefante que vivía al otro lado
de las colinas al oeste, del calor durante el día y del silencio que llegaba con
el frío de medianoche.
La segunda noche el
viejo habló de sí mismo. Contó una historia larga y extraña y, mientras la contaba,
el piloto tenía la sensación de que el viejo se estaba quitando un gran peso de
encima. Cuando terminó su historia, dijo que nunca se la había contado a nadie y
que jamás la volvería a contar, pero al piloto le pareció tan extraña que la escribió
nada más volver a Nairobi. No transcribió las palabras del viejo, sino que utilizó
sus propias palabras, como si estuviese pintando un cuadro y el viejo fuera un personaje
dentro de él, porque ésa le parecía la forma más adecuada. Nunca antes había escrito
ninguna historia, así que era natural que cometiera errores. No conocía ninguno
de los trucos que utilizan los escritores, que los utilizan igual que los pintores
utilizan trucos en pintura, pero cuando terminó, cuando dejó el lápiz sobre la mesa
y se fue a la cantina de los aviadores para tomarse una pinta de cerveza, había
escrito un cuento extraño y lleno de fuerza.
Lo hallamos en su maleta
dos semanas más tarde, al revisar sus pertenencias. Había muerto durante un entrenamiento
y, como no parecía tener familia y era mi amigo, me he quedado con el manuscrito
para hacerme cargo de él.
He aquí lo que escribió.
El viejo salió de la sombra de la puerta
hacia el sol brillante y descansó un segundo apoyado sobre su bastón, mirando a
su alrededor, guiñando los ojos debido a la fuerte luz. Inclinaba la cabeza un poco
hacia un lado y miraba hacia arriba, intentando localizar el ruido que le parecía
haber oído.
Era bajo, gordo y ya
había pasado los setenta, aunque su aspecto más bien indicaba que estaba cerca de
los ochenta y cinco. Tenía el cuerpo agarrotado y abultado por el reumatismo. Su
rostro estaba cubierto por las canas y movía la boca sólo hacia un lado. En la cabeza,
no importaba si estaba dentro o fuera de casa, llevaba siempre un sucio salacot
que alguna vez había sido blanco.
Estaba totalmente quieto,
entornando los ojos e intentando localizar el ruido.
Sí, lo oyó de nuevo.
Giró bruscamente la cabeza para mirar hacia la pequeña cabaña de madera que estaba
a unos cien metros, sobre la hierba de la pradera. Esta vez no quedaba duda: era
el gañido de un perro, el gañido agudo y punzante de dolor que emite un perro al
sentirse amenazado. Dos veces más lo oyó y la última vez era más un grito que un
gañido. El tono era aún más agudo, más punzante, como si lo hubieran arrancado rápidamente
de un rincón escondido del cuerpo.
El viejo se dio la vuelta
y corrió cojeando a través de la hierba hasta llegar a la cabaña de Judson, empujó
la puerta y entró.
El pequeño perro blanco
estaba tumbado en el suelo y Judson estaba de pie por encima de él, con los pies
separados y el pelo negro cayéndole sobre el alargado rostro rojo. Era alto, delgado
y estaba allí, con la camisa grasienta mojada de sudor, murmurando en voz baja.
Su boca estaba abierta de una manera extraña, sin vida, como si la mandíbula le
pesara demasiado. La baba le resbalaba suavemente por la barbilla. Estaba allí,
mirando al pequeño perro blanco tumbado en el suelo; con una mano se retorcía lentamente
la oreja izquierda y con la otra sujetaba un pesado palo de bambú.
El viejo hizo caso omiso
de Judson y se arrodilló junto al perro, pasándole suavemente la mano por el cuerpo.
El perro se calló y lo miró con los ojos húmedos. Judson no se movía. Estaba mirando
a la vez al perro y al viejo.
El viejo se incorporó
despacio, levantándose con gran dificultad, con las dos manos agarradas al bastón
y haciendo fuerza sobre él para ponerse de pie. Paseó la mirada por toda la habitación.
En la esquina vio un colchón sucio y arrugado sobre el suelo; al lado, una mesa
fabricada con listones de cajas de madera y encima de ella, un hornillo Primus con
una sartén de la que se desprendía el esmalte azul. El suelo estaba sucio de barro
y plumas de gallina.
El hombre encontró lo
que estaba buscando. Al lado del colchón, apoyada contra la pared, vio una pesada
barra de hierro. Cojeó hacia ella, golpeando las tablas huecas del suelo con su
bastón. Los ojos del perro seguían sus movimientos. El viejo se cambió el bastón
a la mano izquierda, con la derecha agarró la barra de hierro, cojeó de nuevo hacia
el perro y seguidamente levantó la barra y dio un golpe fuerte sobre la cabeza del
animal. Tiró la barra al suelo y miró a Judson, que seguía inmóvil, con los pies
separados, la baba cayéndosele y unas contracciones nerviosas en el rabillo del
ojo. El viejo se acercó a él y empezó a hablar. Habló despacio y muy bajo, con una
rabia terrible, y al hablar sólo se le movía un lado de la boca.
–Lo has matado –dijo–.
Le has partido la columna.
Enseguida se le subió
la rabia y encontró más palabras. Miró hacia arriba y escupió las palabras a la
cara de Judson, que seguía con las contracciones en el rabillo del ojo e iba retrocediendo,
hasta tocar con la espalda en la pared.
–Maldito cruel hijo
de puta mataperros. Este perro era mío. ¿Quién diablos te ha dado el derecho de
pegarle a mi perro?, dime. ¡Contesta, loco baboso! ¡Contesta!
Judson se frotaba lentamente
la palma de la mano izquierda contra la parte delantera de la camisa y ahora las
contracciones se extendían por toda la cara. Sin mirar al viejo a los ojos, contestó.
–No dejaba de chuparse
la pata. No soportaba el ruido. Usted sabe que no soporto ese tipo de ruidos, chupa,
chupa, chupa. Le dije que lo dejara. Me miró y movió la cola, pero luego siguió
chupándose. No lo soporté más y lo golpeé.
El viejo no dijo nada.
Durante un instante parecía que iba a pegarle al otro hombre. Levantó un poco el
brazo, lo volvió a bajar, escupió al suelo, se dio la vuelta y salió cojeando por
la puerta hacia la luz del sol. Atravesó la hierba hasta llegar a donde estaba una
vaca negra rumiando a la sombra de una acacia. La vaca lo miraba mientras el viejo
se acercaba a ella cojeando desde la cabaña hasta el árbol. El animal seguía comiendo,
rumiando, moviendo sus mandíbulas con gran regularidad, mecánicamente, como un metrónomo
que va muy despacio. El viejo cojeó hasta llegar a su lado y empezó a acariciarle
la nuca. Luego se apoyó en ella y utilizó el bastón para rascarle el lomo. Pasó
un largo tiempo así, apoyado en ella y rascándole el lomo. De vez en cuando le hablaba,
diciendo pequeñas palabras apenas audibles, casi susurrando, como si le estuviera
contando un secreto.
Había sombra debajo
de la acacia y el campo a su alrededor tenía un aspecto frondoso y agradable después
de las largas lluvias. En las tierras altas de Kenia la hierba es verde y en esta
época del año, después de las lluvias, está tan verde y frondosa como en cualquier
otra parte del mundo. A lo lejos, en el norte, se veía el monte Kenia con su capuchón
de nieve y una delgada pluma blanca donde los vientos habían soplado llevando el
polvo blanco desde el pico a las cotas más bajas. En las faldas de la montaña había
leones y elefantes, y a veces por la noche se oía el rugido de los leones que miraban
a la luna.
Pasaron los días y Judson
realizaba sus tareas en la granja de una forma silenciosa y mecánica, recogía el
maíz, desenterraba las batatas y ordeñaba la vaca negra, mientras el viejo se escondía
del agresivo sol africano dentro de su casa. Solamente al caer la tarde, cuando
el aire empezaba a refrescar, salía cojeando y siempre se ponía al lado de la vaca.
Pasaba una hora hablando con ella debajo de la acacia. Un día llegó a la hora habitual
y encontró a Judson al lado de la vaca, mirándola de forma extraña y en una postura
peculiar, con un pie adelantado, retorciéndose la oreja con la mano derecha.
–¿Qué pasa ahora? –preguntó
el viejo al acercarse cojeando.
–La vaca no deja de
comer –respondió Judson.
–De rumiar –le corrigió
el viejo–. Déjala en paz.
–Es el ruido –dijo Judson–.
¿No lo oye? Cruje. Como si estuviera masticando piedras, pero no es eso. Sólo come
hierba y babas. Mírela. No deja de masticar. Cruje, cruje, cruje y sólo son hierba
y babas. Se me graba directamente en los sesos.
–¡Fuera! –le dijo el
viejo–. ¡Fuera de mi vista!
Al alba, el viejo estaba como siempre
sentado frente a la ventana, observando cómo Judson atravesaba la pradera desde
su cabaña para ordeñar la vaca. Esa mañana, observó cómo atravesaba la hierba, dormido,
hablando consigo, arrastrando los pies, dejando una huella verde oscura en la hierba
mojada y llevando en la mano una vieja lata de queroseno de quince litros que utilizaba
para recoger la leche. En ese momento el sol se asomó por encima de las colinas
y dejó unas largas sombras detrás del hombre, de la vaca y de la acacia. El viejo
vio cómo Judson dejaba la lata en el suelo y se sentaba encima de la caja de madera
que estaba al lado del árbol para ponerse a ordeñar. Vio cómo de repente se arrodilló
para tocar la ubre de la vaca y en ese mismo momento el viejo se dio cuenta de que
la vaca no tenía leche. Vio cómo Judson se levantaba y corría hacia la casa. Se
quedó parado debajo de la ventana y miró hacia arriba, adonde estaba sentado el
viejo.
–No hay leche –dijo
Judson.
El viejo se asomó a
la ventana abierta, apoyándose con ambas manos en el borde.
–Maldito hijo de puta,
la has robado.
–Yo no fui –respondió
Judson–. Estaba durmiendo.
–La has robado –repitió
el viejo, hablando en voz baja moviendo sólo un lado de la boca y asomándose más–.
Te daré una paliza por esto.
–Alguien la robó durante
la noche –se defendió Judson–, un nativo, un kikuyu. O igual está enferma.
El viejo tuvo la impresión
de que Judson decía la verdad.
–Ya veremos –dijo al
final– si esta tarde tiene leche o no. Y ahora, piérdete, por Dios.
Por la tarde la ubre
estaba llena y el viejo vio cómo Judson sacaba dos litros de buena leche.
A la mañana siguiente
estaba vacía. A la tarde estaba llena. La tercera mañana estaba de nuevo vacía.
La tercera noche, el
viejo se quedó vigilando. En cuanto cayó la noche se sentó al lado de la ventana
abierta con su viejo rifle del calibre doce cruzado sobre los muslos, esperando
al ladrón de leche que ordeñaba su vaca durante la noche. Al principio la oscuridad
era tan densa que no lograba ver absolutamente nada, ni siquiera la vaca, pero pronto
salió por detrás de las colinas una luna de tres cuartos que daba tanta luz que
casi parecía de día. Pero hacía un frío terrible en las tierras altas, porque están
a una altura de más de dos mil metros, y el viejo se estremeció en su silla y colocó
la manta marrón más pegada a sus hombros. Ahora podía ver perfectamente la vaca,
igual que bajo la luz del sol, y la sombra de la pequeña acacia se dibujaba perfectamente
sobre la hierba, con la luna justo detrás.
Durante toda la noche
el viejo aguantó en su puesto mirando la vaca, a la que no quitó ojo salvo durante
el instante en el que se fue a la habitación para traer otra manta. La vaca parecía
estar a gusto debajo del árbol, rumiando y mirando la luna.
Una hora antes del amanecer,
la ubre estaba llena. El viejo podía verlo. La había estado observando continuamente
y, aunque no había conseguido apreciar el aumento, igual que no se aprecia el movimiento
de la horaria del reloj, sí que había sido consciente de cómo la leche había ido
aumentando durante toda la noche. Ahora faltaba una hora para el amanecer. La luna
estaba más baja, pero seguía iluminando mucho. Podía ver perfectamente la vaca,
el pequeño árbol y el verdor de la hierba alrededor de ella. De repente giró bruscamente
la cabeza. Había oído un ruido. Seguro que había oído un ruido. Sí, ahora se oía
de nuevo, algo se movía en la hierba justo debajo de su ventana. Se levantó rápidamente
para mirar por encima del borde de la ventana hacia el suelo.
Entonces la vio. Una
larga serpiente negra, una mamba de dos metros y medio de largo y del grosor del
brazo de un hombre, se deslizaba con gran velocidad por la hierba mojada derecha
hacia la vaca. Levantaba ligeramente su pequeña cabeza con forma de pera y el movimiento
de su cuerpo contra la humedad de la hierba producía un pronunciado silbido, como
gas que se escapa de una válvula. El viejo levantó el rifle para disparar. Enseguida
lo volvió a bajar, sin saber por qué, y se quedó sentado, inmóvil, mirando a la
mamba acercarse a la vaca, escuchando el silbido de su movimiento, mirando cómo
llegaba al lado de la vaca y esperando que la mordiera.
Pero no la mordió. Levantó
la cabeza y la meneó suavemente durante un instante, luego levantó toda la parte
delantera de su cuerpo negro para acercarlo a la ubre, se metió suavemente una de
las tetas en la boca y empezó a beber.
La vaca no se movió.
Ya no se escuchaba ningún ruido mientras el cuerpo de la mamba se arqueaba con elegancia
entre el suelo y la ubre. La serpiente negra y la vaca negra se distinguían claramente
bajo la luz de la luna.
Durante media hora el
viejo se quedó mirando cómo la mamba bebía la leche de la vaca. Observaba los suaves
empujones de la serpiente mientras extraía la leche de la ubre y cómo después de
cierto tiempo se cambió de una teta a otra, hasta que por fin ya no quedó nada de
leche. Entonces la mamba bajó suavemente la cabeza al suelo y se marchó en la dirección
por la que había venido. De nuevo producía ese silbido al moverse por la hierba
y de nuevo pasó por debajo de la ventana en la que el viejo estaba sentado, dejando
una fina huella oscura en la hierba mojada. Finalmente desapareció doblando la esquina
de la casa.
La luna se escondía
lentamente por detrás de la cresta del monte Kenia. Casi en ese mismo momento salió
el sol por el este de entre las colinas y Judson se asomó a la puerta de su cabaña
con la lata de quince litros en la mano. Caminó despacio hacia la vaca arrastrando
los pies, mojándolos en el pesado rocío. El viejo lo vio acercarse y se quedó esperando.
Judson se inclinó para tocar la ubre y, mientras lo hacía, el viejo le pegó un grito.
Judson se asustó al oír la voz del viejo.
–Se la han llevado otra
vez –gritó.
–Sí –respondió Judson–,
está vacía.
–Creo –siguió despacio
el viejo– que era un chico kikuyu. Me había quedado dormido y sólo lo vi cuando
ya se iba. No pude disparar porque la vaca estaba en medio. Desapareció por detrás
de la vaca. Lo voy a esperar de nuevo esta noche y esta vez lo voy a pillar.
Judson no dijo nada.
Agarró la lata de quince litros y volvió a su cabaña.
La siguiente noche el
viejo se sentó de nuevo detrás de la ventana vigilando la vaca. Esta vez la anticipación
del espectáculo que iba a ver le provocaba cierto placer. Sabía que la mamba volvería,
pero quería estar totalmente seguro. Cuando la gran serpiente por fin se deslizó
de nuevo a través de la hierba hacia la vaca, una hora antes del amanecer, el viejo
se asomó apoyándose en el alféizar para seguir sus movimientos mientras ella se
acercaba a la vaca. La vio pararse un instante debajo de la tripa del animal y menear
la cabeza unas seis veces hasta que por fin levantó la parte delantera del cuerpo
para meterse la teta de la vaca en la boca. El viejo estuvo mirando durante media
hora cómo se bebía la leche hasta que ya no quedaba más. Luego vio cómo bajaba el
cuerpo y se volvía por el camino por el que había venido hasta doblar la esquina
de la casa. Y mientras la miraba se reía silenciosamente con un lado de la boca.
Luego se asomó el sol
por detrás de las colinas y Judson salió de su cabaña llevando la lata de quince
litros, pero esta vez fue directo a la ventana de la casa donde estaba sentado el
viejo envuelto en sus mantas.
–¿Qué ha pasado? –preguntó
Judson.
El viejo le miró desde
lo alto de la ventana.
–Nada –contestó–. No
ha pasado nada. Me he quedado dormido otra vez y el hijo de puta vino y se llevó
la leche mientras yo dormía. Escúchame, Judson –añadió–, hemos de pillarlo, porque
si no, se te acabará la leche, aunque tampoco te vendría mal. Pero hemos de pillarlo.
No puedo dispararle porque es muy listo. Siempre se pone detrás de la vaca. Lo vas
a tener que pillar tú.
–¿Pillarlo yo? ¿Cómo?
–Pienso –dijo el viejo
muy despacio–, pienso que tendrás que esconderte al lado de la vaca, justo al lado.
Es la única forma de atraparlo.
Judson se enredaba el
cabello con la mano izquierda.
–Hoy –continuó el viejo–
vas a excavar una pequeña zanja al lado de la vaca. Allí te tumbarás y yo te cubriré
de hierba y heno para que el ladrón no te vea hasta que esté a tu lado.
–Y ¿si lleva navaja?
–No, no tendrá ninguna
navaja. Tú tráete tu palo. No necesitarás otra cosa.
–Sí –contestó Judson–,
traeré mi palo. Cuando llegue el ladrón, me levantaré y le daré con el palo.
De repente, Judson pareció
acordarse de algo.
–Pero ¿qué pasa con
la vaca? –preguntó–. No soportaría sus ruidos toda la noche rumiando, masticando
hierba y babas como si fueran piedras. No lo soportaría.
Comenzó de nuevo a retorcerse
la oreja izquierda.
–Harás lo que te he
dicho, maldito –replicó el viejo.
Y Judson excavó la zanja
al lado de la vaca, a la que después se ató al tronco de la pequeña acacia para
que no se alejara durante la noche. Cuando al caer la tarde se dispuso a tumbarse
en la zanja, el viejo se asomó a la puerta de su casa y lo llamó.
–No tiene sentido hacer
nada hasta la madrugada. No vendrá antes de que se llene la ubre. Ven y espera aquí
dentro. Hace menos frío que en tu asquerosa cabaña.
Era la primera vez que
el viejo invitaba a Judson a entrar en la casa. Le siguió hacia dentro, contento
por no tener que estar en la zanja toda la noche. Una vela iluminaba la habitación.
Estaba metida en el cuello de una botella de cerveza que estaba sobre la mesa.
–Haz té –ordenó el viejo
indicando el hornillo Primus que estaba en el suelo. Judson encendió el hornillo
e hizo té. Luego los dos hombres se sentaron cada uno sobre una caja de madera y
bebieron. El viejo se puso enseguida a beber el té caliente haciendo mucho ruido
al sorber el líquido. Judson no dejaba de soplar el suyo, tomando pequeños sorbitos
de vez en cuando y con mucho cuidado, observando continuamente al viejo por encima
del borde de su taza. El viejo seguía bebiendo y haciendo ruidos escandalosamente
hasta que de repente Judson habló.
–Pare –dijo en voz muy
baja, casi como si le doliera, y al hablar le aparecían contracciones alrededor
de los ojos y de la boca.
–¿Cómo? –preguntó el
viejo.
–Pare ese ruido. Ese
ruido que hace cuando está sorbiendo el té.
El viejo apoyó su taza
sobre la mesa y miró al otro sin decir nada durante un momento. Luego volvió a hablar.
–¿Cuántos perros has
matado en tu vida, Judson?
No hubo respuesta.
–¿Cuántos?, te he preguntado.
¿Cuántos perros?
Judson se puso a sacar
hojas de té de su taza y a pegarlas en el dorso de su mano izquierda. El viejo se
inclinó hacia delante sin levantarse de la caja de madera.
–¿Cuántos perros, Judson?
Judson aceleró la operación
de las hojas. Metió sus dedos con fuerza dentro de la taza vacía, sacó otra hoja
de té, la estampó rápidamente contra el dorso de su mano y volvió enseguida por
otra. Cuando ya no quedaban muchas hojas en la taza y tardó en encontrar la siguiente,
acercó la cabeza a la taza y buscó la hoja mirando concentradamente. El dorso de
la mano que sostenía la taza estaba cubierto de hojas de té negro mojadas.
–¡Judson! –gritó ahora
el viejo, y el lado de su boca se abrió y se cerró como si fuera unas tenazas. La
llama de la vela se movió y volvió a calmarse.
Luego bajó la voz y
siguió hablando despacio casi como si estuviera delante de un niño.
–En toda tu vida, ¿cuántos
perros han sido?
–¿Por qué debería decírselo?
–contestó Judson sin mirar al viejo. Se puso a retirar las hojas de té del dorso
de su mano una por una para devolverlas a la taza.
–Quiero saberlo, Judson
–dijo el viejo muy suavemente–. Me empieza a gustar la idea. Hablemos de ello y
hagamos planes para divertirnos.
Judson lo miró. Una
gota de saliva le resbalaba por la barbilla, se quedó suspendida en el aire durante
un segundo, se soltó y cayó al suelo.
–Sólo los mato por el
ruido.
–¿Cuántas veces lo has
hecho? Me gustaría saber cuántas.
–Antes, muchas veces.
–¿Cómo lo hacías? Dime
cómo solías hacerlo. ¿Qué era lo que más te gustaba?
No hubo respuesta.
–Dime, Judson. Me gustaría
saber.
–No entiendo para qué.
Es un secreto.
–No se lo diré a nadie.
Te lo juro.
–Bueno, si me lo promete
–Judson acercó su caja de madera a la del viejo y habló susurrando–. Una vez esperé
hasta que uno estuviera dormido. Levanté una piedra enorme y la dejé caer sobre
su cabeza.
El viejo se levantó
y se echó otra taza de té.
–Al mío no lo mataste
así.
–Porque no me dio tiempo.
El ruido era tan fuerte, chupándose, tuve que hacerlo rápido.
–Ni siquiera lo mataste
del todo.
–Dejó de hacer ruidos.
El viejo se acercó a
la puerta y miró hacia fuera. Estaba oscuro. La luna no había salido, pero la noche
estaba despejada y fría, con muchas estrellas. En el este se veía una luz pálida
en el cielo y, según seguía mirando, la luz aumentaba y se convertía en un brillo
que iba cubriendo todo el cielo hasta reflejarse en las gotas de rocío sobre la
hierba en las colinas. Y muy despacio salía la luna. El viejo se giró hacia Judson.
–Prepárate. Nunca se
sabe, puede que hoy llegue antes.
Judson se levantó y
los dos salieron de la casa. Judson se acostó en la zanja al lado de la vaca y el
viejo lo cubrió con hierba hasta que sólo se veía la cabeza a ras del suelo.
–Estaré vigilando desde
la ventana –dijo el viejo–. Si pego un grito, te levantas y lo atrapas.
Cojeó de vuelta a la
casa, subió la escalera, se envolvió en las mantas y se sentó al lado de la ventana.
Todavía era pronto. La luna estaba casi llena y seguía subiendo en el cielo. Su
luz caía sobre las nieves del monte Kenia.
Una hora más tarde,
el viejo gritó:
–¿Sigues despierto,
Judson?
–Sí –respondió éste–,
estoy despierto.
–No te duermas –dijo
el viejo–. Hagas lo que hagas, no te duermas.
–La vaca no deja de
rumiar –dijo Judson.
–Bien, si te levantas
ahora, te pego un tiro a ti –anunció el viejo.
–¿A mí?
–Sólo si te levantas,
he dicho.
Se oyeron unos suaves
sollozos que salían de donde Judson estaba acostado, extraños ruidos de respiración
sofocada, como si un niño intentase no llorar.
–Me tengo que mover
–sonó de repente la voz de Judson–. Por favor, déjeme moverme. Es por el ruido.
–Si te levantas –amenazó
el viejo–, te pego un tiro en la tripa.
Los sollozos continuaron
durante aproximadamente una hora. Luego, de repente, se hizo el silencio.
Un poco antes de las
cuatro empezó a hacer mucho frío y el viejo se arrebujó en sus mantas.
–¿Tienes frío, Judson?
–gritó el viejo.
–Sí –fue la respuesta–,
mucho frío. Pero ya no me importa porque la vaca ha dejado de rumiar. Está dormida.
–¿Qué vas a hacer con
el ladrón cuando lo pilles? –preguntó el viejo.
–No lo sé.
–¿Lo vas a matar?
Una pausa.
–No lo sé. Lo voy a
atrapar.
–Estaré mirando –dijo
el viejo–, será divertido.
Estaba asomado a la
ventana, apoyando los brazos en el alféizar.
Luego escuchó el silbido
debajo de la ventana, lo siguió con la mirada y vio la mamba negra deslizándose
por la hierba hacia donde estaba la vaca, iba a gran velocidad y con la cabeza ligeramente
erguida por encima del suelo.
Cuando la mamba estaba
a sólo cinco metros, el viejo pegó un grito.
–Ya viene, Judson, ya
está aquí. ¡A por él!
Judson levantó rápidamente
la cabeza para mirar. Cuando vio la mamba, ella le vio también. Durante un segundo,
o tal vez dos, la serpiente se detuvo, echó la cabeza hacia atrás y levantó la parte
delantera del cuerpo. Enseguida mordió. Sólo hubo un rayo negro y un ruido seco
cuando tocó el pecho de Judson. Le salió un grito, un grito largo y agudo que ni
subió ni bajó de tono, sino que se mantuvo hasta que por fin se apagó gradualmente
y se hizo de nuevo el silencio. Se puso de pie, se rompió la camisa, buscó el lugar
de la mordedura y se puso a gemir en voz baja, quejándose y respirando con dificultad,
con la boca muy abierta. Durante todo el tiempo, el viejo permaneció sentado en
silencio al lado de la ventana abierta, asomándose sin apartar sus ojos ni un instante
del hombre que estaba abajo.
Si una mamba negra muerde,
todo va muy rápido y el veneno empieza a actuar enseguida. Judson se cayó al suelo
y dio vueltas en la hierba con la espalda encorvada. Ya no emitía ningún ruido.
Todo lo demás ocurría sumergido en un silencio total, como si un hombre con unas
fuerzas extraordinarias estuviese luchando contra un gigante invisible y como si
el gigante lo estuviese retorciendo, impidiéndole que se levantara, metiéndole los
brazos por entre las piernas y tirándole de las rodillas hacia la barbilla.
Luego empezó a arrancar
la hierba con las manos y enseguida se puso boca arriba dando patadas al aire. Pero
no duró mucho. De repente, se estremeció, dio media vuelta encorvando otra vez la
espalda y al final se quedó tieso, boca abajo y con la rodilla derecha doblada,
metida debajo del pecho, con los brazos extendidos por encima de la cabeza.
El viejo seguía sentado
al lado de la ventana, e incluso cuando todo se había acabado, siguió allí sin moverse.
Una sombra se movió debajo de la acacia y la mamba avanzó despacio hacia donde estaba
la vaca. Avanzó, se paró, levantó la cabeza, esperó, bajó la cabeza y avanzó el
último tramo hasta colocarse debajo de la tripa del animal. Se irguió, se metió
una de las tetas pardas en la boca y empezó a beber. El viejo observaba la mamba
bebiendo la leche de la vaca y de nuevo veía los suaves empujones de su cuerpo al
sacar el líquido de la ubre.
La serpiente todavía
estaba bebiendo cuando el viejo se levantó y se apartó de la ventana.
–Quédate con su parte
–dijo en voz baja–, no nos importa que te quedes con su parte.
Mientras hablaba se
dio la vuelta y volvió a ver el cuerpo negro de la mamba arqueándose para engancharse
a la otra teta.
–Sí –repitió–, no nos
importa nada que te quedes con su parte.
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