Isaac Babel
Tenía yo catorce años. Pertenecía
al gremio intrépido de los revendedores de entradas de teatro. Mi patrón era un
granuja con un ojo siempre entornado y enormes mostachos de seda. Se llamaba Kolia
Schvarts. Caí en su poder aquel funesto año en que en Odesa quebró la ópera italiana.
El empresario, haciendo caso de los críticos de prensa, no contrató a Anselmi ni
a Tita Ruffo y se conformó con un buen conjunto. Él pagó las consecuencias de esto
y nosotros también. Nos prometieron a Shaliapin para enderezar el negocio, pero
Shaliapin pidió tres mil por función. Lo sustituyó el trágico siciliano Di Grasso
con su compañía. Los trajeron al hotel en carros atiborrados de niños, de gatos
y de jaulas en las que saltaban pájaros italianos. Kolia Schvarts vio aquella gitanería
y exclamó:
–Hijos
míos, eso no es mercancía…
El
trágico, nada más llegar, se fue con una cesta al mercado. Por la tarde se presentó
con otra cesta en el teatro. El primer espectáculo apenas reunió a unos cincuenta
espectadores. Pusimos las entradas en la mitad de su precio, pero no había compradores.
Aquella
tarde dieron un drama popular siciliano, una historia sencilla como el paso del
día a la noche. La hija de un rico campesino se desposó con un pastor. Ella le fue
fiel hasta el día que de la ciudad llegó un señorito con chaleco de terciopelo.
Al hablar con el recién llegado la muchacha reía a destiempo y a destiempo callaba.
El pastor los escuchaba y meneaba la cabeza como un pájaro inquieto. Se pasó todo
el primer acto arrimándose a las paredes y saliendo no se adónde con pantalones
abombados; cuando retornaba miraba alrededor…
–Un
negocio perdido –dijo en el entreacto Kolia Schvarts–. Esta mercancía es para Kremenchug…
El
entreacto se hizo para dar tiempo a que la muchacha madurase para la infidelidad.
En el segundo acto estaba desconocida: intolerable y distraída; apresuradamente
devolvió al pastor el anillo de boda. Él la llevó ante la estatua pobre y cromada
de la Virgen y en su dialecto siciliano dijo:
–Signora
–expresó él con su voz baja, y volvió la cabeza–, la Virgen quiere que usted me
escuche… A Giovanni, que vino de la ciudad, le dará la Virgen tantas mujeres como
él quiera, pero a mí no me hace falta nadie que no sea usted, signora… La Virgen
María, nuestra inmaculada protectora, le dirá lo mismo si usted se lo pregunta,
signora.
La
muchacha estaba de espaldas a la Virgen cromada. Escuchaba al pastor y taconeaba
con impaciencia. En este mundo –¡ay de nosotros!– no hay mujer que no esté loca
cuando se deciden sus destinos… En esos instantes se queda sola, sola, sin la Virgen
María, a la que no consulta…
En
el tercer acto Giovanni llega de la ciudad y encuentra su destino. Mientras el barbero
del lugar lo estaba afeitando, extendía en el proscenio sus vigorosas piernas masculinas.
Bajo el sol de Sicilia brillaban los pliegues de su chaleco. La escena representaba
una feria de pueblo. En la esquina lejana estaba el pastor, silencioso entre la
muchedumbre despreocupada. Permaneció con la cabeza agachada, levantola después
y Giovanni, bajo el peso de su mirada encendida y atenta, se removió, se agitó en
el sillón y se levantó dando un empujón al barbero. Con voz chillona pidió al policía
la expulsión de la plaza de todos los sospechosos cetrinos. El pastor –lo interpretaba
Di Grasso– que estaba meditabundo, sonrió, se impelió y de un salto cruzó todo el
escenario del teatro urbano, cayó sobre los hombros de Giovanni, le clavó los dientes
en la garganta y, rezongando y mirando de soslayo, chupó la sangre de la herida.
Giovanni se desplomó y el telón fue aproximándose amenazador y sin ruido hasta ocultarnos
al muerto y al asesino. Sin esperar nada más nos lanzamos al callejón Teatralni,
a la taquilla que debería abrirse para la función del día siguiente. En cabeza corría
Kolia Schvarts. Al amanecer “Noticias de Odesa” informaba a los pocos que asistieron
al teatro que habían visto al actor más asombroso del siglo.
En
aquella ocasión Di Grasso interpretó “El rey Lear”, “Otello”, “La muerte cívica”,
“El pupilo”, de Turguénev, confirmando con cada palabra, con cada gesto, que en
el frenesí de una noble pasión hay más justicia y más fe que en las sombrías reglas
del mundo.
Para
esos espectáculos las entradas se vendían cinco veces más caras. Los compradores
andaban a la caza de los revendedores y los hallaban en las tabernas –chillones,
colorados, vomitando sacrilegios inofensivos. En el callejón Teatralni penetró una
corriente de bochorno polvoriento y rosado. Los tenderos en babuchas de fieltro
sacaron a la calle verdes garrafas de vino y toneletes con aceitunas. Ante las tiendas,
en calderas hervían en agua espumosa los macarrones; el vapor desprendido se esfumaba
en las lejanías celestes. Viejas con zapatos de hombre vendían conchas y objetos
de recuerdo y perseguían con un griterío atroz a los compradores indecisos. Los
judíos ricos con sus bifurcadas barbas peinadas acudían al hotel “Severni” y picaban
bajito a las habitaciones de las artistas de la compañía de Grasso, rollizas morenas
de bigote. En el callejón Teatralni todo el mundo era feliz. Todos menos yo. Eran
días en que se avecinaba mi perdición. De un momento a otro mi padre echaría de
menos el reloj que le cogí sin permiso y empeñé a Kolia Schvarts. Acostumbrado a
llevar reloj de oro y a beber al desayuno vino besarabo en vez de té, Kolia recuperó
el dinero, pero no se decidía a devolverme el reloj. Así era él. El carácter de
mi padre era exactamente igual. Apresado entre estos dos hombres yo veía pasar a
mi lado los aros de la dicha ajena. No me quedaba más remedio que fugarme a Constantinopla.
Ya estaba todo apalabrado con el subjefe de máquinas del barco “Duke of Kent”, pero
antes de hacerme a la mar quise despedirme de Di Grasso. Interpretaba por última
vez al pastor, que un poder irresistible eleva del suelo. Al teatro acudieron la
colonia italiana al frente del cónsul, calvo y apuesto, griegos ateridos, externos
barbudos que clavaban sus miradas de fanáticos en un punto invisible y el manilargo
Utochkin. Hasta Kolia Schvarts trajo a su esposa tocada con un chal violeta de flecos,
mujer apta para el cuerpo de granaderos, larga como la estepa y con una carita ajada
y somnolienta en un extremo. Al cerrar el telón la carita estaba arrasada en lágrimas.
–Guiñapo
–le dijo a Kolia al salir del teatro–, ¿te diste cuenta qué es el amor?
Madame
Schvarts caminaba con paso recio por la calle Lanzherón; de sus ojos de besugo se
desprendían lágrimas, en sus hombros gordos se estremecía el chal de flecos. Iba
arrastrando sus pies hombrunos y meneando la cabeza y con voz estentórea que oía
toda la calle enumeraba a las mujeres que se llevaban bien con sus maridos.
–Tsilita
–así llaman esos maridos a sus mujeres–, cielo, niñita…
Kolia
marchaba sumiso al lado de su mujer y aventaba suavemente los mostachos de seda.
Yo, como de costumbre, iba a su lado y gemía. En una pausa madame Schvarts escuchó
mi llanto y se volvió.
–Guiñapo
–dijo al marido desorbitando sus ojos de besugo–, que yo no dure hasta la hora buena
si no devuelves el reloj al niño…
Kolia
se detuvo en seco y abrió la boca; después se recuperó y dándome un fuerte pellizco
me pasó el reloj por debajo de la mano.
–¿Saco
algún provecho de él? –lamentábase desconsolada, alejándose la ruda voz llorosa
de madame Schvarts–. Hoy una bestialidad, mañana otra bestialidad. Dime, guiñapo
¿cuánto puede esperar una mujer?
Llegaron
a la esquina y torcieron hacia la Púshkinskaya. Quedé solo, apretando el reloj,
y de pronto con una claridad jamás experimentada vi las columnas de la Asamblea
apuntando hacia lo alto, el follaje iluminado de la avenida y la cabeza de bronce
de Pushkin con el difuso refulgor de la luna sobre ella; por primera vez veía lo
que me rodeaba en su justa realidad: sosegado y de belleza indecible.
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