Nikolái Gógol
En el departamento ministerial
de **F; pero creo que será preferible no nombrarlo, porque no hay gente más susceptible
que los empleados de esta clase de departamentos, los oficiales, los cancilleres…
en una palabra: todos los funcionarios que componen la burocracia. Y ahora, dicho
esto, muy bien pudiera suceder que cualquier ciudadano honorable se sintiera ofendido
al suponer que en su persona se hacía una afrenta a toda la sociedad de que forma
parte. Se dice que hace poco un capitán de policía –no recuerdo en qué ciudad– presentó
un informe en el que manifestaba claramente que se burlaban los decretos imperiales
y que incluso el honorable título de capitán de policía se llegaba a pronunciar
con desprecio. Y en prueba de ello mandaba un informe voluminoso de cierta novela
romántica, en la que, a cada diez páginas, aparecía un capitán de policía, y a veces,
y esto es lo grave, en completo estado de embriaguez. Y por eso, para evitar toda
clase de disgustos, llamaremos sencillamente un departamento al
departamento de que hablemos aquí.
Pues
bien: en cierto departamento ministerial trabajaba un funcionario, de quien apenas
si se puede decir que tenía algo de particular. Era bajo de estatura, algo picado
de viruelas, un tanto pelirrojo y también algo corto de vista, con una pequeña calvicie
en la frente, las mejillas llenas de arrugas y el rostro pálido, como el de las
personas que padecen de hemorroides… ¡Qué se le va a hacer! La culpa la tenía el
clima petersburgués.
En
cuanto al grado –ya que entre nosotros es la primera cosa que sale a colación–,
nuestro hombre era lo que llaman un eterno consejero titular, de los que, como es
sabido, se han mofado diversos escritores que tienen la laudable costumbre
de atacar a los que no pueden defenderse. El apellido del funcionario en cuestión
era Bachmachkin, y ya por el mismo se ve claramente que deriva de la palabra zapato;
pero cómo, cuándo y de qué forma, nadie lo sabe. El padre, el abuelo y hasta el
cuñado de nuestro funcionario y todos los Bachmachkin llevaron siempre botas, a
las que mandaban poner suelas solo tres veces al año. Nuestro hombre se llamaba
Akaki Akákievich. Quizá al lector le parezca este nombre un tanto raro y rebuscado,
pero puedo asegurarle que no lo buscaron adrede, sino que las circunstancias mismas
hicieron imposible darle otro, pues el hecho ocurrió como sigue:
Akaki
Akákievich nació, si mal no se recuerda, en la noche del veintidós al veintitrés
de marzo. Su difunta madre, buena mujer y esposa también de otro funcionario, dispuso
todo lo necesario, como era natural, para que el niño fuera bautizado. La madre
guardaba aún cama, la cual estaba situada enfrente de la puerta, y a la derecha
se hallaban el padrino, Iván Ivanovich Erochkin, hombre excelente, jefe de oficina
en el Senado, y la madrina, Arina Semenovna Belobriuchkova, esposa de un oficial
de la policía y mujer de virtudes extraordinarias.
Dieron
a elegir a la parturienta entre tres nombres: Mokkia, Sossia y el del mártir Josdasat.
“No –dijo para sí la enferma–. ¡Vaya unos nombres! ¡ No!” Para complacerla, pasaron
la hoja del almanaque, en la que se leían otros tres nombres, Trifiliy, Dula y Varajasiy.
–¡Pero
todo esto parece un verdadero castigo! –exclamó la madre–. ¡Qué nombres! ¡Jamás
he oído cosa semejante! Si por lo menos fuese Varadat o Varuj; pero ¡Trifiliy o
Varajasiy!
Volvieron
otra hoja del almanaque y se encontraron los nombres de Pavsikajiy y Vajticiy.
–Bueno;
ya veo –dijo la anciana madre– que este ha de ser su destino. Pues bien: entonces,
será mejor que se llame como su padre. Akakiy se llama el padre; que el hijo se
llame también Akakiy.
Y
así se formó el nombre de Akaki Akákievich. El niño fue bautizado. Durante el acto
sacramental lloró e hizo tales muecas, cual si presintiera que había de ser consejero
titular. Y así fue como sucedieron las cosas. Hemos citado estos hechos con objeto
de que el lector se convenza de que todo tenía que suceder así y que habría sido
imposible darle otro nombre.
Cuándo
y en qué época entró en el departamento ministerial y quién le colocó allí, nadie
podría decirlo. Cuantos directores y jefes pasaron lo habían visto siempre en el
mismo sitio, en idéntica postura, con la misma categoría de copista; de modo que
se podía creer que había nacido así en este mundo, completamente formado con uniforme
y la serie de calvas sobre la frente.
En
el departamento nadie le demostraba el menor respeto. Los ordenanzas no solo no
se movían de su sitio cuando él pasaba, sino que ni siquiera lo miraban, como si
se tratara solo de una mosca que pasara volando por la sala de espera. Sus superiores
lo trataban con cierta frialdad despótica. Los ayudantes del jefe de oficina le
ponían los montones de papeles debajo de las narices, sin decirle siquiera: “Copie
esto”, o “Aquí tiene un asunto bonito e interesante”, o algo por el estilo como
corresponde a empleados con buenos modales. Y él los cogía, mirando tan solo a los
papeles, sin fijarse en quién los ponía delante de él, ni si tenía derecho a ello.
Los tomaba y se ponía en el acto a copiarlos.
Los
empleados jóvenes se burlaban de él con todo el ingenio de que es capaz un cancillerista
–si es que al referirse a ellos se puede hablar de ingenio–, contando en su presencia
toda clase de historias inventadas sobre él y su patrona, una anciana de setenta
años. Decían que esta le pegaba y preguntaban cuándo iba a casarse con ella y le
tiraban sobre la cabeza papelitos, diciéndole que se trataba de copos de nieve.
Pero a todo esto, Akaki Akákievich no replicaba nada, como si se encontrara allí
solo. Ni siquiera ejercía influencia en su ocupación, y a pesar de que le daban
la lata de esta manera, no cometía ni un solo error en su escritura. Solo cuando
la broma resultaba demasiado insoportable, cuando le daban algún golpe en el brazo,
impidiéndole seguir trabajando, pronunciaba estas palabras:
–¡Déjenme!
¿Por qué me ofenden?
Había
algo extraño en estas palabras y en el tono de voz con que las pronunciaba. En ellas
aparecía algo que inclinaba a la compasión. Y así sucedió en cierta ocasión: un
joven que acababa de conseguir empleo en la oficina y que, siguiendo el ejemplo
de los demás, iba a burlarse de Akakiy, se quedó cortado, cual si le hubieran dado
una puñalada en el corazón, y desde entonces pareció que todo había cambiado ante
él y lo vio todo bajo otro aspecto. Una fuerza sobrenatural lo impulsó a separarse
de sus compañeros, a quienes había tomado por personas educadas y como es debido.
Y aun mucho más tarde, en los momentos de mayor regocijo, se le aparecía la figura
de aquel diminuto empleado con la calva sobre la frente, y oía sus palabras insinuantes.
“¡Déjenme!
¿Por qué me ofenden?”
Y
simultáneamente con estas palabras resonaban otras: “¡Soy tu hermano!” El pobre
infeliz se tapaba la cara con las manos, y más de una vez, en el curso de su vida,
se estremeció al ver cuánta inhumanidad hay en el hombre y cuánta dureza y grosería
encubren los modales de una supuesta educación, selecta y esmerada. Y, ¡Dios mío!,
hasta en las personas que pasaban por nobles y honradas…
Difícilmente
se encontraría un hombre que viviera cumpliendo tan celosamente con sus deberes…
y, ¡es poco decir!, que trabajara con tanta afición y esmero. Allí, copiando documentos,
se abría ante él un mundo más pintoresco y placentero. En su cara se reflejaba el
gozo que experimentaba. Algunas letras eran sus favoritas, y cuando daba con ellas
estaba como fuera de sí: sonreía, parpadeaba y se ayudaba con los labios, de manera
que resultaba hasta posible leer en su rostro cada letra que trazaba su pluma.
Si
le hubieran dado una recompensa a su celo tal vez, con gran asombro por su parte,
hubiera conseguido ser ya consejero de Estado. Pero, como decían sus compañeros
bromistas, en vez de una condecoración de ojal, tenía hemorroides en los riñones.
Por otra parte, no se puede afirmar que no se le hiciera ningún caso. En cierta
ocasión, un director, hombre bondadoso, deseando recompensarlo por sus largos servicios,
ordenó que le diesen un trabajo de mayor importancia que el suyo, que consistía
en copiar simples documentos. Se le encargó que redactara, a base de un expediente,
un informe que había de ser elevado a otro departamento. Su trabajo consistía solo
en cambiar el título y sustituir el pronombre de primera persona por el de tercera.
Esto le dio tanto trabajo, que, todo sudoroso, no hacía más que pasarse la mano
por la frente, hasta que por fin acabó por exclamar:
–No;
será mejor que me dé a copiar algo, como hacía antes.
Y
desde entonces lo dejaron para siempre de copista.
Fuera
de estas copias, parecía que en el mundo no existía nada para él. Nunca pensaba
en su traje. Su uniforme no era verde, sino que había adquirido un color de harina
que tiraba a rojizo. Llevaba un cuello estrecho y bajo, y, a pesar de que tenía
el cuello corto, este sobresalía mucho y parecía exageradamente largo, como el de
los gatos de yeso que mueven la cabeza y que llevan colgando, por docenas, los artesanos.
Y
siempre se le quedaba algo pegado al traje, bien un poco de heno, o bien un hilo.
Además. tenía la mala suerte, la desgracia, de que al pasar siempre por debajo de
las ventanas lo hacía en el preciso momento en que arrojaban basuras a la calle.
Y por eso, en todo momento, llevaba en el sombrero alguna cáscara de melón o de
sandía o cosa parecida. Ni una sola vez en la vida prestó atención a lo que ocurría
diariamente en las calles, cosa que no dejaba de advertir su colega, el joven funcionario,
a quien, aguzando de modo especial su mirada, penetrante y atrevida, no se le escapaba
nada de cuanto pasara por la acera de enfrente, ora fuese alguna persona que llevase
los pantalones de trabillas, pero un poco gastados, ora otra cosa cualquiera, todo
lo cual hacía asomar siempre a su rostro una sonrisa maliciosa.
Pero
Akaki Akákievich, adonde quiera que mirase, siempre veía los renglones regulares
de su letra limpia y correcta. Y solo cuando se le ponía sobre el hombro el hocico
de algún caballo, y este le soplaba en la mejilla con todo vigor, se daba cuenta
de que no estaba en medio de una línea, sino en medio de la calle.
Al
llegar a su casa se sentaba en seguida a la mesa, tomaba rápidamente la sopa de
schi, y después comía un pedazo de carne de vaca con cebollas, sin reparar
en su sabor. Era capaz de comerlo con moscas y con todo aquello que Dios añadía
por aquel entonces. Cuando notaba que el estómago empezaba a llenársele, se levantaba
de la mesa, cogía un tintero pequeño y empezaba a copiar los papeles que había llevado
a casa. Cuando no tenía trabajo, hacía alguna copia para él, por mero placer, sobre
todo si se trataba de algún documento especial, no por la belleza del estilo, sino
porque fuese dirigido a alguna persona nueva de relativa importancia.
Cuando
el cielo gris de Petersburgo oscurece totalmente y toda la población de empleados
se ha saciado cenando de acuerdo con sus sueldos y gustos particulares; cuando todo
el mundo descansa, procurando olvidarse del rasgar de las plumas en las oficinas,
de los vaivenes, de las ocupaciones propias y ajenas y de todas las molestias que
se toman voluntariamente los hombres inquietos y a menudo sin necesidad; cuando
los empleados gastan el resto del tiempo divirtiéndose unos, los más animados, asistiendo
a algún teatro, otros saliendo a la calle, para observar ciertos sombreritos y las
modas últimas, quiénes acudiendo a alguna reunión en donde se prodiguen cumplidos
a lindas muchachas o a alguna en especial, que se considera como estrella en este
limitado círculo de empleados, y quiénes, los más numerosos, yendo simplemente a
casa de un compañero, que vive en un cuarto o tercer piso compuesto de dos pequeñas
habitaciones y un vestíbulo o cocina, con objetos modernos, que denotan casi siempre
afectación, una lámpara o cualquier otra cosa adquirida a costa de muchos sacrificios,
renunciamientos y privaciones a cenas o recreos. En una palabra: a la hora en que
todos los empleados se dispersan por las pequeñas viviendas de sus amigos para jugar
al whist y tomar algún que otro vaso de té con pan tostado de lo más barato
y fumar una larga pipa, tragando grandes bocanadas de humo y, mientras se distribuían
las cartas, contar historias escandalosas del gran mundo a lo que un ruso no puede
renunciar nunca, sea cual sea su condición, y cuando no había nada que referir,
repetir la vieja anécdota acerca del comandante a quien vinieron a decir que habían
cortado la cola del caballo de la estatua de Pedro el Grande, de Falconet…;
en suma, a la hora en que todos procuraban divertirse de alguna forma, Akaki
Akákievich no se entregaba a diversión alguna.
Nadie
podía afirmar haberlo visto siquiera una sola vez en alguna reunión. Después de
haber copiado a gusto, se iba a dormir, sonriendo y pensando de antemano en el día
siguiente. ¿Qué le iba a traer Dios para copiar mañana?
Y
así transcurría la vida de este hombre apacible, que, cobrando un sueldo de cuatrocientos
rublos al año, sabía sentirse contento con su destino. Tal vez hubiera llegado a
muy viejo, a no ser por las desgracias que sobrevienen en el curso de la vida, y
esto no solo a los consejeros de Estado, sino también a los privados e incluso a
aquellos que no dan consejos a nadie ni de nadie los aceptan.
Existe
en Petersburgo un enemigo terrible de todos aquellos que no reciben más de cuatrocientos
rublos anuales de sueldo. Este enemigo no es otro que nuestras heladas nórdicas,
aunque, por lo demás, se dice que son muy sanas. Pasadas las ocho, la hora en que
van a la oficina los diferentes empleados del Estado, el frío punzante e intenso
ataca de tal forma los narices sin elección de ninguna especie, que los pobres empleados
no saben cómo resguardarse. A estas horas, cuando a los más altos dignatarios les
duele la cabeza de frío y las lágrimas les saltan de los ojos, los pobres empleados,
los consejeros titulares, se encuentran a veces indefensos. Su única salvación consiste
en cruzar lo más rápidamente posible las cinco o seis calles, envueltos en sus ligeros
capotes, y luego detenerse en la conserjería, pateando enérgicamente, hasta que
se deshielan todos los talentos y capacidades de oficinistas que se helaron en el
camino.
Desde
hacía algún tiempo, Akaki Akákievich sentía un dolor fuerte y punzante en la espalda
y en el hombro, a pesar de que procuraba medir lo más rápidamente posible la distancia
habitual de su casa al departamento. Se le ocurrió al fin pensar si no tendría la
culpa de ello su capote. Lo examinó minuciosamente en casa y comprobó que precisamente
en la espalda y en los hombros la tela clareaba, pues el paño estaba tan gastado
que podía verse a través de él. Y el forro se deshacía de tanto uso.
Conviene
saber que el capote de Akaki Akákievich también era blanco de las burlas de los
funcionarios. Hasta le habían quitado el nombre noble de capote y lo llamaban bata.
En efecto, este capote había ido tomando una forma muy curiosa; el cuello disminuía
cada año más y más, porque servía para remendar el resto. Los remiendos no denotaban
la mano hábil de un sastre, ni mucho menos, y ofrecían un aspecto tosco y antiestético.
Viendo en qué estado se encontraba su capote, Akaki Akákievich decidió llevarlo
a Petrovich, un sastre que vivía en un cuarto piso interior, y que, a pesar de ser
bizco y picado de viruelas, revelaba bastante habilidad en remendar pantalones y
chaquetas de funcionarios y de otros caballeros, claro está, cuando se encontraba
tranquilo y sereno y no tramaba en su cabeza alguna otra empresa.
Es
verdad que no haría falta hablar de este sastre; mas como es costumbre en cada narración
esbozar fielmente el carácter de cada personaje, no queda otro remedio que presentar
aquí a Petrovich.
Al
principio, cuando aún era siervo y hacía de criado, se llamaba Gregorio a secas.
Tomó el nombre de Petrovich al conseguir la libertad, y al mismo tiempo empezó a
emborracharse los días de fiesta, al principio solamente los grandes y luego continuó
haciéndolo, indistintamente, en todas las fiestas de la iglesia, dondequiera que
encontrase alguna cruz en el calendario. Por ese lado permanecía fiel a las costumbres
de sus abuelos, y riñendo con su mujer, la llamaba impía y alemana.
Ya
que hemos mencionado a su mujer, convendría decir algunas palabras acerca de ella.
Desgraciadamente, no se sabía nada de la misma, a no ser que era esposa de Petrovich
y que se cubría la cabeza con un gorrito y no con un pañuelo. Al parecer, no podía
enorgullecerse de su belleza; a lo sumo, algún que otro soldado de la guardia es
muy posible que si se cruzase con ella por la calle le echase alguna mirada debajo
del gorro, acompañada de un extraño movimiento de la boca y de los bigotes con un
curioso sonido inarticulado.
Subiendo
la escalera que conducía al piso del sastre, que, por cierto, estaba empapada de
agua sucia y de desperdicios, desprendiendo un olor a aguardiente que hacía daño
al olfato y que, como es sabido, es una característica de todos los pisos interiores
de las casas petersburguesas; subiendo la escalera, pues, Akaki Akákievich reflexionaba
sobre el precio que iba a cobrarle Petrovich, y resolvió no darle más de dos rublos.
La
puerta estaba abierta, porque la mujer de Petrovich, que en aquel preciso momento
freía pescado, había hecho tal humareda en la cocina, que ni siquiera se podían
ver las cucarachas. Akaki Akákievich atravesó la cocina sin ser visto por la mujer
y llegó a la habitación, donde se encontraba Petrovich sentado en una ancha mesa
de madera con las piernas cruzadas, como un bajá, y descalzo, según costumbre de
los sastres cuando están trabajando. Lo primero que llamaba la atención era el dedo
grande, bien conocido de Akaki Akákievich por la uña destrozada, pero fuerte y firme,
como la concha de una tortuga. Llevaba al cuello una madeja de seda y de hilo y
tenía sobre las rodillas una prenda de vestir destrozada. Desde hacía tres minutos
hacía lo imposible por enhebrar una aguja, sin conseguirlo, y por eso echaba pestes
contra la oscuridad y luego contra el hilo, murmurando entre dientes:
–¡Te
vas a decidir a pasar, bribona! ¡Me estás haciendo perder la paciencia, granuja!
Akaki
Akákievich estaba disgustado por haber llegado en aquel preciso momento en que Petrovich
se hallaba encolerizado. Prefería darle un encargo cuando el sastre estuviese algo
menos batallador, más tranquilo, pues, como decía su esposa, ese demonio tuerto
se apaciguaba con el aguardiente ingerido. En semejante estado, Petrovich solía
mostrarse muy complaciente y rebajaba de buena gana, más aún, daba las gracias y
hasta se inclinaba respetuosamente ante el cliente. Es verdad que luego venía la
mujer llorando y decía que su marido estaba borracho y por eso había aceptado el
trabajo a bajo precio. Entonces se le añadían diez kopeks más, y el asunto
quedaba resuelto. Pero aquel día Petrovich parecía no estar borracho y por eso se
mostraba terco, poco hablador y dispuesto a pedir precios exorbitantes.
Akaki
Akákievich se dio cuenta de todo esto y quiso, como quien dice, tomar las de Villadiego;
pero ya no era posible. Petrovich clavó en él su ojo torcido y Akaki Akákievich
dijo sin querer:
–¡Buenos
días, Petrovich!
–¡Muy
buenos los tenga usted también! –respondió Petrovich, mirando de soslayo las manos
de Akaki Akákievich para ver qué clase de botín traía este.
–Vengo
a verte, Petrovich, pues yo…
Conviene
saber que Akaki Akákievich se expresaba siempre por medio de preposiciones, adverbios
y partículas gramaticales que no tienen ningún significado. Si el asunto en cuestión
era muy delicado, tenía la costumbre de no terminar la frase, de modo que a menudo
empezaba por las palabras: “Es verdad, justamente eso…”, y después no seguía nada
y él mismo se olvidaba, pensando que lo había dicho todo.
–¿Qué
quiere, pues? –le preguntó Petrovich, inspeccionando en aquel instante con su único
ojo todo el uniforme, el cuello, las mangas, la espalda, los faldones y los ojales,
que conocía muy bien, ya que era su propio trabajo.
Esta
es la costumbre de todos los sastres y es lo primero que hizo Petrovich.
–Verás,
Petrovich… yo quisiera que… este capote… mira el paño… ¿ves?, por todas partes está
fuerte…, solo que está un poco cubierto de polvo, parece gastado; pero en realidad
está nuevo, solo una parte está un tanto… un poquito en la espalda y también algo
gastado en el hombro y un poco en el otro hombro… Mira, eso es todo… No es mucho
trabajo…
Petrovich
tomó el capote, lo extendió sobre la mesa y lo examinó detenidamente. Después negó
con la cabeza y extendió la mano hacia la ventana para coger su tabaquera redonda
con el retrato de un general, cuyo nombre no se podía precisar, puesto que la parte
donde antes se viera la cara estaba perforada por el dedo y tapada ahora con un
pedazo rectangular de papel. Después de tomar una pulgada de rapé, Petrovich puso
el capote al trasluz y volvió negar con la cabeza. Luego lo puso al revés con el
forro hacia afuera, y de nuevo negó con la cabeza; volvió a levantar la tapa de
la tabaquera adornada con el retrato del general y arreglada con aquel pedazo de
papel, e introduciendo el rapé en la nariz, cerró la tabaquera y se la guardó, diciendo
por fin:
–Aquí
no se puede arreglar nada. Es una prenda gastada.
Al
oír estas palabras, el corazón se le oprimió al pobre Akaki Akákievich.
–¿Por
qué no es posible, Petrovich? –preguntó con voz suplicante de niño–. Solo esto de
los hombros está estropeado y tú tendrás seguramente algún pedazo…
–Sí,
en cuanto a los pedazos se podrían encontrar –dijo Petrovich–; solo que no se pueden
poner, pues el paño está completamente podrido y se deshará en cuanto se toque con
la aguja.
–Pues
que se deshaga, tú no tiene más que ponerle un remiendo.
–No
puedo poner el remiendo en ningún sitio, no hay dónde fijarlo, además, sería un
remiendo demasiado grande. Esto ya no es paño; un golpe de viento basta para arrancarlo.
–Bueno,
pues refuérzalo… como no… efectivamente, eso es…
–No
–dijo Petrovich con firmeza–; no se puede hacer nada. Es un asunto muy malo. Será
mejor que se haga con él unas onuchkas para cuando llegue el invierno y
empiece a hacer frío, porque las medias no abrigan nada, no son más que un invento
de los alemanes para hacer dinero –Petrovich aprovechaba gustoso la ocasión para
meterse con los alemanes–. En cuanto al capote, tendrá que hacerse otro nuevo.
Al
oír la palabra nuevo, Akaki Akákievich sintió que se le nublaba la vista y le pareció
que todo lo que había en la habitación empezaba a dar vueltas. Lo único que pudo
ver claramente era el semblante del general tapado con el papel en la tabaquera
de Petrovich.
–¡Cómo
uno nuevo! –murmuró como en sueño–. Si no tengo dinero para ello.
–Sí,
uno nuevo –repitió Petrovich con brutal tranquilidad.
–…Y
de ser nuevo… ¿cuánto sería…?
–¿Que
cuánto costaría?
–Sí.
–Pues
unos ciento cincuenta rublos –contestó Petrovich, y al decir esto apretó los labios.
Era
muy amigo de los efectos fuertes y le gustaba dejar pasmado al cliente y luego mirar
de soslayo para ver qué cara de susto ponía al oír tales palabras.
–¡Ciento
cincuenta rublos por el capote! –exclamó el pobre Akaki Akákievich.
Quizá
por primera vez se le escapaba semejante grito, ya que siempre se distinguía por
su voz muy suave.
–Sí
–dijo Petrovich–. Y además, ¡qué capote! Si se le pone un cuello de marta y se le
forra el capuchón con seda, entonces vendrá a costar hasta doscientos rublos.
–¡Por
Dios, Petrovich! –le dijo Akaki Akákievich con voz suplicante, sin escuchar, es
decir, esforzándose en no prestar atención a todas sus palabras y efectos–. Arréglalo
como sea para que sirva todavía algún tiempo.
–¡No!
Eso sería tirar el trabajo y el dinero… –repuso Petrovich.
Y
tras aquellas palabras, Akaki Akákievich quedó completamente abatido y se marchó.
Mientras tanto, Petrovich permaneció aun largo rato en pie, con los labios expresivamente
apretados, sin comenzar su trabajo, satisfecho de haber sabido mantener su propia
dignidad y de no haber faltado a su oficio.
Cuando
Akaki Akákievich salió a la calle se hallaba como en un sueño.
“¡Qué
cosa! –decía para sí–. Jamás hubiera pensado que iba a terminar así… ¡Vaya! –exclamó
después de unos minutos de silencio–. ¡He aquí al extremo que hemos llegado! La
verdad es que yo nunca podía suponer que llegara a esto… –y después de otro largo
silencio, terminó diciendo–: ¡Pues así es! ¡Esto sí que es inesperado!… ¡Qué situación!…”
Dicho
esto, en vez de volver a su casa se fue, sin darse cuenta, en dirección contraria.
En el camino tropezó con un deshollinador, que, rozándole el hombro, se lo manchó
de negro; del techo de una casa en construcción le cayó una respetable cantidad
de cal; pero él no se daba cuenta de nada. Solo cuando se dio de cara con un guardia,
que habiendo colocado la alabarda junto a él echaba rapé de la tabaquera en su palma
callosa, se dio cuenta porque el guardia le gritó:
–¿Por
qué te metes debajo de mis narices? ¿Acaso no tienes la acera?
Esto
le hizo mirar en torno suyo y volver a casa. Solamente entonces empezó a reconcentrar
sus pensamientos, y vio claramente la situación en que se hallaba y comenzó a monologar
consigo mismo, no en forma incoherente, sino con lógica y franqueza, como si hablase
con un amigo inteligente a quien se puede confiar lo más íntimo de su corazón
–No
–decía Akaki Akákievich– ahora no se puede hablar con Petrovich, pues está algo…
su mujer debe de haberle proporcionado una buena paliza. Será mejor que vaya a verlo
un domingo por la mañana; después de la noche del sábado estará medio dormido, bizqueando,
y deseará beber para reanimarse algo, y como su mujer no le habrá dado dinero, yo
le daré una moneda de diez kopeks y él se volverá más tratable y arreglará
el capote…
Y
esta fue la resolución que tomó Akaki Akákievich. Y procurando animarse, esperó
hasta el domingo. Cuando vio salir a la mujer de Petrovich, fue directamente a su
casa. En efecto, Petrovich, después de la borrachera de la víspera, estaba más bizco
que nunca, tenía la cabeza inclinada y estaba medio dormido; pero con todo eso,
en cuanto se enteró de lo que se trataba, exclamó como si lo impulsara el propio
demonio:
–¡No
puede ser! ¡Haga el favor de mandarme hacer otro capote!
Y
entonces fue cuando Akaki Akákievich le metió en la mano la moneda de diez kopeks.
–Gracias,
señor, ahora podré reanimarme un poco bebiendo a su salud –dijo Petrovich–. En cuanto
al capote, no debe pensar más en él, no sirve para nada. Yo le haré uno estupendo…
se lo garantizo.
Akaki
Akákievich volvió a insistir sobre el arreglo; pero Petrovich no lo quiso escuchar.
–Le
haré uno nuevo, magnífico… Puede contar conmigo; lo haré lo mejor que pueda. Incluso
podrá abrochar el cuello con corchetes de plata, según la última moda.
Solo
entonces vio Akaki Akákievich que no podía pasarse sin un nuevo capote y perdió
el ánimo por completo.
Pero
¿cómo y con qué dinero iba a hacérselo? Claro, podía contar con un aguinaldo que
le darían en las próximas fiestas. Pero este dinero lo había distribuido ya desde
hace tiempo con un fin determinado. Era preciso encargar unos pantalones nuevos
y pagar al zapatero una vieja deuda por las nuevas punteras en un par de botas viejas,
y, además, necesitaba encargarse tres camisas y dos prendas de ropa de esas que
se considera poco decoroso nombrarlas por su propio nombre. Todo el dinero estaba
distribuido de antemano, y aunque el director se mostrara magnánimo y concediese
un aguinaldo de cuarenta y cinco a cincuenta rublos, sería solo una pequeñez en
comparación con el capital necesario para el capote, era una gota de agua en el
océano. Aunque, claro, sabía que a Petrovich le daba a veces no sé qué locura y
entonces pedía precios tan exorbitantes que incluso su mujer no podía contenerse
y exclamaba:
–¡Te
has vuelto loco, grandísimo tonto! Unas veces trabajas casi gratis y ahora tienes
la desfachatez de pedir un precio que tú mismo no vales.
Por
otra parte, Akaki Akákievich sabía que Petrovich consentiría en hacerle el capote
por ochenta rublos. Pero, de todas maneras, ¿dónde hallar esos ochenta rublos ?
La mitad quizá podría conseguirla, y tal vez un poco más. Pero ¿y la otra mitad?…
Pero
antes el lector ha de enterarse de dónde provenía la primera mitad. Akaki
Akákievich tenía la costumbre de echar un kopek siempre que gastaba un
rublo, en un pequeño cajón, cerrándolo con llave, cajón que tenía una ranura ancha
para hacer pasar el dinero. Al cabo de cada medio año hacía el recuento de esta
pequeña cantidad de monedas de cobre y las cambiaba por otras de plata. Practicaba
este sistema desde hacía mucho tiempo y de esta manera, al cabo de unos años, ahorró
una suma superior a cuarenta rublos. Así, pues, tenía en su poder la mitad, pero
¿y la otra mitad? ¿Dónde conseguir los cuarenta rublos restantes?
Akaki
Akákievich pensaba, pensaba, y finalmente llegó a la conclusión de que era preciso
reducir los gastos ordinarios por lo menos durante un año, o sea dejar de tomar
té todas las noches, no encender la vela por la noche, y si tenía que copiar algo,
ir a la habitación de la patrona para trabajar a la luz de su vela. También sería
preciso al andar por la calle pisar lo más suavemente posible las piedras y baldosas
e incluso hasta ir casi de puntillas para no gastar demasiado rápidamente las suelas,
dar a lavar la ropa a la lavandera también lo menos posible. Y para que no se gastara,
quitársela al volver a casa y ponerse solo la bata, que estaba muy vieja, pero que,
afortunadamente, no había sido demasiado maltratada por el tiempo.
Hemos
de confesar que al principio le costó bastante adaptarse a estas privaciones, pero
después se acostumbró y todo fue muy bien. Incluso hasta llegó a dejar de cenar;
pero, en cambio, se alimentaba espiritualmente con la eterna idea de su futuro capote.
Desde aquel momento diríase que su vida había cobrado mayor plenitud; como si se
hubiera casado o como si otro ser estuviera siempre en su presencia, como si ya
no fuera solo, sino que una querida compañera hubiera accedido gustosa a caminar
con él por el sendero de la vida. Y esta compañera no era otra sino… el famoso capote,
guateado con un forro fuerte e intacto. Se volvió más animado y de carácter más
enérgico, como un hombre que se ha propuesto un fin determinado. La duda e irresolución
desaparecieron en la expresión de su rostro, y en sus acciones también todos aquellos
rasgos de vacilación e indecisión. Hasta a veces en sus ojos brillaba algo así como
una llama, y los pensamientos más audaces y temerarios surgían en su mente: “¿Y
si se encargase un cuello de marta?” Con estas reflexiones por poco se vuelve distraído.
Una vez estuvo a punto de hacer una falta, de modo que exclamó “¡Ay!”, y se persignó.
Por lo menos una vez al mes iba a casa de Petrovich para hablar del capote y consultarle
sobre dónde sería mejor comprar el paño, y de qué color y de qué precio, y siempre
volvía a casa algo preocupado, pero contento al pensar que al fin iba a llegar el
día en que, después de comprado todo, el capote estaría listo. El asunto fue más
de prisa de lo que había esperado y supuesto. Contra toda suposición, el director
le dio un aguinaldo, no de cuarenta o cuarenta y ocho rublos, sino de sesenta rublos.
Quizá presintió que Akaki Akákievich necesitaba un capote o quizá fue solamente
por casualidad; el caso es que Akaki Akákievich se enriqueció de repente con veinte
rublos más. Esta circunstancia aceleró el asunto. Después de otros dos o tres meses
de pequeños ayunos consiguió reunir los ochenta rublos. Su corazón, por lo general
tan apacible, empezó a latir precipitadamente. Y ese mismo día fue a las tiendas
en compañía de Petrovich. Compraron un paño muy bueno –¡y no es de extrañar!–; desde
hacía más de seis meses pensaban en ello y no dejaban pasar un mes sin ir a las
tiendas para cerciorarse de los precios. Y así es que el mismo Petrovich no dejó
de reconocer que era un paño inmejorable. Eligieron un forro de calidad tan resistente
y fuerte, que según Petrovich era mejor que la seda y le aventajaba en elegancia
y brillo No compraron marta porque, en efecto, era muy cara; pero, en cambio, escogieron
la más hermosa piel de gato que había en toda la tienda y que de lejos fácilmente
se podía tomar por marta.
Petrovich
tardó unas dos semanas en hacer el capote, pues era preciso pespuntear mucho; a
no ser por eso lo hubiera terminado antes. Por su trabajo cobró doce rublos, menos
ya no podía ser. Todo estaba cosido con seda y a dobles costuras, que el sastre
repasaba con sus propios dientes estampando en ellas variados arabescos.
Por
fin, Petrovich le trajo el capote. Esto sucedió… es difícil precisar el día; pero
de seguro que fue el más solemne en la vida de Akaki Akákievich. Se lo trajo por
la mañana, precisamente un poco antes de irse él a la oficina. No habría podido
llegar en un momento más oportuno, pues ya el frío empezaba a dejarse sentir con
intensidad y amenazaba con volverse aún más punzante. Petrovich apareció con el
capote como conviene a todo buen sastre. Su cara reflejaba una expresión de dignidad
que Akaki Akákievich jamás le había visto. Parecía estar plenamente convencido de
haber realizado una gran obra y se le había revelado con toda claridad el abismo
de diferencia que existe entre los sastres que solo hacen arreglos y ponen forros
y aquellos que confeccionan prendas nuevas de vestir.
Sacó
el capote, que traía envuelto en un pañuelo recién planchado; solo después volvió
a doblarlo y se lo guardó en el bolsillo para su uso particular. Una vez descubierto
el capote, lo examinó con orgullo, y cogiéndolo con ambas manos lo echó con suma
habilidad sobre los hombros de Akaki Akákievich. Luego, lo arregló, estirándolo
un poco hacia abajo. Se lo ajustó perfectamente, pero sin abrocharlo. Akaki
Akákievich, como hombre de edad madura, quiso también probar las mangas. Petrovich
le ayudó a hacerlo, y he aquí que aun así el capote le sentaba estupendamente. En
una palabra: estaba hecho a la perfección. Petrovich aprovechó la ocasión para decirle
que si se lo había hecho a tan bajo precio era solo porque vivía en un piso pequeño,
sin placa, en una calle lateral y porque conocía a Akaki Akákievich desde hacía
tantos años. Un sastre de la perspectiva Nevski solo por el trabajo le habría cobrado
setenta y cinco rublos. Akaki Akákievich no tenía ganas de tratar de ello con Petrovich,
temeroso de las sumas fabulosas de las que el sastre solía hacer alarde. Le pagó,
le dio las gracias y salió con su nuevo capote camino de la oficina.
Petrovich
salió detrás de él y, parándose en plena calle, le siguió largo rato con la mirada,
absorto en la contemplación del capote. Después, a propósito, pasó corriendo por
una callejuela tortuosa y vino a dar a la misma calle para mirar otra vez el capote
del otro lado, es decir, cara a cara. Mientras tanto, Akaki Akákievich seguía caminando
con aire de fiesta. A cada momento sentía que llevaba un capote nuevo en los hombros
y hasta llegó a sonreírse varias veces de íntima satisfacción. En efecto, tenía
dos ventajas: primero, porque el capote abrigaba mucho, y segundo, porque era elegante.
El camino se le hizo cortísimo, ni siquiera se fijó en él y de repente se encontró
en la oficina. Dejó el capote en la conserjería y volvió a mirarlo por todos los
lados, rogando al conserje que tuviera especial cuidado con él.
No
se sabe cómo, pero al momento, en la oficina, todos se enteraron de que Akaki
Akákievich tenía un capote nuevo y que el famoso batín había dejado de
existir. En el acto todos salieron a la conserjería para ver el nuevo capote de
Akaki Akákievich. Empezaron a felicitarlo cordialmente de tal modo que no pudo por
menos de sonreírse: pero luego acabó por sentirse algo avergonzado. Cuando todos
se acercaron a él diciendo que tenía que celebrar el estreno del capote por medio
de un remojón y que, por lo menos, debía darles una fiesta, el pobre Akaki
Akákievich se turbó por completo y no supo qué responder ni cómo defenderse. Solo
pasados unos minutos y poniéndose todo colorado intentó asegurarles, en su simplicidad,
que no era un capote nuevo, sino uno viejo.
Por
fin, uno de los funcionarios, ayudante del jefe de oficina, queriendo demostrar
sin duda alguna que no era orgulloso y sabía tratar con sus inferiores, dijo:
–Está
bien, señores; yo daré la fiesta en lugar de Akaki Akákievich y les convido a tomar
el té esta noche en mi casa. Precisamente hoy es mi cumpleaños.
Los
funcionarios, como hay que suponer, felicitaron al ayudante del jefe de oficina
y aceptaron muy gustosos la invitación. Akaki Akákievich quiso disculparse, pero
todos lo interrumpieron diciendo que era una descortesía, que debería darle vergüenza
y que no podía de ninguna manera rehusar la invitación.
Aparte
de eso, Akaki Akákievich después se alegró al pensar que de este modo tendría ocasión
de lucir su nuevo capote también por la noche.
Se
puede decir que todo aquel día fue para él una fiesta grande y solemne.
Volvió
a casa en un estado de ánimo de lo más feliz, se quitó el capote y lo colgó cuidadosamente
en una percha que había en la pared, deleitándose una vez más al contemplar el paño
y el forro y, a propósito, fue a buscar el viejo capote, que estaba a punto de deshacerse,
para compararlo. Lo miró y hasta se echó a reír. Y aun después, mientras comía,
no pudo por menos de sonreírse al pensar en el estado en que se hallaba el capote.
Comió alegremente y luego, contrariamente a lo acostumbrado, no copió ningún documento.
Por el contrario, se tendió en la cama, cual verdadero sibarita, hasta el oscurecer.
Después, sin más demora, se vistió, se puso el capote y salió a la calle.
Desgraciadamente,
no pudo recordar de momento dónde vivía el funcionario anfitrión; la memoria empezó
a flaquearle, y todo cuanto había en Petersburgo, sus calles y sus casas, se mezclaron
de tal suerte en su cabeza que resultaba difícil sacar de aquel caos algo más o
menos ordenado. Sea como fuera, lo seguro es que el funcionario vivía en la parte
más elegante de la ciudad, o sea lejos de la casa de Akaki Akákievich. Al principio
tuvo que caminar por calles solitarias escasamente alumbradas, pero a medida que
iba acercándose a la casa del funcionario, las calles se veían más animadas y mejor
alumbradas. Los transeúntes se hicieron más numerosos y también las señoras estaban
ataviadas elegantemente. Los hombres llevaban cuellos de castor y ya no se veían
tanto los veñkas con sus trineos de madera con rejas guarnecidas de clavos
dorados; en cambio, pasaban con frecuencia elegantes trineos barnizados, provistos
de pieles de oso y conducidos por cocheros tocados con gorras de terciopelo color
frambuesa, o se veían deslizarse, chirriando sobre la nieve, carrozas con los pescantes
sumamente adornados.
Para
Akaki Akákievich todo esto resultaba completamente nuevo; hacía varios años que
no había salido de noche por la calle.
Todo
curioso, se detuvo delante del escaparate de una tienda, ante un cuadro que representaba
a una hermosa mujer que se estaba quitando el zapato, por lo que lucía una pierna
escultural: a su espalda, un hombre con patillas y perilla, al estilo español, asomaba
la cabeza por la puerta. Akaki Akákievich movió la cabeza sonriéndose y prosiguió
su camino. ¿Por qué sonreiría? Tal vez porque se encontraba con algo totalmente
desconocido, para lo que, sin embargo, muy bien pudiéramos asegurar que cada uno
de nosotros posee un sexto sentido. Quizá también pensara lo que la mayoría de los
funcionarios habrían pensado decir: “¡Ah, estos franceses! ¡No hay otra cosa que
decir! Cuando se proponen una cosa, así ha de ser…” También puede ser que ni siquiera
pensara esto, pues es imposible penetrar en el alma de un hombre y averiguar todo
cuanto piensa.
Por
fin, llegó a la casa donde vivía el ayudante del jefe de oficina. Este llevaba un
gran tren de vida; en la escalera había un farol encendido, y él ocupaba un cuarto
en el segundo piso. Al entrar en el recibimiento, Akaki Akákievich vio en el suelo
toda una fila de chanclos. En medio de ellos, en el centro de la habitación, hervía
a borbotones el agua de un samovar esparciendo columnas de vapor. En las paredes
colgaban capotes y capas, muchas de las cuales tenían cuellos de castor y vueltas
de terciopelo. En la habitación contigua se oían voces confusas, que de repente
se tornaron claras y sonoras al abrirse la puerta para dar paso a un lacayo que
llevaba una bandeja con vasos vacíos, un tarro de nata y una cesta de bizcochos.
Por lo visto los funcionarios debían de estar reunidos desde hacía mucho tiempo
y ya habían tomado el primer vaso de té. Akaki Akákievich colgó él mismo su capote
y entró en la habitación. Ante sus ojos desfilaron al mismo tiempo las velas, los
funcionarios, las pipas y mesas de juego mientras que el rumor de las conversaciones
que se oían por doquier y el ruido de las sillas sorprendían sus oídos.
Se
detuvo en el centro de la habitación todo confuso, reflexionando sobre lo que tenía
que hacer. Pero ya lo habían visto sus colegas; lo saludaron con calurosas exclamaciones
y todos fueron en el acto al recibimiento para admirar nuevamente su capote. Akaki
Akákievich se quedó un tanto desconcertado; pero como era una persona sincera y
leal no pudo por menos de alegrarse al ver cómo todos ensalzaban su capote.
Después,
como hay que suponer, lo dejaron a él y al capote y volvieron a las mesas de whist.
Todo ello, el ruido, las conversaciones y la muchedumbre… le pareció un milagro.
No sabía cómo comportarse ni qué hacer con sus manos, pies y toda su figura; por
fin, acabó sentándose junto a los que jugaban: miraba tan pronto las cartas como
los rostros de los presentes; pero al poco rato empezó a bostezar y a aburrirse,
tanto más cuanto que había pasado la hora en la que acostumbraba acostarse.
Intentó
despedirse del dueño de la casa pero no lo dejaron marcharse, alegando que tenía
que beber una copa de champaña para celebrar el estreno del capote. Una hora después
servían la cena: ensaladilla, ternera asada fría, empanadas, pasteles y champaña.
A Akaki Akákievich le hicieron tomar dos copas, con lo cual todo cuanto había en
la habitación se le apareció bajo un aspecto mucho más risueño. Sin embargo, no
consiguió olvidar que era media noche pasada y que era hora de volver a casa. Al
fin, y para que al dueño de la casa no se le ocurriera retenerlo otro rato, salió
de la habitación sin ser visto y buscó su capote en el recibimiento, encontrándolo,
con gran dolor, tirado en el suelo. Lo sacudió, le quitó las pelusas, se lo puso
y, por último, bajó las escaleras.
Las
calles estaban todavía alumbradas. Algunas tiendas de comestibles, eternos clubs
de las servidumbres y otra gente, estaban aún abiertas; las demás estaban ya
cerradas, pero la luz que se filtraba por entre las rendijas atestiguaba claramente
que los parroquianos aún permanecían allí. Eran estos sirvientes y criados que seguían
con sus chismorreos, dejando a sus amos en la absoluta ignorancia de dónde se encontraban.
Akaki
Akákievich caminaba en un estado de ánimo de lo más alegre. Hasta corrió, sin saber
por qué, detrás de una dama que pasó con la velocidad de un rayo, moviendo todas
las partes del cuerpo. Pero se detuvo en el acto y prosiguió su camino lentamente,
admirándose él mismo de aquel arranque tan inesperado que había tenido.
Pronto
se extendieron ante él las calles desiertas, siendo notables de día por lo poco
animadas y cuanto más de noche. Ahora parecían todavía mucho más silenciosas y solitarias.
Escaseaban los faroles, ya que por lo visto se destinaba poco aceite para el alumbrado;
a lo largo de la calle, en que se veían casas de madera y verjas, no había un alma.
Tan solo la nieve centelleaba tristemente en las calles, y las cabañas bajas, con
sus postigos cerrados, parecían destacarse aún más sombrías y negras. Akaki
Akákievich se acercaba a un punto donde la calle desembocaba en una plaza muy grande,
en la que apenas se podían ver las cosas del otro extremo y daba la sensación de
un inmenso y desolado desierto.
A
lo lejos, Dios sabe dónde, se vislumbraba la luz de una garita que parecía hallarse
al fin del mundo. Al llegar allí, la alegría de Akaki Akákievich se desvaneció por
completo. Entró en la plaza no sin temor, como si presintiera algún peligro. Miró
hacia atrás y en torno suyo: diríase que alrededor se extendía un inmenso océano.
“¡No! ¡Será mejor que no mire!”, pensó para sí, y siguió caminando con los ojos
cerrados. Cuando los abrió para ver cuánto le quedaba aún para llegar al extremo
opuesto de la plaza, se encontró casi ante sus propias narices con unos hombres
bigotudos, pero no tuvo tiempo de averiguar más acerca de aquellas gentes. Se le
nublaron los ojos y el corazón empezó a latirle precipitadamente.
–¡Pero
si este capote es mío! –dijo uno de ellos con voz de trueno, cogiéndolo por el cuello.
Akaki
Akákievich quiso gritar pidiendo auxilio, pero el otro le tapó la boca con el pañuelo,
que era del tamaño de la cabeza de un empleado, diciéndole: “¡Ay de ti si gritas!”
Akaki
Akákievich solo se dio cuenta de cómo le quitaban el capote y le daban un golpe
con la rodilla que le hizo caer de espaldas en la nieve, en donde quedó tendido
sin sentido.
Al
poco rato volvió en sí y se levantó, pero ya no había nadie. Sintió que hacía mucho
frío y que le faltaba el capote. Empezó a gritar, pero su voz no parecía llegar
hasta el extremo de la plaza. Desesperado, sin dejar de gritar, echó a correr a
través de la plaza directamente a la garita, junto a la cual había un guarda, que,
apoyado en la alabarda, miraba con curiosidad, tratando de averiguar qué clase de
hombre se le acercaba dando gritos.
Al
llegar cerca de él, Akaki Akákievich le gritó todo jadeante que no hacía más que
dormir y que no vigilaba, ni se daba cuenta de cómo robaban a la gente. El guarda
le contestó que él no había visto nada: solo había observado cómo dos individuos
lo habían parado en medio de la plaza, pero creyó que eran amigos suyos. Añadió
que haría mejor, en vez de enfurecerse en vano, en ir a ver a la mañana siguiente
al inspector de policía, y que este averiguaría sin duda alguna quién le había robado
el capote.
Akaki
Akákievich volvió a casa en un estado terrible. Los cabellos que aún le quedaban
en pequeña cantidad sobre las sienes y la nuca estaban completamente desordenados.
Tenía uno de los costados, el pecho y los pantalones, cubiertos de nieve. Su vieja
patrona, al oír cómo alguien golpeaba fuertemente en la puerta, saltó fuera de la
cama, calzándose solo una zapatilla, y fue corriendo a abrir la puerta, cubriéndose
pudorosamente con una mano el pecho, sobre el cual no llevaba más que una camisa.
Pero al ver a Akaki Akákievich retrocedió de espanto. Cuando él le contó lo que
le había sucedido ella alzó los brazos al cielo y dijo que debía dirigirse directamente
al comisario del distrito y no al inspector, porque este no hacía más que prometerle
muchas cosas y dar largas al asunto. Lo mejor era ir al momento al comisario del
distrito, a quien ella conocía, porque Ana, la finlandesa que tuvo antes de cocinera,
servía ahora de niñera en su casa, y que ella misma lo veía a menudo, cuando pasaba
delante de la casa. Además, todos los domingos, en la iglesia, pudo observar que
rezaba y al mismo tiempo miraba alegremente a todos, y todo en él denotaba que era
un hombre de bien.
Después
de oír semejante consejo se fue, todo triste, a su habitación. Cómo pasó la noche…
solo se lo imaginarían quienes tengan la capacidad suficiente de ponerse en la situación
de otro.
A
la mañana siguiente, muy temprano, fue a ver al comisario del distrito, pero le
dijeron que aún dormía. Volvió a las diez y aún seguía durmiendo. Fue a las once,
pero el comisario había salido. Se presentó a la hora de la comida, pero los escribientes
que estaban en la antesala no quisieron dejarlo pasar e insistieron en saber qué
deseaba, por qué venía y qué había sucedido. De modo que, en vista de los entorpecimientos,
Akaki Akákievich quiso, por primera vez en su vida, mostrarse enérgico, y dijo,
en tono que no admitía réplicas, que tenía que hablar personalmente con el comisario,
que venía del Departamento del Ministerio para un asunto oficial y que, por tanto,
debían dejarlo pasar, y si no lo hacían, se quejaría de ello y les saldría cara
la cosa. Los escribientes no se atrevieron a replicar y uno de ellos fue a anunciarlo
ante el comisario.
Este
interpretó de un modo muy extraño el relato sobre el robo del capote. En vez de
interesarse por el punto esencial, empezó a preguntar a Akaki Akákievich por qué
volvía a casa a tan altas horas de la noche y si no habría estado en una casa sospechosa.
De tal suerte, que el pobre Akaki Akákievich se quedó todo confuso. Se fue sin saber
si el asunto estaba bien encomendado. En todo el día no fue a la oficina (hecho
sin precedente en su vida). Al día siguiente se presentó todo pálido y vestido con
su viejo capote, que tenía el aspecto aún más lamentable. El relato del robo del
capote –aparte de que no faltaron algunos funcionarios que aprovecharon la ocasión
para burlarse– conmovió a muchos. Decidieron en seguida abrir una suscripción en
beneficio suyo, pero el resultado fue muy exiguo, debido a que los funcionarios
habían tenido que gastar mucho dinero en la suscripción para el retrato del director
y para un libro que compraron a indicación del jefe de sección, que era amigo del
autor. Así, pues, solo consiguieron reunir una suma insignificante. Uno de ellos,
movido por la compasión y deseos de darle por lo menos un buen consejo, le dijo
que no se dirigiera al comisario, pues suponiendo aún que deseara granjearse las
simpatías de su superior y encontrar el capote, este permanecería en manos de la
policía hasta que lograse probar que era su legítimo propietario. Lo mejor sería,
pues, que se dirigiera a una “alta personalidad”, cuya mediación podría dar un rumbo
favorable al asunto. Como no quedaba otro remedio, Akaki Akákievich se decidió a
acudir a la “alta personalidad”.
¿Quién
era aquella “alta personalidad” y qué cargo desempeñaba? Eso es lo que nadie sabría
decir. Conviene saber que dicha “alta personalidad” había llegado a ser tan solo
esto desde hacía algún tiempo, por lo que hasta entonces era por completo desconocido.
Además su posición tampoco ahora se consideraba como muy importante en comparación
con otras de mayor categoría. Pero siempre habrá personas que consideran como muy
importante lo que los demás califican de insignificante. Además, recurriría a todos
los medios para realzar su importancia. Decretó que los empleados subalternos lo
esperasen en la escalera hasta que llegase él y que nadie se presentara directamente
a él sino que las cosas se realizaran con un orden de lo más riguroso. El registrador
tenía que presentar la solicitud de audiencia al secretario del gobierno, quien
a su vez la transmitía al consejero titular o a quien se encontrase de categoría
superior. Y de esta forma llegaba el asunto a sus manos. Así, en nuestra santa Rusia,
todo está contagiado de la manía de imitar y cada cual se afana en imitar a su superior.
Hasta cuentan que cierto consejero titular, cuando lo ascendieron a director de
una cancillería pequeña, en seguida se hizo separar su cuarto por medio de un tabique
de lo que él llamaba “sala de reuniones”. A la puerta de dicha sala colocó a unos
conserjes con cuellos rojos y galones que siempre tenían la mano puesta sobre el
picaporte para abrir la puerta a los visitantes, aunque en la “sala de reuniones”
apenas cabía un escritorio de tamaño regular.
El
modo de recibir y las costumbres de la “alta personalidad” eran majestuosos e imponentes,
pero un tanto complicados. La base principal de su sistema era la severidad. “Severidad,
severidad, y… severidad”, solía decir, y al repetir por tercera vez esta palabra
dirigía una mirada significativa a la persona con quien estaba hablando aunque no
hubiera ningún motivo para ello, pues los diez empleados que formaban todo el mecanismo
gubernamental, ya sin eso estaban constantemente atemorizados. Al verlo de lejos,
interrumpían ya el trabajo y esperaban en actitud militar a que pasase el jefe.
Su conversación con los subalternos era siempre severa y consistía solo en las siguientes
frases: “¿Cómo se atreve? ¿Sabe usted con quién habla? ¿Se da usted cuenta? ¿Sabe
a quién tiene delante?”
Por
lo demás, en el fondo era un hombre bondadoso, servicial y se comportaba bien con
sus compañeros, solo que el grado de general le había hecho perder la cabeza. Desde
el día en que le ascendieron a general se hallaba todo confundido, andaba descarriado
y no sabía cómo comportarse. Si trataba con personas de su misma categoría se mostraba
muy correcto y formal y en muchos aspectos hasta inteligente. Pero en cuanto asistía
a alguna reunión donde el anfitrión era tan solo de un grado inferior al suyo, entonces
parecía hallarse completamente descentrado. Permanecía callado y su situación era
digna de compasión, tanto más cuanto él mismo se daba cuenta de que hubiera podido
pasar el tiempo de una manera mucho más agradable. En sus ojos se leía a menudo
el ardiente deseo de tomar parte en alguna conversación interesante o de juntarse
a otro grupo, pero se retenía al pensar que aquello podía parecer excesivo por su
parte o demasiado familiar, y que con ello rebajaría su dignidad. Y por eso permanecía
eternamente solo en la misma actitud silenciosa, emitiendo de cuando en cuando un
sonido monótono, con lo cual llegó a pasar por un hombre de lo más aburrido.
Tal
era la “alta personalidad” a quien acudió Akaki Akákievich, y el momento que eligió
para ello no podía ser más inoportuno para él; sin embargo, resultó muy oportuno
para la “alta personalidad”. Esta se hallaba en su gabinete conversando muy alegremente
con su antiguo amigo de la infancia, a quien no veía desde hacía muchos años, cuando
le anunciaron que deseaba hablarle un tal Bachmachkin.
–¿Quién
es? –preguntó bruscamente.
–Un
empleado.
–¡Ah!
¡Que espere! Ahora no tengo tiempo –dijo la alta personalidad. Es preciso decir
que la alta personalidad mentía con descaro; tenía tiempo. Los dos amigos ya habían
terminado de hablar sobre todos los temas posibles, y la conversación había quedado
interrumpida ya más de una vez por largas pausas, durante las cuales se propinaban
cariñosas palmaditas, diciendo:
–Así
es, Iván Abramovich.
–En
efecto, Esteban Varlamovich.
Sin
embargo, cuando recibió el aviso de que tenía visita, mandó que esperase el funcionario,
para demostrar a su amigo, que hacía mucho que estaba retirado y vivía en una casa
de campo, cuánto tiempo hacía esperar a los empleados en la antesala. Por fin. después
de haber hablado cuanto quisieron o, mejor dicho, de haber callado lo suficiente,
acabaron de fumar sus cigarros cómodamente recostados en unos mullidos butacones,
y entonces su excelencia pareció acordarse de repente de que alguien lo esperaba,
y dijo al secretario, que se hallaba en pie, junto a la puerta, con unos papeles
para su informe:
–Creo
que me está esperando un empleado. Dígale que puede pasar.
Al
ver el aspecto humilde y el viejo uniforme de Akaki Akákievich, se volvió hacia
él con brusquedad y le dijo:
–¿Qué
desea?
Pero
todo esto con voz áspera y dura, que sin duda alguna había ensayado delante del
espejo, a solas en su habitación, una semana antes que lo nombraran para el nuevo
cargo.
Akaki
Akákievich, que ya de antemano se sentía todo tímido, se azoró por completo. Sin
embargo, trató de explicar como pudo o, mejor dicho, con toda la fluidez de que
era capaz su lengua, que tenía un capote nuevo y que se lo habían robado de un modo
inhumano, añadiendo, claro está, más particularidades y más palabras innecesarias.
Rogaba a su excelencia que intercediera por escrito… o así…. como quisiera…. con
el jefe de la policía u otra persona para que buscasen el capote y se lo restituyesen.
Al general le pareció, sin embargo, que aquel era un procedimiento demasiado familiar,
y por eso dijo bruscamente:
–Pero,
¡señor!, ¿no conoce usted el reglamento? ¿Cómo es que se presenta así? ¿Acaso ignora
cómo se procede en estos asuntos? Primero debería usted haber hecho una instancia
en la cancillería, que habría sido remitida al jefe del departamento, el cual la
transmitiría al secretario y este me la hubiera presentado a mí.
–Pero,
excelencia… –dijo Akaki Akákievich recurriendo a la poca serenidad que aún quedaba
en él y sintiendo que sudaba de una manera horrible–. Yo, excelencia, me he atrevido
a molestarlo con este asunto porque los secretarios… los secretarios… son gente
de poca confianza..
–¡Cómo!
¿Qué? ¿Qué dice usted? –exclamó la “alta personalidad”–. ¿Cómo se atreve a decir
semejante cosa? ¿De dónde ha sacado usted esas ideas? ¡Qué audacia tienen los jóvenes
con sus superiores y con las autoridades!
Era
evidente que la “alta personalidad” no había reparado en que Akaki Akákievich había
pasado de los cincuenta años, de suerte que la palabra “joven” solo podía aplicársele
relativamente, es decir, en comparación con un septuagenario.
–¿Sabe
usted con quién habla? ¿Se da cuenta de quién tiene delante? ¿Se da usted cuenta,
se da usted cuenta? ¡Le pregunto yo a usted!
Y
dio una fuerte patada en el suelo y su voz se tornó tan cortante, que aun otro que
no fuera Akaki Akákievich se habría asustado también.
Akaki
Akákievich se quedó helado, se tambaleó, un estremecimiento le recorrió todo el
cuerpo, y apenas se pudo tener en pie. De no ser porque un guardia acudió a sostenerlo,
se hubiera desplomado. Lo sacaron fuera casi desmayado.
Pero
aquella “alta personalidad”, satisfecha del efecto que causaron sus palabras, y
que habían superado en mucho sus esperanzas, no cabía en sí de contento al pensar
que una palabra suya causaba tal impresión que podía hacer perder el sentido a uno.
Miró de reojo a su amigo, para ver lo que opinaba de todo aquello, y pudo comprobar,
no sin gran placer, que su amigo se hallaba en una situación indefinible, muy próxima
al terror.
Cómo
bajó las escaleras Akaki Akákievich y cómo salió a la calle, esto son cosas que
ni él mismo podía recordar, pues apenas sentía las manos y los pies. En su vida
lo habían tratado con tanta grosería, y precisamente un general y además un extraño.
Caminaba en medio de la nevasca que bramaba en las calles, con la boca abierta,
haciendo caso omiso de las aceras. El viento, como de costumbre en San Petersburgo,
soplaba sobre él de todos los lados, es decir, de los cuatro puntos cardinales y
desde todas las callejuelas. En un instante se resfrió la garganta y contrajo una
angina. Llegó a casa sin poder proferir ni una sola palabra: tenía el cuerpo todo
hinchado y se metió en la cama. ¡Tal es el efecto que puede producir a veces una
reprimenda!
Al
día siguiente amaneció con una fiebre muy alta. Gracias a la generosa ayuda del
clima petersburgués, el curso de la enfermedad fue más rápido de lo que hubiera
podido esperarse, y cuando llegó el médico y le cogió el pulso, únicamente pudo
prescribirle fomentos, solo con el fin de que el enfermo no muriera sin el benéfico
auxilio de la medicina. Y sin más ni más, le declaró en el acto que le quedaban
solo un día y medio de vida. Luego se volvió hacia la patrona, diciendo:
–Y
usted, madrecita, no pierda el tiempo: encargue en seguida un ataúd de madera de
pino, pues uno de roble sería demasiado caro para él.
Ignoramos
si Akaki Akákievich oyó estas palabras pronunciadas acerca de su muerte, y en el
caso de que las oyera, si llegaron a conmoverlo profundamente y le hicieron quejarse
de su destino, ya que todo el tiempo permanecía en el delirio de la fiebre.
Visiones
extrañas a cuál más curiosas se le aparecían sin cesar. Veía a Petrovich y le encargaba
que le hiciese un capote con alguna trampa para los ladrones, que siempre creía
tener debajo de la cama, y a cada instante llamaba a la patrona y le suplicaba que
sacara un ladrón que se había escondido debajo de la manta; luego preguntaba por
qué el capote viejo estaba colgado delante de él, cuando tenía uno nuevo. Otras
veces creía estar delante del general, escuchando sus insultos y diciendo: “Perdón,
excelencia.” Por último, se puso a maldecir y profería palabras tan terribles, que
la vieja patrona se persignó, ya que jamás en la vida le había oído decir nada semejante;
además, estas palabras siguieron inmediatamente al título de excelencia. Después
solo murmuraba frases sin sentido, de manera que era imposible comprender nada.
Solo se podía deducir realmente que aquellas palabras e ideas incoherentes se referían
siempre a la misma cosa: el capote. Finalmente, el pobre Akaki Akákievich exhaló
el último suspiro.
Ni
la habitación ni sus cosas fueron selladas por la sencilla razón de que no tenía
herederos y que solo dejaba un pequeño paquete con plumas de ganso, un cuaderno
de papel blanco oficial, tres pares de calcetines, dos o tres botones desprendidos
de un pantalón y el capote que ya conoce el lector. ¡Dios sabe para quién quedó
todo esto!
Reconozco
que el autor de esta narración no se interesó por el particular. Se llevaron a Akaki
Akákievich y lo enterraron; San Petersburgo se quedó sin él como si jamás hubiera
existido.
Así
desapareció un ser humano que nunca tuvo quién le amparara, a quien nadie había
querido y que jamás interesó a nadie. Ni siquiera llamó la atención del naturalista,
quien no desprecia de poner en el alfiler una mosca común y examinarla en el microscopio.
Fue un ser que sufrió con paciencia las burlas de sus colegas de oficina y que bajó
a la tumba sin haber realizado ningún acto extraordinario; sin embargo, divisó,
aunque solo fuera al fin de su vida, el espíritu de la luz en forma de capote, el
cual reanimó por un momento su miserable existencia, y sobre quien cayó la desgracia,
como también cae a veces sobre los privilegiados de la tierra…
Pocos
días después de su muerte mandaron a un ordenanza de la oficina con orden de que
Akaki Akákievich se presentase inmediatamente, porque el jefe lo exigía. Pero el
ordenanza tuvo que volver sin haber conseguido su propósito y declaró que Akaki
Akákievich ya no podía presentarse. Le preguntaron:
–¿Y
por qué?
–¡Pues,
porque no! Ha muerto; hace cuatro días que lo enterraron.
Y
de este modo se enteraron en la oficina de la muerte de Akaki Akákievich. Al día
siguiente su sitio se hallaba ya ocupado por un nuevo empleado. Era mucho más alto
y no trazaba las letras tan derechas al copiar los documentos, sino mucho más torcidas
y contrahechas. Pero ¿quién iba a imaginarse que con ello termina la historia de
Akaki Akákievich, ya que estaba destinado a vivir ruidosamente aún muchos días después
de muerto como recompensa a su vida que pasó inadvertido? Y, sin embargo, así sucedió,
y nuestro sencillo relato va a tener de repente un final fantástico e inesperado.
En
San Petersburgo se esparció el rumor de que en el puente de Kalenik, y a poca distancia
de él, se aparecía de noche un fantasma con figura de empleado que buscaba un capote
robado y que con tal pretexto arrancaba a todos los hombres, sin distinción de rango
ni profesión, sus capotes, forrados con pieles de gato, de castor, de zorro, de
oso, o simplemente guateados: en una palabra: todas las pieles auténticas o de imitación
que el hombre ha inventado para protegerse.
Uno
de los empleados del ministerio vio con sus propios ojos al fantasma y reconoció
en él a Akaki Akákievich. Se llevó un susto tal, que huyó a todo correr, y por eso
no pudo observar bien al espectro. Solo vio que aquel lo amenazaba desde lejos con
el dedo. En todas partes había quejas de que las espaldas y los hombros de los consejeros,
y no solo de consejeros titulares, sino también de los áulicos, quedaban expuestos
a fuertes resfriados al ser despojados de sus capotes.
Se
comprende que la policía tomara sus medidas para capturar de la forma que fuese
al fantasma, vivo o muerto, y castigarlo duramente, para escarmiento de otros, y
por poco lo logró. Precisamente una noche un guarda en una sección de la calleja
Kiriuchkin casi tuvo la suerte de coger al fantasma en el lugar del hecho, al ir
aquel a quitar el capote de paño corriente a un músico retirado que en otros tiempos
había tocado la flauta. El guarda, que lo tenía cogido por el cuello, gritó para
que vinieran a ayudarlo dos compañeros, y les entregó al detenido, mientras él introducía
solo por un momento la mano en la bota en busca de su tabaquera para reanimar un
poco su nariz, que se le había quedado helada ya seis veces. Pero el rapé debía
de ser de tal calidad que ni siquiera un muerto podía aguantarlo. Apenas el guarda
hubo aspirado un puñado de tabaco por la fosa nasal izquierda, tapándose la derecha,
cuando el fantasma estornudó con tal violencia que empezó a salpicar por todos lados.
Mientras se frotaba los ojos con los puños, desapareció el difunto sin dejar rastros,
de modo que ellos no supieron si lo habían tenido realmente en sus manos.
Desde
entonces los guardas cogieron un miedo tal a los fantasmas, que ni siquiera se atrevían
a detener a una persona viva y se limitaban solo a gritarle desde lejos: “¡Oye,
tú! ¡Vete por tu camino!” El espectro del empleado empezó a esparcirse también más
allá del puente de Kalenik, sembrando un miedo horrible entre la gente tímida.
Pero
hemos abandonado por completo a la “alta personalidad”, quien, a decir verdad, fue
el culpable del giro fantástico que tomó nuestra historia, por lo demás muy verídica.
Pero hagamos justicia a la verdad y confesemos que la “alta personalidad” sintió
algo así como lástima poco después de haber salido el pobre Akaki Akákievich completamente
deshecho. La compasión no era para él realmente ajena: su corazón era capaz de nobles
sentimientos, aunque a menudo su alta posición le impidiera expresarlos. Apenas
marchó de su gabinete el amigo que había venido de fuera, se quedó pensando en el
pobre Akaki Akákievich. Desde entonces se le presentaba todos los días, pálido e
incapaz de resistir la reprimenda de que él lo había hecho objeto. El pensar en
él lo inquietó tanto, que pasada una semana se decidió incluso a enviar un empleado
a su casa para preguntar por su salud y averiguar si se podía hacer algo por él.
Al enterarse de que Akaki Akákievich había muerto de fiebre repentina, se quedó
aterrado, escuchó los reproches de su conciencia y todo el día estuvo de mal humor.
Para distraerse un poco y olvidar la impresión desagradable, fue por la noche a
casa de un amigo, donde encontró bastante gente y, lo que es mejor, personas de
su mismo rango, de modo que en nada podía sentirse atado. Esto ejerció una influencia
admirable en su estado de ánimo. Se tornó vivaz, amable, tomó parte en las conversaciones
de un modo agradable; en una palabra: pasó muy bien la velada. Durante la cena tomó
unas dos copas de champaña, que, como se sabe, es un medio excelente para comunicar
alegría. El champaña despertó en él deseos de hacer algo fuera de lo corriente,
así es que resolvió no volver directamente a casa, sino ir a ver a Carolina Ivanovna,
dama de origen alemán al parecer, con quien mantenía relaciones de íntima amistad.
Es preciso que digamos que la “alta personalidad” ya no era un hombre joven. Era
marido sin tacha y buen padre de familia, y sus dos hijos, uno de los cuales trabajaba
ya en una cancillería, y una linda hija de dieciséis años, con la nariz un poco
encorvada sin dejar de ser bonita, venían todas las mañanas a besarle la mano, diciendo:
”Bonjour, papa.” Su esposa, que era joven aún y no sin encantos, le alargaba
la mano para que él se la besara, y luego, volviéndola hacia fuera tomaba la de
él y se la besaba a su vez. Pero la “alta personalidad”, aunque estaba plenamente
satisfecho con las ternuras y el cariño de su familia, juzgaba conveniente tener
una amiga en otra parte de la ciudad y mantener relaciones amistosas con ella. Esta
amiga no era más joven ni más hermosa que su esposa; pero tales problemas existen
en el mundo y no es asunto nuestro juzgarlos.
Así,
pues, la “alta personalidad” bajó las escaleras, subió al trineo y ordenó al cochero:
–¡A
casa de Carolina Ivanovna!
Envolviéndose
en su magnífico capote permaneció en este estado, el más agradable para un ruso,
en que no se piensa en nada y entre tanto se agitan por sí solas las ideas en la
cabeza, a cual más gratas, sin molestarse en perseguirlas ni en buscarlas. Lleno
de contento, rememoró los momentos felices de aquella velada y todas sus palabras
que habían hecho reír a carcajadas a aquel grupo, alguna de las cuales repitió a
media voz. Le parecieron tan chistosas como antes, y por eso no es de extrañar que
se riera con todas sus ganas.
De
cuando en cuando le molestaba en sus pensamientos un viento fortísimo que se levantó
de pronto Dios sabe dónde, y le daba en pleno rostro, arrojándole además montones
de nieve. Y como si ello fuera poco, desplegaba el cuello del capote como una vela,
o de repente se lo lanzaba con fuerza sobrehumana en la cabeza, ocasionándole toda
clase de molestias, lo que lo obligaba a realizar continuos esfuerzos para librarse
de él.
De
repente sintió como si alguien lo agarrara fuertemente por el cuello; volvió la
cabeza y vio a un hombre de pequeña estatura, con un uniforme viejo muy gastado,
y no sin espanto reconoció en él a Akaki Akákievich. E1 rostro del funcionario estaba
pálido como la nieve, y su mirada era totalmente la de un difunto. Pero el terror
de la “alta personalidad” llegó a su paroxismo cuando vio que la boca del muerto
se contraía convulsivamente exhalando un olor de tumba y le dirigía las siguientes
palabras:
–¡Ah!
¡Por fin te tengo!… ¡Por fin te he cogido por el cuello! ¡Quiero tu capote! No quisiste
preocuparte por el mío y hasta me insultaste. ¡Pues bien: dame ahora el tuyo!
La
pobre “alta personalidad” por poco se muere. Aunque era firme de carácter en la
cancillería y en general para con los subalternos, y a pesar de que al ver su aspecto
viril y su gallarda figura no se podía por menos de exclamar: “¡Vaya un carácter!”,
nuestro hombre, lo mismo que mucha gente de figura gigantesca, se asustó tanto que
no sin razón temió que le diese un ataque. Él mismo se quitó rápidamente el capote
y gritó al cochero, con una voz que parecía la de un extraño:
–¡A
casa, a toda prisa!
El
cochero, al oír esta voz que se dirigía a él generalmente en momentos decisivos,
y que solía ser acompañado de algo más efectivo, encogió la cabeza entre los hombros
para mayor seguridad, agitó el látigo y lanzó los caballos a toda velocidad. A los
seis minutos escasos la “alta personalidad” ya estaba delante del portal de su casa.
Pálido,
asustado y sin capote había vuelto a su casa, en vez de haber ido a la de Carolina
Ivanovna. A duras penas consiguió llegar hasta su habitación y pasó una noche tan
intranquila, que a la mañana siguiente, a la hora del té, le dijo su hija:
–¡Qué
pálido estás, papá!
Pero
papá guardaba silencio y a nadie dijo una palabra de lo que le había sucedido, ni
en dónde había estado, ni adónde se había dirigido en coche. Sin embargo, este episodio
le impresionó fuertemente, y ya rara vez decía a los subalternos: “¿Se da usted
cuenta de quién tiene delante?” Y si así sucedía, nunca era sin haber oído antes
de lo que se trataba. Pero lo más curioso es que a partir de aquel día ya no se
apareció el fantasma del difunto empleado. Por lo visto, el capote del general le
había venido justo a la medida. De todas formas, no se oyó hablar más de capotes
arrancados de los hombros de los transeúntes.
Sin
embargo, hubo unas personas exaltadas e inquietas que no quisieron tranquilizarse
y contaban que el espectro del difunto empleado seguía apareciéndose en los barrios
apartados de la ciudad. Y, en efecto, un guardia del barrio de Kolomna vio con sus
propios ojos asomarse el fantasma por detrás de su casa. Pero como era algo débil
desde su nacimiento –en cierta ocasión un cerdo ordinario, ya completamente desarrollado,
que se había escapado de una casa particular, lo derribó, provocando así las risas
de los cocheros que lo rodeaban y a quienes pidió después, como compensación por
la burla de que fue objeto, unos centavos para tabaco–, como decimos, pues, era
muy débil y no se atrevió a detenerlo. Se contentó con seguirlo en la oscuridad
hasta que aquel volvió de repente la cabeza y le preguntó:
–¿Qué
deseas? –y le enseñó un puño de esos que no se dan entre las personas vivas.
–Nada
–replicó el guardia, y no tardó en dar media vuelta.
El
fantasma era, no obstante, mucho más alto y tenía bigotes inmensos. A grandes pasos
se dirigió al puente Obuko, desapareciendo en las tinieblas de la noche.
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