Juan Valera
En los buenos tiempos
antiguos, cuando estaba poderoso y boyante el Arzobispado, hubo en Toledo un arzobispo
tan austero y penitente, que ayunaba muy a menudo y casi siempre comía de
vigilia, y más que pescado, semillas y yerbas.
Su
cocinero le solía preparar para la colación, un modesto potaje de habichuelas y
de garbanzos, con el que se regalaba y deleitaba aquel venerable y herbívoro
siervo de Dios, como si fuera con el plato más suculento, exquisito y costoso.
Bien es verdad que el cocinero preparaba con tal habilidad los garbanzos y las
habichuelas, que parecían, merced al refinado condimento, manjar de muy
superior estimación y deleite.
Ocurrió,
por desgracia, que el cocinero tuvo una terrible pendencia con el mayordomo. Y
como la cuerda se rompe casi siempre por lo más delgado, el cocinero salió
despedido.
Vino
otro nuevo a guisar para el señor arzobispo y tuvo que hacer para la colación
el consabido potaje. Él se esmeró en el guiso, pero el arzobispo le halló tan
detestable, que mandó despedir al cocinero e hizo que el mayordomo tomase otro.
Ocho
o nueve fueron sucesivamente entrando, pero ninguno acertaba a condimentar el
potaje y todos tenían que largarse avergonzados, abandonando la cocina
arzobispal.
Entró,
por último, un cocinero más avisado y prudente, y tuvo la buena idea de ir a
visitar al primer cocinero y a suplicarle y a pedirle, por amor de Dios y por
todos los santos del cielo, que le explicara cómo hacía el potaje de que el arzobispo
gustaba tanto.
Fue
tan generoso el primer cocinero, que le confió con lealtad y laudable franqueza
su procedimiento misterioso.
El
nuevo cocinero siguió con exactitud las instrucciones de su antecesor,
condimentó el potaje e hizo que se le sirvieran al ascético Prelado.
Apenas
éste le probó, paladeándole con delectación morosa, exclamó entusiasmado:
–Gracias
sean dadas al Altísimo. Al fin hallamos otro cocinero que hace el potaje tan
bien o mejor que el antiguo. Está muy rico y muy sabroso. Que venga aquí el
cocinero. Quiero darle merecidas alabanzas.
El
cocinero acudió contentísimo. El arzobispo le recibió con grande afabilidad y
llaneza, y puso su talento por las nubes.
Animado
entonces el artista, que era además sujeto muy sincero, franco y escrupuloso,
quiso hacer gala de su sinceridad y de su lealtad y probar que sus prendas
morales corrían parejas con su saber y aun se adelantaban a su habilidad
culinaria.
El
cocinero, pues, dijo al arzobispo:
–Excelentísimo
señor: a pesar del profundísimo respeto que V. E. me inspira, me atrevo a
decirle, porque lo creo de mi deber, que el antiguo cocinero lo estaba
engañando y que no es justo que incurra yo en la misma falta. No hay en ese
potaje garbanzos ni habichuelas. Es una falsificación. En ese potaje hay
albondiguitas menudas hechas de jamón y pechugas de pollo, y hay riñoncitos de
aves y trozos de criadillas de carnero. Ya ve V. E. que le engañaban.
El
arzobispo miró entonces de hito en hito al cocinero, con sonrisa entre enojada
y burlona, y le dijo:
–¡Pues
engáñame tú también, majadero!
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