Pedro Antonio de Alarcón
–I–
De cuándo sucedió la cosa
Comenzaba este largo siglo, que ya va
de vencida. No se sabe fijamente el año: solo consta que era después del de 4 y
antes del de 8.
Reinaba, pues, todavía
en España don Carlos IV de Borbón; por la gracia de Dios, según las monedas, y por
olvido o gracia especial de Bonaparte, según los boletines franceses. Los demás
soberanos europeos descendientes de Luis XIV habían perdido ya la corona (y el Jefe
de ellos la cabeza) en la deshecha borrasca que corría esta envejecida parte del
mundo desde 1789.
Ni paraba aquí la singularidad
de nuestra patria en aquellos tiempos. El Soldado de la Revolución, el hijo de un
oscuro abogado corso, el vencedor en Rívoli, en las Pirámides, en Marengo y en otras
cien batallas, acababa de ceñirse la corona de Carlo Magno y de transfigurar completamente
la Europa, creando y suprimiendo naciones, borrando fronteras, inventando dinastías
y haciendo mudar de forma, de nombre, de sitio, de costumbres y hasta de traje a
los pueblos por donde pasaba en su corcel de guerra como un terremoto animado, o
como el “Antecristo”, que le llamaban las Potencias del Norte… Sin embargo, nuestros
padres (Dios les tenga en su santa Gloria), lejos de odiarlo o de temerle, complacíanse
aún en ponderar sus descomunales hazañas, como si se tratase del héroe de un libro
de caballerías, o de cosas que sucedían en otro planeta, sin que ni por asomo recelasen
que pensara nunca en venir por acá a intentar las atrocidades que había hecho en
Francia, Italia, Alemania y en otros países. Una vez por semana (y dos a lo sumo)
llegaba el correo de Madrid a la mayor parte de las poblaciones importantes de la
Península, llevando algún número de la Gaceta (que tampoco era diaria), y por ella
sabían las personas principales (suponiendo que la Gaceta hablase del particular)
si existía un estado más o menos allende el Pirineo, si se había reñido otra batalla
en que peleasen seis u ocho reyes y emperadores, y si Napoleón se hallaba en Milán,
en Bruselas o en Varsovia… Por lo demás, nuestros mayores seguían viviendo a la
antigua española, sumamente despacio, apegados a sus rancias costumbres, en paz
y en gracia de Dios, con su Inquisición y sus frailes, con su pintoresca desigualdad
ante la ley, con sus privilegios, fueros y exenciones personales, con su carencia
de toda libertad municipal o política, gobernados simultáneamente por insignes obispos
y poderosos corregidores (cuyas respectivas potestades no era muy fácil deslindar,
pues unos y otros se metían en lo temporal y en lo eterno), y pagando diezmos, primicias,
alcabalas, subsidios, mandas y limosnas forzosas, rentas, rentillas, capitaciones,
tercias reales, gabelas, frutos–civiles, y hasta cincuenta tributos más, cuya nomenclatura
no viene a cuento ahora.
Y aquí termina todo
lo que la presente historia tiene que ver con la militar y política de aquella época;
pues nuestro único objeto, al referir lo que entonces sucedía en el mundo, ha sido
venir a parar a que el año de que se trata (supongamos que el de 1805) imperaba
todavía en España el antiguo régimen en todas las esferas de la vida pública y particular,
como si, en medio de tantas novedades y trastornos, el Pirineo se hubiese convertido
en otra Muralla de la China.
–II–
De cómo vivía entonces la gente
En Andalucía, por ejemplo (pues precisamente
aconteció en una ciudad de Andalucía lo que vais a oír), las personas de suposición
continuaban levantándose muy temprano; yendo a la Catedral a misa de prima, aunque
no fuese día de precepto: almorzando, a las nueve, un huevo frito y una jícara de
chocolate con picatostes; comiendo, de una a dos de la tarde, puchero y principio,
si había caza, y, si no, puchero solo; durmiendo la siesta después de comer; paseando
luego por el campo; yendo al rosario, entre dos luces, a su respectiva parroquia;
tomando otro chocolate a la oración (este con bizcochos); asistiendo los muy encopetados
a la tertulia del corregidor, del deán, o del título que residía en el pueblo; retirándose
a casa a las ánimas; cerrando el portón antes del toque de la queda; cenando ensalada
y guisado por antonomasia, si no habían entrado boquerones frescos, y acostándose
incontinenti con su señora los que la tenían, no sin hacerse calentar primero la
cama durante nueves meses del año…
¡Dichosísimo tiempo
aquel en que nuestra tierra seguía en quieta y pacífica posesión de todas las telarañas,
de todo el polvo, de toda la polilla, de todos los respetos, de todas las creencias,
de todas las tradiciones, de todos los usos y de todos los abusos santificados por
los siglos! ¡Dichosísimo tiempo aquel en que había en la sociedad humana variedad
de clases, de afectos y de costumbres! ¡Dichosísimo tiempo, digo…, para los poetas
especialmente, que encontraban un entremés, un sainete, una comedia, un drama, un
auto sacramental o una epopeya detrás de cada esquina, en vez de esta prosaica uniformidad
y desabrido realismo que nos legó al cabo la Revolución Francesa! ¡Dichosísimo tiempo,
sí!…
Pero esto es volver
a las andadas. Basta ya de generalidades y de circunloquios, y entremos resueltamente
en la historia del Sombrero de tres picos.
–III–
Do ut des
En aquel tiempo, pues, había cerca de
la ciudad de *** un famoso molino harinero (que ya no existe), situado como a un
cuarto de legua de la población, entre el pie de suave colina poblada de guindos
y cerezos y una fertilísima huerta que servía de margen (y algunas veces de lecho)
al titular intermitente y traicionero río.
Por varias y diversas
razones, hacía ya algún tiempo que aquel molino era el predilecto punto de llegada
y descanso de los paseantes más caracterizados de la mencionada ciudad… Primeramente,
conducía a él un camino carretero, menos intransitable que los restantes de aquellos
contornos. En segundo lugar, delante del molino había una plazoletilla empedrada,
cubierta por un parral enorme, debajo del cual se tomaba muy bien el fresco en el
verano y el sol en el invierno, merced a la alternada ida y venida de los pámpanos…
En tercer lugar, el Molinero era un hombre muy respetuoso, muy discreto, muy fino,
que tenía lo que se llama don de gentes, y que obsequiaba a los señorones que solían
honrarlo con su tertulia vespertina, ofreciéndoles… lo que daba el tiempo, ora habas
verdes, ora cerezas y guindas, ora lechugas en rama y sin sazonar (que están muy
buenas cuando se las acompaña de macarros de pan de aceite; macarros que se encargaban
de enviar por delante sus señorías), ora melones, ora uvas de aquella misma parra
que les servía de dosel, ora rosetas de maíz, si era invierno, y castañas asadas,
y almendras, y nueces, y de vez en cuando, en las tardes muy frías, un trago de
vino de pulso (dentro ya de la casa y al amor de la lumbre), a lo que por Pascuas
se solía añadir algún pestiño, algún mantecado, algún rosco o alguna lonja de jamón
alpujarreño.
–¿Tan rico era el Molinero,
o tan imprudentes sus tertulianos? –exclamaréis interrumpiéndome.
Ni lo uno ni lo otro.
El Molinero solo tenía un pasar, y aquellos caballeros eran la delicadeza y el orgullo
personificados. Pero en unos tiempos en que se pagaban cincuenta y tantas contribuciones
diferentes a la Iglesia y al Estado, poco arriesgaba un rústico de tan claras luces
como aquel en tenerse ganada la voluntad de regidores, canónigos, frailes, escribanos
y demás personas de campanillas. Así es que no faltaba quien dijese que el tío Lucas
(tal era el nombre del Molinero) se ahorraba un dineral al año a fuerza de agasajar
a todo el mundo.
–“Vuestra Merced me
va a dar una puertecilla vieja de la casa que ha derribado”, decíale a uno. “Vuestra
Señoría (decíale a otro) va a mandar que me rebajen el subsidio, o la alcabala o
la contribución de frutos–civiles”. “Vuestra Reverencia me va a dejar coger en la
huerta del Convento una poca hoja para mis gusanos de seda”. “Vuestra Ilustrísima
me va a dar permiso para traer una poca leña del monte X”. “Vuestra Paternidad me
va a poner dos letras para que me permitan cortar una poca madera en el pinar H”.
“Es menester que me haga usarcé una escriturilla que no me cueste nada”. “Este año
no puedo pagar el censo”. “Espero que el pleito se falle a mi favor”. “Hoy le he
dado de bofetadas a uno, y creo que debe ir a la cárcel por haberme provocado”.
“¿Tendría su merced tal cosa de sobra?”. “¿Le sirve a usted de algo tal otra?”.
“¿Me puede prestar la mula?”. “¿Tiene ocupado mañana el carro?”. “¿Le parece que
envíe por el burro?…”.
Y estas canciones se
repetían a todas horas, obteniendo siempre por contestación un generoso y desinteresado…
“Como se pide”.
Conque ya veis que el
tío Lucas no estaba en camino de arruinarse.
–IV–
Una mujer vista por fuera
La última y, acaso la más poderosa razón
que tenía el señorío de la ciudad para frecuentar por las tardes el molino del tío
Lucas, era… que, así los clérigos como los seglares, empezando por el señor obispo
y el señor corregidor, podían contemplar allí a sus anchas una de las obras más
bellas, graciosas y admirables que hayan salido jamás de las manos de Dios, llamado
entonces el Ser Supremo por Jovellanos y toda la escuela afrancesada de nuestro
país.
Esta obra… se denominaba
“la señá Frasquita”.
Empiezo por responderos
de que la señá Frasquita, legítima esposa del tío Lucas, era una mujer de bien,
y de que así lo sabían todos los ilustres visitantes del molino. Digo más: ninguno
de estos daba muestras de considerarla con ojos de varón ni con trastienda pecaminosa.
Admirábanla, sí, y requebrábanla en ocasiones (delante de su marido, por supuesto),
lo mismo los frailes que los caballeros, los canónigos que los golillas, como un
prodigio de belleza que honraba a su Criador, y como una diablesa de travesura y
coquetería, que alegraba inocentemente los espíritus más melancólicos. “Es un hermoso
animal”, solía decir el virtuosísimo prelado. “Es una estatua de la antigüedad helénica”,
observaba un abogado muy erudito, académico correspondiente de la Historia. “Es
la propia estampa de Eva”, prorrumpía el prior de los franciscanos. “Es una real
moza”, exclamaba el coronel de milicias. “Es una sierpe, una sirena, ¡un demonio!”,
añadía el Corregidor. “Pero es una buena mujer, es un ángel, es una criatura, es
una chiquilla de cuatro años”, acababan por decir todos, al regresar del molino
atiborrados de uvas o de nueces, en busca de sus tétricos y metódicos hogares.
La chiquilla de cuatro
años, esto es, la señá Frasquita, frisaría en los treinta. Tenía más de dos varas
de estatura, y era recia a proporción, o quizá más gruesa todavía de lo correspondiente
a su arrogante talla. Parecía una Niobe colosal, y eso que no había tenido hijos:
parecía un Hércules… hembra; parecía una matrona romana de las que aún hay ejemplares
en el Trastevere. Pero lo más notable en ella era la movilidad, la ligereza, la
animación, la gracia de su respetable mole. Para ser una estatua, como pretendía
el académico, le faltaba el reposo monumental. Se cimbraba como un junco, giraba
como una veleta, bailaba como una peonza. Su rostro era más movible todavía, y,
por lo tanto, menos escultural. Avivábanlo donosamente hasta cinco hoyuelos: dos
en una mejilla; otro en otra; otro, muy chico, cerca de la comisura izquierda de
sus rientes labios, y el último, muy grande, en medio de su redonda barba. Añadid
a esto los picarescos mohínes, los graciosos guiños y las varias posturas de cabeza
que amenizaban su conversación, y formaréis idea de aquella cara llena de sal y
de hermosura y radiante siempre de salud y alegría.
Ni la señá Frasquita
ni el tío Lucas eran andaluces: ella era navarra y él murciano. Él había ido a la
ciudad de ***, a la edad de quince años, como medio paje, medio criado del obispo
anterior al que entonces gobernaba aquella iglesia. Educábalo su protector para
clérigo, y tal vez con esta mira y para que no careciese de congrua, dejole en su
testamento el molino; pero el tío Lucas, que a la muerte de Su Ilustrísima no estaba
ordenado más que de menores, ahorcó los hábitos en aquel punto y hora, y sentó plaza
de soldado, más ganoso de ver mundo y correr aventuras que de decir misa o de moler
trigo. En 1793 hizo la campaña de los Pirineos Occidentales, como ordenanza del
valiente general don Ventura Caro; asistió al asalto del Castillo Piñón, y permaneció
luego largo tiempo en las provincias del Norte, donde tomó la licencia absoluta.
En Estella conoció a la señá Frasquita, que entonces solo se llamaba Frasquita;
la enamoró; se casó con ella, y se la llevó a Andalucía en busca de aquel molino
que había de verlos tan pacíficos y dichosos durante el resto de su peregrinación
por este valle de lágrimas y risas.
La señá Frasquita, pues,
trasladada de Navarra a aquella soledad, no había adquirido ningún hábito andaluz,
y se diferenciaba mucho de las mujeres campesinas de los contornos. Vestía con más
sencillez, desenfado y elegancia que ellas; lavaba más sus carnes, y permitía al
sol y al aire acariciar sus arremangados brazos y su descubierta garganta. Usaba,
hasta cierto punto, el traje de las señoras de aquella época, el traje de las mujeres
de Goya, el traje de la reina María Luisa: si no falda de medio paso, falda de un
paso solo, sumamente corta, que dejaba ver sus menudos pies y el arranque de su
soberana pierna; llevaba el escote redondo y bajo, al estilo de Madrid, donde se
detuvo dos meses con su Lucas al trasladarse de Navarra a Andalucía; todo el pelo
recogido en lo alto de la coronilla, lo cual dejaba campear la gallardía de su cabeza
y de su cuello; sendas arracadas en las diminutas orejas, y muchas sortijas en los
afilados dedos de sus duras pero limpias manos. Por último: la voz de la señá Frasquita
tenía todos los tonos del más extenso y melodioso instrumento, y su carcajada era
tan alegre y argentina, que parecía un repique de Sábado de Gloria.
Retratemos ahora al
tío Lucas.
–V–
Un hombre visto por fuera y por dentro
El tío Lucas era más feo que Picio. Lo
había sido toda su vida, y ya tenía cerca de cuarenta años. Sin embargo, pocos hombres
tan simpáticos y agradables habrá echado Dios al mundo. Prendado de su viveza, de
su ingenio y de su gracia, el difunto obispo se lo pidió a sus padres, que eran
pastores, no de almas, sino de verdaderas ovejas. Muerto Su Ilustrísima, y dejado
que hubo el mozo el seminario por el cuartel, distinguiolo entre todo su ejercito
el general Caro, y lo hizo su ordenanza más íntimo, su verdadero criado de campaña.
Cumplido, en fin, el empeño militar, fuele tan fácil al tío Lucas rendir el corazón
de la señá Frasquita, como fácil le había sido captarse el aprecio del general y
del prelado. La navarra, que tenía a la sazón veinte abriles, y era el ojo derecho
de todos los mozos de Estella, algunos de ellos bastante ricos, no pudo resistir
a los continuos donaires, a las chistosas ocurrencias, a los ojillos de enamorado
mono y a la bufona y constante sonrisa, llena de malicia, pero también de dulzura,
de aquel murciano tan atrevido, tan locuaz, tan avisado, tan dispuesto, tan valiente
y tan gracioso, que acabó por trastornar el juicio, no solo a la codiciada beldad,
sino también a su padre y a su madre.
Lucas era en aquel entonces,
y seguía siendo en la fecha a que nos referimos, de pequeña estatura (a los menos
con relación a su mujer), un poco cargado de espaldas, muy moreno, barbilampiño,
narigón, orejudo y picado de viruelas. En cambio, su boca era regular y su dentadura
inmejorable. Dijérase que solo la corteza de aquel hombre era tosca y fea; que tan
pronto como empezaba a penetrarse dentro de él aparecían sus perfecciones, y que
estas perfecciones principiaban en los dientes. Luego venía la voz, vibrante, elástica,
atractiva; varonil y grave algunas veces, dulce y melosa cuando pedía algo, y siempre
difícil de resistir. Llegaba después lo que aquella voz decía: todo oportuno, discreto,
ingenioso, persuasivo… Y, por último, en el alma del tío Lucas había valor, lealtad,
honradez, sentido común, deseo de saber y conocimientos instintivos o empíricos
de muchas cosas, profundo desdén a los necios, cualquiera que fuese su categoría
social, y cierto espíritu de ironía, de burla y de sarcasmo, que le hacían pasar,
a los ojos del académico, por un don Francisco de Quevedo en bruto.
Tal era por dentro y
por fuera el tío Lucas.
–VI–
Habilidades de los dos cónyuges
Amaba, pues, locamente la señá Frasquita
al tío Lucas, y considerábase la mujer más feliz del mundo al verse adorada por
él. No tenían hijos, según que ya sabemos, y habíase consagrado cada uno a cuidar
y mimar al otro con esmero indecible, pero sin que aquella tierna solicitud ostentase
el carácter sentimental y empalagoso, por lo zalamero, de casi todos los matrimonios
sin sucesión. Al contrario, tratábanse con una llaneza, una alegría, una broma y
una confianza semejantes a las de aquellos niños, camaradas de juegos y de diversiones,
que se quieren con toda el alma sin decírselo jamás, ni darse a sí mismos cuenta
de lo que sienten.
¡Imposible que haya
habido sobre la tierra molinero mejor peinado, mejor vestido, más regalado en la
mesa, rodeado de más comodidades en su casa, que el tío Lucas! ¡Imposible que ninguna
molinera ni ninguna reina haya sido objeto de tantas atenciones, de tantos agasajos,
de tantas finezas como la señá Frasquita! ¡Imposible también que ningún molino haya
encerrado tantas cosas necesarias, útiles, agradables, recreativas y hasta superfluas,
como el que va a servir de teatro a casi toda la presente historia!
Contribuía mucho a ello
que la señá Frasquita, la pulcra, hacendosa, fuerte y saludable navarra, sabía,
quería y podía guisar, coser, bordar, barrer, hacer dulce, lavar, planchar, blanquear
la casa, fregar el cobre, amasar, tejer, hacer media, cantar, bailar, tocar la guitarra
y los palillos, jugar a la brisca y al tute, y otras muchísimas cosas cuya relación
fuera interminable. Y contribuía no menos al mismo resultado el que el tío Lucas
sabía, quería y podía dirigir la molienda, cultivar el campo, cazar, pescar, trabajar
de carpintero, de herrero y de albañil, ayudar a su mujer en todos los quehaceres
de la casa, leer, escribir, contar, etc., etc.
Y esto sin hacer mención
de los ramos de lujo, o sea, de sus habilidades extraordinarias.
Por ejemplo: el tío
Lucas adoraba las flores (lo mismo que su mujer), y era floricultor tan consumado,
que había conseguido producir ejemplares nuevos por medio de laboriosas combinaciones.
Tenía algo de ingeniero natural, y lo había demostrado construyendo una presa, un
sifón y un acueducto que triplicaron el agua del molino. Había enseñado a bailar
a un perro, domesticado una culebra, y hecho que un loro diese la hora por medio
de gritos, según las iba marcando un reloj de sol que el Molinero había trazado
en una pared; de cuyas resultas, el loro daba ya la hora con toda precisión, hasta
en los días nublados y durante la noche.
Finalmente: en el molino
había una huerta, que producía toda clase de frutas y legumbres; un estanque encerrado
en una especie de quiosco de jazmines, donde se bañaban en verano el tío Lucas y
la señá Frasquita; un jardín; una estufa o invernadero para las plantas exóticas;
una fuente de agua potable; dos burras en que el matrimonio iba a la ciudad o a
los pueblos de las cercanías; gallinero, palomar, pajarera, criadero de peces, criadero
de gusanos de seda; colmenas, cuyas abejas libaban en los jazmines; jaraíz o lagar,
con su bodega correspondiente, ambas cosas en miniatura; horno, telar, fragua, taller
de carpintería, etc., etc., todo ello reducido a una casa de ocho habitaciones y
a dos fanegas de tierra, y tasado en la cantidad de diez mil reales.
–VII–
El fondo de la felicidad
Adorábanse, sí, locamente el Molinero
y la Molinera, y aún se hubiera creído que ella lo quería más a él que él a ella,
no obstante ser él tan feo y ella tan hermosa. Dígolo porque la señá Frasquita solía
tener celos y pedirle cuentas al tío Lucas cuando este tardaba mucho en regresar
de la ciudad o de los pueblos adonde iba por grano, mientras que el tío Lucas veía
hasta con gusto las atenciones de que era objeto la señá Frasquita por parte de
los señores que frecuentaban el molino; se ufanaba y regocijaba de que a todos les
agradase tanto como a él, y, aunque comprendía que en el fondo del corazón se la
envidiaban algunos de ellos, la codiciaban como simples mortales y hubieran dado
cualquier cosa porque fuera menos mujer de bien, la dejaba sola días enteros sin
el menor cuidado, y nunca le preguntaba luego qué había hecho ni quién había estado
allí durante su ausencia…
No consistía aquello,
sin embargo, en que el amor del tío Lucas fuese menos vivo que el de la señá Frasquita.
Consistía en que él tenía más confianza en la virtud de ella que ella en la de él;
consistía en que él la aventajaba en penetración, y sabía hasta qué punto era amado
y cuánto se respetaba su mujer a sí misma; y consistía principalmente en que el
tío Lucas era todo un hombre: un hombre como el de Shakespeare, de pocos e indivisibles
sentimientos; incapaz de dudas; que creía o moría; que amaba o mataba; que no admitía
gradación ni tránsito entre la suprema felicidad y el exterminio de su dicha.
Era, en fin, un Otelo
de Murcia, con alpargatas y montera, en el primer acto de una tragedia posible…
Pero ¿a qué estas notas
lúgubres en una tonadilla alegre? ¿A qué estos relámpagos fatídicos en una atmósfera
tan serena? ¿A qué estas actitudes melodramáticas en un cuadro de género?
Vais a saberlo inmediatamente.
–VIII–
El hombre del sombrero de tres picos
Eran las dos de una tarde de octubre.
El esquilón de la catedral
tocaba a vísperas, lo cual equivale a decir que ya habían comido todas las personas
principales de la ciudad.
Los canónigos se dirigían
al coro, y los seglares a sus alcobas a dormir la siesta, sobre todo aquellos que,
por razón de oficio, por ejemplo, las autoridades, habían pasado la mañana entera
trabajando.
Era, pues, muy de extrañar
que a aquella hora, impropia además para dar un paseo, pues todavía hacía demasiado
calor, saliese de la ciudad, a pie, y seguido de un solo alguacil, el ilustre señor
Corregidor de la misma, a quien no podía confundirse con ninguna otra persona, ni
de día ni de noche, así por la enormidad de su sombrero de tres picos y por lo vistoso
de su capa de grana, como por lo particularísimo de su grotesco donaire…
De la capa de grana
y del sombrero de tres picos, son muchas todavía las personas que pudieran hablar
con pleno conocimiento de causa. Nosotros entre ellas, lo mismo que todos los nacidos
en aquella ciudad en las postrimerías del reinado del señor don Fernando VII, recordamos
haber visto colgados de un clavo, único adorno de desmantelada pared, en la ruinosa
torre de la casa que habitó Su Señoría (torre destinada a la sazón a los infantiles
juegos de sus nietos), aquellas dos anticuadas prendas, aquella capa y aquel sombrero
–el negro sombrero encima, y la roja capa debajo–, formando una especie de espectro
del Absolutismo, una especie de sudario del Corregidor, una especie de caricatura
retrospectiva de su poder, pintada con carbón y almagre, como tantas otras, por
los párvulos constitucionales de la de 1837 que allí nos reuníamos; una especie,
en fin, de espanta–pájaros, que en otro tiempo había sido espanta–hombres, y que
hoy me da miedo de haber contribuido a escarnecer, paseándolo por aquella histórica
ciudad, en días de Carnestolendas, en lo alto de un deshollinador, o sirviendo de
disfraz irrisorio al idiota que más hacía reír a la plebe… ¡Pobre principio de autoridad!
¡Así te hemos puesto los mismos que hoy te invocamos tanto!
En cuanto al indicado
grotesco donaire del señor Corregidor, consistía (dicen) en que era cargado de espaldas…,
todavía más cargado de espaldas que el tío Lucas…, casi jorobado, por decirlo de
una vez; de estatura menos que mediana; endeblillo; de mala salud; con las piernas
arqueadas y una manera de andar sui generis (balanceándose de un lado a otro y de
atrás hacia adelante), que solo se puede describir con la absurda fórmula de que
parecía cojo de los dos pies. En cambio (añade la tradición), su rostro era regular,
aunque ya bastante arrugado por la falta absoluta de dientes y muelas; moreno verdoso,
como el de casi todos los hijos de las Castillas; con grandes ojos oscuros, en que
relampagueaban la cólera, el despotismo y la lujuria; con finas y traviesas facciones,
que no tenían la expresión del valor personal, pero sí la de una malicia artera
capaz de todo, y con cierto aire de satisfacción, medio aristocrático, medio libertino,
que revelaba que aquel hombre habría sido, en su remota juventud, muy agradable
y acepto a las mujeres, no obstante sus piernas y su joroba.
Don Eugenio de Zúñiga
y Ponce de León (que así se llamaba Su Señoría) había nacido en Madrid, de familia
ilustre; frisaría a la sazón en los cincuenta y cinco años, y llevaba cuatro de
Corregidor en la ciudad de que tratamos, donde se casó, a poco de llegar, con la
principalísima señora que diremos más adelante.
Las medias de don Eugenio
(única parte que, además de los zapatos, dejaba ver de su vestido la extensísima
capa de grana) eran blancas, y los zapatos negros, con hebilla de oro. Pero luego
que el calor del campo lo obligó a desembozarse, vídose que llevaba gran corbata
de batista; chupa de sarga de color de tórtola, muy festoneada de ramillos verdes,
bordados de realce; calzón corto, negro, de seda; una enorme casaca de la misma
estofa que la chupa; espadín con guarnición de acero; bastón con borlas, y un respetable
par de guantes (o quirotecas) de gamuza pajiza, que no se ponía nunca y que empuñaba
a guisa de cetro.
El alguacil, que seguía
veinte pasos de distancia al señor Corregidor, se llamaba Garduña, y era la propia
estampa de su nombre. Flaco, agilísimo; mirando adelante y atrás y a derecha e izquierda
al propio tiempo que andaba; de largo cuello; de diminuto y repugnante rostro, y
con dos manos como dos manojos de disciplinas, parecía juntamente un hurón en busca
de criminales, la cuerda que había de atarlos, y el instrumento destinado a su castigo.
El primer corregidor
que le echó la vista encima, le dijo sin más informes: “Tú serás mi verdadero alguacil…”.
Y ya lo había sido de cuatro corregidores.
Tenía cuarenta y ocho
años, y llevaba sombrero de tres picos, mucho más pequeño que el de su señor (pues
repetimos que el de este era descomunal), capa negra como las medias y todo el traje,
bastón sin borlas, y una especie de asador por la espalda.
Aquel espantajo negro
parecía la sombra de su vistoso amo.
–IX–
¡Arre, burra!
Por donde quiera que pasaban el personaje
y su apéndice, los labradores dejaban sus faenas y se descubrían hasta los pies,
con más miedo que respeto; después de lo cual decían en voz baja:
–¡Temprano va esta tarde
el señor Corregidor a ver a la señá Frasquita!
–¡Temprano… y solo!
–añadían algunos, acostumbrados a verlo siempre dar aquel paseo en compañía de otras
varias personas.
–Oye, tú, Manuel: ¿por
qué irá solo esta tarde el señor Corregidor a ver a la navarra? –le preguntó una
lugareña a su marido, el cual la llevaba a grupas en la bestia.
Y, al mismo tiempo que
la pregunta, le hizo cosquillas por vía del retintín.
–¡No seas mal pensada,
Josefa! –exclamó el buen hombre–. La señá Frasquita es incapaz…
–No digo lo contrario…
Pero el Corregidor no es por eso incapaz de estar enamorado de ella… Yo he oído
decir que, de todos los que van a las francachelas del molino, el único que lleva
mal fin es ese madrileño tan aficionado a faldas…
–¿Y qué sabes tú si
es o no aficionado a faldas? –preguntó a su vez el marido.
–No lo digo por mí…
¡Ya se hubiera guardado, por más Corregidor que sea de decirme los ojos tienes negros!
La que así hablaba era
fea en grado superlativo.
–Pues mira, hija, ¡allá
ellos! –replicó el llamado Manuel–. Yo no creo al tío Lucas hombre de consentir…
¡Bonito genio tiene el tío Lucas cuando se enfada!…
–Pero, en fin, ¡si ve
que le conviene!… –añadió la tía Josefa, retorciendo el hocico.
–El tío Lucas es hombre
de bien… –repuso el lugareño–; y a un hombre de bien nunca pueden convenirle ciertas
cosas…
–Pues entonces, tienes
razón. ¡Allá ellos! ¡Si yo fuera la señá Frasquita!…
–¡Arre, burra! –gritó
el marido para mudar de conversación.
Y la burra salió al
trote; con lo que no pudo oírse el resto del diálogo.
–X–
Desde la parra
Mientras así discurrían los labriegos
que saludaban al señor Corregidor, la señá Frasquita regaba y barría cuidadosamente
la plazoletilla empedrada que servía de atrio o compás al molino, y colocaba media
docena de sillas debajo de lo más espeso del emparrado, en el cual estaba subido
el tío Lucas, cortando los mejores racimos y arreglándolos artísticamente en una
cesta.
–¡Pues sí, Frasquita!
–decía el tío Lucas desde lo alto de la parra–: el señor Corregidor está enamorado
de ti de muy mala manera…
–Ya te lo dije yo hace
tiempo –contestó la mujer del Norte–… Pero ¡déjalo que pene! ¡Cuidado, Lucas, no
te vayas a caer!
–Descuida: estoy bien
agarrado…; también le gustas mucho al señor…
–¡Mira! ¡No me des más
noticias! –interrumpió ella–. ¡Demasiado sé yo a quién le gusto y a quién no le
gusto! ¡Ojalá supiera del mismo modo por qué no te gusto a ti!
–¡Toma! Porque eres
muy fea… –contestó el tío Lucas.
–Pues, oye…, ¡fea y
todo, soy capaz de subir a la parra y echarte de cabeza al suelo!…
–Más fácil sería que
yo no te dejase bajar de la parra sin comerte viva…
–¡Eso es!… ¡Y cuando
vinieran mis galanes y nos viesen ahí, dirían que éramos un mono y una mona!…
–Y acertarían; porque
tú eres muy mona y muy rebonita, y yo parezco un mono con esta joroba…
–Que a mí me gusta muchísimo…
–Entonces te gustará
más la del Corregidor, que es mayor que la mía…
–¡Vamos! ¡Vamos!, señor
don Lucas… ¡No tenga usted tantos celos!
–¿Celos yo de ese viejo
petate? ¡Al contrario; me alegro muchísimo de que te quiera!…
–¿Por qué?
–Porque en el pecado
lleva la penitencia. ¡Tú no has de quererlo nunca, y yo soy entretanto el verdadero
Corregidor de la ciudad!
–¡Miren el vanidoso!
Pues figúrate que llegase a quererlo… ¡Cosas más raras se ven en el mundo!
–Tampoco me daría gran
cuidado…
–¿Por qué?
–¡Porque entonces tú
no serías ya tú; y, no siendo tú quien eres, o como yo creo que eres, maldito lo
que me importaría que te llevasen los demonios!
–Pues bien; ¿qué harías
en semejante caso?
–¿Yo? ¡Mira lo que no
sé!… Porque, como entonces yo sería otro y no el que soy ahora, no puedo figurarme
lo que pensaría…
–¿Y por qué serías entonces
otro? –insistió valientemente la señá Frasquita, dejando de barrer y poniéndose
en jarras para mirar hacia arriba.
El tío Lucas se rascó
la cabeza, como si escarbara para sacar de ella alguna idea muy profunda, hasta
que al fin dijo con más seriedad y pulidez que de costumbre:
–Sería otro porque yo
soy ahora un hombre que cree en ti como en sí mismo, y que no tiene más vida que
esa fe. De consiguiente, al dejar de creer en ti me moriría o me convertiría en
un nuevo hombre; viviría de otro modo; me parecería que acababa de nacer; tendría
otras entrañas. Ignoro, pues, lo que haría entonces contigo… Puede que me echara
a reír y te volviera la espalda… Puede que ni siquiera te conociese… Puede que…
Pero ¡vaya un gusto que tenemos en ponernos de mal humor sin necesidad! ¿Qué nos
importa a nosotros que te quieran todos los corregidores del mundo? ¿No eres tú
mi Frasquita?
–¡Sí, pedazo de bárbaro!
–contestó la navarra, riendo a más no poder–. Yo soy tu Frasquita, y tú eres mi
Lucas de mi alma, más feo que el bu, con más talento que todos los hombres, más
bueno que el pan, y más querido… ¡Ah, lo que es eso de querido, cuando bajes de
la parra lo verás! ¡Prepárate a llevar más bofetadas y pellizcos que pelos tienes
en la cabeza! Pero, ¡calla! ¿Qué es lo que veo? El señor Corregidor viene por allí
completamente solo… ¡Y tan tempranito!… Ese trae plan… ¡Por lo visto, tú tenías
razón!…
–Pues aguántate, y no
le digas que estoy subido en la parra. ¡Ese viene a declararse a solas contigo,
creyendo pillarme durmiendo la siesta!… Quiero divertirme oyendo su explicación.
Así dijo el tío Lucas,
alargando la cesta a su mujer.
–¡No está mal pensado!
–exclamó ella, lanzando nuevas carcajadas–. ¡El demonio del madrileño! ¿Qué se habrá
creído que es un corregidor para mí? Pero aquí llega… Por cierto que Garduña, que
lo seguía a alguna distancia, se ha sentado en la ramblilla a la sombra… ¡Qué majadería!
Ocúltate tú bien entre los pámpanos, que nos vamos a reír más de lo que te figuras…
Y, dicho esto, la hermosa
navarra rompió a cantar el fandango, que ya le era tan familiar como las canciones
de su tierra.
–XI–
El bombardeo de Pamplona
–Dios te guarde, Frasquita… –dijo el Corregidor
a media voz, apareciendo bajo el emparrado y andando de puntillas.
–¡Tanto bueno, señor
Corregidor! –respondió ella en voz natural, haciéndole mil reverencias–. ¡Usía por
aquí a estas horas! ¡Y con el calor que hace! ¡Vaya, siéntese Su Señoría!… Esto
está fresquito. ¿Cómo no ha aguardado Su Señoría a los demás señores? Aquí tienen
ya preparados sus asientos… Esta tarde esperamos al señor Obispo en persona, que
le ha prometido a mi Lucas venir a probar las primeras uvas de la parra. ¿Y cómo
lo pasa Su Señoría? ¿Cómo está la Señora?
El Corregidor se había
turbado. La ansiada soledad en que encontraba a la señá Frasquita le parecía un
sueño, o un lazo que le tendía la enemiga suerte para hacerle caer en el abismo
de un desengaño.
Limitose, pues, a contestar:
–No es tan temprano
como dices… Serán las tres y media…
El loro dio en aquel
momento un chillido.
–Son las dos y cuarto
–dijo la navarra, mirando de hito en hito al madrileño.
Este calló, como reo
convicto que renuncia a la defensa.
–¿Y Lucas? ¿Duerme?
–preguntó al cabo de un rato.
(Debemos advertir aquí
que el Corregidor, lo mismo que todos los que no tienen dientes, hablaba con una
pronunciación floja y sibilante, como si se estuviese comiendo sus propios labios.)
–¡De seguro! –contestó
la señá Frasquita–. En llegando estas horas se queda dormido donde primero le coge,
aunque sea en el borde de un precipicio…
–Pues, mira… ¡déjalo
dormir!… –exclamó el viejo Corregidor, poniéndose más pálido de lo que ya era–.
Y tú, mi querida Frasquita, escúchame…, oye…, ven acá… ¡Siéntate aquí, a mi lado!…
Tengo muchas cosas que decirte…
–Ya estoy sentada –respondió
la Molinera, agarrando una silla baja y plantándola delante del Corregidor, a cortísima
distancia de la suya.
Sentado que se hubo,
Frasquita echó una pierna sobre la otra, inclinó el cuerpo hacia adelante, apoyó
un codo sobre la rodilla cabalgadora, y la fresca y hermosa cara en una de sus manos;
y así, con la cabeza un poco ladeada, la sonrisa en los labios, los cinco hoyos
en actividad, y las serenas pupilas clavadas en el Corregidor, aguardó la declaración
de Su Señoría. Hubiera podido comparársela con Pamplona esperando un bombardeo.
El pobre hombre fue
a hablar, y se quedó con la boca abierta, embelesado ante aquella grandiosa hermosura,
ante aquella esplendidez de gracias, ante aquella formidable mujer, de alabastrino
color, de lujosas carnes, de limpia y riente boca, de azules e insondables ojos,
que parecía creada por el pincel de Rubens.
–¡Frasquita!… –murmuró
al fin el delegado del Rey, con acento desfallecido, mientras que su marchito rostro,
cubierto de sudor, destacándose sobre su joroba, expresaba una inmensa angustia–.
¡Frasquita!…
–¡Me llamo! –contestó
la hija de los Pirineos–. ¿Y qué?
–Lo que tú quieras…
–repuso el viejo con una ternura sin límites.
–Pues lo que yo quiero…
–dijo la Molinera–, ya lo sabe Usía. Lo que yo quiero es que Usía nombre secretario
del ayuntamiento de la ciudad a un sobrino mío que tengo en Estella…, y que así
podrá venirse de aquellas montañas, donde está pasando muchos apuros…
–Te he dicho, Frasquita,
que eso es imposible. El secretario actual…
–¡Es un ladrón, un borracho
y un bestia!
–Ya lo sé… Pero tiene
buenas aldabas entre los regidores perpetuos, y yo no puedo nombrar otro sin acuerdo
del cabildo. De lo contrario, me expongo…
–¡Me expongo!… ¡Me expongo!…
¿A qué no nos expondríamos por Vuestra Señoría hasta los gatos de esta casa?
–¿Me querrías a ese
precio? –tartamudeó el Corregidor.
–No, señor; que lo quiero
a Usía de balde.
–¡Mujer, no me des tratamiento!
Háblame de usted o como se te antoje… ¿Conque vas a quererme? Di.
–¿No le digo a usted
que lo quiero ya?
–Pero…
–No hay pero que valga.
¡Verá usted qué guapo y qué hombre de bien es mi sobrino!
–¡Tú sí que eres guapa,
Frascuela!…
–¿Le gusto a usted?
–¡Que si me gustas!…
¡No hay mujer como tú!
–Pues mire usted… Aquí
no hay nada postizo… –contestó la señá Frasquita, acabando de arrollar la manga
de su jubón, y mostrando al Corregidor el resto de su brazo, digno de una cariátide
y más blanco que una azucena.
–¡Que si me gustas!…
–prosiguió el Corregidor–. ¡De día, de noche, a todas horas, en todas partes, solo
pienso en ti!…
–¡Pues, qué! ¿No le
gusta a usted la señora Corregidora? –preguntó la señá Frasquita con tan mal fingida
compasión, que hubiera hecho reír a un hipocondríaco–. ¡Qué lástima! Mi Lucas me
ha dicho que tuvo el gusto de verla y de hablarle cuando fue a componerle a usted
el reloj de la alcoba, y que es muy guapa, muy buena y de un trato muy cariñoso.
–¡No tanto! ¡No tanto!
–murmuró el Corregidor con cierta amargura.
–En cambio, otros me
han dicho –prosiguió la Molinera– que tiene muy mal genio, que es muy celosa y que
usted le tiembla más que a una vara verde…
–¡No tanto, mujer!…
–repitió don Eugenio de Zúñiga y Ponce de León, poniéndose colorado–. ¡Ni tanto
ni tan poco! La Señora tiene sus manías, es cierto…; mas de ello a hacerme temblar,
hay mucha diferencia. ¡Yo soy el Corregidor!…
–Pero, en fin, ¿la quiere
usted, o no la quiere?
–Te diré… Yo la quiero
mucho… o, por mejor decir, la quería antes de conocerte. Pero desde que te vi, no
sé lo que me pasa, y ella misma conoce que me pasa algo… Bástete saber que hoy…
tomarle la cara a mi mujer me hace la misma operación que si me la tomara a mí propio…
¡Ya ves, que no puedo quererla más ni sentir menos!… ¡Mientras que por coger esa
mano, ese brazo, esa cara, esa cintura, daría lo que no tengo!
Y, hablando así, el
Corregidor trató de apoderarse del brazo desnudo que la señá Frasquita le estaba
refregando materialmente por los ojos; pero esta, sin descomponerse, extendió la
mano, tocó el pecho de Su Señoría con la pacífica violencia e incontrastable rigidez
de la trompa de un elefante, y lo tiró de espaldas con silla y todo.
–¡Ave María Purísima!
–exclamó entonces la navarra, riéndose a más no poder–. Por lo visto, esa silla
estaba rota…
–¿Qué pasa ahí? –exclamó
en esto el tío Lucas, asomando su feo rostro entre los pámpanos de la parra.
El Corregidor estaba
todavía en el suelo boca arriba, y miraba con un terror indecible a aquel hombre
que aparecía en los aires boca abajo.
Hubiérase dicho que
Su Señoría era el diablo, vencido, no por San Miguel, sino por otro demonio del
Infierno.
–¿Qué ha de pasar? –se
apresuró a responder la señá Frasquita–. ¡Que el señor Corregidor puso la silla
en vago, fue a mecerse, y se ha caído!…
–¡Jesús, María y José!
–exclamó a su vez el Molinero–. ¿Y se ha hecho daño Su Señoría? ¿Quiere un poco
de agua y vinagre?
–¡No me he hecho nada!
–exclamó el Corregidor, levantándose como pudo.
Y luego añadió por lo
bajo, pero de modo que pudiera oírlo la señá Frasquita:
–¡Me la pagaréis!
–Pues, en cambio, Su
Señoría me ha salvado a mí la vida –repuso el tío Lucas sin moverse de lo alto de
la parra–. Figúrate, mujer, que estaba yo aquí sentado contemplando las uvas, cuando
me quedé dormido sobre una red de sarmientos y palos que dejaban claros suficientes
para que pasase mi cuerpo… Por consiguiente, si la caída de Su Señoría no me hubiese
despertado tan a tiempo, esta tarde me habría yo roto la cabeza contra esas piedras.
–Conque sí…, ¿eh?… –replicó
el Corregidor–. Pues, ¡vaya, hombre!, me alegro… ¡Te digo que me alegro mucho de
haberme caído!
–¡Me la pagarás! –agregó
en seguida, dirigiéndose a la Molinera.
Y pronunció estas palabras
con tal expresión de reconcentrada furia, que la señá Frasquita se puso triste.
Veía claramente que
el Corregidor se asustó al principio, creyendo que el Molinero lo había oído todo;
pero que persuadido ya de que no había oído nada (pues la calma y el disimulo del
tío Lucas hubieran engañado al más lince), empezaba a abandonarse a toda su iracundia
y a concebir planes de venganza.
–¡Vamos! ¡Bájate ya
de ahí y ayúdame a limpiar a Su Señoría, que se ha puesto perdido de polvo! –exclamó
entonces la Molinera.
Y mientras el tío Lucas
bajaba, díjole ella al Corregidor, dándole golpes con el delantal en la chupa y
alguno que otro en las orejas:
–El pobre no ha oído
nada… Estaba dormido como un tronco…
Más que estas frases,
la circunstancia de haber sido dichas en voz baja, afectando complicidad y secreto,
produjo un efecto maravilloso.
–¡Pícara! ¡Proterva!
–balbuceó don Eugenio de Zúñiga con la boca hecha un agua, pero gruñendo todavía…
–¿Me guardará Usía rencor?
–replicó la navarra zalameramente.
Viendo el Corregidor
que la severidad le daba buenos resultados, intentó mirar a la señá Frasquita con
mucha rabia; pero se encontró con su tentadora risa y sus divinos ojos, en los cuales
brillaba la caricia de una súplica, y derritiéndosele la gacha en el acto, le dijo
con un acento baboso y silbante, en que se descubría más que nunca la ausencia total
de dientes y muelas:
–¡De ti depende, amor
mío!
En aquel momento se
descolgó de la parra el tío Lucas.
–XII–
Diezmos y primicias
Repuesto el Corregidor en su silla, la
Molinera dirigió una rápida mirada a su esposo y viole, no solo tan sosegado como
siempre, sino reventando de ganas de reír por resultas de aquella ocurrencia; cambió
con él desde lejos un beso tirado, aprovechando el descuido de don Eugenio, y díjole,
en fin, a este con una voz de sirena que le hubiera envidiado Cleopatra:
–¡Ahora va Su Señoría
a probar mis uvas!
Entonces fue de ver
a la hermosa navarra (y así la pintaría yo, si tuviese el pincel de Tiziano), plantada
enfrente del embelesado Corregidor, fresca, magnífica, incitante, con sus nobles
formas, con su angosto vestido, con su elevada estatura, con sus desnudos brazos
levantados sobre la cabeza, y con un transparente racimo en cada mano, diciéndole,
entre una sonrisa irresistible y una mirada suplicante en que titilaba el miedo:
–Todavía no las ha probado
el señor Obispo… Son las primeras que se cogen este año…
Parecía una gigantesca
Pomona, brindando frutos a un dios campestre; a un sátiro, por ejemplo.
En esto apareció al
extremo de la plazoleta empedrada el venerable Obispo de la diócesis, acompañado
del abogado académico y de dos canónigos de avanzada edad, y seguido de su secretario,
de dos familiares y de dos pajes.
Detúvose un rato Su
Ilustrísima a contemplar aquel cuadro tan cómico y tan bello, hasta que, por último,
dijo, con el reposado acento propio de los prelados de entonces:
–El quinto, pagar diezmos
y primicias a la Iglesia de Dios, nos enseña la doctrina cristiana; pero usted,
señor Corregidor, no se contenta con administrar el diezmo, sino que también trata
de comerse las primicias.
–¡El señor Obispo! –exclamaron
los Molineros, dejando al Corregidor y corriendo a besar el anillo al prelado.
–¡Dios se lo pague a
Su Ilustrísima, por venir a honrar esta pobre choza! –dijo el tío Lucas, besando
el primero, y con acento de muy sincera veneración.
–¡Qué señor Obispo tengo
tan hermoso! –exclamó la señá Frasquita, besando después–. ¡Dios lo bendiga y me
lo conserve más años que le conservó el suyo a mi Lucas!
–¡No sé qué falta puedo
hacerte, cuando tú me echas las bendiciones, en vez de pedírmelas! –contestó riéndose
el bondadoso pastor.
Y, extendiendo dos dedos,
bendijo a la señá Frasquita y después a los demás circunstantes.
–¡Aquí tiene Usía Ilustrísima
las primicias! –dijo el Corregidor, tomando un racimo de manos de la Molinera y
presentándoselo cortésmente al Obispo–. Todavía no había yo probado las uvas…
El Corregidor pronunció
estas palabras, dirigiendo de paso una rápida y cínica mirada a la espléndida hermosura
de la Molinera.
–¡Pues no será porque
estén verdes, como las de la fábula! –observó el académico.
–Las de la fábula –expuso
el Obispo– no estaban verdes, señor licenciado; sino fuera del alcance de la zorra.
Ni el uno ni el otro
habían querido acaso aludir al Corregidor; pero ambas frases fueron casualmente
tan adecuadas a lo que acababa de suceder allí, que don Eugenio de Zúñiga se puso
lívido de cólera, y dijo, besando el anillo del prelado:
–¡Eso es llamarme zorro,
Señor Ilustrísimo!
–Tu dixisti! –replicó
este con la afable severidad de un santo, como diz que lo era en efecto–. Excusatio
non petita, accusatio manifesta. Qualis vir, talis oratio. Pero satis jam dictum,
nullus ultra sit sermo. O, lo que es lo mismo, dejémonos de latines, y veamos estas
famosas uvas.
Y picó… una sola vez…
en el racimo que le presentaba el Corregidor.
–¡Están muy buenas!
–exclamó, mirando aquella uva al trasluz y alargándosela en seguida a su secretario–.
¡Lástima que a mí me sienten mal!
El secretario contempló
también la uva; hizo un gesto de cortesana admiración, y la entregó a uno de los
familiares.
El familiar repitió
la acción del Obispo y el gesto del secretario, propasándose hasta oler la uva,
y luego… la colocó en la cesta con escrupuloso cuidado, no sin decir en voz baja
a la concurrencia:
–Su Ilustrísima ayuna…
El tío Lucas, que había
seguido la uva con la vista, la cogió entonces disimuladamente, y se la comió sin
que nadie lo viera.
Después de esto, sentáronse
todos: hablose de la otoñada (que seguía siendo muy seca, no obstante haber pasado
el cordonazo de San Francisco); discurriose algo sobre la probabilidad de una nueva
guerra entre Napoleón y el Austria; insistiose en la creencia de que las tropas
imperiales no invadirían nunca el territorio español; quejose el abogado de lo revuelto
y calamitoso de aquella época, envidiando los tranquilos tiempos de sus padres (como
sus padres habrían envidiado los de sus abuelos); dio las cinco el loro…, y, a una
seña del reverendo Obispo, el menor de los pajes fue al coche episcopal (que se
había quedado en la misma ramblilla que el alguacil), y volvió con una magnífica
torta sobada, de pan de aceite, polvoreada de sal, que apenas haría una hora había
salido del horno: colocose una mesilla en medio del concurso; descuartizose la torta;
se dio su parte correspondiente, sin embargo de que se resistieron mucho, al tío
Lucas y a la señá Frasquita…, y una igualdad verdaderamente democrática reinó durante
media hora bajo aquellos pámpanos que filtraban los últimos resplandores del sol
poniente…
–XIII–
Le dijo el grajo al cuervo
Hora y media después todos los ilustres
compañeros de merienda estaban de vuelta en la ciudad.
El señor Obispo y su
familia habían llegado con bastante anticipación, gracias al coche, y hallábanse
ya en palacio, donde los dejaremos rezando sus devociones.
El insigne abogado (que
era muy seco) y los dos canónigos (a cual más grueso y respetable) acompañaron al
Corregidor hasta la puerta del Ayuntamiento (donde Su Señoría dijo tener que trabajar),
y tomaron luego el camino de sus respectivas casas, guiándose por las estrellas
como los navegantes, o sorteando a tientas las esquinas, como los ciegos; pues ya
había cerrado la noche, aún no había salido la luna, y el alumbrado público (lo
mismo que las demás luces de este siglo) todavía estaba allí en la mente divina.
En cambio, no era raro
ver discurrir por algunas calles tal o cual linterna o farolillo con que respetuoso
servidor alumbraba a sus magníficos amos, quienes se dirigían a la habitual tertulia
o de visita a casa de sus parientes…
Cerca de casi todas
las rejas bajas se veía (o se olfateaba, por mejor decir), un silencioso bulto negro.
Eran galanes que, al sentir pasos, habían dejado por un momento de pelar la pava…
–¡Somos unos calaveras!
–iban diciendo el abogado y los dos canónigos–. ¿Qué pensarán en nuestras casas
al vernos llegar a estas horas?
–Pues ¿qué dirán los
que nos encuentren en la calle, de este modo, a las siete y pico de la noche, como
unos bandoleros amparados de las tinieblas?
–Hay que mejorar de
conducta…
–¡Ah! Sí… ¡Pero ese
dichoso molino!…
–Mi mujer lo tiene sentado
en la boca del estómago… –dijo el académico, con un tono en que se traslucía mucho
miedo a la próxima pelotera conyugal.
–Pues ¿y mi sobrina?
–exclamó uno de los canónigos, que por cierto era penitenciario–. Mi sobrina dice
que los sacerdotes no deben visitar comadres…
–Y, sin embargo –interrumpió
su compañero, que era magistral–, lo que allí pasa no puede ser más inocente…
–¡Toma! ¡Como que va
el mismísimo Obispo!
–Y luego, señores, ¡a
nuestra edad!… –repuso el penitenciario–. Yo he cumplido ayer los setenta y cinco.
–¡Es claro! –replicó
el magistral–. Pero hablemos de otra cosa: ¡qué guapa estaba esta tarde la señá
Frasquita!
–¡Oh, lo que es eso…;
como guapa, es guapa! –dijo el abogado, afectando imparcialidad.
–Muy guapa… –replicó
el penitenciario dentro del embozo.
–Y si no –añadió el
predicador de Oficio–, que se lo pregunten al Corregidor.
–¡El pobre hombre está
enamorado de ella!…
–¡Ya lo creo! –exclamó
el confesor de la catedral.
–¡De seguro! –agregó
el académico correspondiente–. Conque, señores, yo tomo por aquí para llegar antes
a casa… ¡Muy buenas noches!
–Buenas noches… –le
contestaron los capitulares.
Y anduvieron algunos
pasos en silencio.
–¡También le gusta a
ese la Molinera! –murmuró entonces el magistral, dándole con el codo al penitenciario.
–¡Como si lo viera!
–respondió este, parándose a la puerta de su casa–. ¡Y qué bruto es! Conque, hasta
mañana, compañero. Que le sienten a usted muy bien las uvas.
–Hasta mañana, si Dios
quiere… Que pase usted muy buena noche.
–¡Buenas noches nos
dé Dios! –rezó el penitenciario, ya desde el portal, que por más señas tenía farol
y Virgen.
Y llamó a la aldaba.
Una vez solo en la calle,
el otro canónigo (que era más ancho que alto, y que parecía que rodaba al andar)
siguió avanzando lentamente hacia su casa; pero, antes de llegar a ella, cometió
contra una pared cierta falta que en el porvenir había de ser objeto de un bando
de policía, y dijo al mismo tiempo, pensando sin duda en su cofrade de coro:
–¡También te gusta a
ti la señá Frasquita!… ¡Y la verdad es –añadió al cabo de un momento– que, como
guapa, es guapa!
–XIV–
Los consejos de Garduña
Entretanto, el Corregidor había subido
al Ayuntamiento, acompañado de Garduña, con quien mantenía hacía rato, en el salón
de sesiones, una conversación más familiar de lo correspondiente a persona de su
calidad y oficio.
–¡Crea Usía a un perro
perdiguero que conoce la caza! –decía el innoble alguacil–. La señá Frasquita está
perdidamente enamorada de Usía, y todo lo que Usía acaba de contarme contribuye
a hacérmelo ver más claro que esa luz…
Y señalaba un velón
de Lucena, que apenas si esclarecía la octava parte del salón.
–¡No estoy yo tan seguro
como tú, Garduña! –contestó don Eugenio, suspirando lánguidamente.
–¡Pues no sé por qué!
Y, si no, hablemos con franqueza. Usía (dicho sea con perdón) tiene una tacha en
su cuerpo… ¿No es verdad?
–¡Bien, sí! –repuso
el Corregidor–. Pero esa tacha la tiene también el tío Lucas. ¡Él es más jorobado
que yo!
–¡Mucho más! ¡Muchísimo
más!, ¡sin comparación de ninguna especie! Pero en cambio (y es a lo que iba), Usía
tiene una cara de muy buen ver…, lo que se dice una bella cara…, mientras que el
tío Lucas se parece al sargento Utrera, que reventó de feo.
El Corregidor sonrió
con cierta ufanía.
–Además –prosiguió el
alguacil–, la seña Frasquita es capaz de tirarse por una ventana con tal de agarrar
el nombramiento de su sobrino…
–¡Hasta ahí estamos
de acuerdo! ¡Ese nombramiento es mi única esperanza!
–¡Pues manos a la obra,
señor! Ya le he explicado a Usía mi plan… ¡No hay más que ponerlo en ejecución esta
misma noche!
–¡Te he dicho que no
necesito consejos! –gritó don Eugenio, acordándose de pronto de que hablaba con
un inferior.
–Creí que Usía me los
había pedido –balbuceó Garduña.
–¡No me repliques!
Garduña saludó.
–¿Conque decías –prosiguió
el de Zúñiga, volviendo a amansarse–, que esta misma noche puede arreglarse todo
eso? Pues ¡mira, hijo!, me parece muy bien. ¡Qué diablos! ¡Así saldré pronto de
esta cruel incertidumbre!
Garduña guardó silencio.
El Corregidor se dirigió
al bufete y escribió algunas líneas en un pliego de papel sellado, que selló también
por su parte, guardándoselo luego en la faltriquera.
–¡Ya está hecho el nombramiento
del sobrino! –dijo entonces tomando un polvo de rapé–. ¡Mañana me las compondré
yo con los regidores…, y, o lo ratifican con un acuerdo, o habrá la de San Quintín!
¿No te parece que hago bien?
–¡Eso!, ¡eso! –exclamó
Garduña entusiasmado, metiendo la zarpa en la caja del Corregidor y arrebatándole
un polvo–. ¡Eso!, ¡eso! El antecesor de Usía no se paraba tampoco en barras. Cierta
vez…
–¡Déjate de bachillerías!
–repuso el Corregidor, sacudiéndole una guantada en la ratera mano–. Mi antecesor
era una bestia, cuando te tuvo de alguacil. Pero vamos a lo que importa. Acabas
de decirme que el molino del tío Lucas pertenece al término del lugarcillo inmediato,
y no al de esta población… ¿Estás seguro de ello?
–¡Segurísimo! La jurisdicción
de la ciudad acaba en la ramblilla donde yo me senté esta tarde a esperar que Vuestra
Señoría… ¡Voto a Lucifer! ¡Si yo hubiera estado en su caso!
–¡Basta! –gritó don
Eugenio–. ¡Eres un insolente!
Y, cogiendo media cuartilla
de papel, escribió una esquela, cerrola, doblándole un pico, y se la entregó a Garduña.
–Ahí tienes –le dijo
al mismo tiempo– la carta que me has pedido para el alcalde del lugar. Tú le explicarás
de palabra todo lo que tiene que hacer. ¡Ya ves que sigo tu plan al pie de la letra!
¡Desgraciado de ti si me metes en un callejón sin salida!
–¡No hay cuidado! –contestó
Garduña–. El señor Juan López tiene mucho que temer, y en cuanto vea la firma de
Usía, hará todo lo que yo le mande. ¡Lo menos le debe mil fanegas de grano al Pósito
Real, y otro tanto al Pósito Pío!… Esto último contra toda ley, pues no es ninguna
viuda ni ningún labrador pobre para recibir el trigo sin abonar creces ni recargo,
sino un jugador, un borracho y un sinvergüenza muy amigo de faldas, que trae escandalizado
al pueblecillo… ¡Y aquel hombre ejerce autoridad!… ¡Así anda el mundo!
–¡Te he dicho que calles!
¡Me estás distrayendo! –bramó el Corregidor–. Conque vamos al asunto –añadió luego
mudando de tono–. Son las siete y cuarto… Lo primero que tienes que hacer es ir
a casa y advertirle a la Señora que no me espere a cenar ni a dormir. Dile que esta
noche me estaré trabajando aquí hasta la hora de la queda, y que después saldré
de ronda secreta contigo, a ver si atrapamos a ciertos malhechores… En fin, engáñala
bien para que se acueste descuidada. De camino, dile a otro alguacil que me traiga
la cena… ¡Yo no me atrevo a aparecer esta noche delante de la Señora, pues me conoce
tanto, que es capaz de leer en mis pensamientos! Encárgale a la cocinera que ponga
unos pestiños de los que se hicieron hoy, y dile a Juanete que, sin que lo vea nadie,
me alargue de la taberna medio cuartillo de vino blanco. En seguida te marchas al
lugar, donde puedes hallarte muy bien a las ocho y media.
–¡A las ocho en punto
estoy allí! –exclamó Garduña.
–¡No me contradigas!
–rugió el Corregidor acordándose otra vez de que lo era.
Garduña saludó.
–Hemos dicho– continuó
aquel humanizándose de nuevo– que a las ocho en punto estás en el lugar. Del lugar
al molino habrá… Yo creo que media legua…
–Corta.
–¡No me interrumpas!
El alguacil volvió a
saludar.
–Corta… –prosiguió el
Corregidor–. Por consiguiente, a las diez… ¿Crees tú que a las diez?
–¡Antes de las diez!
¡A las nueve y media puede Usía llamar descuidado a la puerta del molino!
–¡Hombre! ¡No me digas
a mí lo que tengo que hacer!… Por supuesto que tú estarás…
–Yo estaré en todas
partes… Pero mi cuartel general será la ramblilla. ¡Ah, se me olvidaba!… Vaya Usía
a pie, y no lleve linterna…
–¡Maldita la falta que
me hacían tampoco esos consejos! ¿Si creerás tú que es la primera vez que salgo
a campaña?
–Perdone Usía… ¡Ah!
Otra cosa. No llame Usía a la puerta grande que da a la plazoleta del emparrado,
sino a la puertecilla que hay encima del caz…
–¿Encima del caz hay
otra puerta? ¡Mira tú una cosa que nunca se me hubiera ocurrido!
–Sí, señor; la puertecilla
del caz da al mismísimo dormitorio de los Molineros…, y el tío Lucas no entra ni
sale nunca por ella. De forma que, aunque volviese pronto…
–Comprendo, comprendo…
¡No me aturdas más los oídos!
–Por último: procure
Usía escurrir el bulto antes del amanecer. Ahora amanece a las seis…
–¡Mira otro consejo
inútil! A las cinco estaré de vuelta en mi casa… Pero bastante hemos hablado ya…
¡Quítate de mi presencia!
–Pues entonces, señor…,
¡buena suerte! –exclamó el alguacil, alargando lateralmente la mano al Corregidor
y mirando al techo al mismo tiempo.
El Corregidor puso en
aquella mano una peseta, y Garduña desapareció como por ensalmo.
–¡Por vida de!… –murmuró
el viejo al cabo de un instante–. ¡Se me ha olvidado decirle a ese bachillero que
me trajesen también una baraja! ¡Con ella me hubiera entretenido hasta las nueve
y media, viendo si me salía aquel solitario!…
–XV–
Despedida en prosa
Serían las nueve de aquella misma noche,
cuando el tío Lucas y la señá Frasquita, terminadas todas las haciendas del molino
y de la casa, se cenaron una fuente de ensalada de escarola, una libreja de carne
guisada con tomate, y algunas uvas de las que quedaban en la consabida cesta; todo
ello rociado con un poco de vino y con grandes risotadas a costa del Corregidor:
después de lo cual miráronse afablemente los dos esposos, como muy contentos de
Dios y de sí mismos, y se dijeron, entre un par de bostezos que revelaban toda la
paz y tranquilidad de sus corazones:
–Pues, señor, vamos
a acostarnos, y mañana será otro día.
En aquel momento sonaron
dos fuertes golpes aplicados a la puerta grande del molino.
El marido y la mujer
se miraron sobresaltados.
Era la primera vez que
oían llamar a su puerta a semejante hora.
–Voy a ver… –dijo la
intrépida navarra, encaminándose hacia la plazoletilla.
–¡Quita! ¡Eso me toca
a mí! –exclamó el tío Lucas con tal dignidad que la señá Frasquita le cedió el paso–.
¡Te he dicho que no salgas! –añadió luego con dureza, viendo que la obstinada Molinera
quería seguirle.
Esta obedeció, y se
quedó dentro de la casa.
–¿Quién es? –preguntó
el tío Lucas desde el medio de la plazoleta.
–¡La justicia! –contestó
una voz al otro lado del portón.
–¿Qué justicia?
–La del lugar. ¡Abra
usted al señor alcalde!
El tío Lucas había aplicado
entretanto un ojo a cierta mirilla muy disimulada que tenía el portón, y reconocido
a la luz de la luna al rústico alguacil del lugar inmediato.
–¡Dirás que le abra
al borrachón del alguacil! –repuso el Molinero, retirando la tranca.
–¡Es lo mismo… –contestó
el de afuera–; pues que traigo una orden escrita de su Merced! Tenga usted muy buenas
noches, tío Lucas… –agregó luego entrando, y con voz menos oficial, más baja y más
gorda, como si ya fuera otro hombre.
–¡Dios te guarde, Toñuelo!
–respondió el murciano–. Veamos qué orden es esa… ¡Y bien podía el señor Juan López
escoger otra hora más oportuna de dirigirse a los hombres de bien! Por supuesto,
que la culpa será tuya. ¡Como si lo viera, te has estado emborrachando en las huertas
del camino! ¿Quieres un trago?
–No, señor; no hay tiempo
para nada. Tiene usted que seguirme inmediatamente. Lea usted la orden.
–¿Cómo seguirte? –exclamó
el tío Lucas, penetrando en el molino, después de tomar el papel–. ¡A ver, Frasquita,
alumbra!
La señá Frasquita soltó
una cosa que tenía en la mano, y descolgó el candil.
El tío Lucas miró rápidamente
al objeto que había soltado su mujer, y reconoció su bocacha, o sea, un enorme trabuco
que calzaba balas de a media libra.
El Molinero dirigió
entonces a la navarra una mirada llena de gratitud y ternura, y le dijo, tomándole
la cara:
–¡Cuánto vales!
La señá Frasquita, pálida
y serena como una estatua de mármol, levantó el candil, cogido con dos dedos, sin
que el más leve temblor agitase su pulso, y contestó secamente:
–¡Vaya, lee!
La orden decía:
Para el mejor servicio de S. M. el Rey Nuestro Señor (Q. D. G.), prevengo
a Lucas Fernández, molinero de estos vecinos, que tan luego como reciba la presente
orden, comparezca ante mi autoridad sin excusa ni pretexto alguno; advirtiéndole
que, por ser asunto reservado, no lo pondrá en conocimiento de nadie: todo ello
bajo las penas correspondientes, caso de desobediencia. El Alcalde,
JUAN LÓPEZ
Y había una cruz en
vez de rúbrica.
–Oye, tú: ¿y qué es
esto? –le preguntó el tío Lucas al alguacil–. ¿A qué viene esta orden?
–No lo sé… –contestó
el rústico; hombre de unos treinta años, cuyo rostro esquinado y avieso, propio
de ladrón o de asesino, daba muy triste idea de su sinceridad–. Creo que se trata
de averiguar algo de brujería, o de moneda falsa… Pero la cosa no va con usted…
Lo llaman como testigo o como perito. En fin, yo no me he enterado bien del particular…
El señor Juan López se lo explicará a usted con más pelos y señales.
–¡Corriente! –exclamó
el Molinero–. Dile que iré mañana.
–¡Ca, no, señor!… Tiene
usted que venir ahora mismo, sin perder un minuto. Es la orden que me ha dado el
señor alcalde.
Hubo un instante de
silencio.
Los ojos de la señá
Frasquita echaban llamas.
El tío Lucas no separaba
los suyos del suelo, como si buscara alguna cosa.
–Me concederás cuando
menos –exclamó, al fin, levantando la cabeza– el tiempo preciso para ir a la cuadra
y aparejar una burra…
–¡Qué burra ni qué demontre!
–replicó el alguacil–. ¡Cualquiera se anda a pie media legua! La noche está muy
hermosa, y hace luna…
–Ya he visto que ha
salido… Pero yo tengo los pies muy hinchados…
–Pues entonces no perdamos
tiempo. Yo le ayudaré a usted a aparejar la bestia.
–¡Hola! ¡Hola! ¿Temes
que me escape?
–Yo no temo nada, tío
Lucas –respondió Toñuelo con la frialdad de un desalmado–. Yo soy la justicia.
Y, hablando así, descansó
armas; con lo que dejó ver el retaco que llevaba debajo del capote.
–Pues mira, Toñuelo…
–dijo la Molinera–. Ya que vas a la cuadra… a ejercer tu verdadero oficio…, hazme
el favor de aparejar también la otra burra.
–¿Para qué? –interrogó
el Molinero.
–¡Para mí! Yo voy con
vosotros.
–¡No puede ser, señá
Frasquita! –objetó el alguacil–. Tengo orden de llevarme a su marido de usted nada
más, y de impedir que usted lo siga. En ello me van “el destino y el pescuezo”.
Así me lo advirtió el señor Juan López. Conque… vamos, tío Lucas.
Y se dirigió hacia la
puerta.
–¡Cosa más rara! –dijo
a media voz el murciano sin moverse.
–¡Muy rara! –contestó
la señá Frasquita.
–Esto es algo… que yo
me sé… –continuó murmurando el tío Lucas de modo que no pudiese oírlo Toñuelo.
–¿Quieres que vaya yo
a la ciudad –cuchicheó la navarra– y le dé aviso al Corregidor de lo que nos sucede?…
–¡No! –respondió en
alta voz el tío Lucas–. ¡Eso no!
–¿Pues qué quieres que
haga? –dijo la Molinera con gran ímpetu.
–Que me mires… –respondió
el antiguo soldado.
Los dos esposos se miraron
en silencio, y quedaron tan satisfechos ambos de la tranquilidad, la resolución
y la energía que se comunicaron sus almas, que acabaron por encogerse de hombros
y reírse.
Después de esto, el
tío Lucas encendió otro candil y se dirigió a la cuadra, diciendo al paso a Toñuelo
con socarronería:
–¡Vaya, hombre! ¡Ven
y ayúdame… supuesto que eres tan amable!
Toñuelo lo siguió, canturriando
una copla entre dientes.
Pocos minutos después
el tío Lucas salía del molino, caballero en una hermosa jumenta y seguido del alguacil.
La despedida de los
esposos se había reducido a lo siguiente:
–Cierra bien… –dijo
el tío Lucas.
–Embózate, que hace
fresco… –dijo la señá Frasquita, cerrando con llave, tranca y cerrojo.
Y no hubo más adiós,
ni más beso, ni más abrazo, ni más mirada.
¿Para qué?
–XVI–
Un ave de mal agüero
Sigamos por nuestra parte al tío Lucas.
Ya habían andado un
cuarto de legua sin hablar palabra, el Molinero subido en la borrica y el alguacil
arreándola con su bastón de autoridad, cuando divisaron delante de sí, en lo alto
de un repecho que hacía el camino, la sombra de un enorme pajarraco que se dirigía
hacia ellos.
Aquella sombra se destacó
enérgicamente sobre el cielo, esclarecido por la luna, dibujándose en él con tanta
precisión que el Molinero exclamó en el acto:
–Toñuelo, ¡aquel es
Garduña con su sombrero de tres picos y sus patas de alambre!
Mas antes de que contestara
el interpelado, la sombra, deseosa sin duda de eludir aquel encuentro, había dejado
el camino y echado a correr a campo traviesa con la velocidad de una verdadera garduña.
–No veo a nadie… –respondió
entonces Toñuelo con la mayor naturalidad.
–Ni yo tampoco –replicó
el tío Lucas, comiéndose la partida.
Y la sospecha que ya
se le ocurrió en el molino principió a adquirir cuerpo y consistencia en el espíritu
receloso del jorobado.
–Este viaje mío –díjose
interiormente– es una estratagema amorosa del Corregidor. La declaración que le
oí esta tarde desde lo alto del emparrado me demuestra que el vejete madrileño no
puede esperar más. Indudablemente, esta noche va a volver de visita al molino, y
por eso ha principiado quitándome de en medio… Pero ¿qué importa? ¡Frasquita es
Frasquita, y no abrirá la puerta aunque le peguen fuego a la casa!… Digo más: aunque
la abriese; aunque el Corregidor lograse, por medio de cualquier ardid, sorprender
a mi excelente navarra, el pícaro viejo saldría con las manos en la cabeza. ¡Frasquita
es Frasquita! Sin embargo –añadió al cabo de un momento–, ¡bueno será volverme esta
noche a casa lo más temprano que pueda!
Llegaron con esto al
lugar el tío Lucas y el alguacil, dirigiéndose a casa del señor alcalde.
–XVII–
Un alcalde de monterilla
El señor Juan López, que como particular
y como alcalde era la tiranía, la ferocidad y el orgullo personificados (cuando
trataba con sus inferiores), dignábase, sin embargo, a aquellas horas, después de
despachar los asuntos oficiales y los de su labranza y de pegarle a su mujer su
cotidiana paliza, beberse un cántaro de vino en compañía del secretario y del sacristán,
operación que iba más de mediada aquella noche cuando el Molinero compareció en
su presencia.
–¡Hola, tío Lucas! –le
dijo, rascándose la cabeza para excitar en ella la vena de los embustes–. ¿Cómo
va de salud? ¡A ver, secretario: échele usted un vaso de vino al tío Lucas! ¿Y la
señá Frasquita? ¿Se conserva tan guapa? ¡Ya hace mucho tiempo que no la he visto!
Pero, hombre, ¡qué bien sale ahora la molienda! ¡El pan de centeno parece de trigo
candeal! Conque…, vaya… Siéntese usted, y descanse, que, gracias a Dios, no tenemos
prisa.
–¡Por mi parte, maldita
aquella! –contestó el tío Lucas, que hasta entonces no había despegado los labios,
pero cuyas sospechas eran cada vez mayores al ver el amistoso recibimiento que se
le hacía, después de una orden tan terrible y apremiante.
–Pues entonces, tío
Lucas –continuó el alcalde–, supuesto que no tiene usted gran prisa, dormirá usted
acá esta noche, y mañana temprano despacharemos nuestro asuntillo…
–Me parece bien… –respondió
el tío Lucas con una ironía y un disimulo que nada tenían que envidiar a la diplomacia
del señor Juan López–. Supuesto que la cosa no es urgente… pasaré la noche fuera
de mi casa.
–Ni urgente ni de peligro
para usted –añadió el alcalde, engañado por aquel a quien creía engañar–. Puede
usted estar completamente tranquilo. Oye tú, Toñuelo… Alarga esa media fanega para
que se siente el tío Lucas.
–Entonces… ¡venga otro
trago! –exclamó el Molinero, sentándose.
–¡Venga de ahí! –repuso
el alcalde, alargándole el vaso lleno.
–Está en buena mano…
Médielo usted.
–¡Pues por su salud!
–dijo el señor Juan López, bebiéndose la mitad del vino.
–Por la de usted…, señor
alcalde –replicó el tío Lucas, apurando la otra mitad.
–¡A ver, Manuela! –gritó
entonces el alcalde de monterilla–. Dile a tu ama que el tío Lucas se queda a dormir
aquí. Que le ponga una cabecera en el granero.
–¡Ca! No… ¡De ningún
modo! Yo duermo en el pajar como un rey.
–Mire usted que tenemos
cabeceras…
–¡Ya lo creo! Pero ¿a
qué quiere usted incomodar a la familia? Yo traigo mi capote…
–Pues, señor, como usted
guste. ¡Manuela!, dile a tu ama que no la ponga…
–Lo que sí va usted
a permitirme –continuó el tío Lucas, bostezando de un modo atroz– es que me acueste
en seguida. Anoche he tenido mucha molienda, y no he pegado todavía los ojos…
–¡Concedido! –respondió
majestuosamente el alcalde–. Puede usted recogerse cuando quiera.
–Creo que también es
hora de que nos recojamos nosotros –dijo el sacristán, asomándose al cántaro de
vino para graduar lo que quedaba–. Ya deben ser las diez… o poco menos.
–Las diez menos cuartillo…
–notificó el secretario, después de repartir en los vasos el resto del vino correspondiente
a aquella noche.
–¡Pues a dormir, caballeros!
–exclamó el anfitrión, apurando su parte.
–Hasta mañana, señores
–añadió el Molinero, bebiéndose la suya.
–Espere usted que le
alumbren… ¡Toñuelo! Lleva al tío Lucas al pajar.
–¡Por aquí, tío Lucas!…
–dijo Toñuelo, llevándose también el cántaro, por si le quedaban algunas gotas.
–Hasta mañana, si Dios
quiere –agregó el sacristán, después de escurrir todos los vasos.
Y se marchó, tambaleándose
y cantando alegremente el De profundis.
–Pues, señor –díjole
el alcalde al secretario cuando se quedaron solos–. El tío Lucas no ha sospechado
nada. Nos podemos acostar descansadamente, y… ¡buena pro le haga al Corregidor!
–XVIII–
Donde se verá que el tío Lucas tenía el
sueño muy ligero
Cinco minutos después un hombre se descolgaba
por la ventana del pajar del señor alcalde; ventana que daba a un corralón y que
no distaría cuatro varas del suelo.
En el corralón había
un cobertizo sobre una gran pesebrera, a la cual hallábanse atadas seis u ocho caballerías
de diversa alcurnia bien que todas ellas del sexo débil. Los caballos, mulos y burros
del sexo fuerte formaban rancho aparte en otro local contiguo.
El hombre desató una
borrica, que por cierto estaba aparejada, y se encaminó llevándola del diestro,
hacia la puerta del corral; retiró la tranca y desechó el cerrojo que la aseguraban:
abriola con mucho tiento, y se encontró en medio del campo.
Una vez allí, montó
en la borrica, metiole los talones, y salió como una flecha con dirección a la ciudad;
mas no por el carril ordinario, sino atravesando siembras y cañadas como quien se
precave contra algún mal encuentro.
Era el tío Lucas, que se dirigía a su
molino.
–XIX–
Voces clamantes in deserto
–¡Alcaldes a mí, que soy de Archena! –iba
diciendo el murciano–. ¡Mañana por la mañana pasaré a ver al señor Obispo, como
medida preventiva, y le contaré todo lo que me ha ocurrido esta noche! ¡Llamarme
con tanta prisa y reserva, y a hora tan desusada; decirme que venga solo; hablarme
del servicio del Rey, y de moneda falsa, y de brujas, y de duendes, para echarme
luego dos vasos de vino y mandarme a dormir!… ¡La cosa no puede ser más clara! Garduña
trajo al lugar esas instrucciones de parte del Corregidor, y esta es la hora en
que el Corregidor estará ya en campaña contra mi mujer… ¡Quién sabe si me lo encontraré
llamando a la puerta del molino! ¡Quién sabe si me lo encontraré ya dentro!… ¡Quién
sabe…! Pero ¿qué voy a decir? ¡Dudar de mi navarra!… ¡Oh, esto es ofender a Dios!
¡Imposible que ella…! ¡Imposible que mi Frasquita…! ¡Imposible!… Mas ¿qué estoy
diciendo? ¿Acaso hay algo imposible en el mundo? ¿No se casó conmigo, siendo ella
tan hermosa y yo tan feo?
Y al hacer esta última
reflexión, el pobre jorobado se echó a llorar…
Entonces paró la burra
para serenarse; se enjugó las lágrimas; suspiró hondamente; sacó los avíos de fumar;
picó y lió un cigarro de tabaco negro; empuñó luego pedernal, yesca y eslabón, y
al cabo de algunos golpes consiguió encender candela.
En aquel mismo momento
sintió rumor de pasos hacia el camino, que distaría de allí unas trescientas varas.
–¡Qué imprudente soy!
–dijo–. ¡Si me andará buscando ya la justicia, y yo me habré vendido al echar estas
yescas!
Escondió, pues, la lumbre,
y se apeó, ocultándose detrás de la borrica.
Pero la borrica entendió
las cosas de diferente modo, y lanzó un rebuzno de satisfacción.
–¡Maldita seas! –exclamó
el tío Lucas, tratando de cerrarle la boca con las manos.
Al propio tiempo resonó
otro rebuzno en el camino, por vía de galante respuesta.
–¡Estamos aviados! –prosiguió
pensando el Molinero–. ¡Bien dice el refrán: el mayor mal de los males es tratar
con animales!
Y, así discurriendo,
volvió a montar, arreó la bestia, y salió disparado en dirección contraria al sitio
en que había sonado el segundo rebuzno.
Y lo más particular
fue que la persona que iba en el jumento interlocutor, debió de asustarse del tío
Lucas tanto como el tío Lucas se había asustado de ella. Lo digo, porque apartose
también del camino recelando sin duda que fuese un alguacil o un malhechor pagado
por don Eugenio, y salió a escape por los sembrados de la otra banda.
El murciano, entretanto,
continuó cavilando de este modo:
–¡Qué noche! ¡Qué mundo!
¡Qué vida la mía desde hace una hora! ¡Alguaciles metidos a alcahuetes; alcaldes
que conspiran contra mi honra; burros que rebuznan cuando no es menester; y aquí
en mi pecho, un miserable corazón que se ha atrevido a dudar de la mujer más noble
que Dios ha criado! ¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¡Haz que llegue pronto a mi casa y
que encuentre allí a mi Frasquita!
Siguió caminando el
tío Lucas, atravesando siembras y matorrales, hasta que al fin, a eso de las once
de la noche, llegó sin novedad a la puerta grande del molino…
¡Condenación! ¡La puerta
del molino estaba abierta!
–XX–
La duda y la realidad
Estaba abierta… ¡y él, al marcharse, había
oído a su mujer cerrarla con llave, tranca y cerrojo!
Por consiguiente, nadie
más que su propia mujer había podido abrirla.
Pero ¿cómo? ¿Cuándo?
¿Por qué? ¿De resultas de un engaño? ¿A consecuencia de una orden? ¿O bien deliberada
y voluntariamente, en virtud de previo acuerdo con el Corregidor?
¿Qué iba a ver? ¿Qué
iba a saber? ¿Qué le aguardaba dentro de su casa? ¿Se había fugado la señá Frasquita?
¿Se la habrían robado? ¿Estaría muerta? ¿O estaría en brazos de su rival?
–El Corregidor contaba
con que yo no podría venir en toda la noche… –se dijo lúgubremente el tío Lucas–.
El alcalde del lugar tendría orden hasta de encadenarme, antes que permitirme volver…
¿Sabía todo esto Frasquita? ¿Estaba en el complot? ¿O ha sido víctima de un engaño,
de una violencia, de una infamia?
No empleó más tiempo
el sin ventura en hacer todas estas crueles reflexiones que el que tardó en atravesar
la plazoletilla del emparrado.
También estaba abierta
la puerta de la casa, cuyo primer aposento (como en todas las viviendas rústicas)
era la cocina…
Dentro de la cocina
no había nadie.
Sin embargo, una enorme
fogata ardía en la chimenea… ¡chimenea que él dejó apagada, y que no se encendía
nunca hasta muy entrado el mes de diciembre!
Por último, de uno de
los ganchos de la espetera pendía un candil encendido…
¿Qué significaba todo
aquello? ¿Y cómo se compadecía semejante aparato de vigilia y de sociedad con el
silencio de muerte que reinaba en la casa?
¿Qué había sido de su
mujer?
Entonces, y solo entonces,
reparó el tío Lucas en unas ropas que había colgadas en los espaldares de dos o
tres sillas puestas alrededor de la chimenea…
Fijó la vista en aquellas
ropas, y lanzó un rugido intenso, que se le quedó atravesado en la garganta, convertido
en sollozo mudo y sofocante.
Creyó el infortunado
que se ahogaba, y se llevó las manos al cuello, mientras que, lívido, convulso,
con los ojos desencajados, contemplaba aquella vestimenta, poseído de tanto horror
como el reo en capilla a quien le presentan la hopa.
Porque lo que allí veía
era la capa de grana, el sombrero de tres picos, la casaca y la chupa de color de
tórtola, el calzón de seda negra, las medias blancas, los zapatos con hebilla y
hasta el bastón, el espadín y los guantes del execrable Corregidor… ¡Lo que allí
veía era la ropa de su ignominia, la mortaja de su honra, el sudario de su ventura!
El terrible trabuco
seguía en el mismo rincón en que dos horas antes lo dejó la navarra…
El tío Lucas dio un
salto de tigre y se apoderó de él. Sondeó el cañón con la baqueta, y vio que estaba
cargado. Miró la piedra, y halló que estaba en su lugar.
Volviose entonces hacia
la escalera que conducía a la cámara en que había dormido tantos años con la señá
Frasquita, y murmuró sordamente:
–¡Allí están!
Avanzó, pues, un paso
en aquella dirección; pero en seguida se detuvo para mirar en torno de sí y ver
si alguien lo estaba observando…
–¡Nadie! –dijo mentalmente–.
¡Solo Dios…, y Ese… ha querido esto!
Confirmada así la sentencia,
fue a dar otro paso, cuando su errante mirada distinguió un pliego que había sobre
la mesa…
Verlo, y haber caído
sobre él, y tenerlo entre sus garras, fue todo cosa de un segundo.
¡Aquel papel era el
nombramiento del sobrino de la señá Frasquita, firmado por don Eugenio de Zúñiga
y Ponce de León!
–¡Este ha sido el precio
de la venta! –pensó el tío Lucas, metiéndose el papel en la boca para sofocar sus
gritos y dar alimento a su rabia–. ¡Siempre recelé que quisiera a su familia más
que a mí! ¡Ah! ¡No hemos tenido hijos!… ¡He aquí la causa de todo!
Y el infortunado estuvo
a punto de volver a llorar.
Pero luego se enfureció
nuevamente, y dijo con un ademán terrible, ya que no con la voz:
–¡Arriba! ¡Arriba!
Y empezó a subir la
escalera, andando a gatas con una mano, llevando el trabuco en la otra, y con el
papel infame entre los dientes.
En corroboración de
sus lógicas sospechas, al llegar a la puerta del dormitorio (que estaba cerrada)
vio que salían algunos rayos de luz por las junturas de las tablas y por el ojo
de la llave.
–¡Aquí están! –volvió
a decir.
Y se paró un instante,
como para pasar aquel nuevo trago de amargura.
Luego continuó subiendo…
hasta llegar a la puerta misma del dormitorio.
Dentro de él no se oía
ningún ruido.
–¡Si no hubiera nadie!
–le dijo tímidamente la esperanza.
Pero en aquel mismo
instante el infeliz oyó toser dentro del cuarto…
¡Era la tos medio asmática
del Corregidor!
¡No cabía duda! ¡No
había tabla de salvación en aquel naufragio!
El Molinero sonrió en
las tinieblas de un modo horroroso. ¿Cómo no brillan en la oscuridad semejantes
relámpagos? ¿Qué es todo el fuego de las tormentas comparado con el que arde a veces
en el corazón del hombre?
Sin embargo, el tío
Lucas (tal era su alma, como ya dijimos en otro lugar) principió a tranquilizarse,
no bien oyó la tos de su enemigo…
La realidad le hacía
menos daño que la duda. Según le anunció él mismo aquella tarde a la señá Frasquita,
desde el punto y hora en que perdía la única fe que era vida de su alma, empezaba
a convertirse en un hombre nuevo.
Semejante al moro de
Venecia –con quien ya lo comparamos al describir su carácter–, el desengaño mataba
en él de un solo golpe todo el amor, transfigurando de paso la índole de su espíritu
y haciéndole ver el mundo como una región extraña a que acabara de llegar. La única
diferencia consistía en que el tío Lucas era por idiosincrasia menos trágico, menos
austero y más egoísta que el insensato sacrificador de Desdémona.
¡Cosa rara, pero propia
de tales situaciones! La duda, o sea, la esperanza –que para el caso es lo mismo–,
volvió todavía a mortificarle un momento…
–¡Si me hubiera equivocado!
–pensó–. ¡Si la tos hubiese sido de Frasquita!…
En la tribulación de
su infortunio, olvidábasele que había visto las ropas del Corregidor cerca de la
chimenea; que había encontrado abierta la puerta del molino; que había leído la
credencial de su infamia…
Agachose, pues, y miró
por el ojo de la llave, temblando de incertidumbre y de zozobra.
El rayo visual no alcanzaba
a descubrir más que un pequeño triángulo de cama, por la parte del cabecero… ¡Pero
precisamente en aquel pequeño triángulo se veía un extremo de las almohadas, y sobre
las almohadas la cabeza del Corregidor!
Otra risa diabólica
contrajo el rostro del Molinero.
Dijérase que volvía
a ser feliz…
–¡Soy dueño de la verdad!…
¡Meditemos! –murmuró, irguiéndose tranquilamente.
Y volvió a bajar la
escalera con el mismo tiento que empleó para subirla…
–El asunto es delicado…
Necesito reflexionar. Tengo tiempo de sobra para todo… –iba pensando mientras bajaba.
Llegado que hubo a la
cocina, sentose en medio de ella, y ocultó la frente entre las manos.
Así permaneció mucho
tiempo, hasta que le despertó de su meditación un leve golpe que sintió en un pie…
Era el trabuco que se
había deslizado de sus rodillas, y que le hacía aquella especie de seña…
–¡No! ¡Te digo que no!
–murmuró el tío Lucas, encarándose con el arma–. ¡No me convienes! Todo el mundo
tendría lástima de ellos…, ¡y a mí me ahorcarían! ¡Se trata de un corregidor…, y
matar a un corregidor es todavía en España cosa indisculpable! Dirían que lo maté
por infundados celos, y que luego lo desnudé y lo metí en mi cama… Dirían, además,
que maté a mi mujer por simples sospechas… ¡Y me ahorcarían! ¡Además, yo habría
dado muestras de tener muy poca alma, muy poco talento, si al remate de mi vida
fuera digno de compasión! ¡Todos se reirían de mí! ¡Dirían que mi desventura era
muy natural, siendo yo jorobado y Frasquita tan hermosa! ¡Nada, no! Lo que yo necesito
es vengarme, y después de vengarme, triunfar, despreciar, reír, reírme mucho, reírme
de todos, evitando por tal medio que nadie pueda burlarse nunca de esta giba que
yo he llegado a hacer hasta envidiable, y que tan grotesca sería en una horca.
Así discurrió el tío
Lucas, tal vez sin darse cuenta de ello puntualmente, y, en virtud de semejante
discurso, colocó el arma en su sitio, y principió a pasearse con los brazos atrás
y la cabeza baja, como buscando su venganza en el suelo, en la tierra, en las ruindades
de la vida, en alguna bufonada ignominiosa y ridícula para su mujer y para el Corregidor,
lejos de buscar aquella misma venganza en la justicia, en el desafío, en el perdón,
en el Cielo…, como hubiera hecho en su lugar cualquier otro hombre de condición
menos rebelde que la suya a toda imposición de la Naturaleza, de la sociedad o de
sus propios sentimientos.
De repente, paráronse
sus ojos en la vestimenta del Corregidor…
Luego se paró él mismo…
Después fue demostrando
poco a poco en su semblante una alegría, un gozo, un triunfo indefinibles…; hasta
que, por último, se echó a reír de una manera formidable…, esto es, a grandes carcajadas,
pero sin hacer ningún ruido –a fin de que no lo oyesen desde arriba–, metiéndose
los puños por los ijares para no reventar, estremeciéndose todo como un epiléptico,
y teniendo que concluir por dejarse caer en una silla hasta que le pasó aquella
convulsión de sarcástico regocijo. Era la propia risa de Mefistófeles.
No bien se sosegó, principió
a desnudarse con una celeridad febril; colocó toda su ropa en las mismas sillas
que ocupaba la del Corregidor; púsose cuantas prendas pertenecían a este, desde
los zapatos de hebilla hasta el sombrero de tres picos; ciñose el espadín; embozose
en la capa de grana; cogió el bastón y los guantes, y salió del molino y se encaminó
a la ciudad, balanceándose de la propia manera que solía don Eugenio de Zúñiga,
y diciéndose de vez en vez esta frase que compendiaba su pensamiento:
–¡También la Corregidora
es guapa!
–XXI–
¡En guardia, caballero!
Abandonemos por ahora al tío Lucas, y
enterémonos de lo que había ocurrido en el molino desde que dejamos allí sola a
la señá Frasquita hasta que su esposo volvió a él y se encontró con tan estupendas
novedades.
Una hora habría pasado
después que el tío Lucas se marchó con Toñuelo, cuando la afligida navarra, que
se había propuesto no acostarse hasta que regresara su marido, y que estaba haciendo
calceta en su dormitorio, situado en el piso de arriba, oyó lastimeros gritos fuera
de la casa, hacia el paraje, allí muy próximo, por donde corría el agua del caz.
–¡Socorro, que me ahogo!
¡Frasquita! ¡Frasquita!… –exclamaba una voz de hombre, con el lúgubre acento de
la desesperación.
–¿Si será Lucas? –pensó
la navarra, llena de un terror que no necesitamos describir.
En el mismo dormitorio
había una puertecilla, de que ya nos habló Garduña, y que daba efectivamente sobre
la parte alta del caz. Abriola sin vacilación la señá Frasquita por más que no hubiera
reconocido la voz que pedía auxilio, y encontrose de manos a boca con el Corregidor,
que en aquel momento salía todo chorreando de la impetuosísima acequia…
–¡Dios me perdone! ¡Dios
me perdone! –balbuceaba el infame viejo–. ¡Creí que me ahogaba!
–¿Cómo? ¿Es usted? ¿Qué
significa? ¿Cómo se atreve? ¿A qué viene usted a estas horas? –gritó la Molinera
con más indignación que espanto, pero retrocediendo maquinalmente.
–¡Calla! ¡Calla, mujer!
–tartamudeó el Corregidor, colándose en el aposento detrás de ella–. Yo te lo diré
todo… ¡He estado para ahogarme! ¡El agua me llevaba ya como a una pluma! ¡Mira,
mira, cómo me he puesto!
–¡Fuera, fuera de aquí!
–replicó la señá Frasquita con mayor violencia–. ¡No tiene usted nada que explicarme!…
¡Demasiado lo comprendo todo! ¿Qué me importa a mí que usted se ahogue? ¿Lo he llamado
yo a usted? ¡Ah! ¡Qué infamia! ¡Para esto ha mandado usted prender a mi marido!
–Mujer, escucha…
–¡No escucho! ¡Márchese
usted inmediatamente, señor Corregidor!… ¡Márchese usted o no respondo de su vida!…
–¿Qué dices?
–¡Lo que usted oye!
Mi marido no está en casa; pero yo me basto para hacerla respetar. ¡Márchese usted
por donde ha venido, si no quiere que yo le arroje otra vez al agua con mis propias
manos!
–¡Chica, chica! ¡No
grites tanto, que no soy sordo! –exclamó el viejo libertino–. ¡Cuando yo estoy aquí,
por algo será! Vengo a libertar al tío Lucas, a quien ha preso por equivocación
un alcalde de monterilla… Pero, ante todo, necesito que me seques estas ropas… ¡Estoy
calado hasta los huesos!
–¡Le digo a usted que
se marche!
–¡Calla, tonta!… ¿Qué
sabes tú?… Mira… aquí te traigo un nombramiento de tu sobrino… Enciende la lumbre,
y hablaremos… Por lo demás, mientras se seca la ropa, yo me acostaré en esta cama.
–¡Ah, ya! ¿Conque declara
usted que venía por mí? ¿Conque declara usted que para eso ha mandado arrestar a
mi Lucas? ¿Conque traía usted su nombramiento y todo? ¡Santos y santas del cielo!
¿Qué se habrá figurado de mí este mamarracho?
–¡Frasquita! ¡Soy el
Corregidor!
–¡Aunque fuera usted
el rey! A mí ¿qué? ¡Yo soy la mujer de mi marido, y el ama de mi casa! ¿Cree usted
que yo me asusto de los corregidores? ¡Yo sé ir a Madrid, y al fin del mundo, a
pedir justicia contra el viejo insolente que así arrastra su autoridad por los suelos!
Y, sobre todo, yo sabré mañana ponerme la mantilla, e ir a ver a la señora Corregidora…
–¡No harás nada de eso!
–repuso el Corregidor, perdiendo la paciencia, o mudando de táctica–. No harás nada
de eso; porque yo te pegaré un tiro, si veo que no entiendes de razones…
–¡Un tiro! –exclamó
la señá Frasquita con voz sorda.
–Un tiro, sí… Y de ello
no me resultará perjuicio alguno. Casualmente he dejado dicho en la ciudad que salía
esta noche a caza de criminales… ¡Conque no seas necia… y quiéreme… como yo te adoro!
–Señor Corregidor: ¿un
tiro? –volvió a decir la navarra echando los brazos atrás y el cuerpo hacia adelante,
como para lanzarse sobre su adversario.
–Si te empeñas, te lo
pegaré, y así me veré libre de tus amenazas y de tu hermosura… –respondió el Corregidor
lleno de miedo y sacando un par de cachorrillos.
–¿Conque pistolas también?
¡Y en la otra faltriquera el nombramiento de mi sobrino! –dijo la señá Frasquita,
moviendo la cabeza de arriba abajo–. Pues, señor, la elección no es dudosa. Espere
Usía un momento, que voy a encender la lumbre.
Y, así hablando, se
dirigió rápidamente a la escalera, y la bajó en tres brincos.
El Corregidor cogió
la luz, y salió detrás de la Molinera, temiendo que se escapara; pero tuvo que bajar
mucho más despacio, de cuyas resultas, cuando llegó a la cocina, tropezó con la
navarra, que volvía ya en su busca.
–¿Conque decía usted
que me iba a pegar un tiro? –exclamó aquella indomable mujer dando un paso atrás–.
Pues, ¡en guardia, caballero; que yo ya lo estoy!
Dijo, y se echó a la
cara el formidable trabuco que tanto papel representa en esta historia.
–¡Detente, desgraciada!
¿Qué vas a hacer? –gritó el Corregidor, muerto de susto–. Lo de mi tiro era una
broma… Mira… los cachorrillos están descargados. En cambio, es verdad lo del nombramiento…
Aquí lo tienes… Tómalo… Te lo regalo… Tuyo es…, de balde, enteramente de balde…
Y lo colocó temblando
sobre la mesa.
–¡Ahí está bien! –repuso
la navarra–. Mañana me servirá para encender la lumbre, cuando le guise el almuerzo
a mi marido. ¡De usted no quiero ya ni la gloria; y, si mi sobrino viniese alguna
vez de Estella, sería para pisotearle a usted la fea mano con que ha escrito su
nombre en ese papel indecente! ¡Ea, lo dicho! ¡Márchese usted de mi casa! ¡Aire!
¡Aire! ¡Pronto!…, ¡que ya se me sube la pólvora a la cabeza!
El Corregidor no contestó
a este discurso. Habíase puesto lívido, casi azul; tenía los ojos torcidos, y un
temblor como de terciana agitaba todo su cuerpo. Por último, principió a castañetear
los dientes, y cayó al suelo, presa de una convulsión espantosa.
El susto del caz, lo
muy mojadas que seguían todas sus ropas, la violenta escena del dormitorio, y el
miedo al trabuco con que le apuntaba la navarra, habían agotado las fuerzas del
enfermizo anciano.
–¡Me muero! –balbuceó–.
¡Llama a Garduña!… Llama a Garduña, que estará ahí…, en la ramblilla… ¡Yo no debo
morirme en esta casa!…
No pudo continuar. Cerró
los ojos y se quedó como muerto.
–¡Y se morirá como lo
dice! –prorrumpió la señá Frasquita–. Pues, ¡esta es la más negra! ¿Qué hago yo
ahora con este hombre en mi casa? ¿Qué dirían de mí si se muriese? ¿Qué diría Lucas?…
¿Cómo podría justificarme, cuando yo misma le he abierto la puerta? ¡Oh, no!… Yo
no debo quedarme aquí con él. ¡Yo debo buscar a mi marido; yo debo escandalizar
el mundo antes de comprometer mi honra!
Tomada esta resolución,
soltó el trabuco, fuese al corral, cogió la burra que quedaba en él, la aparejó
de cualquier modo, abrió la puerta grande de la cerca, montó de un salto, a pesar
de sus carnes, y se dirigió a la ramblilla.
–¡Garduña! ¡Garduña!
–iba gritando la navarra, conforme se acercaba a aquel sitio.
–¡Presente! –respondió
al cabo el alguacil, apareciendo detrás de un seto–. ¿Es usted, señá Frasquita?
–Sí, yo soy. ¡Ve al
molino, y socorre a tu amo, que se está muriendo!…
–¿Qué dice usted?
–Lo que oyes, Garduña…
–¿Y usted, alma mía?
¿Adónde va a estas horas?
–¿Yo?… ¡Quita allá,
badulaque! ¡Yo voy a la ciudad por un médico! –contestó la señá Frasquita, arreando
la burra con un talonazo y a Garduña con un puntapié.
Y tomó… no el camino
de la ciudad, como acababa de decir, sino el del lugar inmediato.
Garduña no reparó en
esta última circunstancia, pues iba ya dando zancajadas hacia el molino y discurriendo
al par de esta manera:
–¡Va por un médico!…
¡La infeliz no puede hacer más! ¡Pero él es un pobre hombre! ¡Famosa ocasión de
ponerse malo!… ¡Dios le da confites a quien no puede roerlos!
–XXII–
Garduña se multiplica
Cuando Garduña llegó al molino, el Corregidor
principiaba a volver en sí, procurando levantarse del suelo.
En el suelo también,
y a su lado, estaba el velón encendido que bajó Su Señoría del dormitorio.
–¿Se ha marchado ya?
–fue la primera frase de don Eugenio.
–¿Quién?
–¡El demonio!… Quiero
decir, la Molinera.
–Sí, señor… Ya se ha
marchado…, y no creo que iba de muy buen humor…
–¡Ay, Garduña! Me estoy
muriendo…
–Pero ¿qué tiene Usía?
¡Por vida de los hombres!
–Me he caído en el caz,
y estoy hecho una sopa… ¡Los huesos se me parten de frío!
–¡Toma, toma! ¡Ahora
salimos con eso!
–¡Garduña!… ¡Ve lo que
te dices!…
–Yo no digo nada, señor…
–Pues bien: sácame de
este apuro…
–Voy volando… ¡Verá
Usía qué pronto lo arreglo todo!
Así dijo el alguacil,
y, en un periquete cogió la luz con una mano, y con la otra se metió al Corregidor
debajo del brazo; subiolo al dormitorio; púsolo en cueros; acostolo en la cama;
corrió al jaraíz; reunió una brazada de leña; fue a la cocina; hizo una gran lumbre;
bajó todas las ropas de su amo; colocolas en los espaldares de dos o tres sillas;
encendió un candil; lo colgó de la espetera, y tornó a subir a la cámara.
–¿Qué tal vamos? –preguntó
entonces a don Eugenio, levantando en alto el velón para verle mejor el rostro.
–¡Admirablemente! ¡Conozco
que voy a sudar! ¡Mañana te ahorco, Garduña!
–¿Por qué, señor?
–¿Y te atreves a preguntármelo?
¿Crees tú que, al seguir el plan que me trazaste, esperaba yo acostarme solo en
esta cama, después de recibir por segunda vez el sacramento del bautismo? ¡Mañana
mismo te ahorco!
–Pero cuénteme Usía
algo… ¿La señá Frasquita?…
–La señá Frasquita ha
querido asesinarme. ¡Es todo lo que he logrado con tus consejos! Te digo que te
ahorco mañana por la mañana.
–¡Algo menos será, señor
Corregidor! –repuso el alguacil.
–¿Por qué lo dices,
insolente? ¿Porque me ves aquí postrado?
–No, señor. Lo digo,
porque la señá Frasquita no ha debido de mostrarse tan inhumana como Usía cuenta,
cuando ha ido a la ciudad a buscarle un médico…
–¡Dios santo! ¿Estás
seguro de que ha ido a la ciudad? –exclamó don Eugenio más aterrado que nunca.
–A lo menos, eso me
ha dicho ella…
–¡Corre, corre, Garduña!
¡Ah! ¡Estoy perdido sin remedio! ¿Sabes a qué va la señá Frasquita a la ciudad?
¡A contárselo todo a mi mujer!… ¡A decirle que estoy aquí! ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo
había yo de figurarme esto? ¡Yo creí que se habría ido al lugar en busca de su marido;
y, como lo tengo allí a buen recaudo, nada me importaba su viaje! Pero ¡irse a la
ciudad!… ¡Garduña, corre, corre…, tú que eres andarín, y evita mi perdición! ¡Evita
que la terrible Molinera entre en mi casa!
–¿Y no me ahorcará Usía
si lo consigo? –prosiguió irónicamente el alguacil.
–¡Al contrario! Te regalaré
unos zapatos en buen uso, que me están grandes. ¡Te regalaré todo lo que quieras!
–Pues voy volando. Duérmase
Usía tranquilo. Dentro de media hora estoy aquí de vuelta, después de dejar en la
cárcel a la navarra. ¡Para algo soy más ligero que una borrica!
Dijo Garduña, y desapareció
por la escalera abajo.
Se cae de su peso que,
durante aquella ausencia del alguacil, fue cuando el Molinero estuvo en el molino
y vio visiones por el ojo de la llave.
Dejemos, pues, al Corregidor
sudando en el lecho ajeno, y a Garduña corriendo hacia la ciudad (adonde tan pronto
había de seguirlo el tío Lucas con sombrero de tres picos y capa de grana), y, convertidos
también nosotros en andarines, volemos con dirección al lugar, en seguimiento de
la valerosa señá Frasquita.
–XXIII–
Otra vez el desierto y las consabidas
voces
La única aventura que le ocurrió a la
navarra en su viaje desde el molino al pueblo, fue asustarse un poco al notar que
alguien echaba yescas en medio de un sembrado.
–¿Si será un esbirro
del Corregidor? ¿Si irá a detenerme? –pensó la Molinera.
En esto se oyó un rebuzno
hacia aquel mismo lado.
–¡Burros en el campo
a estas horas! –siguió pensando la señá Frasquita–. Pues lo que es por aquí no hay
ninguna huerta ni cortijo… ¡Vive Dios que los duendes se están despachando esta
noche a su gusto! Porque la borrica de mi marido no puede ser… ¿Qué haría mi Lucas
a medianoche, parado fuera del camino? ¡Nada!, ¡nada! ¡Indudablemente es un espía!
La burra que montaba
la señá Frasquita creyó oportuno rebuznar también en aquel instante.
–¡Calla, demonio! –le
dijo la navarra, clavándole un alfiler de a ochavo en mitad de la cruz.
Y, temiendo algún encuentro
que no le conviniese, sacó también su bestia fuera del camino, y la hizo trotar
por otros sembrados.
Sin más accidente, llegó
a las puertas del lugar, a tiempo que serían las once de la noche.
–XXIV–
Un Rey de entonces
Hallábase ya durmiendo la mona el señor
alcalde, vuelta la espalda a la espalda de su mujer (y formando así con esta la
figura de águila austríaca de dos cabezas que dice nuestro inmortal Quevedo), cuando
Toñuelo llamó a la puerta de la cámara nupcial, y avisó al señor Juan López que
la señá Frasquita, la del molino, quería hablarle.
No tenemos para qué
referir todos los gruñidos y juramentos inherentes al acto de despertar y vestirse
el alcalde de monterilla, y nos trasladamos desde luego al instante en que la Molinera
lo vio llegar, desperezándose como un gimnasta que ejercita la musculatura, y exclamando
en medio de un bostezo interminable:
–¡Téngalas usted muy
buenas, señá Frasquita! ¿Qué le trae a usted por aquí? ¿No le dijo a usted Toñuelo
que se quedase en el molino? ¿Así desobedece usted a la autoridad?
–¡Necesito ver a mi
Lucas! –respondió la navarra–. ¡Necesito verlo al instante! ¡Que le digan que está
aquí su mujer!
–“¡Necesito! ¡Necesito!”.
Señora, ¡a usted se le olvida que está hablando con el rey!…
–¡Déjeme usted a mí
de reyes, señor Juan, que no estoy para bromas! ¡Demasiado sabe usted lo que me
sucede! ¡Demasiado sabe para qué ha preso a mi marido!
–Yo no sé nada, señá
Frasquita… Y en cuanto a su marido de usted, no está preso, sino durmiendo tranquilamente
en esta su casa, y tratado como yo trato a las personas. ¡A ver, Toñuelo! ¡Toñuelo!
Anda al pajar, y dile al tío Lucas que se despierte y venga corriendo… Conque vamos…
¡cuénteme usted lo que pasa!… ¿Ha tenido usted miedo de dormir sola?
–¡No sea usted desvergonzado,
señor Juan! ¡Demasiado sabe usted que a mí no me gustan sus bromas ni sus veras!
¡Lo que me pasa es una cosa muy sencilla: que usted y el señor Corregidor han querido
perderme! ¡pero que se han llevado solemne chasco! ¡Yo estoy aquí sin tener de qué
abochornarme, y el señor Corregidor se queda en el molino muriéndose!…
–¡Muriéndose el Corregidor!
–exclamó su subordinado–. Señora, ¿sabe usted lo que dice?
–¡Lo que usted oye!
Se ha caído en el caz, y casi se ha ahogado, o ha cogido una pulmonía, o yo no sé…
¡Eso es cuenta de la Corregidora! Yo vengo a buscar a mi marido, sin perjuicio de
salir mañana mismo para Madrid, donde le contaré al rey…
–¡Demonio, demonio!
–murmuró el señor Juan López–. ¡A ver, Manuela!… ¡Muchacha!… Anda y aparéjame la
mulilla… Señá Frasquita, al molino voy… ¡Desgraciada de usted si le ha hecho algún
daño al señor Corregidor!
–¡Señor alcalde, señor
alcalde! –exclamó en esto Toñuelo, entrando más muerto que vivo–. El tío Lucas no
está en el pajar. Su burra no se halla tampoco en los pesebres, y la puerta del
corral está abierta… ¡De modo que el pájaro se ha escapado!
–¿Qué estás diciendo?
–gritó el señor Juan López.
–¡Virgen del Carmen!
¿Qué va a pasar en mi casa? –exclamó la señá Frasquita–. ¡Corramos, señor alcalde;
no perdamos tiempo!… Mi marido va a matar al Corregidor al encontrarlo allí a estas
horas…
–¿Luego usted cree que
el tío Lucas está en el molino?
–¿Pues no lo he de creer?
Digo más…: cuando yo venía me he cruzado con él sin conocerlo. ¡Él era sin duda
uno que echaba yescas en medio de un sembrado! ¡Dios mío! ¡Cuando piensa una que
los animales tienen más entendimiento que las personas! Porque ha de saber usted,
señor Juan, que indudablemente nuestras dos burras se reconocieron y se saludaron,
mientras que mi Lucas y yo ni nos saludamos ni nos reconocimos… ¡Antes bien huimos
el uno del otro, tomándonos mutuamente por espías…!
–¡Bueno está su Lucas
de usted! –replicó el alcalde–. En fin, vamos andando y ya veremos lo que hay que
hacer con todos ustedes. ¡Conmigo no se juega! ¡Yo soy el rey!… Pero no un rey como
el que ahora tenemos en Madrid, o sea, en El Pardo, sino como aquel que hubo en
Sevilla, a quien llamaban don Pedro el Cruel. ¡A ver, Manuela! ¡Tráeme el bastón,
y dile a tu ama que me marcho!
Obedeció la sirvienta
(que era por cierto más buena moza de lo que convenía a la alcaldesa y a la moral)
y, como la mulilla del señor Juan López estuviese ya aparejada, la señá Frasquita
y él salieron para el molino, seguidos del indispensable Toñuelo.
–XXV–
La estrella de Garduña
Precedámosles nosotros, supuesto que tenemos
carta blanca para andar más de prisa que nadie.
Garduña se hallaba ya
de vuelta en el molino, después de haber buscado a la señá Frasquita por todas las
calles de la ciudad.
El astuto alguacil había
tocado de camino en el Corregimiento, donde lo encontró todo muy sosegado. Las puertas
seguían abiertas como en medio del día, según es costumbre cuando la autoridad está
en la calle ejerciendo sus sagradas funciones. Dormitaban en la meseta de la escalera
y en el recibimiento otros alguaciles y ministros, esperando descansadamente a su
amo; mas cuando sintieron llegar a Garduña, desperezáronse dos o tres de ellos,
y le preguntaron al que era su decano y jefe inmediato:
–¿Viene ya el señor?
–¡Ni por asomo! Estaos
quietos. Vengo a saber si ha habido novedad en la casa…
–Ninguna.
–¿Y la Señora?
–Recogida en sus aposentos.
–¿No ha entrado una
mujer por estas puertas hace poco?
–Nadie ha aparecido
por aquí en toda la noche…
–Pues no dejéis entrar
a persona alguna, sea quien sea y diga lo que diga. ¡Al contrario! Echadle mano
al mismo lucero del alba que venga a preguntar por el Señor o por la Señora, y llevadlo
a la cárcel.
–¿Parece que esta noche
se anda a caza de pájaros de cuenta? –preguntó uno de los esbirros.
–¡Caza mayor! –añadió
otro.
–¡Mayúscula! –respondió
Garduña solemnemente–. ¡Figuraos si la cosa será delicada, cuando el señor Corregidor
y yo hacemos la batida por nosotros mismos!… Conque… hasta luego, buenas piezas,
y ¡mucho ojo!
–Vaya usted con Dios,
señor Bastián –repusieron todos saludando a Garduña.
–¡Mi estrella se eclipsa!
–murmuró este al salir del Corregimiento–. ¡Hasta las mujeres me engañan! La Molinera
se encaminó al lugar en busca de su esposo, en vez de venirse a la ciudad… ¡Pobre
Garduña! ¿Qué se ha hecho de tu olfato?
Y, discurriendo de este
modo, tomó la vuelta al molino.
Razón tenía el alguacil
para echar de menos su antiguo olfato, pues que no venteó a un hombre que se escondía
en aquel momento detrás de unos mimbres, a poca distancia de la ramblilla, y el
cual exclamó para su capote, o más bien para su capa grana:
–¡Guarda, Pablo! ¡Por
allí viene Garduña!… Es menester que no me vea…
Era el tío Lucas vestido
de Corregidor, que se dirigía a la ciudad, repitiendo de vez en cuando su diabólica
frase:
–¡También la Corregidora
es guapa!
Pasó Garduña sin verlo,
y el falso Corregidor dejó su escondite y penetró en la población…
Poco después llegaba
el alguacil al molino, según dejamos indicado.
–XXVI–
Reacción
El Corregidor seguía en la cama, tal y
como acababa de verlo el tío Lucas por el ojo de la llave.
–¡Qué bien sudo, Garduña!
¡Me he salvado de una enfermedad! –exclamó tan luego como penetró el alguacil en
la estancia–. ¿Y la señá Frasquita? ¿Has dado con ella? ¿Viene contigo? ¿Ha hablado
con la Señora?
–La Molinera, señor
–respondió Garduña con angustiado acento–, me engañó como a un pobre hombre; pues
no se fue a la ciudad, sino al pueblecillo… en busca de su esposo. Perdone Usía
la torpeza…
–¡Mejor! ¡Mejor! –dijo
el madrileño, con los ojos chispeantes de maldad–. ¡Todo se ha salvado entonces!
Antes de que amanezca estarán caminando para las cárceles de la Inquisición, atados
codo con codo, el tío Lucas y la señá Frasquita, y allí se pudrirán sin tener a
quien contarle sus aventuras de esta noche. Tráeme la ropa, Garduña, que ya estará
seca… ¡Tráemela y vísteme! ¡El amante se va a convertir en Corregidor!…
Garduña bajó a la cocina
por la ropa.
–XXVII–
¡Favor al Rey!
Entretanto, la señá Frasquita, el señor
Juan López y Toñuelo avanzaban hacia el molino, al cual llegaron pocos minutos después.
–¡Yo entraré delante!
–exclamó el alcalde de monterilla–. ¡Para algo soy la autoridad! Sígueme, Toñuelo,
y usted, señá Frasquita, espérese a la puerta hasta que yo la llame.
Penetró, pues, el señor
Juan López bajo la parra, donde vio a la luz de la luna un hombre casi jorobado,
vestido como solía el Molinero, con chupetín y calzón de paño pardo, faja negra,
medias azules, montera murciana de felpa, y el capote de monte al hombro.
–¡Él es! –gritó el alcalde–.
¡Favor al rey! ¡Entréguese usted, tío Lucas!
El hombre de la montera
intentó meterse en el molino.
–¡Date! –gritó a su
vez Toñuelo, saltando sobre él, cogiéndolo por el pescuezo, aplicándole una rodilla
al espinazo y haciéndole rodar por tierra.
Al mismo tiempo, otra
especie de fiera saltó sobre Toñuelo, y agarrándolo de la cintura, lo tiró sobre
el empedrado y principió a darle de bofetones.
Era la señá Frasquita,
que exclamaba:
–¡Tunante! ¡Deja a mi
Lucas!
Pero, en esto, otra
persona, que había aparecido llevando del diestro una borrica, metiose resueltamente
entre los dos, y trató de salvar a Toñuelo…
Era Garduña, que, tomando
al alguacil del lugar por don Eugenio de Zúñiga, le decía a la Molinera:
–¡Señora, respete usted
a mi amo!
Y la derribó de espaldas
sobre el lugareño.
La señá Frasquita, viéndose
entre dos fuegos, descargó entonces a Garduña tal revés en medio del estómago, que
le hizo caer de boca tan largo como era.
Y, con él, ya eran cuatro
las personas que rodaban por el suelo.
El señor Juan López
impedía entretanto levantarse al supuesto tío Lucas, teniéndole plantado un pie
sobre los riñones.
–¡Garduña! ¡Socorro!
¡Favor al rey! ¡Yo soy el Corregidor! –gritó al fin don Eugenio, sintiendo que la
pezuña del alcalde, calzada con albarca de piel de toro, lo reventaba materialmente.
–¡El Corregidor! ¡Pues
es verdad! –dijo el señor Juan López, lleno de asombro…
–¡El Corregidor! –repitieron
todos. Y pronto estuvieron de pie los cuatro derribados.
–¡Todo el mundo a la
cárcel! –exclamó don Eugenio de Zúñiga–. ¡Todo el mundo a la horca!
–Pero, señor… –observó
el señor Juan López, poniéndose de rodillas–. ¡Perdone Usía que lo haya maltratado!
¡Cómo había de conocer a Usía con esa ropa tan ordinaria?
–¡Bárbaro! –replicó
el Corregidor–. ¡Alguna había de ponerme! ¿No sabes que me han robado la mía? ¿No
sabes que una compañía de ladrones, mandada por el tío Lucas…?
–¡Miente usted! –gritó
la navarra.
–Escúcheme usted, señá
Frasquita –le dijo Garduña, llamándola aparte–. Con permiso del señor Corregidor
y la compaña… ¡Si usted no arregla esto, nos van a ahorcar a todos, empezando por
el tío Lucas!…
–Pues ¿qué ocurre? –preguntó
la señá Frasquita.
–Que el tío Lucas anda
a estas horas por la ciudad vestido de Corregidor…, y que Dios sabe si habrá llegado
con su disfraz hasta el propio dormitorio de la Corregidora.
Y el alguacil le refirió
en cuatro palabras todo lo que ya sabemos.
–¡Jesús! –exclamó la
Molinera–. ¡Conque mi marido me cree deshonrada! ¡Conque ha ido a la ciudad a vengarse!
¡Vamos, vamos a la ciudad, y justificadme a los ojos de mi Lucas!
–¡Vamos a la ciudad,
e impidamos que ese hombre hable con mi mujer y le cuente todas las majaderías que
se haya figurado! –dijo el Corregidor, arrimándose a una de las burras–. Deme usted
un pie para montar, señor alcalde.
–Vamos a la ciudad,
sí… –añadió Garduña–; ¡y quiera el cielo, señor Corregidor, que el tío Lucas, amparado
por su vestimenta, se haya contentado con hablarle a la Señora!
–¿Qué dices, desgraciado?
–prorrumpió don Eugenio de Zúñiga–. ¿Crees tú a ese villano capaz?…
–¡De todo! –contestó
la señá Frasquita.
–XXVIII–
¡Ave María Purísima! ¡Las doce y media
y sereno!
Así gritaba por las calles de la ciudad
quien tenía facultades para tanto, cuando la Molinera y el Corregidor, cada cual
en una de las burras del molino, el señor Juan López en su mula, y los dos alguaciles
andando, llegaron a la puerta del Corregimiento.
La puerta estaba cerrada.
Dijérase que para el
gobierno, lo mismo que para los gobernados, había concluido todo por aquel día.
–¡Malo! –pensó Garduña.
Y llamó con el aldabón
dos o tres veces.
Pasó mucho tiempo, y
ni abrieron ni contestaron.
La señá Frasquita estaba
más amarilla que la cera.
El Corregidor se había
comido ya todas las uñas de ambas manos.
¡Pum!… ¡Pum!… ¡Pum!…,
golpes y más golpes a la puerta del Corregimiento (aplicados sucesivamente por los
dos alguaciles y por el señor Juan López)… ¡Y nada! ¡No respondía nadie! ¡No abrían!
¡No se movía una mosca! ¡Solo se oía el claro rumor de los caños de una fuente que
había en el patio de la casa!
Y de esta manera transcurrían
minutos, largos como eternidades.
Al fin, cerca de la
una, abriose un ventanillo del piso segundo, y dijo una voz femenina:
–¿Quién?
–Es la voz del ama de
leche… –murmuró Garduña.
–¡Yo! –respondió don
Eugenio de Zúñiga–. ¡Abrid!
Pasó un instante de
silencio.
–¿Y quién es usted?
–replicó luego la nodriza.
–¿Pues no me está usted
oyendo? ¡Soy el amo!… ¡El Corregidor!…
Hubo otra pausa.
–¡Vaya usted mucho con
Dios! –repuso la buena mujer–. Mi amo vino hace una hora, y se acostó en seguida.
¡Acuéstense ustedes también, y duerman el vino que tendrán en el cuerpo!
Y la ventana se cerró
de golpe.
La señá Frasquita se
cubrió el rostro con las manos.
–¡Ama! –tronó el Corregidor,
fuera de sí–. ¿No oye usted que le digo que abra la puerta? ¿No oye usted que soy
yo? ¿Quiere usted que la ahorque también?
La ventana volvió a
abrirse.
–Pero vamos a ver… –expuso
el ama–. ¿Quién es usted para dar esos gritos?
–¡Soy el Corregidor!
–¡Dale, bola! ¿No le
digo a usted que el señor corregidor vino antes de las doce…, y que yo lo vi con
mis propios ojos encerrarse en las habitaciones de la Señora? ¿Se quiere usted divertir
conmigo? ¡Pues espere usted…, y verá lo que le pasa!
Al mismo tiempo se abrió
repentinamente la puerta y una nube de criados y ministriles, provistos de sendos
garrotes, se lanzó sobre los de afuera, exclamando furiosamente:
–¡A ver! ¿Dónde está
ese que dice que es el Corregidor? ¿Dónde está ese chusco? ¿Dónde está ese borracho?
Y se armó un lío de
todos los demonios en medio de la oscuridad, sin que nadie pudiera entenderse, y
no dejando de recibir algunos palos el Corregidor, Garduña, el señor Juan López
y Toñuelo.
Era la segunda paliza
que le costaba a don Eugenio su aventura de aquella noche, además del remojón que
se dio en el caz del molino.
La señá Frasquita, apartada
de aquel laberinto, lloraba por la primera vez de su vida…
–¡Lucas! ¡Lucas! –decía–.
¡Y has podido dudar de mí! ¡Y has podido estrechar en tus brazos a otra! ¡Ah! ¡Nuestra
desventura no tiene ya remedio!
–XXIX–
Post nubila… Diana
–¿Qué escándalo es este? –dijo al fin
una voz tranquila, majestuosa y de gracioso timbre, resonando encima de aquella
baraúnda.
Todos levantaron la
cabeza, y vieron a una mujer vestida de negro asomada al balcón principal del edificio.
–¡La Señora! –dijeron
los criados, suspendiendo la retreta de palos.
–¡Mi mujer! –tartamudeó
don Eugenio.
–Que pasen esos rústicos…
El señor Corregidor dice que lo permite… –agregó la Corregidora.
Los criados cedieron
paso, y el de Zúñiga y sus compañeros penetraron en el portal y tomaron por la escalera
de arriba.
Ningún reo ha subido
al patíbulo con paso tan inseguro y semblante tan demudado como el Corregidor subía
las escaleras de su casa. Sin embargo, la idea de su deshonra principiaba ya a descollar,
con noble egoísmo, por encima de todos los infortunios que había causado y que lo
afligían y sobre las demás ridiculeces de la situación en que se hallaba…
–¡Antes que todo –iba
pensando–, soy un Zúñiga y un Ponce de León!… ¡Ay de aquellos que lo hayan echado
en olvido! ¡Ay de mi mujer, si ha mancillado mi nombre!
–XXX–
Una señora de clase
La Corregidora recibió a su esposo y a
la rústica comitiva en el salón principal del Corregimiento.
Estaba sola, de pie
y con los ojos clavados en la puerta.
Érase una principalísima
dama, bastante joven todavía, de plácida y severa hermosura, más propia del pincel
cristiano que del cincel gentílico, y estaba vestida con toda la nobleza y seriedad
que consentía el gusto de la época. Su traje, de corta y estrecha falda y mangas
huecas y subidas, era de alepín negro: una pañoleta de blonda blanca, algo amarillenta,
velaba sus admirables hombros, y larguísimos maniquetes o mitones de tul negro cubrían
la mayor parte de sus alabastrinos brazos. Abanicábase majestuosamente con un pericón
enorme, traído de las islas Filipinas, y empuñaba con la otra mano un pañuelo de
encaje, cuyos cuatro picos colgaban simétricamente con una regularidad solo comparable
a la de su actitud y menores movimientos.
Aquella hermosa mujer
tenía algo de reina y mucho de abadesa, e infundía por ende veneración y miedo a
cuantos la miraban. Por lo demás, el atildamiento de su traje a semejante hora,
la gravedad de su continente y las muchas luces que alumbraban el salón, demostraron
que la Corregidora se había esmerado en dar a aquella escena una solemnidad teatral
y un tinte ceremonioso que contrastasen con el carácter villano y grosero de la
aventura de su marido.
Advertiremos, finalmente,
que aquella señora se llamaba doña Mercedes Carrillo de Albornoz y Espinosa de los
Monteros, y que era hija, nieta, biznieta, tataranieta y hasta vigésima nieta de
la ciudad, como descendiente de sus ilustres conquistadores. Su familia, por razones
de vanidad mundana, le había inducido a casarse con el viejo y acaudalado Corregidor,
y ella, que de otro modo hubiera sido monja, pues su vocación natural la iba llevando
al claustro, consintió en aquel doloroso sacrificio.
A la sazón tenía ya
dos vástagos del arriscado madrileño, y aún se susurraba que había otra vez moros
en la costa…
Conque volvamos a nuestro
cuento.
–XXXI–
La pena del talión
–¡Mercedes! –exclamó el Corregidor al
comparecer delante de su esposa.
–¡Hola, tío Lucas! ¿Usted
por aquí? –díjole la Corregidora, interrumpiéndole–. ¿Ocurre alguna desgracia en
el molino?
–¡Señora, no estoy para
chanzas! –repuso el Corregidor hecho una fiera–. Antes de entrar en explicaciones
por mi parte, necesito saber qué ha sido de mi honor…
–¡Esa no es cuenta mía!
¿Acaso me lo ha dejado usted a mí en depósito?
–Sí, Señora… ¡A usted!
–replicó don Eugenio–. ¡Las mujeres son las depositarias del honor de sus maridos!
–Pues entonces, mi querido
tío Lucas, pregúntele usted a su mujer… Precisamente nos está escuchando.
La señá Frasquita, que
se había quedado a la puerta del salón, lanzó una especie de rugido.
–Pase usted, señora,
y siéntese… –añadió la Corregidora, dirigiéndose a la Molinera con dignidad soberana.
Y, por su parte, encaminose
al sofá.
La generosa navarra
supo comprender, desde luego, toda la grandeza de la actitud de aquella esposa injuriada…,
e injuriada acaso doblemente… Así es que, alzándose en el acto a igual altura, dominó
sus naturales ímpetus, y guardó un silencio decoroso. Esto sin contar con que la
señá Frasquita, segura de su inocencia y de su fuerza, no tenía prisa de defenderse:
teníala, sí, de acusar…, mucha…, pero no ciertamente a la Corregidora. ¡Con quien
ella deseaba ajustar cuentas era con el tío Lucas… y el tío Lucas no estaba allí!
–Señá Frasquita… –repitió
la noble dama, al ver que la Molinera no se había movido de su sitio–: le he dicho
a usted que puede pasar y sentarse.
Esta segunda indicación
fue hecha con voz más afectuosa y sentida que la primera… Dijérase que la Corregidora
había adivinado también por instinto, al fijarse en el reposado continente y en
la varonil hermosura de aquella mujer, que no iba a habérselas con un ser bajo y
despreciable, sino quizá más bien con otra infortunada como ella; ¡infortunada,
sí, por el solo hecho de haber conocido al Corregidor!
Cruzaron, pues, sendas
miradas de paz y de indulgencia aquellas dos mujeres que se consideraban dos veces
rivales, y notaron con gran sorpresa que sus almas se aplacieron la una en la otra,
como dos hermanas que se reconocen.
No de otro modo se divisan
y saludan a lo lejos las castas nieves de las encumbradas montañas.
Saboreando estas dulces
emociones, la Molinera entró majestuosamente en el salón, y se sentó en el filo
de una silla.
A su paso por el molino,
previniendo que en la ciudad tendría que hacer visitas de importancia, se había
arreglado un poco y puéstose una mantilla de franela negra, con grandes felpones,
que la sentaba divinamente. Parecía toda una señora.
Por lo que toca al Corregidor,
dicho se está que había guardado silencio durante aquel episodio. El rugido de la
señá Frasquita y su aparición en la escena no habían podido menos de sobresaltarlo.
¡Aquella mujer le causaba ya más terror que la suya propia!
–Conque vamos, tío Lucas…
–prosiguió doña Mercedes, dirigiéndose a su marido–. Ahí tiene usted a la señá Frasquita…
¡Puede usted volver a formular su demanda! ¡Puede usted preguntarle aquello de su
honra!
–Mercedes, ¡por los
clavos de Cristo! –gritó el Corregidor–. ¡Mira que tú no sabes de lo que soy capaz!
¡Nuevamente te conjuro a que dejes la broma y me digas todo lo que ha pasado aquí
durante mi ausencia! ¿Dónde está ese hombre?
–¿Quién? ¿Mi marido?…
Mi marido se está levantando, y ya no puede tardar en venir.
–¡Levantándose! –bramó
don Eugenio.
–¿Se asombra usted?
¿Pues dónde quería usted que estuviese a estas horas un hombre de bien sino en su
casa, en su casa y durmiendo con su legítima consorte, como manda Dios?
–¡Merceditas! ¡Ve lo
que te dices! ¡Repara en que nos están oyendo! ¡Repara en que soy el Corregidor!…
–¡A mí no me dé usted
voces, tío Lucas, o mandaré a los alguaciles que lo lleven a la cárcel! –replicó
la Corregidora, poniéndose de pie.
–¡Yo a la cárcel! ¡Yo!
¡El Corregidor de la ciudad!
–El Corregidor de la
ciudad, el representante de la justicia, el apoderado del rey –repuso la gran señora
con una severidad y una energía que ahogaron la voz del fingido Molinero– llegó
a su casa a la hora debida, a descansar de las nobles tareas de su oficio, para
seguir mañana amparando la honra y la vida de los ciudadanos, la santidad del hogar
y el recato de las mujeres, impidiendo de este modo que nadie pueda entrar, disfrazado
de Corregidor ni de ninguna otra cosa, en la alcoba de la mujer ajena; que nadie
pueda sorprender a la virtud en su descuidado reposo; que nadie pueda abusar de
su casto sueño…
–¡Merceditas! ¿Qué es
lo que profieres? –silbó el Corregidor con labios y encías–. ¡Si es verdad que ha
pasado en mi casa, diré que eres una pícara, una pérfida, una licenciosa!
–¿Con quién habla este
hombre? –prorrumpió la Corregidora desdeñosamente y pasando la vista por todos los
circunstantes–. ¿Quién es este loco? ¿Quién es este ebrio?… ¡Ni siquiera puedo ya
creer que sea un honrado molinero como el tío Lucas, a pesar de que viste su traje
de villano! Señor Juan López, créame usted –continuó, encarándose con el alcalde
de monterilla, que estaba aterrado–: mi marido, el Corregidor de la ciudad, llegó
a esta su casa hace dos horas, con su sombrero de tres picos, su capa de grana,
su espadín de caballero y su bastón de autoridad… Los criados y alguaciles que me
escuchan se levantaron, y lo saludaron al verlo pasar por el portal, por la escalera
y por el recibimiento. Cerráronse en seguida todas las puertas, y desde entonces
no ha penetrado nadie en mi hogar hasta que llegaron ustedes. ¿Es cierto? Responded
vosotros.
–¡Es verdad! ¡Es muy
verdad! –contestaron la nodriza, los domésticos y los ministriles; todos los cuales,
agrupados a la puerta del salón, presenciaban aquella singular escena.
–¡Fuera de aquí todo
el mundo! –gritó don Eugenio, echando espumarajos de rabia–. ¡Garduña! ¡Garduña!
¡Ven y prende a estos viles que me están faltando al respeto! ¡Todos a la cárcel!
¡Todos a la horca!
Garduña no aparecía
por ningún lado.
–Además, señor… –continuó
doña Mercedes, cambiando de tono y dignándose ya mirar a su marido y tratarle como
a tal, temerosa de que las chanzas llegaran a irremediables extremos–. Supongamos
que usted es mi esposo… Supongamos que usted es don Eugenio de Zúñiga y Ponce de
León.
–¡Lo soy!
–Supongamos, además,
que me cupiese alguna culpa en haber tomado por usted al hombre que penetró en mi
alcoba vestido de corregidor…
–¡Infames! –gritó el
viejo, echando mano a la espada, y encontrándose solo con el sitio, o sea, con la
faja del molinero murciano.
La navarra se tapó el
rostro con un lado de la mantilla para ocultar las llamaradas de sus celos.
–Supongamos todo lo
que usted quiera –continuó doña Mercedes con una impasibilidad inexplicable–. Pero
dígame usted ahora, señor mío: ¿Tendría usted derecho a quejarse? ¿Podría usted
acusarme como fiscal? ¿Podría usted sentenciarme como juez? ¿Viene usted de confesar?
¿Viene usted de oír misa? ¿O de dónde viene usted con ese traje? ¿De dónde viene
usted con esa señora? ¿Dónde ha pasado usted la mitad de la noche?
–Con permiso… –exclamó
la señá Frasquita poniéndose de pie como empujada por un resorte y atravesándose
arrogantemente entre la Corregidora y su marido.
Este, que iba a hablar,
se quedó con la boca abierta al ver que la navarra entraba en fuego.
Pero doña Mercedes se
anticipó, y dijo:
–Señora, no se fatigue
usted en darme a mí explicaciones… Yo no se las pido a usted, ni mucho menos. Allí
viene quien puede pedírselas a justo título… ¡Entiéndase usted con él!
Al mismo tiempo se abrió
la puerta de un gabinete y apareció en ella el tío Lucas, vestido de corregidor
de pies a cabeza, y con bastón, guantes y espadín como si se presentase en las Salas
de Cabildo.
–XXXII–
La fe mueve las montañas
–Tengan ustedes muy buenas noches –pronunció
el recién llegado, quitándose el sombrero de tres picos, y hablando con la boca
sumida, como don Eugenio de Zúñiga.
En seguida se adelantó
por el salón, balanceándose en todos los sentidos, y fue a besar la mano de la Corregidora.
Todos se quedaron estupefactos.
El parecido del tío Lucas con el verdadero Corregidor era maravilloso.
Así es que la servidumbre,
y hasta el mismo señor Juan López, no pudieron contener la carcajada.
Don Eugenio sintió aquel
nuevo agravio, y se lanzó sobre el tío Lucas como un basilisco.
Pero la señá Frasquita
metió el montante, apartando al Corregidor con el brazo de marras, y Su Señoría,
en evitación de otra voltereta y del consiguiente ludibrio, se dejó atropellar sin
decir oxte ni moxte. Estaba visto que aquella mujer había nacido para domadora del
pobre viejo.
El tío Lucas se puso
más pálido que la muerte al ver que su mujer se le acercaba; pero luego se dominó,
y, con una risa tan horrible que tuvo que llevarse la mano al corazón para que no
se le hiciese pedazos, dijo, remedando siempre al Corregidor:
–¡Dios te guarde, Frasquita!
¿Le has enviado ya a tu sobrino el nombramiento?
¡Hubo que ver entonces
a la navarra! Tirose la mantilla atrás, levantó la frente con soberanía de leona,
y clavando en el falso corregidor dos ojos como dos puñales:
–¡Te desprecio, Lucas!
–le dijo en mitad de la cara.
Todos creyeron que le
había escupido.
¡Tal gesto, tal ademán
y tal tono de voz acentuaron aquella frase!
El rostro del Molinero
se transfiguró al oír la voz de su mujer. Una especie de inspiración semejante a
la de la fe religiosa, había penetrado en su alma, inundándola de luz y de alegría…
Así es que, olvidándose por un momento de cuanto había visto y creído ver en el
molino, exclamó con las lágrimas en los ojos y la sinceridad en los labios:
–¿Conque tú eres mi
Frasquita?
–¡No! –respondió la
navarra fuera de sí–. ¡Yo no soy ya tu Frasquita! Yo soy… ¡Pregúntaselo a tus hazañas
de esta noche, y ellas te dirán lo que has hecho del corazón que tanto te quería!…
Y se echó a llorar,
como una montaña de hielo que se hunde, y principia a derretirse.
La Corregidora se adelantó
hacia ella sin poder contenerse, y la estrechó en sus brazos con el mayor cariño.
La señá Frasquita se
puso entonces a besarla, sin saber tampoco lo que se hacía, diciéndole entre sus
sollozos, como una niña que busca el amparo de su madre:
–¡Señora, señora! ¡Qué
desgraciada soy!
–¡No tanto como usted
se figura! –contestábale la Corregidora, llorando también generosamente.
–Yo sí que soy desgraciado
–gemía al mismo tiempo el tío Lucas, andando a puñetazos con sus lágrimas, como
avergonzado de verterlas.
–Pues ¿y yo? –prorrumpió
al fin don Eugenio, sintiéndose ablandado por el contagioso lloro de los demás,
o esperando salvarse también por la vía húmeda; quiero decir, por la vía del llanto–.
¡Ah, yo soy un pícaro!, ¡un monstruo!, ¡un calavera deshecho, que ha llevado su
merecido!
Y rompió a berrear tristemente
abrazado a la barriga del señor Juan López.
Y este y los criados
lloraban de igual manera, y todo parecía concluido, y, sin embargo, nadie se había
explicado.
–XXXIII–
Pues ¿y tú?
El tío Lucas fue el primero que salió
a flote en aquel mar de lágrimas.
Era que empezaba a acordarse
otra vez de lo que había visto por el ojo de la llave.
–¡Señores, vamos a cuentas!…
–dijo de pronto.
–No hay cuentas que
valgan, tío Lucas –exclamó la Corregidora–. ¡Su mujer de usted es una bendita!
–Bien…, sí…; pero…
–¡Nada de pero!… Déjela
usted hablar, y verá como se justifica. Desde que la vi, me dio el corazón que era
una santa, a pesar de todo lo que usted me había contado.
–¡Bueno; que hable!
–dijo el tío Lucas.
–¡Yo no hablo! –contestó
la Molinera–. ¡El que tiene que hablar eres tú!… Porque la verdad es que tú…
Y la seña Frasquita
no dijo más, por impedírselo el invencible respeto que le inspiraba la Corregidora.
–Pues ¿y tú? –respondió
el tío Lucas perdiendo de nuevo toda fe.
–Ahora no se trata de
ella… –gritó el Corregidor, tornando también a sus celos–. ¡Se trata de usted y
de esta señora! ¡Ah, Merceditas!… ¿Quién había de decirme que tú?…
–Pues ¿y tú? –repuso
la Corregidora midiéndolo con la vista.
Y durante algunos momentos
los dos matrimonios repitieron cien veces las mismas frases:
–¿Y tú?
–Pues ¿y tú?
–¡Vaya que tú!
–¡No que tú!
–Pero ¿cómo has podido
tú?…
Etcétera, etcétera,
etcétera.
La cosa hubiera sido
interminable si la Corregidora, revistiéndose de dignidad, no dijese por último
a don Eugenio:
–¡Mira, cállate tú ahora!
Nuestra cuestión particular la ventilaremos más adelante. Lo que urge en este momento
es devolver la paz al corazón del tío Lucas, cosa fácil a mi juicio, pues allí distingo
al señor Juan López y a Toñuelo, que están saltando por justificar a la señá Frasquita…
–¡Yo no necesito que
me justifiquen los hombres! –respondió esta–. Tengo dos testigos de mayor crédito
a quienes no se dirá que he seducido ni sobornado…
–Y ¿dónde están? –preguntó
el Molinero.
–Están abajo, en la
puerta…
–Pues diles que suban,
con permiso de esta señora.
–Las pobres no pueden
subir…
–¡Ah! ¡Son dos mujeres!…
¡Vaya un testimonio fidedigno!
–Tampoco son dos mujeres.
Solo son dos hembras…
–¡Peor que peor! ¡Serán
dos niñas!… Hazme el favor de decirme sus nombres.
–La una se llama Piñona
y la otra Liviana…
–¡Nuestras dos burras!
Frasquita: ¿te estás riendo de mí?
–No, que estoy hablando
muy formal. Yo puedo probarte con el testimonio de nuestras burras, que no me hallaba
en el molino cuando tú viste en él al señor Corregidor.
–¡Por Dios te pido que
te expliques!…
–¡Oye, Lucas!…, y muérete
de vergüenza por haber dudado de mi honradez. Mientras tú ibas esta noche desde
el lugar a nuestra casa, yo me dirigía desde nuestra casa al lugar, y, por consiguiente,
nos cruzamos en el camino. Pero tú marchabas fuera de él, o, por mejor decir, te
habías detenido a echar unas yescas en medio de un sembrado…
–¡Es verdad que me detuve!…
Continúa.
–En esto rebuznó tu
borrica…
–¡Justamente! ¡Ah, qué
feliz soy!… ¡Habla, habla; que cada palabra tuya me devuelve un año de vida!
–Y a aquel rebuzno contestó
otro en el camino…
–¡Oh!, sí…, sí… ¡Bendita
seas! ¡Me parece estarlo oyendo!
–Eran Liviana y Piñona,
que se habían reconocido y se saludaban como buenas amigas, mientras que nosotros
dos ni nos saludamos ni nos reconocimos…
–¡No me digas más! ¡No
me digas más!…
–Tan no nos reconocimos
–continuó la señá Frasquita–, que los dos nos asustamos y salimos huyendo en direcciones
contrarias… ¡Conque ya ves que yo no estaba en el molino! Si quieres saber ahora
por qué encontraste al señor Corregidor en nuestra cama, tienta esas ropas que llevas
puestas, y que todavía estarán húmedas, y te lo dirán mejor que yo. ¡Su Señoría
se cayó al caz del molino, y Garduña lo desnudó y lo acostó allí! Si quieres saber
por qué abrí la puerta…, fue porque creí que eras tú el que se ahogaba y me llamaba
a gritos. Y, en fin, si quieres saber lo del nombramiento… Pero no tengo más que
decir por la presente. Cuando estemos solos te enteraré de este y otros particulares…
que no debo referir delante de esta señora.
–¡Todo lo que ha dicho
la señá Frasquita es la pura verdad! –gritó el señor Juan López, deseando congraciarse
con doña Mercedes, visto que ella imperaba en el Corregimiento.
–¡Todo! ¡Todo! –añadió
Toñuelo, siguiendo la corriente a su amo.
–¡Hasta ahora…, todo!
–agregó el Corregidor muy complacido de que las explicaciones de la navarra no hubieran
ido más lejos.
–¡Conque eres inocente!
–exclamaba en tanto el tío Lucas, rindiéndose a la evidencia–. ¡Frasquita mía, Frasquita
de mi alma! ¡Perdóname la injusticia, y deja que te dé un abrazo!…
–¡Esa es harina de otro
costal!… –contestó la Molinera, hurtando el cuerpo–. Antes de abrazarte necesito
oír tus explicaciones…
–Yo las daré por él
y por mí… –dijo doña Mercedes.
–¡Hace una hora que
las estoy esperando! –profirió el Corregidor, tratando de erguirse.
–Pero no las daré –continuó
la Corregidora, volviendo la espalda desdeñosamente a su marido– hasta que esos
señores hayan descambiado vestimentas…; y, aún entonces, se las daré tan solo a
quien merezca oírlas.
–Vamos…, vamos a descambiar…
–díjole el murciano a don Eugenio, alegrándose mucho de no haberlo asesinado, pero
mirándolo todavía con un odio verdaderamente morisco–. ¡El traje de Vuestra Señoría
me ahoga! ¡He sido muy desgraciado mientras lo he tenido puesto!…
–¡Porque no lo entiendes!
–respondió el Corregidor–. ¡Yo estoy, en cambio, deseando ponérmelo, para ahorcarte
a ti y a medio mundo, si no me satisfacen las exculpaciones de mi mujer!
La Corregidora, que
oyó estas palabras, tranquilizó a la reunión con una suave sonrisa, propia de aquellos
afanados ángeles cuyo ministerio es guardar a los hombres.
–XXXIV–
También la Corregidora es guapa
Salido que hubieron de la sala el Corregidor
y el tío Lucas, sentose de nuevo la Corregidora en el sofá, colocó a su lado a la
señá Frasquita, y, dirigiéndose a los domésticos y ministriles que obstruían la
puerta, les dijo con afable sencillez:
–¡Vaya, muchachos!…
Contad ahora vosotros a esta excelente mujer todo lo malo que sepáis de mí.
Avanzó el cuarto estado,
y diez voces quisieron hablar a un mismo tiempo; pero el ama de leche, como la persona
que más alas tenía en la casa, impuso silencio a los demás, y dijo de esta manera:
–Ha de saber usted,
señá Frasquita, que estábamos yo y mi Señora esta noche al cuidado de los niños,
esperando a ver si venía el amo y rezando el tercer rosario para hacer tiempo (pues
la razón traída por Garduña había sido que andaba el señor Corregidor detrás de
unos facinerosos terribles, y no era cosa de acostarse hasta verlo entrar sin novedad),
cuando sentimos ruido de gente en la alcoba inmediata, que es donde mis señores
tienen su cama de matrimonio. Cogimos la luz, muertas de miedo, y fuimos a ver quién
andaba en la alcoba, cuando, ¡ay, Virgen del Carmen!, al entrar vimos que un hombre,
vestido como mi señor, pero que no era él (¡como que era su marido de usted!), trataba
de esconderse debajo de la cama. “¡Ladrones!”, principiamos a gritar desaforadamente,
y un momento después la habitación estaba llena de gente, y los alguaciles sacaban
arrastrando de su escondite al fingido Corregidor. Mi señora, que, como todos, había
reconocido al tío Lucas, y que lo vio con aquel traje, temió que hubiese matado
al amo y empezó a dar unos lamentos que partían las piedras… “¡A la cárcel! ¡A la
cárcel!”, decíamos entretanto los demás. “¡Ladrón! ¡Asesino!”, era la mejor palabra
que oía el tío Lucas; y así es que estaba como un difunto, arrimado a la pared,
sin decir esta boca es mía. Pero viendo luego que se lo llevaban a la cárcel, dijo…
lo que voy a repetir, aunque verdaderamente mejor sería para callado: “Señora, yo
no soy ladrón ni asesino: el ladrón y el asesino… de mi honra está en mi casa, acostado
con mi mujer”.
–¡Pobre Lucas! –suspiró
la señá Frasquita.
–¡Pobre de mí! –murmuró
la Corregidora tranquilamente.
–Eso dijimos todos…:
“¡Pobre tío Lucas y pobre Señora!”. Porque… la verdad, señá Frasquita, ya teníamos
idea de que mi señor había puesto los ojos en usted…, y aunque nadie se figuraba
que usted…
–¡Ama! –exclamó severamente
la Corregidora–. ¡No siga usted por ese camino!…
–Continuaré yo por el
otro… –dijo un alguacil, aprovechando aquella coyuntura para apoderarse de la palabra–.
El tío Lucas (que nos engañó de lo lindo con su traje y su manera de andar cuando
entró en la casa; tanto, que todos lo tomamos por el señor Corregidor) no había
venido con muy buenas intenciones que digamos, y si la Señora no hubiera estado
levantada…, figúrese usted lo que habría sucedido…
–¡Vamos! ¡Cállate tú
también! –interrumpió la cocinera–. ¡No estás diciendo más que tonterías! Pues,
sí, señá Frasquita: el tío Lucas, para explicar su presencia en la alcoba de mi
ama, tuvo que confesar las intenciones que traía… ¡Por cierto que la Señora no se
pudo contener al oírlo, y le arrimó una bofetada en medio de la boca que le dejó
la mitad de las palabras dentro del cuerpo! Yo mismo lo llené de insultos y denuestos,
y quise sacarle los ojos… Porque ya conoce usted, señá Frasquita, que, aunque sea
su marido de usted, eso de venir con sus manos lavadas…
–¡Eres una bachillera!
–gritó el portero, poniéndose delante de la oradora–. ¿Qué más hubieras querido
tú?… En fin, señá Frasquita: óigame usted a mí, y vamos al asunto. La Señora hizo
y dijo lo que debía…; pero luego, calmado ya su enojo, compadeciose del tío Lucas
y paró mientes en el mal proceder del señor Corregidor, viniendo a pronunciar estas
o parecidas palabras: “Por infame que haya sido su pensamiento de usted, tío Lucas,
y aunque nunca podré perdonar tanta insolencia, es menester que su mujer de usted
y mi esposo crean durante algunas horas que han sido cogidos en sus propias redes,
y que usted, auxiliado por ese disfraz, les ha devuelto afrenta por afrenta. ¡Ninguna
venganza mejor podemos tomar de ellos que este engaño, tan fácil de desvanecer cuando
nos acomode!”. Adoptada tan graciosa resolución, la Señora y el tío Lucas nos aleccionaron
a todos de lo que teníamos que hacer y decir cuando volviese Su Señoría; y por cierto
que yo le he pegado a Sebastián Garduña tal palo en la rabadilla, que creo que no
se le olvidará en mucho tiempo la noche de San Simón y San Judas…
Cuando el portero dejó
de hablar, ya hacía rato que la Corregidora y la Molinera cuchicheaban al oído,
abrazándose y besándose a cada momento, y no pudieron en ocasiones contener la risa.
¡Lástima que no se oyera
lo que hablaban!… Pero el lector se lo figurará sin gran esfuerzo y si no el lector,
la lectora.
–XXXV–
Decreto imperial
Regresaron en esto a la sala el Corregidor
y el tío Lucas, vestido cada cual con su propia ropa.
–¡Ahora me toca a mí!
–entró diciendo el insigne don Eugenio de Zúñiga.
Y después de dar en
el suelo un par de bastonazos como para recobrar su energía (a guisa de Anteo oficial,
que no se sentía fuerte hasta que su caña de Indias tocaba en la tierra), díjole
a la Corregidora con un énfasis y una frescura indescriptibles:
–¡Merceditas…, estoy
esperando tus explicaciones!…
Entretanto, la Molinera
se había levantado y le tiraba al tío Lucas un pellizco de paz, que le hizo ver
estrellas, mirándolo al mismo tiempo con desenojados y hechiceros ojos.
El Corregidor, que observaba
aquella pantomima, quedose hecho una pieza, sin acertar a explicarse una reconciliación
tan inmotivada.
Dirigiose, pues, de
nuevo a su mujer, y le dijo, hecho un vinagre:
–¡Señora! ¡Todos se
entienden menos nosotros! ¡Sáqueme usted de dudas!… ¡Se lo mando como marido y como
Corregidor!
Y dio otro bastonazo
en el suelo.
–¿Conque se marcha usted?
–exclamó doña Mercedes, acercándose a la señá Frasquita y sin hacer caso de don
Eugenio–. Pues vaya usted descuidada, que este escándalo no tendrá ningunas consecuencias.
¡Rosa!: alumbra a estos señores, que dicen que se marchan… Vaya usted con Dios,
tío Lucas.
–¡Oh… no! –gritó el
de Zúñiga, interponiéndose–. ¡Lo que es el tío Lucas no se marcha! ¡El tío Lucas
queda arrestado hasta que sepa yo toda la verdad! ¡Hola, alguaciles! ¡Favor al rey!…
Ni un solo ministro
obedeció a don Eugenio. Todos miraban a la Corregidora.
–¡A ver, hombre! ¡Deja
el paso libre! –añadió esta, pasando casi sobre su marido, y despidiendo a todo
el mundo con la mayor finura; es decir, con la cabeza ladeada, cogiéndose la falda
con la punta de los dedos y agachándose graciosamente, hasta completar la reverencia
que a la sazón estaba de moda, y que se llamaba la pompa.
–Pero yo… Pero tú… Pero
nosotros… Pero aquellos… –seguía mascullando el vejete, tirándole a su mujer del
vestido y perturbando sus cortesías mejor iniciadas.
¡Inútil afán! ¡Nadie
hacía caso de Su Señoría!
Marchado que se hubieron
todos, y solos ya en el salón los desavenidos cónyuges, la Corregidora se dignó
al fin decirle a su esposo, con el acento que hubiera empleado una zarina de todas
las Rusias para fulminar sobre un ministro caído la orden de perpetuo destierro
a la Siberia.
–Mil años que vivas,
ignorarás lo que ha pasado esta noche en mi alcoba… Si hubieras estado en ella,
como era regular, no tendrías necesidad de preguntárselo a nadie. Por lo que a mí
toca, no hay ya, ni habrá jamás, razón ninguna que me obligue a satisfacerte, pues
te desprecio de tal modo, que si no fueras el padre de mis hijos, te arrojaría ahora
mismo por ese balcón, como te arrojo para siempre de mi dormitorio. Conque buenas
noches, caballero.
Pronunciadas estas palabras,
que don Eugenio oyó sin pestañear (pues lo que es a solas no se atrevía con su mujer),
la Corregidora penetró en el gabinete, y del gabinete pasó a la alcoba, cerrando
las puertas detrás de sí, y el pobre hombre se quedó plantado en medio de la sala,
murmurando entre encías (que no entre dientes) y con un cinismo de que no habrá
habido otro ejemplo:
–¡Pues, señor, no esperaba
yo escapar tan bien!… ¡Garduña me buscará acomodo!
–XXXVI–
Conclusión, moraleja y epílogo
Piaban los pajarillos saludando el alba
cuando el tío Lucas y la señá Frasquita salían de la ciudad con dirección a su molino.
Los esposos iban a pie,
y delante de ellos caminaban apareadas las dos burras.
–El domingo tienes que
ir a confesar (le decía la Molinera a su marido), pues necesitas limpiarte de todos
tus malos juicios y criminales propósitos de esta noche…
–Has pensado muy bien…
–contestó el Molinero–. Pero tú, entretanto, vas a hacerme otro favor, y es dar
a los pobres los colchones y ropa de nuestra cama, y ponerla toda de nuevo. ¡Yo
no me acuesto donde ha sudado aquel bicho venenoso!
–¡No me lo nombres,
Lucas! –replicó la señá Frasquita–. Conque hablemos de otra cosa. Quisiera merecerte
un segundo favor…
–Pide por esa boca…
–El verano que viene
vas a llevarme a tomar los baños del Solán de Cabras.
–¿Para qué?
–Para ver si tenemos
hijos.
–¡Felicísima idea! Te
llevaré, si Dios nos da vida.
Y con esto llegaron
al molino, a punto que el sol, sin haber salido todavía, doraba ya las cúspides
de las montañas.
A la tarde, con gran
sorpresa de los esposos, que no esperaban nuevas visitas de altos personajes después
de un escándalo como el de la precedente noche, concurrió al molino más señorío
que nunca. El venerable prelado, muchos canónigos, el jurisconsulto, dos priores
de frailes y otras varias personas (que luego se supo habían sido convocadas allí
por Su Señoría Ilustrísima) ocuparon materialmente la plazoletilla del emparrado.
Solo faltaba el Corregidor.
Una vez reunida la tertulia,
el señor Obispo tomó la palabra, y dijo: que, por lo mismo que habían pasado ciertas
cosas en aquella casa, sus canónigos y él seguirían yendo a ella lo mismo que antes,
para que ni los honrados Molineros ni las demás personas allí presentes participasen
de la censura pública, solo merecida por aquel que había profanado con su torpe
conducta una reunión tan morigerada y tan honesta. Exhortó paternalmente a la señá
Frasquita para que en lo sucesivo fuese menos provocativa y tentadora en sus dichos
y ademanes, y procurase llevar más cubiertos los brazos y más alto el escote del
jubón; aconsejó al tío Lucas más desinterés, mayor circunspección y menos inmodestia
en su trato con los superiores; y acabó dando la bendición a todos y diciendo: que
como aquel día no ayunaba, se comería con mucho gusto un par de racimos de uvas.
Lo mismo opinaron todos…
respecto de este último particular…, y la parra se quedó temblando aquella tarde.
¡En dos arrobas de uvas apreció el gasto el Molinero!
Cerca de tres años continuaron
estas sabrosas reuniones, hasta que, contra la previsión de todo el mundo, entraron
en España los ejércitos de Napoleón y se armó la Guerra de la Independencia.
El señor Obispo, el
magistral y el penitenciario murieron el año de 8, y el abogado y los demás contertulios
en los de 9, 10, 11 y 12, por no poder sufrir la vista de los franceses, polacos
y otras alimañas que invadieron aquella tierra, ¡y que fumaban en pipa, en el presbiterio
de las iglesias, durante la misa de la tropa!
El Corregidor, que nunca
más tornó al molino, fue destituido por un mariscal francés, y murió en la Cárcel
de Corte, por no haber querido ni un solo instante (dicho sea en honra suya) transigir
con la dominación extranjera.
Doña Mercedes no se
volvió a casar, y educó perfectamente a sus hijos, retirándose a la vejez a un convento,
donde acabó sus días en opinión de santa.
Garduña se hizo afrancesado.
El señor Juan López
fue guerrillero, mandó una partida, y murió, lo mismo que su alguacil, en la famosa
batalla de Baza, después de haber matado muchísimos franceses.
Finalmente: el tío Lucas
y la señá Frasquita (aunque no llegaron a tener hijos, a pesar de haber ido al Solán
de Cabras y de haber hecho muchos votos y rogativas) siguieron siempre amándose
del propio modo, y alcanzaron una edad muy avanzada, viendo desaparecer el Absolutismo
en 1812 y 1820, y reaparecer en 1814 y 1823, hasta que, por último, se estableció
de veras el sistema Constitucional a la muerte del Rey Absoluto, y ellos pasaron
a mejor vida (precisamente al estallar la guerra civil de los Siete años), sin que
los sombreros de copa que ya usaba todo el mundo pudiesen hacerles olvidar aquellos
tiempos simbolizados por el sombrero de tres picos.
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