José María Arguedas
I
Iba a cumplir
tres años de residencia en el pueblo. Todos sabían que era forastero; y quien deseaba
humillarlo, lo proclamaba.
Sus
ojos eran pequeños, su frente corta, sus pómulos relucientes; era bajo y recio.
Se ajustaba el pantalón con un chumpi (cinturón) ornado de figuras de patos y toros.
Sólo
él usaba esa clase de fajas. Desde su lejano pueblo, algún indio vendedor de fruta
le traía, de tiempo en tiempo, un cinturón nuevo y llamativo que sus hermanas le
enviaban como recuerdo. En el fondo rojo o azul del tejido, las figuras reciamente
compuestas, de toros, patos o caballos, resaltaban, como si estuvieran vivos.
Los
indios y los mestizos se detenían para ver la faja de Mariano; la examinaban minuciosamente;
y las mujeres parecían encantadas con la belleza del tejido.
Los
vecinos principales, los caballeros, se reían.
Mariano
no demostraba ninguna emoción ante las burlas o los elogios; permanecía callado
y tranquilo, mientras contemplaban o examinaban la vistosa prenda.
Mariano era arpista
y ayudante de sastre. Criaba un cernícalo al que llamaba “Inteligente Jovín”.
La
sastrería ocupaba la única tienda de una gran casa deshabitada de la cual Mariano
era el guardián.
La
casa pertenecía a una señora muy principal de un distrito próximo. Se decía que
la señora era dueña de la mayor parte de las tierras y de los indios del distrito.
Cuando iba a la capital de la provincia entraba a la pequeña ciudad acompañada de
su único hijo y de tres o cuatro indios a quienes llamaba “lacayos”. Mariano escuchaba
el tropel de los caballos y los reconocía de inmediato, antes de que llegaran a
la esquina. Corría al patio arrojando en cualquier sitio la “obra” que tenía en
las manos y abría el zaguán de la casa. Durante los días que la señora permanecía
en el pueblo, Mariano no aparecía en el taller.
El
hijo de la señora era alto, cejijunto, de expresión candente e intranquila. Cuando
venía con su madre excitaba al vecindario. Invitaba siempre champaña a sus amigos,
hasta emborracharlos; y se reía de ellos en forma escandalosa. Sus risotadas se
escuchaban a gran distancia. El pueblo se divertía con este espectáculo. Y duraba
algunos días la vergüenza de los “caballeros” bebedores de champaña. La gente exageraba
los sucesos de las borracheras:
–Dicen
que don Aparicio hizo caminar de cuatro patas a varios señores y que a algunos los
montó todavía.
–Dicen
que a don Esteban lo hizo subir al mostrador para que discurseara…
–Dicen
que don Aparicio se reía como un condenado y hasta en la plaza retumbaban sus carcajadas.
–¡Qué
gracia! Mil indios trabajan para él.
Mariano
esperaba en la calle a su patrón y lo acompañaba en las noches hasta la gran casona.
Iba tras de él, y don Aparicio no le hablaba.
En
algunas de aquellas noches, don Aparicio ordenaba a Mariano que llevara su arpa
al salón de la casa. Se acomodaba en una mecedora y le decía al sastre:
–Toca
“Palomita del campo”.
Mariano
se sentaba en la puerta, sobre un banquito, y tocaba los huaynos y tristes que su
patrón iba nombrando.
–Ahora
“El sauce ingrato”… “El chihuaco”… “El tuquito”… ¡Ahora canta el carnaval de mi
pueblo! ¡De Lambra!
Mariano
tenía voz grave y baja, como la de un sapo cantor. Porque entre las yerbas de los
campos húmedos y baldíos que había en ese pueblo, los sapos cantaban larga y dulcemente,
estremeciendo el profundo cielo estrellado o las lóbregas noches de verano.
–Don
Mariano, a ti no más te dejo tranquilo, por tu canto; por tu arpa también –le decía
el corpulento señor de Lambra, paseándose lentamente en la sala, a la luz temblorosa
de la única vela que prendía en el candelabro–. ¿Por qué será, don Mariano? Mis
mujeres no me dan tranquilidad; el trago, ya sea cañazo o champán, es para peor.
¡Anda ya a dormir! Pero en medio del patio tócame por último cualquier huayno de
tu pueblo.
Mariano
era nativo de uno de los pueblos fruteros del “interior”, de más adentro de la cordillera.
Allí, en hondas quebradas, crecían manzanos, peros y duraznos que florecían como
jardines y daban frutos limpios, brillantes, de colores que esplendían a distancia.
Mariano
tocaba fuertemente los huaynos alegres de esas regiones. En las cuerdas de alambre,
de las notas altas, se regocijaba repitiendo la melodía; con la otra mano arrancaba
los bajos en lo alto del arpa.
–¡Don
Mariano, tú, no más para mí, para mi alma…! –iba diciendo el patrón desde la escalera,
mientras subía paso a paso hacia su dormitorio.
El
Upa no hablaba delante de don Aparicio, casi ni lo miraba. El joven hablaba solo
y pedía los cantos.
–¿Por
qué, por qué no lo maltrata? ¿Por qué pues no lo lleva a tocar en las jaranas que
arma donde sus queridas? –se preguntaban en el pueblo.
Y
esta consideración que don Aparicio tenía por el sastre intrigaba a la gente, y
permitía defender sus costumbres al humilde, al Upa Mariano.
Los indios llaman
“Upa” (el que no oye) a los idiotas o semiidiotas. El músico Mariano tenía algo
de upa: iba a ver las fiestas de los barrios, y contemplaba los grandes bailes de
indios y mestizos, los convites fastuosos, las danzas, desde lejos. Cierta vez,
durante la celebración de un matrimonio, las mujeres le llevaron un plato de patachi
y de algún otro potaje escogido, y no los aceptó; a pesar de que para convidarle
tuvieron que caminar mucho hasta llegar donde él estaba; y fueron tan hermosamente
vestidas, con sus largos rebozos de castilla cubriéndoles la espalda:
–Padrecito
Mariano –le dijeron en quechua–, ahora comerás nuestra dulce comida; hasta aquí
te hemos traído, pasando vergüenza.
Tuvieron
que cruzar media calle con los platos escondidos bajo el rebozo.
Mariano
las contempló con sus ojos grises y pequeños, cargados de temor, de extrañeza. No
podía hablar, sus labios temblaban un poco. Ya parecía que huiría. Pero casi arrodillándose,
todo inclinado ante las mujeres, les dijo con su voz baja y suave:
–¡No,
mamacitas! ¡Mamachakuna, no, patroncitas! ¡Almas, almas!
Las
mujeres no se resistieron. La voz de Mariano las acarició con tristísima dulzura.
–¿Por
qué, pues; por qué, pues?
Hablando,
lamentándose, regresaron.
Mariano
se quedó de pie, apoyándose en la pared caleada en que el sol tan ardientemente
repercutía. Y vio cómo los indios bailaban en grandes círculos; y miró a los arpistas
que tocaban en una esquina del pampón. ¡Era por ellos que había baile, que los hombres
y las mujeres danzaban con tanta alegría! Al atardecer, Mariano se acercaba a los
patios en donde la gente bailaba; y muy levemente llevaba el compás de la música
con el cuerpo.
El
Upa se iba pronto, al empezar la noche. Entraba por la pequeña puerta del zaguán,
atravesaba el gran patio de la casona, y se dirigía a su cuarto. Era la monturera;
habían allí algunos caballetes vacíos, y poyos en los cuatro lados de la habitación.
Don Mariano prendía el mechero, la callana de sebo con que solía alumbrarse, y templaba
su arpa. No tocaba las danzas y cantos que acababa de oír, sino los de su pueblo.
Se agachaba hasta apoyar la frente en el gran arco del instrumento; y la música
de los pueblos fruteros del “interior” nacía en ese cuarto oscuro. Los pocos transeúntes
que pasaban por la calle a esa hora se detenían, para oír al arpista. Y no le remecían
la puerta, no le molestaban ni le gritaban desde fuera.
–¡Quizás
San Gabriel, quizás cual ángel toca! ¡El Upa no será! ¡El Mariano es inocente! –comentaban
los indios, en quechua.
–Cantos
de pueblo extraño –afirmaban los vecinos notables.
Si
algún indio o mestizo borracho le oía, se acercaba hasta la puerta; se sentaba en
la vereda, apoyando la cabeza sobre las rodillas, y escuchaba.
Mariano
sentía a veces que a su puerta se detenían algunos transeúntes.
–Su
espíritu no más está tocando –dijo cierta noche un mestizo de mala vida, guitarrista,
y dedicado a corromper mujeres casadas–. ¡Su espíritu no más! A ver si me limpia
mi alma; pura mujer no más quiero. ¡Mucho hey maldecido…!
Y
se tendió junto a la puerta de Mariano, en la oscuridad.
La
música de los pueblos fruteros del “interior” era distinta que la de ese pueblo
grande y frío, de horizonte abierto, donde las montañas altas se veían lejanas,
en brumosa cadena. Mariano había crecido bajo la protección de un río pequeño, al
pie de una tibia montaña, con árboles bajos, y yerbas que florecían desde enero
y morían con el calor y la sequía de junio. Los árboles también daban flores pequeñas.
Solo el sanki (cactus gigante) y los bajos sok’onpuros amanecían, de repente, con
una inmensa flor, blanca el sanki y roja el sok’o; ambas atraían la luz, y refulgían.
Para tener una flor de sanki en las manos había que bajarla a hondazos o derribar
el tallo espinoso, que lloraba. El sok’o, en cambio, se colgaba de los precipicios
y su flor llameaba en el aire de las zanjas inalcanzables. “¡Ay sok’os, aypaykuykiman!
(¡Si pudiera alcanzarte!)”, clamaban los niños.
Mariano
tocaba recordando su valle, su pueblo nativo, donde el sol se hundía, caldeando
las piedras, mezclándose con el polvo, haciendo brillar las flores, las plumas de
los pequeños patos del río, el vientre de los pejerreyes que cruzaban como agujas
los remansos.
–¿Quién
pues va a bailar con el arpa del Mariano? –decían sus oyentes–. El Upa toca diferente.
Don Mariano no
quiso tocar nunca fuera de la casa del señor de Lambra, ni siquiera en la iglesia.
–¡No,
papacito! –gemía, cuando intentaban llevarlo a tocar en una fiesta, de indios o
mestizos.
–Al
primero que arrastre a don Mariano a tocar en cualquier casa ajena, lo mato a puntapiés
–había dicho don Aparicio en muchos sitios y en forma rotunda–. ¡Lo mato a puntapiés!
Aquí hay más de veinte arpistas; nadie necesita de don Mariano.
Era
extraño que un joven tan poderoso, tan altivo, le llamara don al Upa. Ese tratamiento
tuvo quizá más influencia que las propias amenazas que lanzó para proteger al arpista.
Nadie
caminaba con más humildad y menos frecuencia en las calles principales del pueblo
que Mariano. Pasaba como si en realidad no fuera nadie. Cuando su joven patrón bebía
en las cantinas, Mariano permanecía quieto tras la sombra de algún poste. Cuando
don Aparicio salía para dirigirse a otra tienda o a su casa, el Upa lo seguía, andando
por en medio de la calle. Si el joven se iba a dormir donde alguna de sus queridas,
don Aparicio se despedía de él luego de una o dos cuadras de compañía. “Hasta mañana,
don Mariano”, le decía en quechua, y Mariano se iba a la casa del patrón. Y ningún
mestizo o señor principal se atrevió jamás a abofetearlo o a insultarlo a gritos
en la calle, como a los indios de los barrios.
II
¿Por qué había
salido de su pueblo don Mariano; y cómo pudo llegar a la capital de la provincia?
¿Por qué prefería vivir en este pueblo grande y frío, de tantos barrios, donde permanecía
como un forastero, como una piedra que jamás se disolvería? ¡Cuán diferente era
la vida en los pequeños pueblos fruteros del “interior”! Allá había pobreza; las
tierras de sembrar eran escasas; los melocotones, las manzanas y los peros se vendían
a tres por medio, las tunas ordinarias a 20, las amarillas a 30; y no se conocía
otro negocio. Pero las autoridades residían lejos y los comuneros seguían viviendo
según sus costumbres antiguas. No habían allí verdaderos terratenientes voraces
y crueles. Lenta, sin acontecimientos súbitos, la vida cursaba tranquila. Las pocas
fiestas estaban previstas; y la gente se preparaba para ellas todo el año. Duraban
dos o tres días; días grandes, de bailes, cantos y convites abundantes, con los
mejores potajes. Los hombres y las mujeres estrenaban ropa nueva en esos días; las
mujeres se alhajaban y los niños contemplaban los bailes y danzas, jugaban en las
huertas; algunos lloraban, perdidos en la oscuridad durante las danzas nocturnas.
Mariano
era el quinto y último hijo de la familia. Aprendió a tocar arpa cuando tenía ocho
años; su padre y su abuelo fueron arpistas. Los padres y hermanos comprendieron
desde temprano que Mariano era medio upa. Carecía de destreza muscular, tenía apariencia
de niño mudo, soñoliento. ¡Pero entendía y hablaba! No le confiaron nunca los trabajos
que requerían agilidad, malicia o iniciativa. Lo dedicaron a espantador de pájaros
en las huertas, a guiador de yuntas en las siembras y a acompañante de sus hermanas
cuando tenían que ir a hacer compras a la capital del distrito. El hermano mayor,
que era el primogénito, lo miraba con cierto desprecio y vergüenza. Era alto, de
nariz aguileña, de labios delgados y de pómulos brillantes que resaltaban; se llamaba
Antolín. Tocaba charango, y era “negociante arriero”. Era él quien llevaba la legendaria
fruta de la comunidad a los pueblos más lejanos, a aquellos en que los melocotones
y manzanas alcanzaban altos precios. La mayor parte de los comuneros le encomendaba
a él la venta de su fruta. Se la entregaban bien cargada, en buenos asnos que habían
descansado medio año.
Cuando
Antolín salía de viaje, toda la comunidad lo despedía, en un extremo del pueblo,
junto a una piedra inmensa cargada de arbustos y de yerbas. Mariano veía irse a
su hermano mayor como a un ser poderoso en cuyo cuerpo se hubiera concentrado la
energía de los cielos y de la tierra. Las bellas pasñas, las solteras más codiciadas
y hermosas, adornaban de flores a Antolín; le ponían el wallco, un cordón de frutas
y flores que le ceñía como una banda presidencial. La gran piedra se cubría de niños.
Abrazaban a Antolín todos, sin estrecharlo mucho, poniéndole después las manos sobre
los hombros. Luego partía. Mariano permanecía a la sombra de la gran piedra y escuchaba
el coro de la despedida, el kacharpariy; solo, porque siendo upa nadie se quedaba
muy cerca de él. Las mujeres se cubrían medio rostro con las mantas, se reunían
en un grupo cerrado, y así cantaban el harawi de la despedida. Los hombres y los
niños, las viejas, todos permanecían en su sitio, callados.
Antolín
se alejaba por la falda de la montaña y las mujeres lo seguían, lo alcanzaban, lo
sacudían con su canto. El harawi lento, largo, coreado en la voz más aguda, dominaba
al día, al sol menguante de esa hora; y Antolín tras de su piara caminaba a paso
de cuesta. Mariano lo contemplaba; la imagen de su hermano bullía en su corazón;
veía que el harawi había hecho detenerse al mundo para que solo el fuerte y alegre
Antolín viviera, caminara, resaltara en la honda quebrada. Al anochecer, entre el
canto de los pájaros, sin la presencia del sol que tanto se había infundido del
silencio de la despedida, todo el ayllu regresaba a la aldea, a bailar en la plaza
y más tarde en la choza de la familia de Antolín.
El
Upa Mariano iba tras el ayllu, solo; porque era el único upa del pueblo.
–Yo
también tocaré arpa –le pedía al padre, cuando la fiesta se trasladaba a su casa.
Le
daban el arpa. Y agachaba la cabeza como un forastero avergonzado; pegaba su frente
al arco del arpa, y tocaba.
–Porque
pasa el día con los pájaros cantores será que así dulce toca –decían los viejos
y las mujeres.
En
la mente de Mariano brillaba la gran piedra del kacharpariy-pata con todas sus flores.
Desde la cima de esa piedra él ahuyentaba a los pájaros con el tronar de su honda
y con sus gritos. Los pájaros volaban exhibiendo sus plumas amarillas, negras, verdes
y rojas. Y él se reía, bailaba y daba algunos saltos de regocijo.
–¡Ay
tuya tuya, chaynataraq, manchayta, pawariykunti! (Y así ¡oh calandria! tan extremadamente
vuelas) –exclamaba.
Con
estos recuerdos se ocultaba más para tocar. Casi con la barba sobre el pecho arrancaba
notas dulces y enérgicas al arpa. Las mujeres lo contemplaban con admiración y lástima.
Los hombres bailaban sin acordarse que era el Upa quien tocaba.
Cuando el padre
de la familia murió, Antolín resolvió despachar al Upa a la capital de la provincia.
Las dos hermanas y los cuñados aceptaron la decisión del arriero. Antolín los atemorizó.
Les recordó que los upas eran sensuales y taimados.
–Yo
no puedo tomar mujer porque le tengo miedo –les dijo–. Ya es hombre. En la noche
no va a poder sujetar al demonio.
Mariano
se dedicaba entonces a su Jovín. El cernícalo lo miraba con inteligencia. El rostro
del músico se reflejaba resplandeciente de felicidad en los ojos profundos del cernícalo.
Mariano tocaba una danza guerrera de carnaval y luego bailaba a grandes saltos,
sin dejar de mirar a la pequeña ave de nariz acerada.
–¡Son
amigos! ¡Se entienden! ¡La misma alma tienen, seguro! –exclamaba Antolín, observando
que en esos instantes de regocijo, Mariano y el cernícalo no dejaban de mirarse–.
El corazón del Upa está palpitando como si fuera killincho (cernícalo); en su adentro
es vivo; quizá hay candela, infierno, en su alma. ¡Fuera! Desde la puna lo soltaré.
Antes
del amanecer, en el tiempo de la sequía y de la helada, Antolín obligó a levantarse
a su hermano para marchar hacia el grande y lejano pueblo desconocido donde residían
“los todopoderosos”.
–Allí
los arpistas son rogados, mandan –le dijo Antolín–. Ganarás en una fiesta más que
una cosecha entera de dos huertas. Los alcaldes van a suplicarte; los mayordomos
te van a llorar; los poderosos también, el “Gobiernos”, los patrones, te van a llamar
bonito, como a amigo. ¡Grande va a ser tu vida, Mariano! A tu familia también vas
a cuidar, desde lejos. ¡Con tu killincho te irás! Adivinando tu viaje, seguro, el
finado compró para ti el killincho. ¡Como tú, es grande! A los cóndores los hace
llorar en todos los aires…
Le
halagó lentamente, lo deslumbró; hizo que se decidiera. Y lo despertó, cuando la
estrella de la mañana se anunciaba con un resplandor helado y tenue que crecía tras
las cumbres de la lóbrega cadena de montañas.
Al
salir del patio, en el umbral de la puerta, Mariano dudó. Quería retractarse.
–¡Vivo,
vivo! –le gritó Antolín, empujándolo.
El
killincho aleteó sobre el arco del arpa; Mariano cerró los ojos, apretándolos por
un instante, y salió al camino.
Escalaron
juntos la cordillera.
Por
la región de las huertas y las faldas de las montañas que circundan la comunidad,
caminaron de noche. Amaneció cuando la última abra estaba próxima.
Se
sentaron a descansar en la cumbre. Antolín rezó en quechua y ofreció un poco de
cañazo al abra y a la pampa temible que empezaba, cerca, al pie de los nevados.
Es
la meseta más plana y alta del Perú, sembrada de lagos sin totorales, sin arbustos.
Antolín pudo señalar desde la cumbre, como un mapa, todos los caminos que cruzan
la estepa.
–¿Yo
por allí? ¿Hasta dónde? –exclamó el Upa, contemplando la vibración del viento en
el confín difuso de la pampa.
–¡Viento
no más, como agua! Parece lejos. ¡Viento no más! ¡Es cerca! El killincho sabe –le
dijo Antolín, con voz enérgica–. Yo te voy a ver de aquí. Si regresas te reventaré
la cabeza con estas piedras del auki. ¡Ya! ¡Vivo!
Y
el Upa comenzó a descender a la pampa.
Antolín
lo vio caminar durante varias horas. En la superficie amarilla de la pampa, la sombra
de las nubes dibujaba manchas informes que se deshacían y viajaban. Con el cernícalo
duramente agarrado del arpa, Mariano caminaba rápido. Llevaba el arpa a la espalda,
pero un extremo del arco quedaba sobre su cabeza; allí iba prendido el cernícalo.
Ambos escrutaban los confines sin pensar ya en nada. Los insondables ojos con una
sola expresión: el anhelo de vencer la distancia; de cruzar ese mundo extraño, devorado
por los silencios, por la resonancia del graznido de los patos. ¡Y cómo centelleaba
la nieve y se reflejaba, tanto en los lagos como en el temeroso corazón del viajero!
Cuando
perdió de vista a su hermano, Antolín, el arriero, derramó nuevamente unas gotas
de aguardiente sobre la cumbre, y empezó a bajar la montaña, hacia su pueblo.
El
arpista fue cobrando valor mientras cruzaba la meseta en la que, según las leyendas,
vivían monstruos voraces, arrojadores de fuego. Si el silencio no lo había diluido,
si su corazón seguía latiendo, si no habían saltado de los lagos tropas de toros
y serpientes encrespadas para enloquecerlo con sus bramidos y arrastrarlo, él podía
vencer ya a todos los demonios de la tierra. Y con paso enérgico apuró la marcha.
–¡Papacito!
–le dijo a su cernícalo–. ¿Dónde está “encantos”? ¿Dónde tus enemigos, papacito?
Tú eres patrón, yo también patrón, aquí en K’allak’ata.
Con
la misma decisión contempló desde una cumbre baja el gran pueblo, la ciudad de los
seis barrios, con seis iglesias pequeñas, de indios, y un templo mayor, largo, de
piedra blanca y techo de calamina. No le sorprendió ya la gran extensión de tierra
que cubrían las casas, a diferencia de su pequeña aldea, en que las humildes construcciones
estaban separadas por huertas y sembrados. Le impresionó la plaza de armas, un campo
extenso y desnudo, cruzado por aceras embaldosadas; y las casas de los señores principales,
mansiones de dos pisos con dos patios y corrales defendidos por altos cercados.
Pero
una resolución firme aunque confusa inspiraba al Upa: “Ya no más su pueblo; allí
abajo, en ese laberinto de casas que cubrían el lomo y las faldas de una roja colina
él se hundiría, él viviría”.
–¡Yo
maestro arpista! ¡Yo patrón valiente! ¡Ja caraya!
Guapeándose
en voz alta empezó a descender la última cuesta.
¿Pero
a qué iba el Upa? ¿A qué iba, si en ese pueblo habían más de veinte arpistas famosos
que tocaban en competencia durante las fiestas de la capital y de todos los pueblos
circundantes? Ellos eran los creadores de las melodías que después se difundían
en quinientos pueblos, hacia todas las regiones. La noche del 23 de junio esos arpistas
descendían por el cauce de los riachuelos que caen en torrentes al río profundo,
al río principal que lleva su caudal a la costa. Allí, bajo las grandes cataratas
que sobre roca negra forman los torrentes, los arpistas “oían”. ¡Solo esa noche
el agua crea melodías nuevas al caer sobre la roca y rodando en su lustroso cauce!
Cada maestro arpista tiene su pak’cha secreta. Se echa, de pecho, escondido bajo
los penachos de las sacuaras; algunos se cuelgan de los troncos de molle, sobre
el abismo en que el torrente se precipita y llora. Al día siguiente, y durante todas
las fiestas del año, cada arpista toca melodías nunca oídas, directamente al corazón;
el río les dicta música nueva.
¡Qué,
pues, iba a hacer entre esos maestros el Upa Mariano!
Cuando llegó
al pueblo era casi el mediodía. Entró por el barrio alto de Alk’amare. La única
calle derecha del barrio empalma con el jirón Bolognesi, donde viven los señores,
en el centro. Alk’amare estaba vacío a esa hora; solo algunas indias vieron pasar
al músico y lo siguieron con la mirada hasta que se perdió de vista en la calle.
Distinguieron claramente al pájaro que iba posado sobre el pico del arpa. Mariano
tenía la apariencia de ciertos devotos indios que llegaban a la ciudad desde lejanísimas
comarcas para rezar ante el Señor de Challwa, que era el barrio más antiguo.
Mariano
ingresó al barrio de los señores y se detuvo en la sombra, frente a la casa de don
Aparicio. El joven llegó seguido de dos “lacayos”, de Lambra. Miró al músico y le
sorprendió su aspecto. Mariano examinaba los balcones tallados.
–¿Quién
eres? –le preguntó con voz tonante.
El
músico se volvió hacia el joven y sus ojos temblaron.
–Aquí
estoy, patrón –contestó rápidamente–. ¡Yo, arpista!
El
cernícalo aleteó.
–No
bravo, patrón. ¡Mansito, bonito!
Hizo
saltar al pájaro hasta su mano y lo mostró, sonriente. Se había calmado su alma.
Don Aparicio dudaba, lo miraba.
–¡Entra!
Necesito un guardián para mi casa.
Esperó
que el indio forastero pasara. Ya en el gran corredor se acercó más al músico. Llevaba
aún el pájaro prendido en el dedo índice.
“¿No
será un brujo?”, pensó el terrateniente.
Su
cuerpo era raro; la espalda redonda, como la de los jorobados; las piernas delgadas;
tenía casi barbas…
–¡Toca!
–le ordenó.
Entonces
los ojos pequeños de Mariano se iluminaron; don Aparicio recibió esa mirada y sintió
un clamor profundo en su alma, como la primera luz de un día de fiesta en la infancia.
El
cernícalo fue a posarse sobre el arco alto del arpa y don Mariano tocó un wanka
de la cosecha. Los “lacayos” se atrevieron a acercarse hasta donde estaba el patrón,
y formaron con él un pequeño público que rodeó al arpista.
El
Upa tocó la triunfal música con que los comuneros del “interior” cantan, mientras
llevan las gavillas de trigo o de maíz, del campo a las eras. Un acompañamiento
semejante al del huayno, acordes que tocaba en las cuerdas graves, daba al wanka
un aire de baile y de imploración. Con esa melodía, entonada por voces de hombres,
el comunero indio alcanza el profundo corazón de la tierra, la región de donde los
seres vivos brotan. El Upa mezclaba en su arpa esta música y el ritmo de los cantos
de amor.
Don
Aparicio se separó del grupo, y lentamente se dirigió a la escalera. Iba preguntando
y hablando mientras oía:
–¡Para
mí no más vas a tocar, don! ¿Cómo te llamas?
–Mariano.
–Aquí
vas a quedar. Llévenlo a la monturera. Allí va a ser su casa. Y la cocina también
será para él. Le daremos buenos pellejos, frazadas. Le pagaremos veinte soles al
mes. Le dejaremos maíz, papas, ollucos; le mandaremos coser ropa de indio, buena…
Don
Aparicio continuó hablando desde la escalera. Don Mariano, de pie, con la cabeza
descubierta, le oía y le seguía con los ojos. Los “lacayos” de Lambra habían comprendido
ya, por la figura, por los ademanes del músico, que era medio upa, que era un illa
tocado por algún rayo benéfico.
III
Una joven rubia,
delgada y de pelo corto, llegó al pueblo tres años después que el Upa Mariano. Su
madre la acompañaba. Se alojaron en el único “hotel” de la pequeña ciudad. El “hotel”
ocupaba una de las más antiguas casas del pueblo. Tenía un patio extenso cubierto
de yerbas y pastos donde cantaban sapos y millares de grillos. Muy pocos viajeros
llegaban al “hotel”; algunos agentes de casas comerciales, empleados y maestros
recién nombrados, militares en tránsito y raros viajeros que tomaban esa ruta para
internarse hacia los ríos amazónicos; porque los Andes centrales ofrecen por esa
región un paso menos helado y alto.
La
llegada de la rubia y su permanencia conmovió a la juventud de la capital provinciana
y a la de los distritos próximos. Era bella y elegante; y era de la costa, de una
ciudad importante y aristocrática. Sin duda pertenecía a una familia modesta, pero
vestía exactamente como las señoritas limeñas, a la última moda. Su melena era muy
corta, como no se atrevían a usarla las jóvenes del pueblo; y caminaba con esa gracia
encantadora propia de las muchachas bonitas de las ciudades costeñas.
Don
Aparicio compró una de las casas más nuevas del pueblo, el mismo día que vio a la
joven rubia.
Casi
todas las señoritas del pueblo estaban preocupadas y tristes. Las señoras hacían
conjeturas obscenas y crueles acerca de la niña recién llegada.
Don
Aparicio arregló la casa nueva con pocos muebles de dormitorio, comedor, sala y
cocina; luego se encaminó resueltamente al hotel. Y ofreció su casa en alquiler,
a la madre.
Los
cuartos del hotel ocupaban solo el primer piso de la vieja casa, porque el segundo
estaba en ruinas. Las habitaciones eran oscuras; el empapelado humedecido, cruzado
por vetas y manchas. El piso de ladrillos, gastado y polvoriento, tenía huecos y
desniveles.
Don
Aparicio no se mudó de ropa para la visita, no se acicaló especialmente. Fue de
botas y de bufanda, con un sombrero muy fino de paja, y usando fuete. Miró a la
joven profundamente, con sus ojos entre alocados y crueles, tan enérgicos y grises.
Brotaba de ellos una gran ansiedad.
–Señora
–dijo a la madre–, yo tengo una casa antigua en la que se han alojado todos mis
antepasados. Compré otra nueva creyendo que se avenía mejor a mí, que soy joven
y educado en Lima, pero no puedo vivir en ella. Soy nada más que un buen vecino
de Lambra, de un pueblecito de acá cerca. Solo vengo de vez en cuando a la capital.
Para mí sería un honor si ustedes aceptaran tomar mi casa nueva. Yo pago un guardián
en la otra…
Se
comportó muy cortés y hábilmente. Persuadió a la señora, y fueron a ver la casa.
También consiguió que se decidieran a trasladarse sin demora.
De
vuelta al hotel, don Aparicio caminó junto a Adelaida; iba pensando, y hablando
para sí: “¡Padre Santo! ¡Qué rubia es, qué delgadita! ¡Padre Santo, no la quiero
para esposa; en mi pueblo se derretiría como una saywa de hielo; se reiría a carcajadas
viendo una wifala de carnavales! ¡No me importa que no sea ya pura o que sea enferma!
¿Para qué la quiero? ¡K’ella runa! Así como es no sé para qué la tendría. ¡Pero
voy a echarle un cerco, como de perros ansiosos, que no tienen miedo a morir, y
rodean igual a las vicuñas que a los pumas…! ¡Esto comienza!”.
La
joven lo sintió pensar, y no le habló. Ella tenía ojos azules, limpios y alegres.
La señora miró al joven varias veces, examinándolo.
Al
despedirse le agradecieron ambas.
–Somos
pobres –le dijo la madre–. Soy viuda de un músico italiano que trabajaba en el Colegio
Nacional y como profesor particular en muchas casas grandes… Solo estaremos unos
meses aquí…
Hablaba
con esa franqueza rápida y espontánea, característica de las buenas mujeres costeñas
de la clase media.
Adelaida
deseaba irse. No miraba al joven.
–A
mí, a mí lo que me gusta son las flores del campo –habló inesperadamente, interrumpiendo
a su madre–. Durante el viaje, en las alturas de este pueblo, ¡vi tantas! ¡Azules
y rojas, azules y rojas! Como un manto que se movía…
–¡No
ha visto las blancas, las grandes flores! Ya tendrá ocasión, si me permite.
–Usted
es un caballero… muy bueno.
La
joven expresaba un entusiasmo real. Sus mejillas se encendieron con un timbre rosado,
blando, de su sangre cálida.
“Padre
Santo –continuaba hablando don Aparicio–. Padrecito: yo le traeré las flores de
la gran cordillera. ¡Si ahora su mejilla está como la hoja del achank’aray rojo
y alba! ¿Yo no dije? Si el achank’aray y el phalcha parecen como el rostro mismo
de las criaturitas inocentes. ¡Hermosura para la eterna gloria! ¡Mi caballo, mi
caballo, k’ellas (ociosos), y a saltos llegaré a los nevados!”. Don Aparicio movía
los labios en forma perceptible. Se despidió un poco confundido.
–Perdone,
señorita –dijo a Adelaida–. Usted me ha hecho pensar mucho hablándome de las flores
de mi tierra. ¿Aceptaría usted que le enviara dos indias de mi hacienda, para su
servicio? Es gente humilde y obediente. Yo tengo algunas que entienden las órdenes
caseras en castellano.
Adelaida
aceptó el ofrecimiento, sin esperar a que su madre interviniera.
–Con
una es suficiente –dijo la madre.
–Nunca,
señora. Una para la cocina y otra para los mandaditos.
El cerco estaba
hecho, y no de perros rabiosos, sino uno más alto e invisible, tendido por la audacia:
la casa, la servidumbre y las cargas de comestibles que él les enviaría “en venta
al costo”, constituirían el infranqueable cerco, el derecho adquirido que él sabría
imponer a los de fuera.
Las
señoras del pueblo respiraron tranquilamente; los jóvenes se resignaron; las muchachas
ansiaban contemplar a la rubia, verla caminar y sufrir. Don Aparicio juró arruinar
y golpear hasta dejar agonizante a quien hablara mal de la niña recién llegada.
Podía hacerlo. Una noche, trescientos indios llegarían a cualquier hacienda o chacra;
derrumbarían los cercos, dirigidos por despiertos y fieles mayordomos mestizos;
matarían los chanchos, los caballos y las vacas; los espantarían hacia los abismos…
El señor de Lambra era un hombre de acción y no había aparecido aún otro joven poderoso
e igualmente decidido que le hiciera sombra. Era, además, fuerte, gran jinete; y
cuando le atacaba la ira, enrojecían sus ojos, se erizaban sus espesas cejas, infundía
miedo. Y no lanzaba puñetazos; golpeaba con el filo de su mano derecha como si fuera
un trozo de madera pesada. A ese golpe le llamaba “pescuezaso”, y decía que un peleador
limeño le había enseñado.
Pero
la vida de la capital provinciana se alteró con la llegada de la rubia y de su madre.
“¿Qué pasará? ¿En qué irá a parar? ¿Cuándo se irá? ¿Qué es ella de don Aparicio?
¿Ya es de él; o le ha sorbido de veras el seso, y la quiere como un colegialito?”,
se preguntaban en el barrio de los vecinos principales.
Los
jóvenes casaderos y los muchachos, los adolescentes, pasaban por la calle donde
ella vivía, cuando don Aparicio se iba a Lambra. En realidad, la imagen de Adelaida
reinaba en el barrio de los señores. Solo en los ayllus de los indios se hablaba
poco de ella. Se contaba que una hermosa niña, de cabellos rubios como los de las
Vírgenes de las iglesias, había llegado al pueblo y que todas las señoras y sus
hijas la odiaban; que muchas jóvenes lloraban en la noche, de ansias y de envidias.
La tarde en que
la viuda y Adelaida se mudaron del hotel, don Aparicio entró al patio de su casa,
turbado y conteniéndose. Apoyó el hombro y la cabeza en una de las columnas de piedra
blanca que sostenían el corredor del segundo piso. Luego llamó a grandes voces al
músico. Mariano salió corriendo de la monturera.
–Mariano,
trae tu arpa –le dijo–. Trae también a tu killincho.
El
cernícalo aleteaba sobre el arco del instrumento. El músico venía casi corriendo.
Llegó al corredor y se sentó en el poyo, cerca de la columna.
–¿Qué
toco, patrón?
–Huayno
de altura, bien triste.
Mariano
tocó el más triste de todos, aquel cuyas primeras palabras dicen: “Pato negro ¡por
quién lloras! Yo también tengo luto eterno, pero no solo en las plumas…”.
Don
Aparicio confundía el verdadero amor con la tristeza.
–Canta,
don Mariano.
El
Upa comenzó a entonar las primeras palabras. Su voz grave, tan tierna, como la de
las aguas que se aquietan después de haberse precipitado en los ásperos abismos,
y lloran en los floridos campos, sobre la amada tierra; su voz exaltaba ahora la
confusa pasión de su amo. “¿Qué es esto, Upa Mariano? ¡Tu arpa me ahonda más!”,
se preguntó el señor de Lambra, y no pudo seguir oyendo el canto.
–Mariano,
tráeme mi caballo –le ordenó.
El
indio dejó el arpa recostada en la pared y se dirigió corriendo a la cuadra. El
cernícalo contempló al joven con ese aparente detenimiento con que las aves de rapiña
cautivas miran; sus ojos parecían un líquido profundo que se abría y cerraba. El
dueño de casa lo ignoró.
Don
Aparicio no pidió su poncho. Hizo que el músico le calzara las espuelas y montó
de un salto. Partió al galope.
El
Upa cerró el zaguán, y fue caminando a paso ligero hacia la salida del pueblo. Subió
a una piedra cubierta de líquenes rojizos, a la orilla del riachuelo en que termina
la ciudad; y desde allí vio a su patrón subir la cuesta a gran velocidad. Los ijares
del caballo estarían sangrando.
IV
Al día siguiente,
en la tarde, un grupo de diez indias guiadas por un varayok’ (alcalde), canoso y
de color cetrino, entraron al pueblo, por el lado del riachuelo, camino de Lambra.
Cada mujer llevaba en las manos un ramo de achank’arayes blancos y violáceos y sobre
la cinta del sombrero, como anchos adornos, flores de phalcha azules y grises. El
viejo alcalde indio empuñaba una vara gruesa de chonta, ajustada con anillos de
plata: insignia de su autoridad. El extremo alto de la vara, el de mayor diámetro,
estaba cubierto con una lámina de plata que tenía en su centro una cruz.
Sobre
el madero negro de la vara lucían las franjas de metal. Cada anillo era un “pallay”,
una cinta labrada: pájaros, flores, venados y caballos, dibujados a cincel, y en
los bordes una línea, a manera de marco.
Los
indios del barrio de Challwa avanzaron hacia los campos y calles por donde debía
pasar la comitiva. Hombres y mujeres saludaban al varayok’ quitándose el sombrero,
pero no podían comprender el objeto de esa marcha de flores. Por el vestido de bayeta
azul oscuro y la montera con franjas doradas, en forma de cruz sobre la copa, reconocieron
que era gente de Lambra.
Pero
llegaban en un día común. ¿Para quién eran las flores? Algunos pensaron que vendrían
a cumplir una promesa hecha al milagroso Señor de Challwa. Sin embargo nadie preguntó.
El varayok’ cruzó los pampones y callejuelas del barrio, en silencio, sin mirar
a nadie; las jóvenes indias lo seguían sin demostrar ninguna alegría, ningún sentimiento
que pudiera ser reconocido por las mujeres del barrio indio. “¿Qué es pues esto?
–se preguntaban ellas–. ¿Por qué no cantan? ¿A qué vienen con sus trajes de fiesta?
¡No es tampoco para un muerto!”.
En
el barrio central, las señoras y señoritas, los jóvenes y caballeros lo comprendieron
todo.
–¡Qué
escándalo! –dijo uno–. ¡El varayok’ a las órdenes de don Aparicio para una alcahuetería!
–¡Está
loco ese mozo! –pensó una señora, amiga de la madre de don Aparicio.
Todos
murmuraron, sorprendidos. Algunas jóvenes reían al ver pasar a las indias con sus
ramos de flores; a otras les atacó la amargura. “Hay que ir hasta el pie de los
nevados para recoger estas flores; él mismo habrá subido anoche. Y en nuestra cara
hace desfilar a sus indios por las calles; como a una Virgen le envía ramos de las
flores más raras. ¡Aquí, en mi pueblo!”, pensaban.
Porque
el achank’aray y el phalcha florecen sobre la tierra helada, bajo los pedregales
en que comienza la nieve. Respiran lozanas en las silentes regiones adonde no llegan
ni las gramíneas ni las aves pequeñas ni las vicuñas. El corazón humano se enciende
al encontrarlas. Quien las descubre junto a los desiertos cegadores de nieve, vibra
dulcemente y se arrodilla. Los jóvenes indios amantes la cortan en las noches de
carnaval; y un líquido cristalino brota de su tallo roto.
El
varayok’ y las mujeres llegaron a la puerta de la casa en que vivían Adelaida y
su madre, seguidos por grupos de curiosos. Se oían voces.
–¡Está
loco! –exclamaban.
–¡Está
tronado, y de rodillas!
El
varayok’ tocó la puerta del zaguán y Adelaida salió a abrirla. Se turbó y quedó
absorta.
–¡Señoracha
Adelaida! ¡Mi papá niño, don Aparicio, manda!
Las
jóvenes se quitaron la montera, respetuosamente. Sus largas trenzas, cuidadosamente
arregladas, sus monteras cubiertas de flores, los grandes ramos que ellas levantaron;
y el viejo indio, de semblante tranquilo y severo, todo el conjunto se mostraba
como un homenaje a ella, un homenaje extraño.
–¡Pase,
señor! ¡Pasen, jóvenes! –dijo la forastera. Y salió a la calle.
Dejó
que la comitiva entrara. Y no vio a nadie más; no se fijó en el grupo de gente que
la miraba con expresión de curiosidad, de burla y de escándalo. Cerró la puerta;
y ya en el pequeño patio de la casa contempló detenidamente al varayok’ y a las
mujeres. Su madre salió en ese momento al corredor.
Las
mujeres se acercaron a la joven, unas tras de otras, y le fueron entregando los
ramos de flores. El sol hizo brillar su melena rubia. Los diez ramos formaron uno
muy grande en sus brazos. Su rostro fino aparecía entre las flores, resplandeciente
de alegría. Las indias, cuando la vieron así, volvieron juntas, nuevamente, hacia
ella, le besaron las manos y retrocedieron.
–¡Mamá!
¡Qué lindas son! ¡Qué lindas son todas!
Se
acercó, casi corriendo, hacia las jóvenes indias, y las fue abrazando estrechamente,
con su brazo izquierdo. Ellas sintieron el roce del pecho pequeño de la joven, y
se detuvieron a examinar sus ojos. Solo algunas rocas lustrosas que orillan a los
ríos profundos tenían ese color. Adelaida abrazó también al varayok’. El viejo le
habló en quechua.
–¿Qué
dices ahora, mamá? –preguntó ansiosamente, la joven.
–Todo
esto es tan desconocido, hijita… Nos tendremos que ir pronto.
–Solo
su nombre es horrible; y sus cejas –dijo la forastera en voz baja–. Y su corpulencia…
Pero… ¡qué alma, qué alma!
V
Entre la gente
que vio pasar a las indias de Lambra una mujer lloraba sin poder contenerse. Era
Irma, la ocobambina.
Don
Aparicio la trajo desde su lejano pueblo, de vuelta de un largo viaje de negocios.
Llevó a vender veinte caballos finos y cien mulas, y las cambió por reses.
La
conquista y rapto de Irma fueron una aventura corriente. La conoció en un paseo
y jarana que el comprador de mulas organizó para agasajar a don Aparicio.
Cerca
del pueblo de Ocobamba hay una laguna rodeada de pasto, de maizales y de árboles
de sauces. El maizal avanza hasta donde la tierra es buena; en el pantano crecen
yerbas altas y grama; y rodeando la mayor parte de las orillas, sauces de ramas
largas como cabelleras, que se mojan en el agua o tocan la sombra. La laguna de
Ocobamba era motivo de orgullo para la gente del distrito. Ningún viajero del pueblo
había visto en otras regiones lugar más hermoso para el descanso y los juegos, de
grandes y chicos. Porque a sus orillas rejuvenecía la gente, y hasta los caballeros
más serios corrían bajo la sombra de los sauces y se colgaban de sus ramas. En el
centro de la laguna había una huaca, un montículo con base de piedras. Era el “puputi”,
el ombligo de la laguna. Altas sacuaras agitaban sus penachos allí y servían de
refugio a los pequeños patos de alas rojas que visitaban la laguna.
El
paseo dedicado a don Aparicio fue muy concurrido y de los “grandes”. La llegada
de algún forastero importante era siempre la mejor oportunidad para realizar banquetes
y fiestas que todos los vecinos principales del pueblo deseaban.
Irma
no era hija de una familia muy principal. Su padre era propietario de un molino,
de pocas tierras de maíz y de una huerta. Tenía un solo caballo, ya viejo, lerdo
y adormilado, víctima de las amarguras de su dueño. Irma era la mayor de cinco hermanos
mal vestidos, que constituían la desesperación del padre.
Irma
tenía hermosa voz y sentía “locura” por los huaynos. No era la más bella de las
jóvenes del pueblo, pero no se concebía una fiesta sin ella. Su rostro anguloso
y de color perla llamaba la atención; sus rivales decían que era “amarillosa”. Sus
ojos grandes, negros y oblicuos, parecían estar buscando siempre a alguien en las
reuniones; giraban, examinando, de un extremo a otro, los patios y salones o el
campo, tiernamente, en una especie de inconsciencia, de distraimiento.
Don
Aparicio sintió por ella una ansiedad violenta. Bailaron algunas marineras y huaynos,
y le habló enseguida.
–¡Irma!
–le dijo–, yo volveré a mi pueblo tras un caballo en que usted irá como una reina.
Tenemos que cruzar dos cordilleras. ¡Separaré mi yegua mora para usted! Ni mi madre
ha montado en ella.
Irma
se enardeció. Él era alto, de espesas y temibles cejas. Todas las jóvenes estaban
pendientes de lo que hacía.
–¡Ay,
usted me engaña! Pero no sucederá –contestó.
Don
Aparicio sintió la respiración ardiente de la joven y, mientras le apretaba un hombro,
le miró los pechos que el monillo ajustaba tan fuertemente.
–¡Oh!
¡Yo sé que es virgen! –exclamó, pronunciando claramente las palabras–. En la laguna
de Ocobamba otro forastero más será ahogado por el amor.
Don
Aparicio no ocultó su elección, al contrario, hizo gala de ella, sin ofender a la
reunión ni al padre de Irma.
Ella
cantó huaynos y todos bailaron. El forastero agasajado cajeaba el arpa, palmeaba
con sus fuertes manos, daba ánimos a quienes bailaban, con gritos y voceando, siempre
al lado de su “pareja”.
Al
atardecer, los invitados regresaron a caballo, hasta la casa del oferente.
Don
Aparicio había hecho traer para Irma la yegua mora, aperada con montura de lado.
Y ambos jóvenes cabalgaron juntos, montando en las más finas bestias. El potro de
don Aparicio y la yegua mora braceaban al trotar, hasta mostrar la herradura; y
avanzaban suavemente.
El
padre de ella, el molinero, estuvo inquieto durante la fiesta. No sabía qué hacer.
Tomaba cerveza y pisco con uno y con otro; no se detenía a conversar con nadie;
y en el camino de vuelta fue retrasándose, con su viejo caballo. Y no lo martirizó,
no le hincó las espuelas en las viejas y supurantes heridas que la bestia tenía
en los costados, allí donde rozaban las espuelas. Deseaba meditar todo el tiempo.
Y el caballo lo llevó paso a paso hasta la puerta de su casa. Bajó; entró al patio,
jalando al caballo de las riendas. Y su mujer no pudo convencerlo de que volviera
a acompañar a su hija, a protegerla.
–¡Manan,
mananpunim! (¡No, de ningún modo!) –afirmaba en quechua.
Se
dirigió al dormitorio y se acostó.
La
señora tampoco pudo ir, porque no tenía un vestido como para asistir a una fiesta
de gentes principales. Se abrigó con un pañolón y permaneció sentada largo rato,
en la puerta de su casa. Después se decidió a salir. “Me quedaré frente a la casa
donde está la fiesta; en un rincón me taparé la cara con el pañolón; y esperaré.
¡Tiene que salir pronto!”, se dijo.
En
las calles oscuras, sucias, el olor a excremento de cerdo se esparcía; bajo las
yerbas croaban los sapos; las ramas de los árboles crujían levemente tras los cercados
de las huertas.
Por
la esquina de la plaza desembocó una pareja. Venían tomados de las manos. La madre
esperó. Eran ella y el joven ganadero.
–¡Cómo
has tardado, hijita! –dijo la madre, y no pudo contener el llanto.
Don
Aparicio le explicó que habían buscado al padre, que lo habían esperado, y que ahora
venían por él. Las acompañó respetuosamente; y se despidió en la puerta de la casa.
La madre se había calmado.
–¡Mamacita!
¡Mamacita! –exclamó la niña, ya en el patio–. ¡Dame tu bendición, aquí mismo! ¡Quiero
la voz del cielo!
Estrechó
a su madre tan exaltadamente, que ella sintió miedo.
–No
eres para ese señor –le dijo expresando su convicción serena. Luego le habló en
quechua; le dijo que su padre había llegado trastornado, que se había acostado pero
que no dormía; que tenía los ojos abiertos, con ese brillo penetrante y triste que
despiden los ojos de la gente desventurada, que en la muerte o en el sueño no pudieron
cerrar los párpados–. ¡Es un mal, un mal grande! ¡El cielo advierte! ¡Que no te
lleve la corriente!
Pero
la corriente era dulce y poderosa: “Ya no, ya no. Estamos con dueño”, pensaba ella.
Y
atajó a su madre en el patio; hizo que la acompañara hasta que salió la luna, una
media luna de luz amante, a la que la ardorosa Irma quiso esperar para contemplar
sus figuras insondables. Creía que en ellas se veía a la Virgen y al Niño cabalgando.
No se encomendó a ninguno. Era feliz y comprendió que no necesitaba ya de nadie.
Las ramas del gran nogal que crecía en la huerta, junto a los muros del patio, empezaron
a temblar sobre la tierra iluminada.
–Vámonos,
mamacita. Ya estoy tranquila –dijo a la señora.
Ella,
la madre, fue rezando en quechua, pero las palabras ahondaban más su temor; y la
señora siguió humillándose ilimitadamente.
A las cuatro
de la mañana se escapó de su casa. Engañó a su madre con una resignación fingida.
Y aquella madrugada montó en la briosa yegua que pateaba impaciente a la orilla
del río. Él la esperaba con su mayordomo grande que tenía a la yegua por la brida.
La abrazó, apretándola sobre su pecho, y la levantó como a una pluma sobre la montura.
Y partieron a galope.
–¡Mi
querida, la mejor de mis queridas! ¡Está virgen! ¡Su carnecita dura! –hablaba él,
mientras el galopar de los veloces caballos excitaba su regocijo, su poderío.
Los
bosques de retama perfumaban el campo. Se veían las flores como claras manchas a
las orillas del río. La luna menguante no opacaba a las estrellas, iba acercándose
al filo de los montes, en un extremo del cielo despejado; bajo su luz tranquila
brillaban las estrellas, sin herir tanto. Nunca se funden las cosas del mundo como
en esa luz. El resplandor de las estrellas llega hasta el fondo, a la materia de
las cosas, a los montes y ríos, al color de los animales y flores, al corazón humano,
cristalinamente; y todo está unido por ese resplandor silencioso. Desaparece la
distancia. El hombre galopa pero los astros cantan en su alma, vibran en sus manos.
No hay alto cielo.
Irma
tenía esa transparencia. Y cuando fue clareando y el sol se mostró, vio en el fondo
del valle, tan lejos, su pequeño pueblo, los huertos; el río impetuoso, el río de
su pueblo, el suyo, el dueño de su infancia.
–¡Mamita
mía! –exclamó.
El
mayordomo guiaba, y paró a su caballo.
–¡Sigue!
–le gritó el patrón.
–¿Adónde
me lleva? ¡Soy una pobrecita! –Se inclinó, abrazándose del caballo, de su oloroso
cuello.
Don
Aparicio golpeó con el rebenque las ancas de la yegua y le hizo dar un salto.
–¡Adelante!
–ordenó–. Puedes llorar mientras la yegua va al paso. ¡No fuerte! ¡No me gusta!
Y desde entonces
se convirtió en una de las queridas del patrón; quizás en la preferida, aunque igualmente
sumisa, como él las criaba.
Alquiló
para ella una casa en el barrio de Alk’amare, muy cerca del barrio de los señores,
en la zona en que vivían los mestizos, los pequeños propietarios y artesanos.
Irma
aprendió a tocar guitarra. Agrandaba sus penas cantando. Y no perdió la esperanza.
“Cuando
él se case con otra, me mataré; mientras no se case seré la preferida. ¡Quién sabe,
pues; quién sabe!”, reflexionaba.
No
quiso hacer amistades en el pueblo. Las “otras” pretendieron mezclarla en peleas
y escándalos. Gritaban en vano; la insultaban o la hacían insultar con mestizas
y cholos borrachos. Ella los miraba con tranquilidad, sin decirles una palabra;
sus grandes ojos rasgados eran tiernos y extraños. Y supo imponerse a los celos
y la amargura de las “otras” y a la fingida insolencia de los borrachos.
–¿Qué
será pues, ella? ¿Qué será, pues? –se preguntaban.
Y
no solo las “queridas” y sus mandaderos, sino también los hijos de los hacendados,
los militares y los mismos terratenientes que la deseaban, algunos encarnizadamente.
–¡Qué
chola fiel! ¡Chola amorosa! –comentaban.
Y
sentían que la palabra “chola” no le correspondía exactamente, que la pronunciaban
por rencor y codicia.
Otras
queridas de don Aparicio se habían fugado con guardias civiles o pequeños ganaderos
y agricultores de los pueblos vecinos; y no fue muy difícil para los principales
del pueblo conseguir que algunas de ellas los recibieran, de noche, cuando el señor
de Lambra regresaba a su distrito.
Irma
no aparecía en las calles del centro. Muy entrada la noche, o al mediodía, cantaba.
La memoria le ayudó a reconstruir los temples de guitarra originales de su pueblo,
de su lejana región nativa. Apurímac está cruzado por los ríos más profundos y musicales
del Perú; ríos antiguos, poderosos, de corriente de acero, que han cortado los Andes
en su parte más alta –pedernales y diamantes–, hasta formar abismos a cuyas orillas
el hombre tiembla, ebrio de hondura, contemplando las corrientes plateadas que se
van, entre bosques colgantes.
Irma
no cantaba para su dueño. Lo acariciaba en el lecho, una alta cama de fierro, armada
tras de una división de tocuyo.
Don
Aparicio le pidió una sola vez que entonara los huaynos de Apurímac.
–Quizás
alguna vez pueda. Ahora no –le contestó ella.
Don
Aparicio no le exigió.
Se
iba temprano. Nunca amanecía en las casas de sus queridas. Le atacaba la intranquilidad.
Se vestía pronto. Algunas le rogaban. Y él se iba, mientras la amante lloraba. A
muchas tuvo que golpearlas al principio; las aventaba contra la pared; y después,
ya en la calle, sufría. “Soy un endemoniado. ¡Un maldito!”, exclamaba.
La
ocobambina no le demostró nunca esa desesperación. Lo dejaba irse. No lloraba. Y
a los pocos días él volvía. Irma lo abrazaba, a veces sonriendo.
Muchas
noches don Aparicio le tocaba la puerta muy tarde; y la llamaba.
–¡He
venido solo por ti, ocobambina! –le decía.
Era
cierto. El caballo sudoroso, echando espuma por la boca, esperaba en la puerta.
La
llegada de la joven costeña trastornó también a Irma.
Una
tarde don Aparicio fue a visitarla.
–Vas
a cantar ahora, Irma –le dijo, sentándose en uno de los poyos de adobes del cuarto,
afuera de la división de tocuyo.
Ella
templó su guitarra y cantó aquel huayno que tiene como estribillo: “¡Oh, pavo real,
águila de los ríos!”.
–¡Otra
vez canta, eso mismo! –le pidió don Aparicio.
Las
cejas del joven parecían como revueltas; ocultaban por completo sus ojos.
–¡Otra
vez, ocobambina, otra vez!
Escuchó,
cerrando los ojos, tanto tiempo; se levantó, sin mirarla, abrió la puerta y salió.
A
los tres días llegó al pueblo el varayok’ de Lambra trayendo flores para Adelaida.
Entonces,
esa noche, temprano, Irma visitó a don Mariano. Había concebido un plan audaz. El
músico abrió la puerta pequeña del zaguán, para ver quién tocaba. Irma entró resueltamente,
y ella misma puso el cerrojo a la puerta.
–Vamos
a hablar de tu patrón. A ver, ¿en qué cuarto vives?
Don
Mariano la guió a la monturera. Sobre una estaca clavada en la pared blanca, el
cernícalo estaba erguido, alegre. Irma había interrumpido un recreo de ambos. El
Upa solía bailar graciosamente delante del Jovín, y él se erguía y agachaba, como
suelen moverse ciertas aves hechas al hombre. El piso de la habitación cubierto
de paja nueva, de la paja brava, dura y dorada que crece en las grandes alturas,
reflejaba aún el crepúsculo.
–¡Niñacha,
niñita! ¡Don Aparicio! ¡Patrón! ¿Qué hará?
Ella
lo había sorprendido; y el músico nombraba a don Aparicio, y estiraba las manos
hacia la joven, desconcertado e inerme.
–Nada.
¡Siéntate!
Y
le habló en el dulce y patético quechua de Apurímac. Don Mariano la escuchó: el
quechua que oía era semejante al que hablaban en los pequeños valles fruteros del
“interior”, en su pueblo. Allí nacen ya ríos amazónicos, se forman las extensas
venas que ingresan tronando a los cauces labrados entre las cadenas de montañas.
El quechua en que Irma le hablaba tenía el aire de esos ríos, de las aves que sobre
ellos juegan, gritando, llamando a los seres humanos.
Irma
le hizo olvidar, lentamente, el tiempo y que él era upa. Sus húmedos ojos, su rostro
juvenil, doliente; y la historia que oía, la esperanza, lo confundieron. Se arrodilló;
apoyó un poco la cabeza, sin sentir temor, sobre las manos de la joven. Los tibios
dedos acariciaron su vida anhelante. ¡La más dulce estrella, el Yutu de la insondable
noche se diluía en sus ojos!
–¡Mamacita!
¡Señoracha! ¡Criaturita! –exclamó, levantándose–. ¡Aquí estamos! ¡Aquí, pues, sufriendo!
¡Lo que vas a mandar haré! ¡Con mi arpa! ¡Con mi alma también!
Irma
lloró, por la primera vez delante de alguien, en ese pueblo.
El
semblante del Upa estaba iluminado, como un lago cristalino a cuyas orillas se puede
llorar sin descanso. Los patitos vendrán nadando agitadamente; soplará el viento,
la imagen de las montañas y de los totorales se doblarán.
–¡Tocaré,
mamita, en tu casa, para el patrón! ¡Tú llevarás mi arpa! –dijo el músico.
Y
la acompañó, de vuelta, hasta el barrio de Alk’amare, hasta la puerta de su casa.
No los vio nadie, porque en los pueblos fríos la gente rara vez anda de noche. El
músico regresó caminando aprisa. Ya en la monturera bailó a esa hora, para el Jovín.
Se revolcó sobre la paja lustrosa.
–¡Mi
patrona! ¡Será mi patrona! ¡Ajajay, killincho! ¡Ajajay, killincho!
Y
miraba de reojo al profundo cernícalo, que estaba tranquilo.
VI
Diez días permaneció
don Aparicio en Lambra. Llegó a la capital de la provincia, en la mañana, seguido
de dos mayordomos que montaban en buenos caballos. Don Aparicio vino en su potro
negro, el Halcón, y con su apero de fiesta. No tomó la entrada de Lambra, por el
barrio de Challwa; se desvió en la altura y bajó a Alk’amare; así tuvo que pasar
por la calle central. Cuatrocientos anillos de plata brillaban en las piezas trenzadas
del apero; los grandes estribos estaban cruzados por fajas de plata; calzaba sus
roncadoras, hechas a fuego, de plata pura, y con una gran aspa de acero. El potro
pulía su andar en la calle, el jinete lo gobernaba; sobre el empedrado, el potro
negro braceaba majestuosamente; su cuello, ancho y poderoso en la parte naciente,
se arqueaba con gallarda suavidad; y las pequeñas orejas se movían en tijera, vibraban
con el latido de la sangre bullente del animal, que se contenía.
La
gente se agolpaba en la calle para verlos pasar; salían a los balcones. El andar
del potro y el sonido de las roncadoras del señor de Lambra eran conocidos en el
pueblo.
Don
Aparicio tenía puesto su más fino poncho de vicuña. El poncho no flameaba con el
viento ni el andar del potro, su peso era el justo; una punta levantada sobre el
hombro del jinete dejaba ver el pellón azul sanpedrano de flecos atorzalados, y
la montura de cajón ribeteada de plata.
Los
mayordomos seguían de cerca al patrón.
–Este
Aparicio, educado en Lima, nada ha aprendido.
–¡Le
gusta que lo vean! ¡A las mujeres las engaña con ese aire de dueño!
–A
las mujeres de bajo pelo. Las educadas en Lima no se impresionan con las antiguallas.
Conseguía
que estuvieran pendientes de él. Algunas señoritas sentían desprecio por sus costumbres.
“Es un bruto, como sus antepasados pueblerinos”, decían. Sin embargo, casi todas
miraban pasar al potro, y a su dueño, que saludaba inclinando la cabeza. Su expresión
intranquila trascendía. Para tomar la calle en que estaba su casa debía doblar a
la izquierda, en una esquina. Hincaba las espuelas y hacía levantarse al caballo
sobre las patas traseras; el potro saltaba corto, varias veces; y entonces, el rostro
del joven se animaba. Sus mayordomos también herían a sus caballos y alborotaban;
los herrajes de las bestias sacaban fuego del empedrado.
Esa
mañana el tema de las conjeturas y habladurías fue no solo don Aparicio, sino la
joven costeña.
–¡Este
bárbaro es capaz de pedirla hoy! Su madre se habrá negado a hacerlo y él se presentará
solo.
–¿No
habrá desmontado frente a la casa de la costeña?
–¿Por
qué ha traído dos mayordomos en bestias de estimación, y trajeados de fiesta?
–No
la pedirá. Podría ser rechazado. Aunque sea un principal, ellas no lo conocen bien.
Quizá no hay amores todavía.
–¿Y
quién sabe lo que son ellas? ¿No será tísica la madre o la hija? Tísicos pobres
que vienen a comer papas y a tomar leche. ¡Y el clima! Lo aceptarían de rodillas…
Don
Aparicio solo deseaba quedarse unos días. Se presentó en el pueblo con esplendor;
y no lo haría de otro modo mientras Adelaida estuviera en la ciudad. Siempre entraría
por la calle principal e iría aumentando el número de sus acompañantes, aunque tuviera
que despacharlos a Lambra el mismo día.
Y
esta vez no se dirigió a su casa, fue a paso de calle, hasta la puerta de la casa
en que vivía Adelaida.
Cuando
los caballos se detuvieron en brusca parada, formando un tropel ruidoso, la joven
Adelaida salió a ver la calle. Don Aparicio estaba frente a su puerta; el ancho
pecho del potro cruzado de correajes anillados de plata. La saludó quitándose el
sombrero; los mayordomos imitaron al patrón. Los tres caballos dieron unos pasos
atrás.
–Aquí
estamos sus servidores, señorita.
Las
mejillas de la joven se encendieron; y él lo vio; sintió en el corazón, como un
fuego, la causa que hizo ruborizarse a la niña. Hincó las espuelas e hizo dar un
salto atrás al potro; luego, a paso corto, suavemente, sin mover casi las riendas,
dio unas vueltas en la angosta calle. “¡Pórtate bien, mira quién te alaba!”, le
habló al potro, al darse cuenta que Adelaida los contemplaba.
–¿Lo
montará usted? –le preguntó, descabalgando junto a la puerta.
Se
acercó a ella y le dio la mano. La melena rubia y corta de la joven, sus manos tan
delgadas, despertaban en la memoria de don Aparicio un antiguo sueño. “¿Qué es,
qué es?”, se preguntaba. Había dormido, de niño, en las chozas de paja de los indios
que vivían en las interminables lomas heladas de la puna. Su padre lo sacaba a la
luz, al rayar la aurora. Entre el canto triste de las poquísimas aves de la estepa,
el sol aparecía; sus rayos se tendían a ras del suelo, débilmente. Y la paja alta,
brillosa, amarilla, se rodeaba de un resplandor, cada tallo, en los campos sin árboles.
–Usted
lo montará, Adelaida. Este potro es el criado más obediente, a pesar de su facha
de rey –le dijo.
La
llevó del brazo junto al potro.
–Si
yo y todos nos fuéramos de aquí y nos olvidáramos de él, creo que se moriría de
hambre antes que moverse del sitio. Lo compré joven; yo lo he amansado, yo lo he
enfrenado. ¡Mira aquí, Halcón! ¡La llevarás como a una florecita!
Lo
tomó de la rienda e hizo que agachara un poco la cabeza. El potro la miró, realmente,
con sus ojos acuosos, grandes, que no demostraban su orgullo ni su fuerza, sino
una hondura plácida; pero orejeaba vivamente.
–Puede
ahora agarrarle las orejas, Adelaida. ¡Hágalo! Así se convencerá que la reconoce.
Quizá no sabe usted que es la prueba más grande de obediencia para un animal de
temple.
La
joven le acarició una de las orejas al potro. Ninguna piel, ningún trozo de nada
es más delicado en las manos del hombre. El gran potro pareció contenerse, y vibrar.
Algo fluía bajo su pecho brillante. Se agachó más y volvió a alzarse. La crin del
cuello se estiraba a un lado, más oscura, con una especie de luz que brotaba de
su propia negrísima esencia.
–Sí;
lo montaré. Mañana. ¡Le diremos a mi mamá!
Y
llamó a su madre. Salieron tras de la señora las dos indias de Lambra y casi se
prosternaron delante del joven. Él hizo que se apartaran, sin hablarles. “¡Muy hermosa,
muy hermosa, del corazón y del rostro!”, iban diciendo en quechua y en alta voz,
mientras se iban.
La
señora aceptó la invitación a Adelaida. Cabalgarían hasta una laguna próxima, célebre
porque la rodeaba una angosta playa de arena amarilla. El camino era plano y cruzaba
entre alfalfares y campos de trigo.
Don
Aparicio se despidió hasta más tarde, de la joven y de su madre. Los mayordomos
habían permanecido de pie, junto a la pared de enfrente, quietos y observando respetuosamente.
Todos montaron. Los mayordomos siguieron al patrón, en fila.
–¡Avanza,
Félix! –ordenó el patrón.
El
hombre que iba detrás, en primer término, alcanzó al patrón.
–Su
brazo es delgadito –le dijo don Aparicio a su mayordomo grande–. Es una criatura
de otro mundo. ¡Quisiera verla en el atrio de nuestra iglesia!
–La
llevará usted, patrón.
–Todavía
debe gustarle jugar corriendo; para eso es buena nuestra plaza, con su sombra.
–La
hará usted limpiar todos los días, señor.
–Pero…
no es de nuestra casta. ¡No es, no es!
–Depende
de usted.
Félix
era barbudo; el mejor rodeador de ganado.
–¿Qué
dices, Félix? ¿Mi padre se estará riendo de mí?
–El
finado estará mirando con cuidado. Hay que conocer bien a la niña. Las indias lo
estuvieron llamando a usted.
Mientras
tanto, en el patio, Adelaida le decía a su madre:
–¡No
le dije de las flores! No me acordé. No me dio tiempo. Cada vez parece otro, parece
más alto.
Cerca
del zaguán de la casa de don Aparicio, Félix preguntó a su patrón:
–¿Y
la ocobambina, niño?
–¿Qué…?
–Se volvió hacia el mayordomo con ademán de castigar. Sus cejas hervían.
–Sí,
don Aparicio. ¿Qué va usted a hacer?
–Seguirá.
¡Siempre! Tendrá que seguir.
Félix
lo miró detenidamente, sin quitar la cara. Había acompañado al antiguo patrón y
a don Aparicio en todos los viajes y empresas. Había visto aquella madrugada del
rapto, entre los húmedos árboles de molle, trotar llorando a la virgen ocobambina.
Y sus altivas costumbres, su rostro anguloso y enérgico, sus ojos, le habían conmovido.
“¿Y si a mí me arrancaran de mi querencia, con engaños, así, de un repente, para
llevarme a otro pueblo, y queriendo todavía que me haga perro? ¡Siendo inocente,
siendo inocente! En fin, si mi alma fuera sucia, caliente, desde su nacer…”.
Don
Aparicio intuía las reflexiones de su mayordomo grande. Félix era para él como una
parte de su cuerpo y de su alma.
–Anda
donde ella, y salúdala. Que me espere esta noche –le ordenó.
Así
lo complacía y lo humillaba. Sonrió. El músico abría ya el zaguán. El potro entró
paso a paso y se detuvo junto al pilar central del corredor. Félix partió a galope,
calle abajo.
El
joven no se detuvo a hablar con el arpista, subió la escalera, lentamente.
Don
Mariano esperó sentado en el poyo. Una convicción feliz lo dominaba.
Cuando el mayordomo
grande regresó a la casa, ya el patrón había salido. Mariano no estaba en el patio.
Félix lo encontró en la cuadra contemplando a los caballos.
–No
vas a cocinar –le dijo–. Yo te voy a convidar a la picantería.
El
músico no conversaba nunca con los mestizos mayordomos; solo cuando la señora traía
“lacayos” hablaba con ellos en quechua. Los indios “lacayos” lo buscaban en la monturera,
elogiaban al cernícalo, ponderaban las hazañas de los cernícalos libres: “A los
cóndores los hace llorar; del mismo patio de la gran casa de la señora se levantan
a los pollos, hasta a los pollos crecidos de los pavos. Bajan como flechas. El aire
los esconde; solo la bulla de sus alas se oye”. Y algunos “lacayos” dormían en la
monturera. Al amanecer, don Mariano tocaba el arpa, muy bajito, casi al oído de
los indios. Porque la Patrona grande desconfiaba de Mariano.
–A
mi hijo lo quiere, por eso no más no lo hago llevar hasta su pueblo. Me parece brujo.
Éste oye lo que nosotros no oímos.
Y
una vez lo llamó al corredor del segundo piso, lo hizo arrodillarse sobre las tablas,
y le preguntó en quechua casi a gritos:
–¿Qué
oyes? ¿Qué oyes todo el día, bestia del Señor?
El
músico no podía contestarle.
–Está
inclinado para la tierra, como si fuera de plomo –exclamó la señora; se fue hasta
su dormitorio y lo dejó arrodillado.
El
músico se levantó cuando ya tenía las piernas agarrotadas; y bajó grada por grada
la escalera, descansando y temiendo que lo llamaran, que lo sintieran irse.
¿Cómo
iba ahora a almorzar en una fonda con el mayordomo grande?
A
las 12, don Félix lo sacó por la puerta falsa.
No
le habló en la calle. Se sentaron en una mesita que había en el corredor interior
de la picantería. Durante el almuerzo, Félix miraba al músico cariñosamente; don
Mariano veía que el mayordomo ya le iba a hablar, a decirle algo; pero no se decidía.
Tomaron chicha. El mayordomo bebió media jarra. Se sonrió y ya no sirvió la chicha
en los vasos; levantó la jarra y bebió largamente. Se limpió la barba y gritó:
–¡Otra,
mamita! ¡Ahora sí!
Invitó
al músico; le puso en las manos la jarra llena.
–¡Como
yo; seguido! –le dijo.
Don
Mariano no pudo beber tanto.
–No
hay costumbre, padrecito.
Ya
habían terminado de almorzar.
Félix
se acercó al músico. Rodeó la mesa y se sentó junto a don Mariano, en la misma banca.
–¡Don
Mariano! ¡Don Mariano! ¡De mí también mi patrona, niña Irma! ¡De ti también! –le
dijo.
Luego
lo levantó del brazo. Dejó unas monedas sobre la mesa, y salieron. Un trecho de
la calle lo llevó, caminando despacio, con el brazo sobre los hombros del músico.
Don Mariano era bajo y casi redondo y el mayordomo fornido y de un buen tamaño;
parecía, por eso, que él lo conducía, lo guiaba, protegiéndolo. Los transeúntes
los observaron; algunos se detuvieron extrañados. “¿Borracho el músico upa? ¿Y con
el mayordomo grande de Lambra?”.
Pero
se separaron luego, y siguieron caminando, don Félix sobre la acera y el músico
en la tierra de la calzada.
El
Upa entró a la casa del patrón. Don Félix siguió de largo.
Don
Mariano se sentó al sol en la puerta de la monturera. Las moscas jugaban en los
sitios húmedos del piso; se perseguían algunas, zumbaban. Una arañita de cuerpo
grande y patas cortas agitaba sus pequeños brazos delanteros, casi oculta tras una
piedra polvorienta, acechando. Don Mariano escuchaba a los animalitos, los veía
empañados por las lágrimas.
–¡De
qué estoy llorando, mamita! ¡De qué estoy llorando! –se preguntó en quechua.
Y
era que el mundo le hacía llorar, el mundo entero, la esplendente morada, amante
del hombre, de su criatura.
Don Aparicio
no vino a ninguna hora.
Cuando
se disipó el último resplandor en el cielo y se hizo la noche muy oscura, el mayordomo
grande entró a la monturera, levantó el arpa y se la llevó.
–Vas
a ir ya –le dijo al músico desde el patio–. Don Aparicio está donde las costeñas.
Seguro derecho se va a ir de allá.
El
arpista salió al zaguán, vio cómo Félix cargaba el instrumento, sobre el pecho,
ocultándolo por atrás con su cuerpo. Muy pronto desapareció en la oscuridad.
¡Las
estrellas brillaban tan lejos! Había viento. Grupos de nubes se trasladaban de un
extremo a otro del espacio e iban cubriendo y prendiendo a las estrellas. En este
aparecer de las estrellas se escuchaba el canto de agua de los grandes sapos de
ese pueblo. Se alocaban, quizá porque las nubes corrían y bajaban, a veces hasta
el suelo; y entonces croaban musicalmente, acariciando, como la voz más baja, más
empapada de hondura, de la tierra nocturna.
Don
Mariano oía el canto de los sapos y se olvidaba. Estuvo mucho tiempo sentado en
la puerta pequeña del zaguán. Luego sacudió la cabeza, cerró la puerta y se echó
a andar con dirección a Alk’amare.
Cuando
se detuvo frente a la tienda, Irma salió. Don Félix estaba allí, apoyado contra
la pared, agarrándose la barba. Lo vio intranquilo.
–Ya
me voy –dijo–. Voy a seguir al patrón. Cuando venga para acá regresaré a la casa
grande.
Una
lámpara de kerosene con el tubo muy limpio alumbraba bien el cuarto. No era una
casa la de Irma; era solo “tienda”. Las tiendas no tienen zaguán ni patio grande:
la única puerta es la de la “tienda”, y por allí no entran caballos. El jinete que
visita una tienda deja al caballo parado en la calle, frente a la puerta.
Un
solo cuarto, un pequeño patio y una cocina en uno de los extremos del angosto corredor
interior, forman toda la casa-tienda. Irma tenía macetas de pensamientos y geranios
en el corredor y en el patio; una mata de madreselvas luchaba contra el frío y empezaba
a trepar enzarcillándose sobre unas cuerdas lucidas de cabuya que la joven había
colgado desde el techo. Un arbolito de retama, cerca de la puerta de la cocina,
lucía ya flores muy pequeñas. ¡Le recordaba los bosques que orillan a los ríos luminosos
de Apurímac!
La
división de tocuyo separaba el dormitorio de la “sala”. El poyo de adobes que servía
de mueble en la “sala” había sido acolchonado por Irma con almohadas y pellejos
de carnero. Una repisa alta servía de asiento a la lámpara. Todas las paredes estaban
caleadas.
Irma
llevó del brazo al músico hasta el dormitorio: ahí estaba el arpa.
–¡Ya
va a venir, seguro! Ya es tarde.
Don
Mariano revisó el templado del arpa. Estaba sereno. Irma oyó las notas y entró al
dormitorio.
–Padrecito
mío, toca despacito. Toca algo –le dijo.
Don
Mariano tocó la melodía del huayno que tanto pedía su señor: “Por qué vistes de
luto, gusano del río, por qué tan lento te arrastras…”.
Oyeron
pasos.
–¡Ahora
mejor! –dijo ella.
Y
salió a abrir la puerta.
Era
don Aparicio, vestido de fiesta; de sobretodo negro y no de poncho; de corbata y
con una bufanda angosta, y no con su ancha bufanda de vicuña de flecos bordados.
Sin botas, con traje de ceremonia; los zapatos de charol, brillaban.
–Ocobambina,
he venido a oírte cantar, solamente –le dijo.
Ya
bajo la luz de la lámpara, perdió un poco de su fe.
–¡Qué
buenamoza estás, Dios del cielo! ¿Por qué te has puesto ese geranio en la trenza?
¿Qué tienes, ocobambina? ¡La esperanza! ¡Tu cariño! ¿Hasta cuándo tus brazos serán
duros, como de virgen? Y tus ojos también, ocobambina. ¡Tú no te pierdes! ¿Por qué
hoy te has puesto esa flor en la trenza? Me recuerdas las palomas de las quebradas.
Cada ojo tuyo, en tu cara trigueña, es como una torcacita cantando; pero cantando
en tiempo de lluvia fuerte. El mundo le parte a uno, a veces, por el mismo centro
del pecho… ¡A ver, canta!
Se
sentaron juntos.
La
joven sintió miedo de empezar.
–¡Ya
lo he aprendido! –le dijo don Aparicio.
Águila del río, te estoy esperando,
espuma del río, águila del monte…
Con el siguiente
verso debía repetirse la melodía, y ella levantó la voz. Don Mariano oyó ese verso;
cerró los ojos, apoyó la frente sobre el arco: la luz del día inundaba su recuerdo;
contempló las huertas y el río amado… “Niñacha, niñachallay”, repitió para sí mismo.
Y empezó a tocar, siguiendo el canto de los jóvenes. Don Aparicio tardó un poco
en tomar conciencia de esa otra música que parecía que ellos mismos la emitían al
cantar, quizá con el oído, quizá con los ojos…
Se
levantó y dio un paso. Percibió la voz del arpa. Entró al dormitorio y encontró
al músico tocando aún, con el rostro agachado, auscultando. Salió. Irma lo contempló,
sonriente, amorosa, más dueña de su casa que nunca. Don Aparicio hizo un movimiento
falso. No tenía el fuete.
–¡Afuera,
indio! –gritó.
Irma
quiso saltar, pero los ojos del hombre de Lambra echaban fuego, como si todo él
ardiera.
Don
Mariano salió cargando su arpa. Don Aparicio se la arrancó del cuerpo e hizo saltar
las cuerdas y el arco. Con grandes pisotones destrozó el instrumento, lo aplanó.
Abrió la puerta, y empujó al músico.
–¡K’anra!
–le gritó en quechua.
Se
volvió a la joven, y le dijo:
–¡Adiós,
ocobambina! ¡Adiós, adiós!
Y
salió.
Don
Mariano pasó corriendo las calles como un oso que va huyendo.
La
puerta del zaguán estaba sin cerrojo. Entró al patio, y dudó. No sabía adónde ir.
Don Félix estaría durmiendo o esperando en uno de los cuartos del segundo patio.
No deseaba entrar a la monturera y mirar a su killincho. Fue a la cuadra y volvió.
Se sentó en el piso enladrillado del corredor, al pie de la escalera. En su confusión
oía el canto de los sapos. Se levantó nuevamente y empezó a subir las gradas, ascendiendo
de rodillas. Se puso de pie al llegar al entablado, y caminó con gran cuidado hasta
la puerta del dormitorio de don Aparicio; se sentó allí, apoyándose en sus piernas,
junto a la pared.
El
patrón no demoró mucho. Corrió el cerrojo de la puerta e hizo sonar los fierros.
Félix salió rápido desde el segundo patio.
–¡No
quiero nada! ¡A dormir! –le ordenó don Aparicio.
Estuvo
paseándose un rato en el corredor de ladrillos del primer piso. Luego subió; miró
al cielo nublado, apoyándose en la baranda, solo un instante. Y avanzó resueltamente
hacia su dormitorio. Cuando iba a meter la llave en la chapa, el músico lo abrazó,
le estrechó las rodillas, gimiendo:
–¡Padrecito!
¡Papacha!
Don
Aparicio lo rechazó empujándole la cabeza. Pero el músico siguió llamándolo, ceñido
fuertemente a las rodillas del joven. Entonces él dio un paso violento arrastrando
al Upa, y lo alzó después, agarrándolo del cuello y de las piernas, corrió hacia
la baranda y lo lanzó, al aire.
No
gritó al caer; ni un quejido oyó el patrón de Lambra, solo el ruido del cuerpo al
estrellarse sobre el empedrado del patio. Don Aparicio se lanzó de costado contra
la puerta del dormitorio, y no la pudo abrir. Volvió a arrojarse contra ella, y
cayó al piso. Entonces usó de la llave y entró. Prendió las dos velas del candelabro
de cobre y se sentó sobre la alfombra, con la espalda a la pared. La luz de las
velas danzaba, llameaba en ondas.
Al amanecer entró
Félix.
–No
ha cerrado usted la puerta, patrón, no ha entrado a la cama. Las velas se han acabado.
Y don Mariano está muerto sobre el empedrado. ¡Usted lo ha matado, patrón!
–¡Félix!
¡Llama al varayok’ de Alk’amare! Que entre a mi dormitorio. Mariano ha caído de
la baranda. Creo que quería matarme, él a mí. ¡Félix! ¡Llama al varayok’! ¡Que doblen
las campanas de Alk’amare! Yo estoy solo, mi cuerpo en el suelo. ¡Que venga el varayok’!
Se
puso de pie. En su rostro amarillo quemaban sus ojos, las cejas revueltas le daban
sombra, le daban sombra.
Félix
bajó a la carrera.
Doblaron
las campanitas de Alk’amare. En la luz del amanecer anunciaron una muerte, tañendo
a gotas. Los indios del barrio se santiguaron. La voz cristalina y triste de las
campanas se difundía lejos; los parásitos rojos, húmedos y endebles que crecían
sobre las piedras altas del barrio se agachaban con el viento helado del amanecer,
se empapaban de la delgada y lúgubre música. Sobre las torres blanqueadas cantaban
ya los pájaros.
El
varayok’ alcalde de Alk’amare subió las gradas de la casa grande; llevaba su insignia
y la iba apoyando en el piso al caminar.
Se
quitó la montera y entró al dormitorio del señor de Lambra. Cortinajes blanquísimos
pendían de la alta cúpula de la cuja de bronce. Don Aparicio estaba sentado en una
silla de madera oscura, tapizada de tela roja.
–Alcalde
–le habló en quechua don Aparicio–, mi guardián don Mariano ha muerto. A tu ayllu
(comunidad) lo entrego para el entierro. Entierro grande. Aquí va a ser el tutay
(velar). A tu casa convidarás en el Pichk’ay. Te doy dos mil soles para los gastos.
En el patio de adentro hagan la velación. Yo no voy a salir. Don Mariano por tu
barrio llegó, allí que quede. Allí está el panteón. ¡Que venga todo al ayllu, que
se reúna! ¡Su hijo es! ¡Tocará arpa desde el cielo para la fiesta de Alk’amare!
¡Tocará arpa, siempre, en la eternidad; en mi pecho también!
El
varayok’ lo escuchó de pie e inmóvil. Don Aparicio le alcanzó un fajo de billetes
amarillos.
–Papay
–contestó el alcalde–. A tu criatura vamos a despedir como a comunero grande que
ha pasado sus cargos. ¡Lindo tocará en el cielo para el Señor Dios, después que
ha sufrido! Dicen le ha pateado el potro negro.
–En
la noche ha muerto. ¡Que venga la gente!
El
varayok’ salió rezando: “¡Ave María Purísima!”.
Félix
se quedó en la puerta; la sombra que formaba su cuerpo caía sobre la alfombra, alcanzaba
a don Aparicio; y él la veía. Un instante demoró en levantar el rostro; su mirada
era firme, no se quebraría ni con el surunpi (la luz del sol reflejándose en los
campos de nieve).
–¿El
potro? ¿Por qué, “lacayo”? –preguntó.
–Don
Mariano tiene sangre en la cabeza, le chorrea al cuello, a la cara. Una vez en la
era de Tantar, el caballo Huaycho pateó al arreador de las bestias trilleras y le
hizo una herida así. Lo mató de golpe.
–¡El
potro negro es más que tú, Félix, “lacayo”! ¡Le envidias! ¡En Alk’amare dirán ya
que el Halcón ha matado! Ya no podré entrar nunca más al pueblo, montado en el potro.
Tú también ya no entrarás. Dos días, tres días, y en Lambra cada indio abrirá en
su alma una sepultura para el Halcón. Creerán que su olor es el olor de la muerte;
que de sus ojos mira la muerte; que de su cola y de su crin del cuello se agarra
la muerte. Su relincho que hacía temblar el aire de Lambra… ¿Qué dirán? Están doblando
las campanas, “lacayo”… Pero el Halcón resucitará. ¡Está vivo! ¡Como yo! ¡Yo también
estoy vivo! Dile al otro mayordomo que venga. Que esté parado junto a la puerta.
Tú ya no vendrás. Despídete de los barrios y anda a Lambra. Que mi madre no venga.
¡Sí, “lacayo”! ¡De una vez!
Félix
se fue caminando con pasos firmes.
Por el zaguán
abierto de par en par, el ayllu de Alk’amare entró a la casa. Los tres varayok’
encabezaban a la multitud. Estaban vestidos de negro. Una cruz de plata llevaba
en el pecho el alcalde mayor; la cruz pendía de una cadena de plata antigua, renegrida.
El Cristo del crucifijo tenía un rostro difuso, en que la nariz era maciza. El alcalde
iba entre el regidor y el “campo” . La mayor parte de los hombres y de las mujeres
vestían de negro, los que no llevaban luto iban de color azul oscuro.
Llenaron
los dos patios de la casa. Ocuparon la cocina y todas las habitaciones del segundo
patio. En el corredor del patio de adentro, sobre una mesa, tendieron bayetas negras.
Allí estiraron el cadáver. A una señal del cantor, todo el ayllu rezó el “Yayayku”
(padrenuestro). Como una nube de moscardones corearon las solemnes palabras. Hasta
el dormitorio del joven llegó el ondulante murmullo. El taksa (pequeño) mayordomo
que estaba de pie, en la puerta del dormitorio, se quitó el sombrero; los cabellos
apelmazados le ocultaban casi la frente; aguzó el oído, escuchó, y empezó a rezar
en voz alta, en el tono exacto que el gran murmullo tenía. Don Aparicio se levantó,
dio un paso hacia la puerta. La voz grave del mayordomo le perturbó, mucho más que
el coro del ayllu. Eran palabras claras sobre el fondo de ese canto rodeante de
moscardones. Se volvió a sentar, y le pareció que se había doblado porque su corazón
pesaba más que todo su cuerpo.
Terminó
el rezo y hubo un instante de silencio. ¡Don Aparicio ya lo sabía! Las mujeres cantarían
el aya-harawi. Cerró los ojos. Un grupo de mujeres se cubrieron un lado del rostro
con sus rebozos y comenzaron a cantar. No pronunciaban palabras, solo sílabas, con
la voz más aguda y penetrante de la creación. Los hombres mayores, junto al cadáver,
masticaban lentamente hojas escogidas de coca; los otros hombres oían con el rostro
firme, convertido en un dique. Las cantoras iban subiendo el tono y alargando las
notas, arrastrándolas por el mundo. Las mujeres del ayllu comenzaron a llorar, iban
contagiándose y lloraban cada vez más desesperadamente. Se sentaron en el suelo.
El taksa mayordomo se paseaba. Don Aparicio cerró sus oídos para el llanto de las
mujeres, y prendió su corazón del harawi. El canto le oprimía, pero lo sangraba
a torrentes; elevaba su vida, lo llevaba a tocar la región de la muerte. Los altísimos
eucaliptos que crecían cerca de Lambra, como una mancha en la ladera, parecían venir
hacia él, marchando, envueltos en tierno y lúgubre halo.
Se
apagó el canto, y el joven sintió que mejor habría sido seguir viviendo en esa opresora
onda.
Pero
el coro volvía de hora en hora como un péndulo que batía desde el centro del cielo.
¡Qué sol ni sol! Toda la luz era como aquella temblorosa y amarillenta que baña
la tierra al final de los eclipses. El hombre de altura camina lleno de presentimiento
bajo esa luz.
En un féretro
pesado, de madera de eucalipto, se llevaron el cadáver del músico. Don Aparicio
vio a la comitiva escalar la colina en cuya cima está el panteón. La gente de los
ayllus cubría el campo. El señor de Lambra permaneció en el balcón de la casa hasta
que la multitud comenzó a ingresar en el panteón.
Se
decidió, de repente, y ordenó al mayordomo:
–¡Ensilla
el potro negro!
Estuvo
paseándose en el corredor alto; con sus zapatos de charol, su traje negro, una corbata
azul brillante, y ensombrerado.
El
mayordomo trajo el potro negro. Cuando alguien de a pie lo jalaba de la brida, el
potro no corría, caminaba paso a paso, con el hocico en alto.
Don
Aparicio bajó las gradas sin apresurarse. Tomó al potro de las riendas, iba a montar,
pero se detuvo.
–¡Las
roncadoras! –ordenó.
Se
calzó él mismo las espuelas. Y montó. Ya el mayordomo había abierto el zaguán.
Las
calles estaban vacías; toda la gente de los barrios seguía al féretro. El potro
fue al trote. De algunas ventanas las señoras y señoritas muy principales vieron
pasar al joven. “¿En el potro?”, se preguntaron. “Y él está fúnebre”, exclamaron
algunas. Pero en ese instante no pudieron hacer comentarios malignos.
Unos
cuantos comuneros muy borrachos caminaban tanteando en la cima pelada que servía
de atrio al cementerio. “¡Don Mariano, papacito, ángel!”, oyó decir don Aparicio,
mientras desmontaba. Los rayos horizontales del sol, que iba ya a caer detrás de
los montes, iluminaron la gran puerta azul del panteón; sobre la piedra central
del arco una calavera esculpida y blanqueada de cal se destacaba, con el rostro
hacia el pueblo.
En
el extenso campo del cementerio hablaban en voz baja los indios de todos los barrios.
Cuando
vieron a don Aparicio abrieron calle para que avanzara. Un pasto alto, y verde aún,
crecía en el suelo. Llegó al borde de la sepultura; el cadáver había sido ya bajado
al fondo. Estaba vestido con un hábito de color café. Los pies desnudos y amarillos
se veían. Un capucho le cubría la cabeza; sobre el rostro habían extendido algodones.
De las manos enlazadas pendía una figurita de llama, hecha de trozos de madera y
forrada con un tejido de alpaca. La llama lo acompañaría en silente viaje, hasta
llegar a la gran torre que según los indios de Alk’amare construyeron los muertos,
sin concluirla jamás, sobre la lejana cima del K’oropuna.
Cerrando
los ojos, don Aparicio le habló al cadáver: “Mi alma también, padrecito Mariano,
como perro blanco te va a acompañar, por todos los silencios que tienes que andar.
Y aquí, en mi cuerpo, mi sangre está como los tiempos de la helada, en mayo, en
junio; como la nevada en las altas cumbres, donde las almas condenadas lloran sin
consuelo, flameando. ¡Adiós, adiós, adiós, adiós!”.
El
alcalde, de pie, con la cara hacia el poniente, presidía el último rito. No le dijo
una palabra al señor de Lambra. Había bebido toda la noche, su tez parecía enlucida;
no podía estarse más derecho ni más severo; sus ojos miraban a todos y todo; tenía
una especie de embotamiento que parecía necesario. Hizo un ademán con la cabeza;
un cantor rezó el “Yayayku” y la multitud lo coreó. Don Aparicio permaneció frente
al alcalde contemplando el cadáver y percibiendo la figura del varayok’ indio en
cuyo pecho la cruz de plata latía con opaca luz.
Terminó
la oración y el varayok’ miró al joven, como si el jefe del ayllu se dirigiera a
él desde un mundo brumoso y distante.
–¡Tú,
primero! –le ordenó en quechua.
Un
indio le alcanzó una pala a don Aparicio.
Con
la pala en las manos se hizo a un lado y pudo ver a su mayordomo grande. A unos
pasos, vestida de negro y el rostro casi oculto por una mantilla, Irma, con los
ojos llenos de lágrimas que brillaban. Don Aparicio sacudió la cabeza. ¿Qué sol
inmenso se ahogaba en su interior? Estaba en el panteón. Se arrodilló, levantó muy
poca tierra con la pala y la echó sobre el cadáver; no en el rostro, a los pies
desnudos.
–¡Ya
está! –Oyó la voz autoritaria del varayok’ que allí, con su aspecto y sus ojos indeterminables,
era el dueño, el señor.
Obedeció.
El “campo” le alcanzó la pala al alcalde; él se agachó y dio una gran palada sobre
la tierra suelta, la lanzó a la sepultura, se irguió nuevamente y entregó el instrumento
al regidor.
Desde
la puerta del panteón un grupo de mujeres empezó a cantar el aya-taki. Don Aparicio
inclinó la cabeza ante el alcalde y salió.
Montó
el potro, y bajó casi al galope la colina. Al entrar a las calles empedradas sofrenó
a la bestia y la hizo andar corto, como cuando llegaba de Lambra. Pasó de largo
por la puerta de su casa y desmontó frente a la residencia de Adelaida. Tocó el
zaguán varias veces. Salió una de las indias.
–Llama
a la niña. Que venga sola.
Ella
llegó a la puerta abierta, vestida de amarillo. El sol alcanzaba todavía a rozar
su melena corta, la luz dorada la alumbraba por la espalda.
–¿Qué
le pasa, Aparicio? Debe estar al morir –le dijo la joven, y le tomó ambas manos.
–Más
decisión no he tenido nunca –le contestó–. Es que voy a salir de viaje, hasta Ocobamba.
Tres cordilleras más adentro. He venido a despedirme, de usted solamente. Aquí no
más.
Se
agachó, le besó el borde de la falda; montó al potro, y partió al galope.
–¡Es
un bárbaro! ¡Un serrano bárbaro! –gritó ella.
–¡Ay
niñita, ay mamita linda, ay tortolita! –La joven india de Lambra se echó a llorar.
Había visto la despedida, el semblante helado de don Aparicio. Era acaso la misma
muerte que había tomado la figura del señor de Lambra para visitar la casa. ¿Quién,
quién más pues, iba a morir? ¿Él, el joven poderoso que partió al galope o la dulce,
la hermosísima niña de cabellos dorados?
–¡Mamacita!
¡Ayalay! ¡Criaturita! –Y se postró gimiendo.
Corrió
la madre de Adelaida, y entre ambas la llevaron.
Don Aparicio
había decidido esperar la noche, entrar a la casa de Irma, flagelarla y llevarla
después a Lambra.
–Me
casaré con ella, temprano, al amanecer. Y la haré sufrir toda la vida. No saldrá
ni a ver los árboles de pisonay de la plaza, la alfombra roja que sus flores tienden.
El Félix estará pensando en consolarla. Querrá arrodillarse a sus pies, y quizá
tendrá la esperanza de poner su cabeza sobre las faldas de la ocobambina. ¡Creerá
que ha de hacerlo pasar a la tienda! Pero el corazón que yo he cerrado no tiene
otra llave; el corazón que yo he cerrado está como en una sepultura. Así como yo,
en mi memoria he borrado, desde esta hora sus ojos azules, sus ojos azules. ¡Una
falda corta, amarilla! ¡El sol que prendía en su cabello, que la alumbraba como
si fuera hija del trigo! La hemos borrado, Halcón. Éste será el último pensamiento.
¡Ya estarán ondeando mis trigales en las lomas de Lambra Alto! ¡Estarán ondeando
como una bandera donde el sol se despide! ¡Estarán alumbrando aún! Porque el bosque
de eucaliptos ya estará de noche.
El
potro estaba frente a él, esperando. Don Aparicio hablaba sentado en el poyo.
Escuchó
unos pasos. Era el taksa mayordomo.
–Patrón,
¿y el killincho? Está de hambre, creo. Se pasea en la estaca, dando vueltas –le
dijo.
–¿No
hay carne?
–No
hay, patrón.
–Espera,
hijo.
Se
puso de pie. Sacó una cuchilla de su bolsillo. Abrió la hoja más grande y la afiló
en el pilar. Se acercó al potro.
–Tú,
gran volador, le darás tu carne.
Le
tomó un trozo del cuello, le agarró duro con la mano izquierda, y de un fuerte tajo,
lo cortó. El mayordomo temblaba. El potro dio un salto atrás, y se cuadró enseguida.
Don
Aparicio se dirigió a la monturera. El killincho lo miró ansiosamente. El joven
partió un trozo de músculo y le alcanzó un bocado. El killincho lo devoró. Y fue
cebándolo a trozos. Hasta que no quedó en sus manos sino el cuero, y la sangre que
había rezumado hasta mancharle los dedos.
–¡Ven
acá, ahora! –le dijo al cernícalo.
Lo
apresó con ambas manos, salió al patio, y puso al ave en su hombro. El killincho
se prendió cómodamente de la tela del saco.
–¡Mejor
me voy contigo! Y dejo a las vidas que vayan solas adonde quieran en este pueblo
–exclamó con repentina alegría.
El
potro tenía el pecho cubierto de sangre.
–¡Como
yo, Halcón! ¡Como yo, no más! –le dijo, y montó.
El
mayordomo abrió el zaguán. Estaba anocheciendo.
El varayok’ alcalde,
los dos regidores, los hombres de cabildo, los que habían pasado los “cargos”, y
algunas mujeres acompañaron a Irma hasta su casa. Félix iba detrás.
El
alcalde, el regidor y el “campo” entraron a la tienda. Los comuneros de Alk’amare
llenaban la calle.
Cuando
Irma se levantó la mantilla, el varayok’ la miró; los ojos del indio, no turbios
sino detenidos, como por un hondo sueño, empezaron a clarear; apoyado en el pomo
ancho y plateado de su vara, se irguió más aún, y le dijo en quechua, pronunciando
las palabras claramente:
–Niña.
Hemos sabido que tú sola eres su “familia” del finado. Has llorado con nosotros,
con tu ayllu, has velado también, sentada en el suelo. Don Mariano es hijo de Alk’amare
ya; cruz de Alk’amare hemos clavado sobre su tumba. Vamos a levantar casa para ti
en el barrio; con su corral, con su arbolito de molle; su patio también le haremos.
Alk’amare es grande. En dos meses, todo será terminado. Harás costura, monillos,
chalecos, para tu ayllu… Estarás llorando un tiempo.
Ordenó
que entraran las mujeres. Y él y los regidores se retiraron.
Creyó
ella que lloraría a torrentes, llamando a su madre, por primera vez; llamando a
sus hermanos menores. Pero sus lágrimas caían de su rostro al pecho, y sentía la
tibia corriente en silencio. Las mujeres de Alk’amare la contemplaban y no sabían
aún cómo acercarse a la joven.
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