José Revueltas
1
Pesado, con su
lento y reptante cansancio bajo el denso calor de la mañana tropical, el río se
arrastraba lleno de paz y monotonía en medio de las dos riberas cargadas de vegetación.
Era un deslizarse como de aceite tibio, la superficie tersa, pulida, en una atmósfera
sin movimiento, que sobre la piel se sentía igual que una sábana gigantesca a la
que terminaran de pasar por encima una plancha caliente.
Las
casitas de madera del puerto, montadas en zancos sobre la orilla del río para quedar
a salvo de las crecientes, parecían temblar, con ligeras y cambiantes distorsiones,
vistas a través del vaho abrumador, quieto, de un aire que no se movía, de un aire
que estaba ahí, empezando, muerto como el agua de un estanque. De las casitas se
elevaba trabajosamente, vertical y despacioso, trazando sobre el agresivo azul del
cielo una apenas ondulada línea blanca de gis, un humo concreto, corporal, macizo,
que no terminaría de salir nunca de las pequeñas chimeneas de lámina que se veían
encima de los techos. Aquellas casas formaban, paralelas al Coatzacoalcos, la primera
fila de un conjunto de callejuelas miserables, en la proximidad del muelle.
La
calle, tendida al borde del río con sus tabernas, sus burdeles, sus barracas para
comer, tenía una quietud extraña, un ruido, una delirante inmovilidad ruidosa, con
aquella música de la sinfonola, en absoluto una música no humana, que no cesaba
jamás, como si la ejecutaran por sí solos los instrumentos que se hubieran vuelto
locos. Eso hacía que las propias gentes –también los perros y los cerdos, irreales
hasta casi no existir– parecieran más bien cosas que gentes, materia inanimada desprovista
totalmente de pensamiento, en medio del calor absurdo que lo impregnaba todo.
Nadie
abrigaba el menor propósito, ni lo abrigaría en éste mundo, de que la música se
dejase de oír un solo instante, pero lo que era más extraordinario todavía, que
dejara de ser la misma canción inexorablemente repetida y, sin embargo, ya tan soberana
y autónoma como una ley de la naturaleza.
La
tortuguita se fue a pasear…
Los
obreros sin trabajo, despedidos de la refinería de petróleo unos meses antes, escuchaban
como muertos, sentados a la sombra de las casas, casi sin hablar, hartos los unos
de los otros, con una indiferencia pesada y triste de esclavos. Parecían tener una
cierta convicción sorda, instintiva, de que ya no podrían abandonar esta calle,
este refugio desamparado, igual que si estuvieran sujetos por un cepo, unidos por
la indolente esperanza de un barco que descargar o cualquier otra ocupación improbable,
inconcreta, que pudiese serles remunerativa, pero de la que les resultaba imposible
precisar nada.
Allá
en sus hogares, entretanto, sus mujeres acumularían lentamente hacia ellos ese rencor
herido, resignado, de darles algo de comer, en cualquier forma –“rajándose el alma”–,
a su horrible, a su vil regreso cada día, puntuales como si salieran de la fábrica.
Esa calle. Esa calle.
La
tortuguita se fue a pasear…
La
calle de los sin trabajo y de las prostitutas baratas, sin zapatos, de las prostitutas
que no tenían zapatos.
Ahí
estaban algunas de ellas en lo alto de sus casas, a horcajadas sobre el pasamanos
en la parte superior de la escalera, o apoyadas sobre un hombro en el marco de las
puertas, con los vestidos de tela corriente que les ceñían los cuerpos desnudos
en absoluto por el sudor, jadeantes extrañas vacas sagradas y sucias, lentas, ociosas,
todas con la misma expresión de desesperanzado aburrimiento, húmedas.
Miraban
sin moverse, con atenta y anhelante estupidez, hacía el río, donde El Tritón, un
viejo remolcador, maniobraba para sujetar una gran barcaza averiada que había traído
desde Puerto México. Una mirada entendida, sabia, que deducía con precisión, del
estado de la maniobra, cuándo terminaría la faena, en espera de que después vinieran
algunos de los diez o doce tripulantes, antes de zarpar nuevamente El Tritón, a
poseerlas, apresurados y sumisos, a cambio de las toscas monedas de cobre y los
pegajosos billetes que llevarían encima.
–¡Les
faltaban como seis horas! –comentó alguna, la entonación vacía, lenta, llena de
paciencia desesperada.
Nadie
añadió una palabra más; no había por qué hacerlo. La cosa era segura, de cualquier
modo. Vendrían. Los tripulantes de El Tritón vendrían antes de zarpar. Ellas miraban,
solamente. Eso era lo único que les quedaba en la vida por ahora: no apartar los
ojos de aquel remolcador negro, ese feo barco ancho, y como mutilado. Ahí estaba
y no podían hacer otra cosa que mirarlo, mirar ese destino que se aproxima, quedarse
quietas ahí, como a mitad de la vía por donde viene la locomotora que no podrá salirse
nunca de sus rieles.
Entre
las prostitutas y los tripulantes del barco existía aquella prerrelación íntima,
concreta, casi doméstica y familiar, que existe entre el astrónomo y el cuerpo cósmico
que inevitablemente entrará en la órbita de la tierra y que entonces se volverá
de inmediato un sujeto palpitante y real –largamente destinado a que el hombre lo
posea– bajo la primera mirada terrestre. Los hombres del remolcador, sin conocerlas,
las habían pensado, establecido, elaborado en todos sus detalles, desde el momento
mismo que supieronque El Tritón se dirigiría a Minatitlán, y ellas por su parte
los aguardaban, todo esto de un modo tan específico y determinado, que el encuentro
era ya, desde ahora, el acto único, particular y amoroso de dos sentenciados a muerte.
Entonces miraban hacia el remolcador. No podían hacer otra cosa; estaban condenadas
a mirarlo, como en el infierno.
La
tortuguita se fue a pasear…
La
última de seis monedas hacía girar por sexta vez el disco de la sinfonola cuya canción
estaba por terminarse. Ninguna de las mujeres hubiera comprendido esa libertad de
que la música se dejara oír. Era una de esas cosas imposibles que hay en la vida.
Entre las mujeres hubo algo parecido a una lejana y perezosa animación, esa animación
de bestias sonámbulas que tienen los animales dentro de una jaula.
–¿Y
ora a quién le toca ser la pendeja…? –se escuchó que alguna preguntaba.
Ese
calificativo merecía, por convención tranquilamente aceptada, aquella a quien le
correspondiera el turno de recoger las monedas para alimentar a la sinfonola hasta
el fin de los siglos. Los rostros casi giraron hacia una mujer de toscas proporciones
y baja estatura que tenía ese horrorizante atractivo de ciertas piezas arqueológicas,
la piel llena de gruesos poros y unos muslos breves bajo el cerámico vientre atroz.
–¡Le
toca a La Chunca ! –gritaron.
No,
no le correspondía el turno a La Chunca, pero como era tan fea, la maliciosa injusticia
rogocijaba a todas.
–¡A
La Chunca, a La Chunca!
Era
curioso verlas a cada una, sucias palomas impuras, en aquellos palomares sórdidos,
no todos con escaleras sino muchos de ellos tan sólo con unos travesaños clavados
en los horcones sobre los que descansaba la casa, quietas y opacas, pero con algo
que no era del todo lo que corresponde a una prostituta, cierta cosa no envilecida
por completo, tal vez la actitud infantil de jugar como si fuesen chiquillas, o
por el contrario, como si se tratara de chiquillas que se habían entregado a la
prostitución y aún no estaban seguras, todavía no dominaban de un modo absoluto
los secretos del oficio.
–¡A
La Chunca, a La Chunca! –en las expresiones disimuladas de su rostro había ese aire
malo y satisfecho que proporciona la alegre impunidad de los delitos cometidos en
común.
–¿Y
luego? –replicó La Chunca, indiferente desde el vacío mental donde se encontraba–.
¿Por qué no había yo dir…?
Con
todo, se trataba de moverse, de romper aquella inercia increíble, nadar en esa atmósfera
de fuego hasta la cantina, bajo el espantoso sol.
La
Chunca bajó por cada uno de los travesaños de su casa con la pausada lentitud y
la melancólica obediencia de un chimpancé enfermo que se somete a las órdenes del
domador. En seguida, con el aire de una limosnera ciega, fue recogiendo las monedas
que le arrojaban desde lo alto cada una de las prostitutas y luego se alejó hacia
la taberna en la esquina de la calle, donde estaba la sinfonola.
Un
griterío soez y entusiasta se elevó entre los sintrabajo al paso de la prostituta,
mientras algunas manos, detenidas en el aire, fingían para asustarla, el intento
de una nalgada procaz sobre sus animales e impúdicas posaderas empapadas de sudor.
Con los ojos bajos, la mirada fija en el suelo, La Chunca soslayaba el cuerpo, ajena
y sin ver, exactamente una ciega que se defendía tan sólo con el oído, torpe y concentrada.
Al
extremo de la fila de los sintrabajo uno de ellos se deslizó a espaldas de la prostituta,
perversamente alegre, agazapado, en tanto pedía silencio con el índice sobre los
labios, dispuesto a ejecutar alguna divertida broma que los demás aguardaban ya,
con un brillo cómplice en los ojos y cierta sonrisa llena de envidiosa admiración.
Se
aproximaba con una cautela maligna, anhelante, las comisuras de la boca distendidas
hacia abajo y la actitud de quien contiene la respiración, sucio y cómico, sin que
La Chunca pudiese advertirlo. Aquello sucedió con una desenvuelta rapidez, jubilosa
y brutal, en medio de los aullidos frenéticos, casi dolientes de gozo, que lanzaban
los sintrabajo. El hombre había logrado levantar la falda de La Chunca y hacerle
una prolongada caricia obscena, entre la carne desnuda, pero con una suerte de tal
maestría, que el espectáculo resultó para todos algo de lo más extraordinario que
habían visto nunca en su vida. Una espesa felicidad les resbalaba por dentro, una
dicha llena de rencor que salía de sus gargantas en esos alaridos agrios y sexuales,
como en un velorio, en igual forma que si al mismo tiempo estuviera ahí, de cuerpo
presente, algún difunto muy triste y suyo, y ellos debieran llorar con una furia
misericordiosa y arrebatadora, despojados para siempre por el amor de Dios. Igual
que en la Iglesia, igual que cuando se arrodillaban en la Iglesia.
La
Chunca no se pudo defender, inerme y atontada, idéntica a las iguanas que no, aciertan
a discernir de dónde proviene el peligro cuando se les arroja una piedra, y permanecen
inmóviles, pétreas, poseídas de una antigua angustia telúrica, con el desamparo
de los primeros tiempos zoológicos, el rostro estúpido de impotencia, borracha perdida,
es decir, no que lo estuviera, sino igual que una borracha imbecilizada hasta lo
último por el alcohol, hasta donde ya no se puede más.
No
comprendía, evidentemente aquello estaba más allá de lo que podía comprender en
esta tierra y en esta existencia. Clavó sobre los hombres una mirada remota, una
mirada loca y turbia de dulzura a causa de la estremecida piedad, de la compasión
sin límites que la embargaba hacia su propio ser. Se había replegado contra uno
de los horcones y por sus mejillas de piedra rodaban unas lágrimas extrañas, sin
sentido, no suyas, no pertenecientes de modo alguno a su sagrado cuerpo de infame
prostituta.
La
tortuguita se fue a pasear…
Otra
de las prostitutas apareció ahí de pronto junto a La Chunca, después de lanzarse
de un salto desde el palomar. Respiraba con una agitación galopante, la morena piel
del rostro muy pálida, amenazando a los hombres con una navaja, pero sin que se
alterase una voz queda, precisa y llena de agravio, que parecía subirle desde la
planta de los pies hasta los labios.
–¿Qué
hijoputas quieren con ella, malditos? ¡Digan! ¿Quién fue ése que ofendió a La Chunca?
Los
sintrabajo se volvieron de espaldas, con el aire del que no escucha, la mirada muy
atenta, como si algo muy importante y complicado solicitase de ellos una concentrada
reflexión en el punto opuesto. La Chunca, entretanto, había desaparecido en el interior
de la cantina, y ahora estaría ya ante la sinfonola con las monedas.
–¡Todo
lo quieren de balde! ¿Eh? –continuaba su imprecación la prostituta, sin abandonar
la navaja–. Se pasan el día oyendo música que nosotras pagamos con nuestro dinero,
que nuestro dinero nos cuesta,y todavía quieren maloriarnos… ¿Muy fácil no? ¿Qué
dijeron?
Un
hondo sentido de justicia y de ira hacía fulgurar las pupilas de la hembra, pero
al mismo tiempo se notaba cierta inseguridad en su actitud, como si le fuese imposible
encontrar razones incontestables, de un valor absoluto, para su protesta. No podía
remitir el agravio, la baja ofensa sufrida por La Chunca, sino al dinero, a que
aquello se hizo de un modo gratuito, cuando lo que justificaría cualquier cosa,
puesto que ellas eran tan sólo unas simples prostitutas, “mujeres de la calle” y
nada más, habría sido el pago correspondiente. De este modo la mujer tuvo entonces
una transición súbita, en la cual lo primero que hizo fue guardarse la navaja en
el refajo. Hablaba ahora con un extraño tono persuasivo.
–El
que traiga con qué, ya sabe… –la voz aquí se volvió afectuosa del todo, con un leve
toque de amargura humilde–, …pues para eso somos lo que somos, pero siempre que
nos brille “la de acá” –y al decir “la de acá” flexionaba el pulgar y el índice
en círculo para indicar la forma de las monedas–. Pero así a la brava, ¡niguas!
¡No hay que ser! ¡Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa! –concluyó por fin
a tiempo que giraba hacia la dirección por donde ya venía hacia ella La Chunca,
el paso miedoso y apresurado.
Con
una solapada sonrisa los hombres permanecían en su misma actitud, atentos a fingir
esa divertida indiferencia que los relevaba de sentirse blanco individual de cualquier
acusación.
La
mujer echó un brazo en derredor del cuello de La Chunca.
–¡Cuenta
siempre conmigo, manita! –dijo con bronca y ríspida dulzura–. ¡No hagas aprecio
de estos pinches güeyes!
Entonces,
ambas subieron, una después de la otra al palomar de La Chunca, pero no sin antes
recoger la parte posterior de sus faldas, a través de las piernas, para sujetarlas
por delante con una mano, mientras subían, y de este modo no dar pie a nuevas procacidades
de los sintrabajo.
–¡No
sé para qué me lo trujeron! –exclamó La Chunca al entrar la primera en aquella especie
de mísero tapanco a que se reducía toda su casa. Era un único cuarto de madera con
las paredes tapizadas de papel periódico donde se veían los titulares, fotografías,
anuncios y noticias de las más diversas publicaciones del país y del mundo. Hasta
un periódico de Shangai, con unos extraños caracteres, sin duda proveniente de los
chinos propietarios de comercios y cafés en la localidad, que eran numerosos. En
un rincón estaba la cama de tablas, cubierta tan sólo por una raída colcha de algodón,
y plegada junto a su cabecera, pendiente de un alambre sujeto entre el ángulo de
las dos paredes, una mugrosa manta, quién sabe para qué, servía de cortina, acaso
nada más como un símbolo de cierto misterioso pudor. El resto de los muebles lo
formaban una mesa de ocote, un brasero de lámina, algunos cajones y dos sillas.
Esto era todo.
Fija
a mitad del cuarto, con un aire de obstinada incredulidad, sin atreverse a dar un
paso adelante, La Chunca meneaba la cabeza con bruscos sacudimientos intermitentes,
arrítmicos.
–¡No
sé pa qué me lo trujeron! –repitió doliente.
Se
refería al niño. Ahí estaba el muchachito, como de siete años, quieto, los negrísimos
ojos agrandados por una incertidumbre atenta, sin aventurarse a decir una sola palabra,
dispuesto a recibir con silenciosa sorpresa todo cuanto pudiera ocurrirle de inesperado
y desconocido, en este suceder de hechos incomprensible que él no podía sino aceptar.
Era
el hijo de La Chunca.
Apenas
unos días antes, después de que dio sepultura a su pobrecita madre muerta, con la
que el niño viviera allá en el pueblo. La Chunca había encomendado al muchacho con
unos vecinos, bajo la promesa de mandarles algunos centavos, y ahora resultaba que
estas buenas gentes se lo devolvieron ayer sin explicar nada, nomás porque sí.
Ni
La Chunca ni su hijo podían comprenderlo.
La
otra prostituta se acordó de que anoche, cuando supo esta desgracia de La Chunca,
no había tenido oportunidad de preguntarle cómo se llamaba el niño.
–¡Ulalio!
–respondió La Chunca–, se nombra así porque lo tuve el mero día de San Ulalio.
Miró
a la criatura un instante más, con un rencor tierno y amoroso, pues toda la enervante
tristeza suya de las últimas horas tenía su origen en la infeliz presencia de aquel
niño.
–¡Escuincle
de porra! –añadió, para rematar luego con una voz sumisa y desgarrada–. ¡Ya estaría
de Dios, ora sí como quien dice, que hijo de puta bías de ser aunque yo no lo quisiera!
2
A bordo de El
Tritón el contramaestre descargaba toda la furia de su negra cólera sobre los fatigados
tripulantes, que hacían lo imposible por trabajar más de prisa.
–¡Cárguenle
calor, güevones! –gritaba, ronco, torvo–. ¡A l’hora del rancho sí que son buenos
…! ¿Pero qué tal pa trabajar, jijos de un chingao…? ¡Cárguenle!
Se
hubiera podido trabajar a un ritmo menos febril, pero el capitán había decidido
que zarparan hoy mismo para atracar al día siguiente en Veracruz. Ésa era la causa
de la cólera del contramaestre, y como las gallinas de arriba siempre cagan a las
de abajo, pensaba, no, había más remedio que fastidiar a los “boludos” aquellos.
También él había sido boludo, esto es, marinero raso, en tiempos de don Porfirio,
y la cosa no era mejor entonces en la Armada, sino todo lo contrario, bajo la salvaje
disciplina que reinaba en cada barco. Aquello no era ninguna broma; no era ninguna
baba de perico.
Pero
éstos qué iban a saber de aquellos sufrimientos, ni tantito así, comparados con
las blanduras de hoy, donde hasta un simple grumete puede levantarle acta a todo
un oficial si éste le pega. Antes uno se aguantaba y si llovían los golpes era de
ley mantenerse firmes, con la mano en posición de saludo, hasta no caer hecho un
guiñapo. Por no hablar del pañol de cadenas, donde lo encerraban a uno con cualquier
pretexto o sin pretexto. Una fiesta de los cien mil carajos, durante noches y días
enteros, dentro de un pedazo de medio metro. Lo rodeaba a uno el montón de eslabones,
como serpientes enroscadas unas con otras, sin dejarlo moverse, sin permitirle el
más insignificante cambio de postura. Luego había que añadir la peste; ese olor
que no se da en ninguna otra parte, que se desprende de las vegetaciones nacidas
sobre las cadenas en el fondo del mar. Un olor de pescado descompuesto, de hierro
podrido, que lo hacía a uno deshacerse de náuseas. Cuando sacaban al prisionero
de ahí, era para que se portara en adelante muy derechito, muy comedido, con un
miedo horrible, un pavor espantoso, que hasta los más machos hacía llorar, de que
lo pudieran devolver a ese infierno. Bueno, descontando las veces, que no fueron
pocas, en que se les olvidaba que ahí estaba un hombre dentro del pañol, en los
momentos de soltar las anclas, cuando el barco se fondeaba. Desde la cubierta, por
la parte de proa, veíamos subir entonces, de abajo del mar, una nube roja, que se
extendía poco a poco hasta llegar a la superficie como un gran manchón. Era la sangre
del cristiano. Así todos nos dábamos cuenta de que las cadenas, al salir disparadas
como de rayo, habían arrastrado al que estaba metido dentro no dejándole ni madre.
No; esos “boludos” de hoy no podían quejarse.
–¡Cárguenle
calor, jijos de su pelona!
El
contramaestre resoplaba de un lado para otro, también aturdido por la fatiga. Era
un animal lleno de pelos por todas partes, en la frente, en los pómulos, un oso
hirsuto cuyos ojos apenas eran visibles entre las semicanosas cejas enmarañadas.
Sentía una cólera enorme, capaz de cualquier cosa, pero que distaba mucho de satisfacerse
con los insultos y gritos que lanzaba. Ese capitán de todos los diablos; los viejos
güinches mal engrasados del remolcador, que se atoraban en el momento más preciso;
el maldito sol que parecía tener enfrente un cristal de aumento del tamaño de todo
el cielo para calentar más, hasta que hirvieran los malditos sesos; la orden de
zarpar este mismo día; zarpar hoy, no dormir en tierra, seguir navegando.
Hubiese
querido romper algo, destrozar algún objeto, alguna materia eterna, resistente hasta
la eternidad, pero que él podría convertir en polvo a puñetazos, a dentelladas;
la embarcación misma. Se detuvo, jadeante, del lado de la banda de estribor y volvió
la vista hacia el muelle.
Algo
como una fascinación aplastante le hizo sentir que todos los músculos del cuerpo
se le aflojaban con una especie de frío repulsivo, lleno, de precisión fisiológica.
Ahí estaba el infeliz, ahí estaba el desgraciado. Ahí estaba, en el muelle, aquel
niño inverosímil y espantoso, quieto como desde un principio, como desde hacía tres
o cuatro horas, igual que una estatua, sin apartar la mirada muda que salía de sus
dos grandes ojos atónitos de la figura del contramaestre, fijos sobre él como los
de un pájaro disecado que lo persiguiera completamente sin expresión. Estaban separados
apenas por unos tres metros de distancia, el viejo oso colérico en la cubierta del
remolcador y el niño allá abajo, sobrenatural como un ángel castigado.
–¡Lárgate
de una vez al carajo! –gritó con un odio extraño el contramaestre–. ¡Ya te dije
que a bordo no hay lugar para nadie más. Este barco no es asilo! ¡Cabrón escuincle
tan necio! ¡Lárgate te digo!
A
pesar suyo el contramaestre temblaba. Eso, eso y no otra cosa era el origen de la
rabia que sentía desde que se encontró con el chiquillo en el muelle, al venir de
la Capitanía hacia el remolcador, cuatro o cinco horas antes. Ahí lo estaba esperando
el niño.
–Mi
mamá dice que por el amor de Dios me lleve en el barco –le había dicho el niño–.
No quiere tenerme porque soy hijo de puta.
Lo
dijo así, simplemente, como algo superior, fatal y divino, que no estaba obligado
a comprender.
El
contramaestre se había estremecido con una especie de ahogo blando, y ahora se daba
cuenta de que ahí fue donde comenzó a nacer en él esa cólera, esa rabia, ese odio
que sentía hacia su piedad, la cólera de que algo le hiciera sentir dolor por otro,
por un semejante, por otro perro podrido como él. El niño era hijo de eso, pero
había dicho las inocentes y malditas palabras separándolas de su madre; su madre
era una cosa y él era hijo de otra muy distinta.
Una
ira desgarradora cegaba al contramaestre. El niño permanecía inmóvil, ahí estaba
en el muelle desde hacía muchos años, desde antes de nacer, desde antes de ser un
hijo de puta.
–¿No
entiendes? ¿Qué ganas con estar ahí parado, terco como una mula? ¿Estás sordo? ¡Orita
verás si no entiendes!
En
esos momentos el contramaestre había visto salir de la cocina al galopín, quien
llevaba en una mano el balde de los desperdicios, lleno de agua gris, de escamas,
de tripas, de sangre sonrosada, que debía arrojar por la borda.
–¡Daca!–
ordenó al tiempo que le arrebataba el balde.
Con
el balde en las manos hizo un extravagante movimiento de vaivén hacia atrás, que
se antojaba lentísimo, escultórico, como el del atleta, que dispara el disco, y
luego un rápido contramovimiento en un corto espacio hacia adelante, que detuvo
de pronto, y entonces los desperdicios se proyectaron en el aire cayendo sobre el
cuerpo del chiquillo.
“¡Quihubo!
¿No que no?”, iba a exclamar con aire de triunfo, pero desde lo alto del puente
la voz del capitán lo hizo girar de golpe como si alguien hubiese tirado de una
palanca invisible. Por encima de la cubierta inclinada del balde vacío de los desperdicios
rodó, al modo que el cuerpo vivo que tuviera impulso propio, hasta detenerse a los
pies del galopín como por efecto de una cierta estupefacción súbita.
–¡Venga
usted!– ordenó el capitán al contramaestre quién se apresuró a trepar la escalerilla.
Entraron en la cámara de radiotelegrafía.
El
capitán llevaba la gorra caída hacia atrás y hacia la oreja, sonriente, semialcoholizado,
conforme a su costumbre. Era prieto, la cara mofletuda, indígena y de expresión
feliz. El total estrabismo de ojo, condenado en definitiva en mantenerse en un rincón
de su cuenca, tirando hacia la sien, cosa que en otras personas da a sus fisonomías
un aire de asustada severidad, en él por el contrario, expresaba una malicia cínica
y juguetona, cierto sarcasmo alegre.
Hasta
ese momento el contramaestre no se dio cuenta de que el capitán tenía –lo habría
tenido desde antes de que entraran en la cámara– un papel en la mano. El capitán
se lo tendió.
El
radiotelegrafista, con sus dos negras ventosas auditivas que le succionaban las
orejas, atento a las sagradas voces interiores que le venían del más allá, los miraba
con una mirada distante, pura, de faquir, una mirada sin ojos.
–Mire–
el capitán sonreía con su parte estrábica–: es el “meteorológico” de hace unos minutos
–explicó respecto al papel–, de apenas unos minutos antes de que usted bañara en
mierda al muchacho– era la forma efusiva, mañosa de reprenderlo.
El
contramaestre juntó los talones y se llevó la mano a la gorra, sin tomar el boletín
meteorológico que se le ofrecía.
–A
su disposición, mi capitán; me doy por arrestado– repuso. Era en verdad un oso de
circo, con la mano en alto, torpe y aturdido.
El
capitán insistió aproximándole el boletín al rostro con leve intención provocadora,
mientras el ojo se burlaba.
–¡Léalo!
Veracruz reporta viento moderado del norte. Tendremos una navegación cómoda. ¿Estará
listo para que zarpemos a las seis de la tarde?
Después
de tomar el boletín, el contramaestre lo había mirado concentradamente por unos
segundos, sin leerlo, y ahora clavaba la vista en el capitán en la actitud de quien
acepta un reto.
–Mucho
mejor –dijo–. La maniobra terminará a las cinco en punto.
–De
no cumplir su promesa, entonces sí habrá arresto, y de ese modo pagará usted por
lo del chamaco también.
La
mirada diagonal del ojo torcido irradiaba ahora una especie de inocencia triste.
Tal vez este hombre habría tenido un hijo así, como el muchacho del muelle.
Abajo
se escuchó el silbato del cabo de turno que llamaba para la comida del mediodía.
–Si
quiere comer en tierra, contramaestre –propuso el capitán–, ahí lo alcanzo en el
Gato Negro y nos echamos un dominó. Puede retirarse.
El
oso peludo dio las gracias. Después descendió las escalerillas del puente. En cubierta,
al girar hacia el punto de la banda donde los marineros ya tendían una pasarela
de madera encima del muelle, se detuvo con un asombro amargo.
Era
imposible creerlo, pero el espantoso niño permanecía en el mismo lugar, un niño
de madera, un niño preorgánico no perteneciente al reino.
Atrás,
a unos cuantos pasos, ahora también se encontraba La Chunca, el rostro inclinado
sobre el pecho, la mirada tonta y sin luz hundida en el suelo con la obstinación
homicida de un cuchillo terrible, la hoja de pedernal con la que los antiguos mexicanos
arrancaban a sus hijos el corazón.
El
contramaestre dudó unos instantes. Hubiera querido no cruzar junto a ese niño de
pesadilla, junto a esa mujer. La blusa de manta del chiquillo estaba llena de porquería,
manchas amarillentas y despojos orgánicos, como si alguien hubiese vomitado sobre
él. No se había limpiado siquiera; no se había movido.
El
contramaestre procuraba dominarse, ocultar una rara turbación que lo sacudía por
dentro. ¿Esa mujer, esa dolorosa bestia idiotizada, sería madre del niño?
Precisamente
fue la mujer quien le salió al paso con una escalofriante humildad, sin levantar
los ojos. Sabía, dijo La Chunca, que el barco zarpaba para Veracruz. En la mano
extendida la mujer mostraba unas monedas de cobre y dos o tres arrugados billetes
de a peso.
–¡Llévese
al muchacho en el barco, mi jefe! En Veracruz lo deja con una amiga mía que allá
vive. El muchacho lleva la dirección. ¿Qué tanto perjuicio puede causarle hacerme
esta caridá? Le doy estos poquitos centavos, aparte si tiene gusto en pasarla conmigo
sin que nada le cueste.
Hablaba
con una entonación dulce, susurrante y tibia, llena de amor. Su ofrecimiento de
“pasarla” con aquel hombre, de entregársele, era casto, sin mácula. Lo que ella
no quería era tener ese hijo infortunado, que ese hijo fuese suyo; lo que anhelaba
era despojarse de él como en una especie de aborto tardío, después de siete años.
Sentía
el contramaestre que una piedad atroz se le untaba en le garganta, nauseabunda y
dolorosa, haciéndole nacer otra vez en el alma esta ira insensata que lo movía a
golpear, a destrozar el rostro de aquella hembra envilecida y sucia.
–¡Hazte
a un lado! –exclamó apartándola de un empellón–. Por causa de tu mugroso escuincle
por nada y me plantan un arresto. ¡Ya estuvo! ¡A volar!
Lo
dijo con un aire seguro, firme y autoritario, para enseguida encaminarse hacia El
Gato Negro.
La
Chunca y su hijo Eulalio no se volvieron para mirarlo alejarse. Ya para qué; la
cosa no tenía remedio. Sus ojos estaban puestos nuevamente sobre la turbia masa
del remolcador.
De
pronto, por primera vez en su vida La Chunca escuchó que su hijo sollozaba. Una
negra ola de soledad le abrasó el corazón con su lumbre inmisericorde. –¡No llore,
papacito santo…! –balbuceó junto al niño a modo de consuelo.
Papacito
santo. Sin darse cuenta la Chunca se valía, para con su hijo, de la misma expresión
de cariño mercenario con que trataba a los clientes, allá en su palomar.
Desde
la terraza de madera de El Gato Negro, el contramaestre, sentado en una mesa en
espera del capitán, miró en dirección del muelle. Ya no estaba ahí ni la mujer ni
el niño. Un hondo suspiro lo hizo descansar con satisfecha y tranquila plenitud.
3
Esbeltas y marineras,
La Gaviota y La Azucena, embarcaciones de pescadores, seguían la misma derrota de
El Tritón, a corta distancia, después de que éste hubo traspuesto la desembocadura
del Coatzacoalcos.
La
cinta del río, de un color tan diferente a las aguas del mar, formaba un largo camino
sobre el Golfo, hundiéndose en su seno cual una espada luminosa que hubiese desgarrado,
con una herida de ámbar, aquella profunda piel sombría.
El
contramaestre había cumplido su ofrecimiento de terminar anticipadamente la maniobra
y en estos instantes, un poco más de hora y media después de haber zarpado de Minatitlán
a las cinco en punto, El Tritón navegaba en pleno mar abierto.
El
segundo “meteorológico” –que recibiera el radiotelegrafista en los momentos mismos
de zarpar– anunciaba que el viento había arreciado allá, en Veracruz, a esa hora
precisa a las cinco.
“Tardaremos
todavía en encontrarnos con él”, pensó el contramaestre. Con él. Cobraba corporeidad,
como si se tratase de un ser humano, alguien que vendría, una persona esperada,
conocida, que llegará a la casa.
–¿Dónde
estás ahora? –masculló–. ¿Dónde estás, viejo perro, viento maldito?
Antes
de que llegara, apenas al presentirlo, le inspiraba un miedo embriagante, un miedo
con sopor, un abandono, esa aterrorizada laxitud que provoca el vaho del coyote
sobre sus víctimas para que ya no ofrezcan resistencia. Quería verlo, sin embargo.
Encontrarse con él, pelear en su contra a brazo partido, igual que con un toro,
retarlo, incitarlo, ver su impotente rabia enloquecida de otro furioso, derribarlo
y oír sus bramidos de bestia sangrante y el retumbar de su cuerpo rodando hacia
el abismo, en la negrura del hemisferio, al otro lado de mar. El segundo boletín
no dejaba dudas: Viento fuerte del norte, con rachas huracanadas.
Vendría.
Se encontrarían.
El
contramaestre se aproximó a la bitácora para apreciar el rumbo. Trescientos ochenta
grados. Esto quería decir que iban enfilados hacia el nor-noroeste. Después debían
tomar norte franco.
Miró
al mar con una expresión seria, grave, interrogándolo en silencio como si aguardara
una respuesta honrada, veraz, que no podía negársele a él de ningún modo. Las gruesas
olas se desplazaban en masas profundas, empujadas desde abajo por los hombros de
un gigante ciego, algún dios condenado a castigo para siempre.
“Dime
algo, mar”, pidió de pronto extrañamente, en silencio, con un raro sosiego y una
tensa unción, que resultaban sorprendentes y conmovedoras en un oso peludo como
él, en un oso que casi podía llorar.
–Otra
vez el infierno –dijo en seguida en voz muy queda y misteriosa. Estaba solo en el
puente y hablaba con el mar. La tierra había desaparecido. La tierra–. Dime cualquier
cosa, lo que se te antoje –volvió a pedir, la vista clavada en las olas, en esos
torsos, en esos pedazos de cíclope que inútilmente querían recobrar otra vez su
forma completa, enlazados, desesperados. Debía sufrir; el mar también debía sufrir,
grande y esclavo, sin reposo, insomne desde el principio de los siglos. Debía sufrir
de eternidad–. Acuérdate. Ella salió de noche. Acuérdate, mar. Dime algo. En esa
ocasión quiso dormir en tierra. Dormimos. Después salió. Dime, mar.
Se
entregaba a este recuerdo con una ferocidad suicida, libre, sin trabas, una ciega
ferocidad de toxicómano vencido. Era una siniestra perturbación de su alma, un fascinante
morbo que iba y venía en el tiempo para aparecer cuando menos lo esperaba, sin evocarlo,
igual que un planeta del martirio que repitiese su órbita de vez en vez.
Ella
había insistido en dormir en tierra, cuando menos esa noche de aniversario, después
de tres años de vivir con él a bordo del balandro. El balandro era su casa, una
patria única, una posesión inalienable.
Fue
por los tiempos en que él estuvo fuera de la Armada, cuando lo dieron de baja por
haber participado en la sedición de una fragata que había secundado a ciertos locos
generales de tierra adentro, sublevados contra el régimen. Se hizo patrón del balandro,
entonces, y así vivió.
Se
habían mirado larga y osadamente en el muelle, sin decirse una palabra y luego ella
subió a bordo para quedarse ahí en el barco a vivir. Casi no iba vestida, descalza,
la ropa en jirones, bella y escalofriante como una tempestad. El caso es que durante
esos tres años nunca habían dormido juntos en tierra.
Era
hermosa como un relámpago y amaba como si matara, como una criminal que ya no tiene
nada en el mundo sino ese amor, suyo hasta el exterminio y la ceniza.
Quería
que durmieran en tierra esa única vez. Había en ella algo maduro y terrible, una
profundidad hermética, de bestia melancólica, rodeada de silencios. Durante las
largas travesías lo acompañaba junto a la caña del timón, echada boca abajo sobre
la cubierta, con los ojos inyectados y abiertos y los labios pegados contra el piso,
como si lo besara o lamiera, igual que un perro enyerbado.
Salió
de noche. Al día siguiente el balandro ya no estaba en el puerto. El timonel había
olvidado su gorra junto a la bita donde atracaban. Era un muchacho bello y sombrío,
que tenía una bárbara mirada negra, de pedernal.
El
contramaestre entrecerró los párpados temblorosos. Ella estaba hecha para amar con
esa inclemencia homicida de náufrago, con esa lumbre sin límites, con esa voracidad
invasora. Estaba hecha para amar como nunca lo había amado a él.
Fue
entonces cuando comprendió lo que significaba ese perro enyerbado con los labios
abiertos contra el suelo y la mirada fija como un hachazo, esa mujer que permanecía
horas enteras sin moverse, avasallada al pie de la caña del timón junto al hermoso
mancebo sombrío.
“Dime
algo mar…, cualquier cosa, lo que sea, aunque no venga a cuento…” La había sentido
deslizarse fuera de la cama con un aire predeterminado, alucinante, de helada hipnosis.
Luego la miró salir del cuarto, cerrar la puerta a sus espaldas, perderse, en fin.
Iba con los pies desnudos, desnuda toda bajo el solo corpiño de gasa. Esperó a que
sus pasos se alejaran. Si no se hubiera ido la habría estrangulado al amanecer,
antes de que volvieran al balandro, pasada esa noche en que dormían juntos en tierra
por vez primera. El cuarto de la posada estaba vacío y a cada instante con menos
paredes, sin paredes ya, sin aliento, un cuarto como el mar, solitario como el mar.
Miró largamente por la ventana, inmóvil hasta deshumanizarse, hasta que se hubo
desangrado por completo. La blanca figura de gasa caminaba por el muro del rompeolas
en dirección al muelle. La sombra recia del timonel se desprendió del balandro,
donde la aguardaba, para salir a su encuentro. Los vio unirse y zarpar.
Era
cosa de salir de este recuerdo venenoso. Hacía esfuerzos por evadirse de aquel cuarto
sin paredes, en la posada del puerto, desde donde los vio embarcar. Pero ese cuarto
era lo mismo que el puente del remolcador donde ahora se encontraba, ceñido por
las aguas, abandonado, solo, con la mirada fija sobre los dos jóvenes amantes que
iban a entregarse en alta mar.
El
balandro no volvió a aparecer ni nunca se tuvieron noticias de su destino. Quizá
mar adentro ellos mismos habrían hundido la nave, para no volver jamás después de
haberse amado. Ella se lo habría propuesto al timonel en alguno de esos pardos crepúsculos
en que se quedaba con los labios abiertos contra el suelo, muerta de amor. Ella
misma se lo habría pedido. “Tú debes saberlo, mar…”
Sintió
de súbito que el barco cabeceaba muy hondo. Esto debía haber comenzado algunos minutos
antes de que él se hubiera dado cuenta. Escuchaba el zumbar angustioso de la propela
que giraba fuera del agua mientras la proa se hundía. Luego el movimiento inverso
silenciaba este zumbar, la proa en alto y la cubierta barrida por las gruesas olas.
Al
abrir los párpados pudo darse cuenta, como entre sueños, que La Gaviota y La Azucena
viraban al sur, enfilando hacia tierra, en la derrota opuesta a El Tritón, como
si huyeran. “Algo han de haber venteado estos pescadores –se dijo–; saben más que
uno, pertenecen más al mar…” No obstante, este cabeceo de El Tritón pudiera significar
tan sólo que ya habían tomado norte franco y que el mar los golpeaba de frente.
Pudiera ser. Miró la bitácora para cerciorarse. Trescientos sesenta grados, en efecto;
con todo, no acertaba a sentirse tranquilo. El aire se veía ceniciento y rebotado
como el agua sucia, un aire que comenzaba a perder la luz, ciego y con harapos,
igual que un viejo mendigo implorante, a punto de romper en largos sollozos, después
en alaridos.
El
contramaestre se encaminó a la cámara del radiotelegrafista. Abrió la puerta.
–¿Qué
dice Veracruz…?
El
operador se volvió hacia él con ese rostro siempre cansado e irreal de las personas
que no hablan sino consigo mismas, que sólo dialogan por dentro, como los buzos.
Se quitó los audífonos con una sonrisa triste. Iba a decir algo pero se puso en
pie, súbitamente alerta, sorprendido.
–¡Mire!
–señalaba hacia fuera de la cámara, con el mentón. El contramaestre giró de soslayo.
Eran
unas nubes bajas, trozos desgarrados de nube que corrían, que pasaban huyendo con
siniestra rapidez, como un hato de ovejas perseguido por los lobos.
Los
dos hombres se leían los pensamientos uno al otro con una precisión enfermiza. La
cita era para después, para dos horas más tarde, según los cálculos, de acuerdo
con la velocidad que llevaba el viento al pasar por Veracruz a las cinco. Pero ahí
estaba ya; ahí estaban los aullidos sin garganta del ciclón.
El
radiotelegrafista se inclinó con suavidad hacia el aparato. Su voz se hizo de pronto
monótona, profesional.
–Veracruz.
Veracruz. Veracruz. ¡Cambio!
Respondieron,
de quién sabe qué rincón del cosmos, unos gritos inhumanos, gargantas degolladas,
el taladro eléctrico de un dentista, perros con hidrofobia, roncos, alguien que
raspaba un vidrio con arena. El operador empujó la palanca. Silencio.
–Hay
mucha estática. No me oyen –dijo con aire tranquilo. Se secó sobre las piernas las
manos que chorreaban sudor.
–¿Tienes
miedo? –preguntó el contramaestre sin saber por qué hacía esta pregunta. Acaso por
las manos empapadas en sudor. El telegrafista sonrió.
–Sí
–repuso con la misma tranquilidad.
Volvió
a inclinarse sobre el aparato:
–¡Veracruz!
¡Veracruz! ¡Veracruz!
Se
acordó de Genaro, su amigo, el radiotelegrafista de Veracruz. Debía estar de servicio
a estas horas.
–¡Veracruz!
¡Veracruz! ¿Genaro? ¿Genaro? Veracruz. Veracruz, conteste Veracruz. ¿Me oyes, Genaro?
Llamando a Veracruz. Conteste. ¡Cambio!
Otra
vez un cacareo de gallinas encolerizadas, el ruido de alguna trepanación, silbidos.
Los dos hombres esperaban tensos, sin parpadear, a que aquello terminará algún día.
El barco ahora daba bruscos bandazos.
–¿Morales?
¿Morales? –el aparato había respondido por fin. Los dos hombres se cambiaron una
mirada rápida, sin comentar–. ¡Aquí, Veracruz! ¡Habla Genaro!
De
pronto la voz del aparato pareció sorprenderse bajo el efecto de una duda inconcebible.
–¿De
dónde me estás hablando, Morales? ¡Cambio!
Exigía
una respuesta perentoria con ese tono aprensivo, casi maternal. El telegrafista
Morales imaginó a Genaro en la oficina de Veracruz, inclinando sobre los aparatos,
la expresión llena de asombro. Obedeció al requerimiento de Genaro y empujó la palanquita
de cambio para que lo escucharan allá, a quién sabe cuántas millas de distancia.
–¡Aquí!,
El Tritón! Habló desde El Tritón, Genaro. Está aquí el contramaestre Galindo, que
te saluda… –en seguida quiso bromear–: –¿Qué tal se nos irá a poner con esta brisita
que se ha soltado…? ¡Cambio!
Veracruz
repuso con una maldición: –¡Den máquina atrás! –gritó– ¡Puede que todavía tengan
tiempo! El ciclón no tarda en alcanzarlos –aquí la voz se hizo afectuosa, a pesar
de las circunstancias–. ¡Muy buenas, contramaestre Galindo!
El
contramaestre clavó una intensa mirada cariñosa, fraternal, sobre Morales.
–Sigue
reportándonos –dijo con súbito afecto–. Voy con el capitán.
Al
salir, la puerta de la cámara se cerró con gran estrépito por la fuerza del viento.
Apenas se podía caminar sobre cubierta. El barco bailaba. Las altas paredes del
mar subían, ora a babor, ora a estribor, para hundirse en seguida y volver a subir,
vertiginosas.
Con
grandes trabajos el contramaestre llegó hasta el capitán, que maniobraba con la
caña del timón. Lo recibió a gritos, como un condenado.
–¡Vamos
a intentar la ciaboga! ¡Póngase su chaleco salvavidas! ¡Se lo ordeno! ¡Y ahora lárguese
pa que regrese en seguida!
La
ciaboga, es decir, una máquina avante y otra atrás, que los haría girar sobre su
propio eje ciento ochenta grados. Una maniobra audaz, que significaba ganar un tiempo
precioso.
Era
lo único que podía salvarlos. El ciclón casi los alcanzaba ya. La atmósfera se había
vuelto líquida, empañada y golpeaba en derredor móvil y ondulante, con la agilidad
cruel de un látigo. Un viraje simple se llevaría mucho tiempo; en cambio la ciaboga
era rápida.
Bajó
de un salto a su camarote y entró como una racha. Lo dominaba una excitación animal,
mezcla de miedo y alegría, ante la lucha venidera. Algo de odio –un deseo rabioso
de matar al adversario, de tenerlo en un puño y apretar hasta que se ahogase–. El
camarote estaba en tinieblas, negro, sin límites. Tiró del interruptor de la luz.
Nada. Alguna avería en las instalaciones, se dijo. Bien; esto podía implicar muchas
cosas –graves todas ella– pero ya no quiso detenerse a juzgarlas. Lo más idiota
de todo era que se le hubiese olvidado en donde demonios podía estar el chaleco
salvavidas. Echó mano de la linterna que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón
y en seguida arrojó sobre la pared del camarote un círculo de luz que fue a detenerse
encima de la percha vacía. El círculo giraba en todas direcciones, como el ojo de
un Polifemo impaciente. Se detuvo sobre la litera y en seguida avanzó como para
precisar mejor aquello que miraba y que hacía temblar su luz con leves vibraciones
de espanto. Era un extraño animal, un bulto encogido sobre sí mismo, una especie
de mico aterrorizado, con dos ojos redondos y salvajes que no se movían, que no
acertaban siquiera a parpadear.
–¡No
me haga nada, señor! –suplicó de pronto el mico replegándose todavía más en la litera–.
¡Me metí a escondidas! ¡Déjeme ir a Veracruz, no me vaya a echar al mar!
Era
al hijo de La Chunca. El contramaestre no podía articular una sola palabra. Sintió
que sobre sus peludas mejillas resbalaban unas lágrimas gruesas. Tenía una necesidad
atroz de arrodillarse.
–¿Y
de dónde diantres sacas que quiero echarte al mar? –acertó a decir por fin, con
una patética entonación de payaso a causa de que al mismo tiempo sollozaba.
Se
aproximó al muchacho para sentarse junto a él en la litera, con la actitud más tranquilizadora
que pudo adoptar.
–Mira.
Te llevaré a Veracruz, no faltaba más, ya que te colaste a bordo. ¡Yo no quería
embarcarte pero ya estás aquí, qué diablos!
El
niño rebuscó entre sus ropas y luego tendió un papel al contramaestre.
–En
Veracruz tengo gente que me tenga. Mire.
Pasaban
los minutos. Pronto tendría encima al ciclón. El contramaestre desdobló el papelito
las tres veces que era necesario para extenderlo por completo. Era un papelito santo,
un papel sagrado. Lo examinó a la luz de la lámpara:
Señora
Felipa Martínez. Puerto de Veracruz, Ver. Cuida mucho a mi hijo. Felipa.
Esto
era todo.
–¡Malhaya
tu madre! –estalló el contramaestre–. ¿A qué casa, a qué dirección, con qué gente
vas a llegar? ¡Se necesita ser animales, indios cerreros, bestias!
El
muchacho volvió a replegarse contra el rincón, poseído de un miedo horrible. Temblaba
castañeteando los dientes, encogiendo el cuerpo con toda su alma a fin de librarse
de aquel hombre inclemente, lleno de odio, que volvía a maldecir a su madre, que
volvía a insultarla como todos los demás. Bajo el cuerpo del niño, al replegarse
hacia el rincón, quedó al descubierto el chaleco salvavidas que había venido a buscar
el contramaestre.
Los
alaridos del viento llegaban hasta el camarote, ululantes, desatados, atormentadores
como en una visión de fiebre. Un golpe de mar hizo caer al hombretón sobre el chiquillo.
Pensó entonces el contramaestre que todo aquello era haber perdido mucho tiempo,
ahí dentro del camarote.
Tomó
el chaleco salvavidas y violentamente, con brusca energía, zarandeando al niño sin
consideración, lo hizo introducir los brazos y luego ató en torno de su cuerpo aquella
vestidura. El niño parecía haber enloquecido, pateaba, mordía, arañaba con una desesperación
delirante. Con el muchachito en brazos el contramaestre salió a cubierta.
El
barco comenzaba a escorar. Aquello no tenía remedio y entonces el contramaestre
se aproximó a la borda con el niño a cuestas. Éste le clavaba los dientes en una
oreja, sin desprenderse de ella, rabioso, feroz, atado a la vida con una fuerza
milenaria. Se la arrancaría, claro está. Con un fuerte impulso el hombre tiró del
niño y lo arrojó al mar. Acaso se salvara. El desgarrón de la oreja fue como el
ruido de un árbol gigantesco al caer derribado, unos círculos concéntricos de dolor,
que se abrían, que se extendían como luces fosforescentes dentro de la negra noche
del cráneo.
El
Tritón dejó de responder durante un lapso muy prolongado a los requerimientos de
la estación radiotelegráfica de Veracruz. Después se escuchó la voz del telegrafista
Morales. –¿Genaro? Perdona. No te contesté porque trataba de abrir la puerta. El
viento no me deja. Estoy herméticamente encerrado en la cámara de radiotelegrafía,
sin poder salir. Parece que en estos momentos comenzamos a hundirnos. Despídeme
de mi mujer. Saludos a todos los muchachos.
Al
amanecer y en compañía de un grupo de infantes de marina, Genaro recorría las playas
de Antón Lizardo en espera de que pudiese aparecer alguno de los náufragos de El
Tritón. No apareció nadie, no encontraron a nadie, aunque El Tritón se había hundido
a esas alturas y apenas a escasas tres millas de la costa. Por cuanto al niño que
habían descubierto en la playa, su presencia era inexplicable porque nadie había
reportado que fuese a bordo de El Tritón; era, en cierto modo, un niño inexistente,
del cual resultaba imposible informar a las autoridades superiores que había sido
el único ser humano que se salvara de la catástrofe. Sin embargo, en el chaleco
salvavidas del niño se veían impresas con toda claridad las letras de El Tritón.
Genaro
tomó en brazos a la criatura, interrogándola con suavidad, con afecto.
–¡Me
tiró al mar! –exclamó el niño con odio–. El hombre me tiró al mar. No quería que
yo fuera en el barco. Era un hombre lleno de pelos, que me daba miedo. Quiso que
me ahogara en el mar…
Genaro
estrechó al niño contra su pecho. “Un hombre peludo y que daba miedo”, pensó. “Era
él, era él. Era el contramaestre Galindo, el mejor hombre que he conocido en la
tierra.”
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