José Zorrilla
Uno de los templos que se
ven hoy en Castilla la Vieja es el de Torquemada, villa situada a pocas leguas de
Valladolid, entre esta ciudad y la de Burgos. Antes que este se edificara, servía
de iglesia una capilla que llaman de Santa Cruz. Ahora está a pocos pasos del pueblo,
y sigue sirviendo de templo secundario. Fue obra de los caballeros templarios, que
la abandonaron muy poco después de haberla levantado para sus fines particulares;
y transcurriendo días, se hizo un objeto de veneración y de pavor para el simple
habitador de Torquemada. Se dijo que no todo era bueno en aquella capilla: que se
oían ruidos subterráneos, y hubo quien añadió que le constaba estar habitada por
los malos espíritus. Estos rumores crecieron cuando don Juan II de Castilla mandó
cortar la cabeza de su condestable don Álvaro de Luna, por quien los vecinos de
Torquemada hicieron muchos sufragios. Contaron que se oían ecos lastimosos en Santa
Cruz; que recorrían luces de una parte a otra, y que vagaban por la noche en sus
cercanías sombras movibles; y otras fábulas a este tenor.
Al
mismo tiempo apareció un ermitaño en la parte del pueblo opuesta a la en que estaba
la capilla. Allí se acababa de levantar un santuario con el nombre de Nuestra Señora
de Valdesalce, cuyo cuidado se encargó a este ermitaño, que vivió algún tiempo con
una vida ejemplar y siendo el ídolo de los vecinos de la población.
De
estos sucesos tan simples en sí y tan naturales, se sacaron mil cuentos inverosímiles
y absurdos, que tuvieron motivo en las causas anteriores del acaecimiento que voy
a referir, y que se conservó largo tiempo en la memoria de los aldeanos con el nombre
de la mujer negra.
Una
mujer misteriosa entraba, ya hacía algunas noches, en la capilla de Santa Cruz,
sin que nadie supiese quién era ni con qué objeto se presentaba allí. Algunos atrevidos
y un poco más despreocupados que los otros se arriesgaron a seguirla, entrando en
el templo algunos minutos después que ella. No quedó rincón que no miraran, ni escondrijo
donde no se introdujeran; pero la mujer no apareció. Una hora antes de rayar el
alba, esta dama incomprensible salió de la capilla y desapareció entre la maleza
de un bosquecillo, o más bien dehesa cercana. ¿Cómo, pues, explicar este misterio?
Entraba, salía, se la buscaba, y así se daba con ella como si fuese un espíritu
invisible. Los lugareños, aterrados, no osaban, después de este acontecimiento,
acercarse a Santa Cruz desde que el astro del día empezaba a debilitarse. El ermitaño
de Valdesalce estuvo también algún tiempo sin dejar su habitación, lo que contribuyó
al aumento de su terror. El suceso de la mujer negra empezó a tomar un aspecto muy
formal. “El condestable, decían los aldeanos, era sin duda muy culpado; nuestras
oraciones han irritado su alma.” Otros hablaban de la mujer negra, como de una bruja
que tenía pacto hecho con el diablo, añadiendo unos que se les había mostrado por
la noche, y otros que, volviendo de los azares del campo, la vieron bailar al anochecer
alrededor de una seta, como decían lo practicaban las brujas: y algunas viejas contaban
que la habían visto saltar con suma rapidez de unos en otros tejados, cantando por
un tono en extremo lúgubre.
El
ermitaño bajó, por fin, a visitar a sus queridos hermanos, como él llamaba a los
vecinos de la villa. El semblante de este hombre era angelical, su porte agradable
y cariñoso: llevaba una túnica de paño burdo ceñida a la cintura con una correa.
Vagaban sobre su espalda los negros y rizados cabellos, y la barba crecía a su antojo,
dando a su rostro varonil un carácter de majestad y nobleza que nunca desmintieron
sus palabras ni sus hechos. La alegría de los aldeanos fue general cuando vieron
bajar a su ermitaño. Corrieron a su encuentro, le contaron el suceso de la mujer
negra muchas veces, porque se les figuraba que aún no lo había comprendido bien.
Él escuchó su narración con una paciencia imperturbable: les animó, les dijo no
creyesen en cuentos de brujas ni en hechizos, que tal vez aquella mujer fuese tan
buena cristiana como por bruja la tenían; y concluyó prometiéndoles que él mismo
iría a descifrar aquel misterio. Los del pueblo quedaron muy pagados de la afabilidad
del eremita, le dieron repetidas gracias y le acompañaron largo trecho fuera del
lugar, retirándose después con más tranquilidad de la que habían tenido los últimos
días.
El
solitario de Valdesalce esperó la venida de las sombras lleno de curiosidad: la
idea de aquella mujer extraordinaria le había hecho gran impresión, y parecía hallar
un presentimiento en su interior que le inclinaba a creer que era un ente bien desgraciado.
Meditaba en las señales que le dieron de ella los del pueblo; dejaba escapar expresiones
de compasión: hubiera querido descubrirlo todo en un momento. Mas no sabía que el
cielo le preparaba una escena bien triste en la capilla de los Templarios.
La
noche llegó desplegando a la vez todos los encantos que la acompañan en la estación
deliciosa de la primavera. La luna apareció suspendida en el puro azul de una atmósfera
tenue, que parecía tener la virtud de aligerar la vida de los seres condenados a
arrastrar unos días cortos y desabridos sobre la tierra. Ayudándose con su pequeño
báculo, descendía de su choza el eremita de Valdesalce, encomendando al Eterno,
en duplicadas oraciones, el éxito del negocio que iba a emprender en favor de sus
caros habitantes de la llanura: atravesó silencioso por medio de las sombras que
proyectaban los edificios pequeños y groseros que se veían separados del resto de
la población; y al cabo de algunos minutos se arrodilló ante el altar de la capilla
a que no resolvían acercarse los lugareños. Acomodose en un lugar extraviado desde
donde pudiese registrar el espacio más reducido del templo, y aguardó más de una
hora sin percibir el más mínimo ruido.
Al
cabo de este tiempo, la puerta que él había cerrado detrás de sí, se abrió lentamente
con un prolongado mugido; la lámpara colgada delante del ara, osciló débilmente
y dio muestras de expirar, confundiendo así los objetos de una manera horrorosa.
Una mujer de una figura interesante se adelantó hacia el presbiterio y oró por algunos
momentos. Iba cubierta con un ropaje de seda negra que realzaba su cutis delicado,
y convenía con su semblante abatido. Sus ojos lánguidos recorrieron velozmente la
capilla, y dirigiéndose a la lámpara, comunicó la llama a un largo hachón, que difundió
una claridad trémula, cuyo resplandor dio movilidad a los seres estacionarios por
naturaleza. Dirigiose a un altar lateral, y separando una ligera tarima, dejó ver
una escalerilla de caracol, oculta bajo una pequeña trampa, por la que desapareció.
La oscuridad volvió a tomar posesión de la capilla, porque la lámpara había sido
apagada por aquel ser fantástico. El eremita se dirigió a ciegas al sitio por donde
se había sumergido la mujer negra, y, entrando en la trampilla, empezó a caminar
por las entrañas de la tierra. Después de haber bajado algunos escalones, se adelantó
por un callejón tortuoso, evitando cualquier ruido que pudiera producir su marcha.
Al paso que se adelantaba se aumentaba la claridad, y pocos pasos anduvo para encontrar
otra segunda escalerilla, que terminaba en una estancia subterránea más extensa
que la capilla. Un sepulcro servía de altar, al parecer, y algunos huesos extendidos
por el pavimento mostraban bien eficazmente que sirvió un día de cementerio a los
hombres.
La
mujer prodigiosa se hallaba como en un éxtasis al pie de aquella tumba: su rostro
estaba humedecido con algunas lágrimas; sus facciones se habían hecho gruesas y
duras; la vista no cambiaba de dirección; en una palabra, todo indicaba estar entregada
a un exceso vehementísimo de delirio. El eremita permaneció mudo de admiración y
de terror a la entrada de este salón fúnebre. Dos veces estuvo tentado a volver
atrás, pero una secreta curiosidad se lo estorbó, y permaneció oculto hasta ver
el final de esta escena. La mujer negra se levantó, se acercó más al sepulcro, y
entregándose a un terrible frenesí, gritó con una voz robusta y más que mujeril:
–¡Inés!
¡Inés! He aquí las cenizas de tus abuelos. Tu padre no está aquí. Los buitres han
agitado sus plumas inflexibles sobre su cadáver, y han escondido las uñas y el pico
en sus entrañas insepultas. ¿Quién dará cuenta de esto? ¡Inés! ¡Inés! ¡La maldición
de los padres es eterna: el parricida no reposa ni aun en la tumba!
El
acceso de furor se aumentó; temblaba de pies a cabeza: pronunciaba sonidos incomprensibles;
agitaba en el aire la antorcha que tenía en la mano; finalmente, empezó a dar vueltas
en derredor de aquella mansión de los muertos, y, haciendo un movimiento rápido
desde el extremo opuesto, corrió demente hacia la escalera de la capilla. Fijó sus
ojos desencajados en el eremita, cogiole por la túnica y le condujo casi arrastrando
hasta el pie del sepulcro. Allí agitó la antorcha por segunda vez, la acercó al
rostro del morador de Valdesalce, parecía quererle reconocer, y, repitiendo mil
gestos convulsivos, quedó en pie delante de él como quien vuelve de repente de un
letargo de muchas horas. Su semblante tomó otra vez su carácter lánguido; se sonrió
débilmente, como por fuerza, y dijo:
–¡Hola!
El ermitaño de Valdesalce ha venido a visitarme. Ciertamente, este sitio no es un
palacio adornado con ricos tapices, pero la perspectiva de un sepulcro no debe serle
tan desagradable.
Hasta
entonces no había percibido el solitario más que la idea de un delirio tremendo
y de una mujer criminal; mas cuando su semblante se serenó, no vio en él sino una
imagen de la desgracia; y sirviéndose del mismo lenguaje que había usado aquella
mujer, la contestó:
–El
ermitaño de Valdesalce ha oído que una mujer misteriosa causaba terrores en los
corazones sencillos de los aldeanos con sus apariciones nocturnas en la capilla
de Santa Cruz.
–¡Misterio!
¡Terrores! ¡Apariciones! –repuso ella, con admiración marcada– No, no, os han engañado…
es una falsedad; Inés Chacón no se aparece… Tocadla, su cuerpo es de la misma materia
que los demás.
¡Todo
era aquí maravilloso, todo enigmático! El nombre de Inés Chacón produjo en el ermitaño
un repentino temblor, sus ojos negros rodaron sobre sus órbitas, y no pudo articular
por algunos momentos una sola palabra.
–El
eremita se ha estremecido –dijo Inés–. ¿Le aterran los gemidos de los espíritus
que habitan aquí? Podemos abandonarlos cuando les plazca.
–Mujer
extraordinaria, los espíritus no me intimidan, pero tus palabras excitan en mí una
idea más horrible. ¿Quién eres? Habla, te juro por las almas de tus antepasados
un silencio eterno e inviolable.
–Pues
bien, que el hombre de la soledad me escuche: no oirá de mis labios más que verdad.
Esto
dicho, colocó entre dos piedras el hachón que tenía en la mano, y, sentándose en
unos escombros enfrente de él, hizo señal al ermitaño para que la imitase. Era por
cierto una escena bien asombrosa ver a dos seres tan raros y tan distintos, conversando
con aparente tranquilidad de las cosas de la vida, rodeados de los despojos del
tiempo y de la muerte. Después de un corto silencio, empezó Inés su narración con
un tono lúgubre y enfático.
–Burgos
me vio nacer. Mi padre fue el inseparable amigo del desventurado condestable, que
perdió ha poco la privanza del príncipe don Juan, con la cabeza, y su caída arrastró
tras sí a nuestra corta familia; diez y siete veces había visto despojarse los jardines
de sus flores, siguiendo en este tiempo la fortuna de aquel favorito del rey de
Castilla, cuando don Rodrigo de Aguilar, poderoso caballero de Aragón, se atrevió
a fijar sus ojos en la orgullosa frente de Inés. Le amé, ¡demasiado me pesa!; ya
es tarde. Mi padre iba a salir desterrado de la corte, cargado con toda la indignación
de un príncipe caprichoso; en este momento crítico, don Rodrigo ofreció a mi padre
un asilo seguro en su fortaleza de Aragón; se obligó a mantener mi familia en el
antiguo fasto y ostentación, y concluyó con pedirle la mano, lo que mi padre le
negó abiertamente.
Yo
ignoraba que don Rodrigo era un jugador, un impío cargado de deudas y de vicios,
que ocultaba por medio de virtudes aparentes. Ciega de amor, traté de impostor a
mi padre infeliz, y le anuncié que lo creía todo una odiosa suposición suya, para
no permitirme dar el nombre de esposo al aragonés, y disfrazar así su odio contra
los que siguieron otras banderas que las del condestable.
El
infame don Rodrigo facilitó, a pesar de mi padre, una entrevista con la alucinada
Inés. Tuvo en ella valor para proponerle la fuga. Después que nuestro matrimonio
esté concluido –me dijo– vuestro padre cederá, y lo dará todo por bien hecho. Mi
pasión abominable pasaba los límites del verdadero amor, yo estaba frenética, y
mi padre, por otra parte, me prometía un porvenir nada lisonjero. ¿Lo creeréis?
Consentí en habitar con él en su castillo de Aragón, y con esta idea que me halagaba
ahogué en mi corazón el cariño filial. A la medianoche salimos de Valladolid, seguidos
de tres criados bien apercibidos y valientes. Todavía veíamos las veletas girar
en las torres de los templos de la ciudad, al débil brillar del astro nocturno,
cuando un bizarro caballero, armado de punta en blanco, se opuso en medio del camino
por donde debíamos pasar. Calada la visera y la lanza baja en brioso continente,
acometió a Rodrigo, cuyo caballo, menos fuerte que el del incógnito, midió la arena
con su cabalgador. Nuestros criados cercaron al vencedor, el cual, cubierto de heridas,
sucumbió después de una porfiada lucha. ¡Insensata! Yo me daba el parabién de su
ruina; de la ruina de mi padre. Abrió un momento sus moribundos ojos, y, fijándose
en su execrable hija, exclamó: “¡Pluguiera al cielo que vivieras maldita sobre la
tierra; y que tus infames amores…!”. No acabó. Sus fuerzas le hicieron traición;
la voz expiró en sus fauces, y yo me alejé, sin saber lo que hacía, de aquel espectáculo
de barbarie.
Aquí
se detuvo Inés, y derramó algunas lágrimas a la memoria del que la dio el ser: pareció
quererse entregar a otro acceso de delirio, mas, recobrando el espíritu, prosiguió.
–Este
golpe se borró pronto de mi memoria entre las caricias infernales de mi pérfido
esposo, que después de haberse burlado a su sabor de la crédula Inés, me encerró
en un calabozo de su castillo, donde me dio la noticia de la muerte de mi padre.
Pero un conserje que él creía de su confianza le vendió, y me dio la libertad. Convencida
de que nada adelantaría con querer vengarme, sino hacer más patente mi deshonor,
vine a concluir mis días cerca del sepulcro de mis abuelos. Ese bosquecillo cercano
me oculta durante el día, y mientras el hombre paga el tributo del descanso a la
naturaleza frágil, doy rienda a mi dolor en este miserable sitio. La maldición de
mi padre, venerable ermitaño, resuena sin cesar en mis oídos, y la última noche
he creído ver su sombra indignada que se alejaba de esta capilla. Aún tengo otro
secreto que revelaros. Mi vida acabará muy pronto; tomad, esta joya se la hallaron
a mi padre sus asesinos entre la coraza (Inés mostró una cruz de oro guarnecida
de magnífica pedrería). Iba unida a un billete para su único amigo, de quien es
propiedad; debía de haberle acompañado en su destierro. ¡Quizá le habrá seguido
al sepulcro!…
–¡Todo
lo sé ya! –exclamó el ermitaño, tomando en sus manos la cruz que Inés le presentaba–.
¡Dios mío! ¡Para esto he vivido hasta hoy! ¡Oh, mi fiel Gonzalo!…
–¡Qué,
sois vos! –dijo la joven frenética–. ¡Hernando de Sese, el apoyo de mi padre, se
cubre con la túnica del ermitaño de Valdesalce! ¡Sí, sí, todo es horror en la tierra,
y la maldición paternal pesa sobre mí con todo su vigor!
Mientras
un torrente de lágrimas bañaba el rostro del sensible Hernando, el delirio se apoderó
de Inés, y tomando carrera desde la mitad del subterráneo, intentó estrellarse contra
aquellas paredes revestidas de cráneos humanos. Hernando de Sese corrió a estorbar
el fatal proyecto, pero un nuevo prodigio detuvo a la joven en su desesperada corrida.
El centro de la tierra gimió; la losa de la tumba cayó al suelo resbalando por sus
bordes, y un guerrero armado de todas las piezas se levantó como un espectro, en
medio de ellos. La cruz roja de Santiago resplandecía en su pecho, y resaltaba más
colocada en su coraza cubierta de negro pavón. Un penacho oscuro flotaba sobre el
almete, como un funesto grajo que revolotea en tomo de una torre enlutada por la
muerte de su señor.
Entretanto
que Inés y Hernando permanecían inmóviles, sobrecogidos de un estupor indefinible,
la mano del caballero aparecido alzó la visera y mostró un semblante noble, en que
luchaban a la par la angustia y la indignación. “No temáis –dijo con una voz tétrica–,
¡vivo todavía!”
–¡Vive
todavía! –repitieron a un tiempo Hemando e Inés.
–Sí,
vivo todavía –replicó el caballero (en quien ya se habrá reconocido a Gonzalo);
los asesinos no acabaron con mi existencia, y cuando volví del profundo letargo
en que me dejaron sumergido, me hallé en una habitación desconocida, donde la caridad
de una virtuosa mujer me puso en el estado en que me veis. Allí supe la fuga de
mi amigo Hernando, y determiné buscarle para vengar el ultraje hecho a mi familia
por el impío don Rodrigo. Aguardando la ocasión de descubrirme al ermitaño de Valdesalce,
encontré el asilo de mi hija infeliz, y pensé hacerla caer en mi poder, ocultándome
en un segundo subterráneo que tiene entrada por ese sepulcro.
Iba
a contestar Hemando, pero un gemido prolongado que se oyó a sus espaldas, no se
lo permitió. Inés estaba entregada de nuevo a otro delirio más vehemente que los
dos primeros. En vano su padre la estrechó en sus brazos, la prometió su perdón
y la llamó repetidas veces su hija, su querida hija. Una fiebre ardentísima la consumía
por instantes: hacía contorsiones y gestos repugnantes, y entre las bascas de su
furor se la oía repetir con frecuencia: ¡Maldición! ¡Maldición! Y un gemido histérico
y espantoso terminaba sus ecos de demencia.
Durante
esta escena el hachón se consumió enteramente, y mientras Hemando subía a buscar
algunos vecinos de su confianza que diesen un asilo provisional a aquellos desventurados,
Inés, desasiéndose de repente de los brazos de su padre, se hizo pedazos la cabeza
contra el sepulcro. La última llamarada de la antorcha mostró al triste Gonzalo
el cerebro de su hija esparcido a su alrededor, y un grito de desesperación se propagó
por las bóvedas del subterráneo, resonando hasta la misma capilla.
Un
momento después bajó el ermitaño acompañado de aldeanos que traían hachas encendidas.
Pero no fueron más que las antorchas que alumbraron un lastimoso funeral. Gonzalo
Chacón siguió el ejemplo de su hija frenética, y había expirado abrazado con su
cadáver al pie del sepulcro de sus abuelos.
Ya
no existe este subterráneo, pero se conserva intacta la capilla de los Templarios.
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