Italo Calvino
No hiela a menudo en nuestros
pagos: solo por la mañana las lechugas se despiertan ateridas, un poco lívidas,
y la tierra forma una costra gris, casi lunar, que responde sorda a la zapa. Al
pie de los árboles, en diciembre, la tierra empieza a pigmentarse de hojitas amarillas
que poco a poco la cubren como una manta ligera. El invierno es más transparencia
de aire que frío y en ese aire se encienden en las ramas esqueléticas centenares
de lamparitas rojas: los caquis.
Aquel
año el pequeño huerto de frutales parecía un cortejo de vendedores de globos con
su carga suspendida en el aire: nueve en esa rama bifurcada, seis en la otra torcida,
allá arriba parecían faltar, pero tal vez era el vacío de las hojas caídas, los
que miraban al sur estaban más rojos, madurarían antes. Así todas las mañanas Pipín
el Mallorquín pasaba revista a sus ocho árboles, controlando si faltaban frutas,
pesando con los ojos la carga de las ramas, convirtiendo mentalmente esa carga en
dinero, imaginando el dinero colgado de las ramas desnudas en lugar de las frutas:
pringosos, volanderos papeles de cien y de mil y no, lamentablemente, pequeños discos
de oro y de plata centelleando en las ramas.
Mejor
que el papel, las monedas, quien las tenga, que se pueden enterrar dentro de una
pequeña vasija al pie de un muro, en vez de enmohecerse y terminar comido por los
ratones. Pero fuese plata o papel, la cosa terminaba siempre en eso, en el dinero,
podía seguir dando vueltas, transformarse en fosfatos, en cianamida, convertirse
en jugo de la tierra, fuerza que sube por las raíces, dulce de tomates o amargo
de alcachofas: al fin, inevitablemente, volver a eso, al dinero.
–¡Alégrate,
Mallorquín, cuando termine la guerra ya verás cómo sube la moneda italiana!
Quien
así hablaba era Saltarel, el véneto que vivía en las casas del Paraggio y pasaba
en ese momento por el camino de herradura, y le hablaba a él, que escardaba los
bancales de arriba. Pipín dejaba de escardar y alzaba hacia el véneto su barbita
grisácea, como de palomo:
–¿Lo
dices en serio, Venessia?
El
otro se ponía a bromear y a hablar véneto, explicando para qué serviría el dinero;
el Mallorquín seguía agachado, haciendo desalentados gestos de protesta. Se podía
entender la filoxera que debilita las vides, la mosca que engurruña las aceitunas,
la babosa que perfora la lechuga, pero el dinero, el dinero del Gobierno, qué bicho
lo roería para que no valiera nada. Ya había, para arruinar las cosechas, la carcoma
que devora las raíces, las cochinillas y las babosas en las hojas, las mariquitas
en las flores, los gusanos en las frutas; ¡no faltaba más que ese animal misterioso
que podía desbaratar las cosechas más ricas, salvadas con mil cuidados, cuando ya
estaban vendidas, atacase el dinero! Los “venessia” eran gentes míseras y vagabundas,
emigradas de sus tierras en los años de la crisis, gentes que tarde o temprano terminarían
en la ciudad como barrenderos, igual que los “napolitanos”, es decir, los abrucenses,
sus compadres: por eso hablaban así.
Ya
eran demasiados los animales que se entrometían entre Pipín el Mallorquín y los
frutos de su tierra, y el más insidioso era un animal contra el que no valían insecticidas
ni venenos, un animal no diurno, con manos de hombre y paso de lobo: los ladrones.
Los campos hervían de ladrones: gente vagabunda sin tierra y sin trabajo. Así, por
los caquis, seguramente había pasado un extraño durante la noche, pisoteando las
hileras de ajos. Pipín examinaba los árboles rama por rama, inquieto. Ya: en el
quinto árbol, una rama entera, cargada: para arrancar un caqui todavía verde, una
rama cargada de frutos todavía verdes, ahí estaba, desgajada, colgando hasta el
suelo. “¡Me cago en Dios!”, gritó el Mallorquín alzando los puños hacia las casas
del Paraggio retrepadas en la ladera de la colina, una hilera de casas de un solo
piso, de color moho, como las aldeas de corcho de los belenes, que parecían a punto
de derrumbarse hacia el valle con que solo gritara un poco más fuerte.
El
Mallorquín anduvo por el Paraggio con la rama desgajada en la mano como un bastón,
con todos los caquis colgando, golpeando fuerte el suelo para que le oyeran. Se
asomó a la puerta la mujer de Saltarel, la cara roja y sin dientes:
–¿Por
fin tiene un árbol de Navidad, eh, Pipín? Mire que se necesita un pino, no un caqui.
Al
Mallorquín le vibraba la punta de los bigotes como a los gatos.
–¡Si
cojo al que viene a robarme los caquis –dijo–, le disparo! ¡Esta noche cargo el
fusil con sal y municiones!
Se
asomó el más viejo de los “venessia”, Cochanchi.
–Ya
que estás, ponle también aceite, Mallorquín –dijo–, así te lo preparas en ensalada.
Y
todos los vénetos, en las puertas de las chabolas, se reían con sorna a espaldas
del Mallorquín, que se alejaba maldiciendo.
Si
hubieran tenido color bastante como para arrancarlos y hacerlos madurar en casa;
pero no, había que dejarlos todavía en los árboles, a merced de esa gente que lleva
el vicio de robar en la sangre, como el hambre, que arranca las ramas para pisotearlas
después en el suelo apenas mordidos los frutos, al sentirlos agrios.
Había
que montar la guardia de noche, con el fusil: Pipín lo haría desde el crepúsculo
hasta medianoche, su mujer lo sustituiría de medianoche al alba.
Pipín
y su mujer vivían en una casucha tapizada de hollín, adornada con trenzas de ajo
y alrededor, en lugar de macetas floridas, jaulas de conejos. Bastianina la Mallorquina
trabajaba duro como su marido, removía la tierra con el bieldo después de que él
la hubiera roturado con el arado, la cara y los brazos de los dos color marrón,
como la tierra removida: ella desgreñada, con un vestido que parecía una bolsa,
calzada con zapatones; él descalzo, el chaleco desteñido sobre el torso desnudo,
lanoso como un cacto, la perilla y los bigotes como un pichón gris posado en aquella
cara engarruñada de arrugas.
El
bancal de los caquis estaba más allá del camino de herradura, en un lugar sombreado
y húmedo sobre un arroyuelo. El Mallorquín llegó cuando ya había oscurecido, con
el fusil de mala muerte con el que cuarenta años antes había acertado a un zorro.
En la oscuridad los árboles parecían enormes pájaros descansando sobre una sola
pata. Al distinguir las ramas cargadas de frutos a tiro de fusil, Pipín experimentó
una sensación de dulce seguridad, como el niño que tiene un juguete debajo de la
almohada.
El
manar del arroyo esmerilaba el silencio; las distancias, en la oscuridad, eran solo
el ladrido de perros lejanos. Acostumbrando el oído podían percibirse risas y cantos
que venían de las casas de los vénetos, en el Paraggio; acostumbrando el ojo podía
entreverse allá arriba la claridad de las hogueras de la fiesta. Por la noche los
vénetos cantaban y bailaban: la gorda sobrina de Cochanchi bailaba con la falda
al viento mientras todos los hombres seguían el ritmo batiendo palmas. Después el
viejo Cochanchi, que estaba sentado, la abrazaba por los muslos: se hacían muchas
porquerías, por la noche, entre los vénetos: Saltarel se emborrachaba y azotaba
a su mujer todas las noches diciendo que era una yegua y la mujer nunca quería ir
a mostrar sus moretones a los carabineros. A cierta hora, apenas disminuían los
cantos, los vénetos salían reptando hacia los bancales del Mallorquín: ahora estaban
todos sobre el muro de arriba, ahora le saltaban encima: la gorda de Cochanchi empezaba
a bailarle delante con los muslos desnudos mientras el viejo le robaba los caquis.
Alto ahí, atención con empezar a soñar despierto; de pronto uno se queda dormido.
En cambio, ojos y oídos atentos: el viento que se alzaba entre las cañas del arroyo
podía ser un ladrón que se acercaba. No: arriba los cantos y las risas continuaban,
todo estaba desierto e inmóvil.
Pipín
se sentía terriblemente solo, a veces, en aquellos terrenos suyos, en medio de bichos,
bichos arriba, abajo, a su alrededor, que querían comerle el campo con él dentro:
debajo de la tierra había cantidad de lombrices, sobre la tierra ratones, en el
cielo solo gorriones; después los recaudadores de impuestos, los que especulaban
con los abonos, los ladrones. Frente a la tierra experimentaba una vaga sensación
de impotencia, como la de quien nunca consigue poseerla del todo, como cuando uno
sueña que posee a una mujer y no lo consigue. Una gran muela negra de molino, la
tierra, que lo deshace y lo transforma todo, con jugos misteriosos que suben de
los terrones por las raíces hasta hinchar los caquis de azúcar y tanino en lo alto
de las ramas: una muela de molino que sigue bajando hasta el infinito, siempre suya,
hasta el centro del mundo donde comienza la otra pirámide de tierra del otro Pipín,
el Mallorquín de las antípodas. Pipín hubiera querido meterse en la tierra con todo
su cuerpo, respirarla, llevarse todo su dinero en una vasija, y su casa, todas sus
cosas, los conejos, su mujer: así se hubiera sentido seguro. Hubiese querido vivir
bajo tierra en la tierra caliente y negra como cuando llegaba hondo con el arado.
Pero ésos eran pensamientos de alguien dormido.
La
noche sin luna parecía detenida en el tiempo. ¿No llegaría nunca la medianoche?
Tal vez su mujer no se había despertado y lo dejaría allí hasta la mañana. Pipín
se sacudió, se acercó a cada árbol a mirar desde abajo las frutas como si mientras
dormitaba hubieran podido robárselas delante de sus narices. Pero quizá mientras
pasaba con la mirada del primero al segundo, al tercer árbol de caquis, un mono
iba saltando de un árbol a otro y metía las frutas en un saco, sin ser visto. Había
cien monos escondidos entre las ramas de todos los árboles, monos asquerosos, sin
pelo, con la cara burlona de Saltarel que se mofaba de él.
Por
los campos se acercaba una luz: ¿era verdad o una broma de los monos? ¿Había que
despertarse y dispararles?
–¡Pipín!
¡Pipín! –La voz de su mujer, despacio.
–¡Bastiana!
Era
el cambio de guardia, ella que llegaba con la linterna. Pipín le pasó el fusil y
después se marchó a dormir.
La
Mallorquina llevaba el fusil como un soldado y caminaba de una punta a la otra del
bancal. De noche tenía los ojos amarillos, como un búho: aunque viniera el diablo
a asustarla, ella comprendería que era solo un matorral. De pronto vio una piedra
que avanzaba a brincos por el sendero. La tocó con el pie: era blanda como carne.
Un sapo: se quedaron mirándose un instante, la mujer y el sapo, después él siguió
por un lado y ella por el otro.
Al
día siguiente Bastianina dijo que el segundo turno era el más duro y que esa noche
le correspondía el primero. Pipín aceptó: ella fue a despertarlo a medianoche y
a sacarlo de la cama. De camino, mientras cerraba tras de sí la puertecita que daba
al bancal de los caquis, Pipín oyó pasos por el camino de herradura; ¿quién andaba
dando vueltas por los campos, a esa hora? Era Saltarel.
–Mallorquín,
¿vigilas al búho, a estas horas, con tu fusil?
–Al
búho, sí –contestó el Mallorquín–, al búho que me picotea los caquis.
“Así
se enteran”, pensó, “y no vienen esta noche”.
–Pero
tú, ¿de dónde vienes, Venessia?
–De
comprar aceite. Mañana vamos con Cochanchi al Piamonte y llevamos arroz.
Los
vénetos se habían metido en el mercado negro.
–Que
hagas buenos negocios, Venessia.
–Que
aciertes al búho, Mallorquín.
Aguzando
el oído, desde el bancal de los caquis, todo era silencio. Incluso en las casas
de los vénetos, ni una luz, ni una voz. Saltarel no zurraba a su mujer aquella noche,
pero tal vez en aquel momento el viejo Cochanchi estaba en la cama con su sobrina
gorda. Pipín pensó en su cama todavía caliente, en Bastiana que ya roncaba. Esa
noche no vendrían, sabían que había guardia, y a la mañana tenían que salir temprano
para el Piamonte. Ya: Pipín volvería a dormir, sin hacer ruido para no despertar
a su mujer, y poco antes del alba iría a echar un vistazo.
Volvió
a su casa, se metió entre las sábanas, muy despacio, junto a su mujer que hubiera
seguido roncando aunque se acostara un caballo. Pero no conseguía conciliar el sueño:
¿qué sucedería si no se despertaba al alba y su mujer lo encontraba en la cama?
¿Y si hubieran ido otros ladrones? De pronto le asaltó la duda de haber dejado abierta
la puertecita: Saltarel lo había visto cuando la cerraba, los vénetos deambulaban
toda la noche como gatos, si la encontraban abierta comprenderían que se había marchado.
Pipín no conseguía pegar ojo: era una tortura estar así en la cama, sin poder volverse
siquiera por temor a despertar a su mujer, mientras los ladrones andaban por sus
tierras. Entonces, ¿por qué no se levantaba, por qué no iba a ver? El cielo ya empezaba
a clarear, al primer canto del gallo se levantaría. Pero ahora, por el camino de
herradura, ruido de pasos que bajaban: ¿quién sería, a esa hora? Seguramente Cochanchi
y Saltarel que partían para el Piamonte. Pasos de carrera casi, pesados: debían
de ir cargados, cargados con recipientes de aceite, ¡cargados con cestas de caquis
robados en ese mismo momento, que venderían en el Piamonte! Pipín saltó de la cama,
cogió el fusil, salió.
La
puertecita: cerrada; respiró. Sin embargo, mientras se acercaba al bancal no conseguía
divisar el rojo de las frutas; los otros árboles eran los que se lo impedían, las
cañas, los olivos. Ahora, después de rodear esa tapia, lo vería, se tranquilizaría.
Dio vuelta a la tapia. Había en torno una sensación de vacío. La perilla y los bigotes,
pichón gris, le temblaron como si estuvieran a punto de alzar vuelo desde su boca.
En el aire lívido del alba los árboles tendían contra el cielo una telaraña de ramas
desnudas. No había quedado ni un caqui.
–¡Me
cago en Dios! –gritó el hombre en el bancal levantando los puños.
En
la casa la Mallorquina se estaba levantando.
–Pipín,
¿has montado la guardia?
Pipín
se sentó en un banquito con el fusil todavía en bandolera, la cabeza gacha.
–¿Qué
tienes, Pipín, que no contestas?
Pipín
seguía callado, no alzaba la cabeza.
–¿Cuánto
crees que valdrán este año los caquis en el mercado?
“Hay
que hacerla callar”, pensaba Pipín.
–¿Cuánto
crees que sacaremos?
Pipín
se levantó. Cogió un palo de los de estirar las cuerdas de la albarda.
–Yo
digo que llenaremos treinta cestas –continuaba la mujer.
Pipín
vio la tranca de la puerta, dejó el palo y cogió la tranca.
–Un
año como éste no lo hemos tenido nunca, ¿no es cierto, Pipín?
Entonces
Pipín el Mallorquín empezó a pegarle.
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