Gabriel García Márquez
La jaula estaba terminada. Baltazar
la colgó en el alero, por la fuerza de la costumbre, y cuando acabó de almorzar
ya se decía por todos lados que era la jaula más bella del mundo. Tanta gente vino
a verla, que se formó un tumulto frente a la casa, y Baltazar tuvo que descolgarla
y cerrar la carpintería.
–Tienes que
afeitarte –le dijo Úrsula, su mujer–. Pareces un capuchino.
–Es malo afeitarse
después del almuerzo –dijo Baltazar.
Tenía una barba
de dos semanas, un cabello corto, duro y parado como las crines de un mulo, y una
expresión general de muchacho. Pero era una expresión falsa. En febrero había cumplido
30 años, vivía con Úrsula desde hacía cuatro, sin casarse y sin tener hijos, y la
vida le había dado muchos motivos para estar alerta, pero ninguno para estar asustado.
Ni siquiera sabía que para algunas personas, la jaula que acababa de hacer era la
más bella del mundo. Para él, acostumbrado a hacer jaulas desde niño, aquél había
sido apenas un trabajo más arduo que los otros.
–Entonces repósate
un rato –dijo la mujer–. Con esa barba no puedes presentarte en ninguna parte.
Mientras reposaba
tuvo que abandonar la hamaca varias veces para mostrar la jaula a los vecinos. Úrsula
no le había prestado atención hasta entonces. Estaba disgustada porque su marido
había descuidado el trabajo de la carpintería para dedicarse por entero a la jaula,
y durante dos semanas había dormido mal, dando tumbos y hablando disparates, y no
había vuelto a pensar en afeitarse. Pero el disgusto se disipó ante la jaula terminada.
Cuando Baltazar despertó de la siesta, ella le había planchado los pantalones y
una camisa, los había puesto en un asiento junto a la hamaca, y había llevado la
jaula a la mesa del comedor. La contemplaba en silencio.
–¿Cuánto vas
a cobrar? –preguntó.
–No sé –contestó
Baltazar–. Voy a pedir treinta pesos para ver sí me dan veinte.
–Pide cincuenta
–dijo Úrsula–. Te has trasnochado mucho en estos quince días. Además, es bien grande.
Creo que es la jaula más grande que he visto en mi vida.
Baltazar empezó
a afeitarse.
–¿Crees que
me darán los cincuenta pesos?
–Eso no es nada
para don Chepe Montiel, y la jaula los vale –dijo Úrsula–. Debías pedir sesenta.
La casa yacía
en una penumbra sofocante. Era la primera semana de abril y el calor parecía menos
soportable por el pito de las chicharras. Cuando acabó de vestirse, Baltazar abrió
la puerta del patio para refrescar la casa, y un grupo de niños entró en el comedor.
La noticia se
había extendido. El doctor Octavio Giraldo, un médico viejo, contento de la vida
pero cansado de la profesión, pensaba en la jaula de Baltazar mientras almorzaba
con su esposa inválida. En la terraza interior donde ponían la mesa en los días
de calor, había muchas macetas con flores y dos jaulas con canarios. A su esposa
le gustaban los pájaros, y le gustaban tanto que odiaba a los gatos porque eran
capaces de comérselos. Pensando en ella, el doctor Giraldo fue esa tarde a visitar
a un enfermo, y al regreso pasó por la casa de Baltazar a conocer la jaula.
Había mucha
gente en el comedor. Puesta en exhibición sobre la mesa, la enorme cúpula de alambre
con tres pisos interiores, con pasadizos y compartimientos especiales para comer
y dormir, y trapecios en el espacio reservado al recreo de los pájaros, parecía
el modelo reducido de una gigantesca fábrica de hielo. El médico la examinó cuidadosamente,
sin tocarla, pensando que en efecto aquella jaula era superior a su propio prestigio,
y mucho más bella de lo que había soñado jamás para su mujer.
–Esto es una
aventura de la imaginación –dijo. Buscó a Baltazar en el grupo, y agregó, fijos
en él sus ojos maternales–: Hubieras sido un extraordinario arquitecto.
Baltazar se
ruborizó.
–Gracias –dijo.
–Es verdad –dijo
el médico. Tenía una gordura lisa y tierna como la de una mujer que fue hermosa
en su juventud, y unas manos delicadas. Su voz parecía la de un cura hablando en
latín–. Ni siquiera será necesario ponerle pájaros –dijo, haciendo girar la jaula
frente a los ojos del público, como si la estuviera vendiendo–. Bastará con colgarla
entre los árboles para que cante sola. –Volvió a ponerla en la mesa, pensó un momento,
mirando la jaula, y dijo:– Bueno, pues me la llevo.
–Está vendida
–dijo Úrsula.
–Es del hijo
de don Chepe Montiel –dijo Baltazar–. La mandó a hacer expresamente.
El médico asumió
una actitud respetable.
–¿Te dio el
modelo?
–No –dijo Baltazar–.
Dijo que quería una jaula grande, como ésa, para una pareja de turpiales.
El médico miró
la jaula.
–Pero ésta no
es para turpiales.
–Claro que sí,
doctor –dijo Baltazar, acercándose a la mesa. Los niños lo rodearon–. Las medidas
están bien calculadas –dijo, señalando con el índice los diferentes compartimientos.
Luego golpeó la cúpula con los nudillos, y la jaula se llenó de acordes profundos–.
Es el alambre más resistente que se puede encontrar, y cada juntura está soldada
por dentro y por fuera –dijo.
–Sirve hasta
para un loro –intervino uno de los niños.
–Así es –dijo
Baltazar.
El médico movió
la cabeza.
–Bueno, pero
no te dio el modelo –dijo–. No te hizo ningún encargo preciso, aparte de que fuera
una jaula grande para turpiales. ¿No es así?
–Así es –dijo
Baltazar.
–Entonces no
hay problema –dijo el médico–. Una cosa es una jaula grande para turpiales y otra
cosa es esta jaula. No hay pruebas de que sea ésta la que te mandaron hacer.
–Es esta misma
–dijo Baltazar, ofuscado–. Por eso la hice.
El médico hizo
un gesto de impaciencia.
–Podrías hacer
otra –dijo Úrsula, mirando a su marido. Y después, hacia el médico–: Usted no tiene
apuro.
–Se la prometí
a mi mujer para esta tarde –dijo el médico.
–Lo siento mucho,
doctor –dijo Baltazar–, pero no se puede vender una cosa que ya está vendida.
El médico se
encogió de hombros. Secándose el sudor del cuello con un pañuelo, contempló la jaula
en silencio, sin mover la mirada de un mismo punto indefinido, como se mira un barco
que se va.
–¿Cuánto te
dieron por ella?
Baltazar buscó
a Úrsula sin responder.
–Sesenta pesos
–dijo ella.
El médico siguió
mirando la jaula.
–Es muy bonita
–suspiró–. Sumamente bonita. –Luego, moviéndose hacia la puerta, empezó a abanicarse
con energía, sonriente, y el recuerdo de aquel episodio desapareció para siempre
de su memoria.
–Montiel es
muy rico –dijo.
En verdad, José
Montiel no era tan rico como parecía, pero había sido capaz de todo por llegar a
serlo. A pocas cuadras de allí, en una casa atiborrada de arneses donde nunca se
había sentido un olor que no se pudiera vender, permanecía indiferente a la novedad
de la jaula. Su esposa, torturada por la obsesión de la muerte, cerró puertas y
ventanas después del almuerzo y yació dos horas con los ojos abiertos en la penumbra
del cuarto, mientras José Montiel hacía la siesta. Así la sorprendió un alboroto
de muchas voces. Entonces abrió la puerta de la sala y vio un tumulto frente a la
casa, y a Baltazar con la jaula en medio del tumulto, vestido de blanco y acabado
de afeitar, con esa expresión de decoroso candor con que los pobres llegan a la
casa de los ricos.
–Qué cosa tan
maravillosa –exclamó la esposa de José Montiel, con una expresión radiante, conduciendo
a Baltazar hacia el interior–. No había visto nada igual en mi vida –dijo, y agregó,
indignada con la multitud que se agolpaba en la puerta–: Pero llévesela para adentro
que nos van a convertir la sala en una gallera.
Baltazar no
era un extraño en la casa de José Montiel. En distintas ocasiones, por su eficacia
y buen cumplimiento, había sido llamado para hacer trabajos de carpintería menor.
Pero nunca se sintió bien entre los ricos. Solía pensar en ellos, en sus mujeres
feas y conflictivas, en sus tremendas operaciones quirúrgicas, y experimentaba siempre
un sentimiento de piedad. Cuando entraba en sus casas no podía moverse sin arrastrar
los pies.
–¿Está Pepe?
–preguntó.
Había puesto
la jaula en la mesa del comedor.
–Está en la
escuela –dijo la mujer de José Montiel–. Pero ya no debe demorar. –Y agregó:– Montiel
se está bañando.
En realidad
José Montiel no había tenido tiempo de bañarse. Se estaba dando una urgente fricción
de alcohol alcanforado para salir a ver lo que pasaba. Era un hombre tan prevenido,
que dormía sin ventilador eléctrico para vigilar durante el sueño los rumores de
la casa.
–Adelaida –gritó–.
¿Qué es lo que pasa?
–Ven a ver qué
cosa maravillosa –gritó su mujer.
José Montiel
–corpulento y peludo, la toalla colgada en la nuca– se asomó por la ventana del
dormitorio.
–¿Qué es eso?
–La jaula de
Pepe –dijo Baltazar.
La mujer lo
miró perpleja.
–¿De quién?
–De Pepe –confirmó
Baltazar. Y después dirigiéndose a José Montiel–: Pepe me la mandó a hacer.
Nada ocurrió
en aquel instante, pero Baltazar se sintió como si le hubieran abierto la puerta
del baño. José Montiel salió en calzoncillos del dormitorio.
–Pepe –gritó.
–No ha llegado
–murmuró su esposa, inmóvil.
Pepe apareció
en el vano de la puerta. Tenía unos doce años y las mismas pestañas rizadas y el
quieto patetismo de su madre.
–Ven acá –le
dijo José Montiel–. ¿Tú mandaste a hacer esto?
El niño bajó
la cabeza. Agarrándolo por el cabello, José Montiel lo obligó a mirarlo a los ojos.
–Contesta.
El niño se mordió
los labios sin responder.
–Montiel –susurró
la esposa.
José Montiel
soltó al niño y se volvió hacia Baltazar con una expresión exaltada.
–Lo siento mucho,
Baltazar –dijo–. Pero has debido consultarlo conmigo antes de proceder. Sólo a ti
se te ocurre contratar con un menor. –A medida que hablaba, su rostro fue recobrando
la serenidad. Levantó la jaula sin mirarla y se la dio a Baltazar–. Llévatela en
seguida y trata de vendérsela a quien puedas –dijo–. Sobre todo, te ruego que no
me discutas. –Le dio una palmadita en la espalda, y explicó:– El médico me ha prohibido
coger rabia.
El niño había
permanecido inmóvil, sin parpadear, hasta que Baltazar lo miró perplejo con la jaula
en la mano. Entonces emitió un sonido gutural, como el ronquido de un perro, y se
lanzó al suelo dando gritos.
José Montiel
lo miraba impasible, mientras la madre trataba de apaciguarlo.
–No lo levantes
–dijo–. Déjalo que se rompa la cabeza contra el suelo y después le echas sal y limón
para que rabie con gusto.
El niño chillaba
sin lágrimas, mientras su madre lo sostenía por las muñecas.
–Déjalo –insistió
José Montiel.
Baltazar observó
al niño como hubiera observado la agonía de un animal contagioso. Eran casi las
cuatro. A esa hora, en su casa, Úrsula cantaba una canción muy antigua, mientras
cortaba rebanadas de cebolla.
–Pepe –dijo
Baltazar.
Se acercó al
niño, sonriendo, y le tendió la jaula. El niño se incorporó de un salto, abrazó
la jaula, que era casi tan grande como él, y se quedó mirando a Baltazar a través
del tejido metálico, sin saber qué decir. No había derramado una lágrima.
–Baltazar –dijo
Montiel, suavemente–. Ya te dije que te la lleves.
–Devuélvela
–ordenó la mujer al niño.
–Quédate con
ella –dijo Baltazar. Y luego, a José Montiel–: Al fin y al cabo, para eso la hice.
José Montiel
lo persiguió hasta la sala.
–No seas tonto,
Baltazar –decía, cerrándole el paso–. Llévate tu trasto para la casa y no hagas
más tonterías. No pienso pagarte ni un centavo.
–No importa
–dijo Baltazar–. La hice expresamente para regalársela a Pepe. No pensaba cobrar
nada.
Cuando Baltazar
se abrió paso a través de los curiosos que bloqueaban la puerta, José Montiel daba
gritos en el centro de la sala. Estaba muy pálido y sus ojos empezaban a enrojecer.
–Estúpido –gritaba–.
Llévate tu cacharro. Lo último que faltaba es que un cualquiera venga a dar órdenes
en mi casa. ¡Carajo!
En el salón
de billar recibieron a Baltazar con una ovación. Hasta ese momento, pensaba que
había hecho una jaula mejor que las otras, que había tenido que regalársela al hijo
de José Montiel para que no siguiera llorando, y que ninguna de esas cosas tenía
nada de particular. Pero luego se dio cuenta de que todo eso tenía una cierta importancia
para muchas personas, y se sintió un poco excitado.
–De manera que
te dieron cincuenta pesos por la jaula.
–Sesenta –dijo
Baltazar.
–Hay que hacer
una raya en el cielo –dijo alguien–. Eres el único que ha logrado sacarle ese montón
de plata a don Chepe Montiel. Esto hay que celebrarlo.
Le ofrecieron
una cerveza, y Baltazar correspondió con una tanda para todos. Como era la primera
vez que bebía, al anochecer estaba completamente borracho, y hablaba de un fabuloso
proyecto de mil jaulas de a sesenta pesos, y después de un millón de jaulas hasta
completar sesenta millones de pesos.
–Hay que hacer
muchas cosas para vendérselas a los ricos antes que se mueran –decía, ciego de la
borrachera–. Todos están enfermos y se van a morir. Cómo estarán de jodidos que
ya ni siquiera pueden coger bien.
Durante dos
horas el tocadiscos automático estuvo por su cuenta tocando sin parar. Todos brindaron
por la salud de Baltazar, por su suerte y su fortuna, y por la muerte de los ricos,
pero a la hora de la comida lo dejaron solo en el salón.
Úrsula lo había
esperado hasta las ocho, con un plato de carne frita cubierto de rebanadas de cebolla.
Alguien le dijo que su marido estaba en el salón de billar, loco de felicidad, brindando
cerveza a todo el mundo, pero no lo creyó porque Baltazar no se había emborrachado
jamás. Cuando se acostó, casi a la medianoche, Baltazar estaba en un salón iluminado,
donde había mesitas de cuatro puestos con sillas alrededor, y una pista de baile
al aire libre, por donde se paseaban los alcaravanes. Tenía la cara embadurnada
de colorete, y como no podía dar un paso más, pensaba que quería acostarse con dos
mujeres en la misma cama. Había gastado tanto, que tuvo que dejar el reloj como
garantía, con el compromiso de pagar al día siguiente. Un momento después, despatarrado
por la calle, se dio cuenta de que le estaban quitando los zapatos, pero no quiso
abandonar el sueño más feliz de su vida. Las mujeres que pasaron para la misa de
cinco no se atrevieron a mirarlo, creyendo que estaba muerto.
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