Ellery Queen
Si el año pasado le hubieran
ustedes preguntado al padre Bowen de la parroquia de Todas las Almas, de Times Square,
si aprobaba la doctrina deuteronómica de ojo por ojo diente por diente, les habría
reprendido, y habría citado alguna máxima evangélica, probablemente la de volver
la otra mejilla, Mateo 38–39. Pero si se hacen la pregunta ahora, lo más probable
es que el padre Bowen invoque a una autoridad profana llamada Ellery Queen.
El
rebaño del padre Bowen, al pacer por los West Forties, está plagado de ovejas negras.
Hasta el pasado año, una de sus máximas preocupaciones la constituyó una alegre
dama conocida por los soplones, vendedores de periódicos, cantineros, juerguistas,
guardias y demás asiduos de Broadway, como la Hechicera: una mujer de pelo entre
gris y rubio, mejillas tersas y vivos ojos azules, que llevaba faldas largas y un
vistoso chal. La Hechicera vivía sola en un sótano de la Décima Avenida, y se dedicaba
por las noches a vender violetas, corpiños de gardenias y billetes de lotería bajo
las marquesinas y luces de neón. Al amanecer –era de sangre inglesa; y se llamaba
Wichingame–, se le podía encontrar normalmente en algún bar de los que no cerraban
en toda la noche, con una hilera de vasos vacíos de ginebra con tónica delante,
y cantando con voz ronca y alegre ¡El melar y más alegre cántico de la mañana! Su
récord de asistencias a Todas las Almas no era meritorio, pero en cambio a veces
se le podía ver en el confesionario donde entraba en entusiastas detalles.
Su
pastor se esforzaba duramente con aquella exasperaste oveja, pero no pudo regocijarse
hasta una semana de invierno en que la Hechicera se durmió sobre la nieve de la
acera, y se despertó en el Hospital Bellevue con una pulmonía doble. Estaba muy
enferma, y en determinado momento de su camino por este valle de lágrimas, vio la
luz. Envió entonces a llamar al padre Bowen, y desde que volvió a su casa en una
jubilosa ambulancia, se convirtió en una permanente pecadora arrepentida.
–Entonces,
¿cuál es el problema, padre Bowen? –preguntó Ellery, intentando darse la vuelta
en la cama.
Hacía
diez días que estaba postrado a causa de un doloroso ataque de ciática.
–La
raíz del problema, señor Queen –dijo el padre Bowen, colocando su brazo huesudo
bajo el de Ellery, e incorporándole con destreza–, estriba en el amor al dinero.
Vea Timoteo 1, 10. Parece ser que, según dicen en mi parroquia, la señorita Wichingame
es rica. Posee varias propiedades muy valiosas, y una cantidad considerable de valores
y de dinero en efectivo. La pobrecilla hasta ahora ha sido mezquina, pero de pronto,
a causa de su regeneración espiritual, insiste en desprenderse de todo.
–¿Para
dárselo a algún cantinero necesitado?
–Casi
desearía que fuese eso –contestó el anciano clérigo con un suspiro–. Conozco al
menos tres cuyas necesidades son grandes. Pero no… ha de ir a parar a su único heredero
viviente.
Y
le contó a Ellery la curiosa historia del sobrino de la Hechicera.
La
señorita Wichingame había tenido una hermana gemela, y mientras que en todos los
aspectos físicoseran idénticas, en gustos diferían profundamente. La señorita Wichingame,
por ejemplo, había mostradoya desde muy joven preferencia por la ginebra y por las
juergas; en cambio, su hermana gemelaconsideraba que las bebidas eran los lubricantes
del diablo, y poseía una moral muy rígida.Esta disparidad, por desgracia para la señorita Wichingame, se extendía también a sus
gustos de hombres. La señorita Wichingame se enamoró de un hombre moreno, menudo
y guapo… un español; pero su hermana, en cambio, entregó su corazón a “un puro nórdico”,
según dijo la señorita Wichingame al padre Bowen… a un tal Erik Gaard, de Fergus
Falls, Minnessota; un vikingo alto y serio, que pertenecía a la iglesia anglicana
y que se hizo misionero.
El
español de la señorita Wichingame la abandonó sin casarse con ella, dejándola llena
de recuerdos agradables aunque no muy respetables. El Reverendo Gaard, en cambio,
propuso santo matrimonio y fue aceptado triunfalmente.
A
los Gaard les nació un hijo, y cuando cumplió ocho años sus padres zarparon con
él a Oriente. Durante un tiempo, la esposa del misionero se fue escribiendo con
su hermana; pero como la señorita Wichingame cambiaba tanto de dirección y las cartas
de la misión de Corea tardaban en encontrarla, la correspondencia cesó.
–Así
que –dijo Ellery, moviendo cautelosamente la pierna izquierda–, cuando su feligresa
se arrepintió de sus pecados, le pidió que localizara a su hermana.
–Realicé
pesquisas a través de nuestra sección de misiones –asintió el padre Bowen–, y averigüé
que el padre Gaard y su esposa fueron asesinados hace años. Los japoneses pusieron
muchas dificultades a las misiones cristianas en Corea, y su misión fue arrasada.
Se cree que su hijo John escapó a China. Mi feligresa –continuó el padre Bowen agitándose–,
reveló en este punto una inesperada firmeza de carácter. Insistió en que su sobrino
estaba vivo, y en que debería ser encontrado y traído a los Estados Unidos, para
que ella pudiera abrazarle antes de morir y darle todo su dinero. Quizá recuerde
la publicidad de los periódicos, señor Queen. No abusaré de su paciencia contándole
los detalles de nuestra búsqueda; fue cara y desesperada. Desesperada para una persona
de tan poca fe como yo. Debo aclarar que la señorita Wichingame estaba plenamente
segura del éxito.
–Y
el sobrino John fue encontrado.
–Sí,
señor Queen. Dos.
–¿Cómo?
–Aparecieron
dos en mi rectoría; cada uno procedente de Corea, y cada uno insistiendo en que
era John Gaard, hijo de Erik y Clementine Gaard, y que el otro era un impostor.
Un lío tremendo. Francamente, no sé qué hacer.
–Me
imagino que se deben parecer.
–En
absoluto. A pesar de que los dos son rubios y de unos treinta y cinco años –la edad
correcta– no guardan entre sí ningún parecido, ni se parecen tampoco a los Gaard,
de los que conservamos una vieja foto. Pero como no existe ninguna fotografía de
John Gaard, es imposible basarnos en el aspecto físico.
–Pero
¿no ha examinado usted los visados, pasaportes, carnets de identidad, antecedentes…?
–Olvida
usted, señor Queen–dijo el padre Bowen con cierta dureza–, que en estos últimos
años Corea no ha sido exactamente un paraíso de tranquilidad. Por lo visto, los
dos jóvenes habían sido amigos íntimos; ambos trabajaron en la misma compañía de
aceites en China. Cuando allí se implantó el comunismo, huyeron a Corea. Y al producirse
la invasión norcoreana, se escaparon con una masa de refugiados después de que los
ejércitos comunistas tomaran Seúl. Hubo en aquellos días mucha confusión en los
medios oficiales. Ambos jóvenes poseen documentos a nombre de John Gaard, y salieron
por distintos aeropuertos.
–¿Cómo
explican ellos la identidad de sus documentos?
–Cada
uno dice que el otro robó sus credenciales y que las hizo duplicar… a excepción,
claro está, de las fotografías del pasaporte. Cada uno dice que le explicó al otro
que tenía una tía en Estados Unidos. En Corea no puede realizarse ninguna investigación,
y por desgracia los archivos de la compañía china de aceites no están accesibles.
Todas nuestras peticiones a las autoridades comunistas chinas, realizadas a través
de intermediarios diplomáticos, han sido ignoradas. Créame, señor Queen, no hay
modo de comprobar sus identidades.
Ellery
se sorprendió de encontrarse sentado en la cama, posición que no había podido adoptar
durante una semana.
–¿Y
la Hechicera?
–Está
aturdida, señor Queen. La última vez que vio a su sobrino fue cuando él tenía siete
años, justo antes de que sus padres se fueran al lejano Oriente. Pasó una divertida
semana en Nueva York con ella, de cuya semana escribió un diario. Todavía lo tiene…
–Pues
ya está –exclamo Ellery–. Lo único que tiene que hacer es interrogar a cada hombre
respecto a esa semana. El auténtico sobrino recordará sin duda algo de tan grande
aventura infantil.
–Ya
lo he hecho –replicó tristemente el padre Bowen–. Cada uno se acuerda de algo. Cada
uno asegura con amargura que el otro puede contestar esas preguntas porque él se
lo explicó todo. Y la pobre mujer se ha agotado intentando escoger a uno de los
dos. Está ya dispuesta a dividir su dinero entre ambos… ¡Y no lo toleraré! –dijo
firmemente el anciano pastor.
Ellery
hizo todas las preguntas que se le ocurrieron, y fueron muchas.
–Bueno,
padre –dijo por fin, moviendo la cabeza–, no veo cómo…
Y
de pronto dejó de mover la cabeza.
–¿Qué?
–gritó el clérigo.
–¡O
tal vez sí! Una manera de averiguar la verdad… sí… ¿Dónde están ahora los dos Johns,
padre?
–En
mi rectoría.
–¿Podría
traerlos aquí, digamos dentro de una hora?
–Oh,
sí –contestó el padre Bowen–. Desde luego.
Una
hora después, el anciano clérigo hizo entrar en la habitación de Ellery a dos jóvenes
de aspecto airado, y cerró la puerta de golpe.
–Me
ha costado mucho evitar que se peguen, señor Queen. Este, caballeros, es Ellery
Queen –dijo fríamente el padre Bowen–. ¡Y pronto terminará con esta majadería!
–No
me importa quién es ni lo que diga –grulló el primer joven–. Yo soy John Gaard.
–Tú
eres un embustero! –rugió el segundo joven.
–¿Te
han machacado la cabeza alguna vez?
–Inténtalo
y..
–¿Quieren
hacer el favor de colocarse de lado, mirando a esa ventana? –dijo Ellery.
Se
fueron calmando. Ellery les examinó agudamente. El primer joven era rubio y alto,
de hombros anchos, ojos castaños, nariz chata, pies enormes, y manos gastadas. El
segundo era bajo, de pelo claro, ojos azules, nariz curva, pies pequeños y manos
intelectuales. Se parecían tan poco como un huevo y una castaña; pero ambos estaban
furiosos, y era imposible decir quién parecía más honestamente ultrajado: si el
sobrino de la Hechicera o su impostor.
–¿Lo
ve? –dijo con desesperación el padre Bowen.
–Claro
que lo veo, padre –dijo Ellery sonriendo–, y me alegraré mucho de poder identificar
a John Gaard.
Los
dos jóvenes se agitaron, como si se retaran el uno al otro.
–Vamos,
vamos, caballeros –dijo Ellery–, en la habitación de al lado hay un sargento–detective,
que podría romperles la espalda sin tirar la ceniza de su cigarrillo. ¿Se ha preguntado
usted que cómo lo sé, padre Bowen?
–Pues
sí, señor Queen –respondió el clérigo confundido–. No les ha hecho a estos jóvenes
ni una sola pregunta.
–¿Le
importa alcanzarme de aquel estante, padre, ese libro tan grande encuadernado en
tela? – –dijo Ellery con otra sonrisa–. Gracias… Este volumen, caballeros, se titula
Medicina y biologíalegal y fue escrito por dos de las más famosas autoridades
en la materia:Mendelius y Claggett. Veamos… tiene que estar por la página quinientos
y algo… Bueno, padre, usted me ha dicho que la hermana gemela de señorita Wichingame
era idéntica a ella físicamente, ¿no es así? En este caso, como la señorita Wichingame
tiene los ojos azules, la señora Gaard debió también de tenerlos. Y ha descrito
usted al reverendo Gaard como “un puro nórdico”, lo cual, etnológicamente, coloca
al padre de John Gaard entre las personas de ojos azules… ¡Ah!, aquí está. Déjenme
que les lea el segundo párrafo de la página 563 de esta competente obra. “Dos personas
de ojos azules” –dijo Ellery, clavando los ojos en la página abierta del libro–
“engendrarán sólo hijos de ojos azules. No podrán engendrarlos de ojos castaños”.
–¡Que
se va! –chilló el padre Bowen.
–¡Velie!
–rugió Ellery–. ¡Cójalo!
Y
el sargento Velie, apareciendo como por arte de magia, obedeció con su énfasis acostumbrado.
Mientras
el sargento se llevaba al alto y fuerte impostor de ojos castaños, el menudo y auténtico
John Gaard, de ojos azules, intentó expresar su agradecimiento a Ellery en una excitada
mezcla de inglés, chino y coreano. El padre Bowen cogió el libro que Ellery había
cerrado y lo abrió por la página 563. Una expresión perpleja se dibujó en su cara,
y dando la vuelta al libro, miró la cubierta.
–Pero,
señor Queen –exclamó el padre Bowen–, este libro no se titula Medicina y biología
legal. ¡Es una vieja edición de Quién es quién!
–¿Sí?
–replicó Ellery con aires de culpabilidad–. Habría jurado…
–No
–dijo el padre Bowen en tono severo–. La realidad es que Mendelius y Ciaggett no
existen. Es usted quien se ha inventado esa teoría de los ojos azules y castaños,
¿no es cierto?
–Hubo
una época en que los libros decían que era así –contestó tristemente Ellery–. Pero
probablemente ya no lo dicen… demasiados padres de ojos azules y conducta irreprochable
estaban produciendo hijos de ojos castaños. Sin embargo, nuestro joven de ojos castaños
no lo sabía, padre. Y ahora –Ellery se dirigió al otro joven–, le diré cuáles son
mis honorarios: ¡Vuélvame a meter en esta maldita cama!
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