Francisco Tario
Ha transcurrido un tiempo
y Aurelia, a instancias de su marido, consiente al fin en abandonar la finca, en
busca de aires más propicios y saludables, instalándose, al cabo de varios días
de viaje, en un pequeño chalet alquilado a orillas del mar. No lejos existe un balneario
de moda y la estación veraniega se encuentra en pleno auge. Sin embargo, el bullicio
de la gente, la sensación íntima del bienestar ajeno y el propio mar, luminoso y
excesivo, no logran sino acentuar visiblemente su profunda melancolía. Sobresaltada
por toda suerte de remordimientos y alucinaciones, acúsase injustamente de la catástrofe
acaecida.
Mas
descubre allí, una mañana de tantas, en la playa, al hombre que con el tiempo tan
importante significación habría de tener en su vida. El único que lograría, temporalmente,
destruir en ella la fantasmal imagen del hijo muerto. No llegará a hablarle, acercársele,
cambiar con él una sola palabra, pues su marido la acompaña siempre, limitándose
exclusivamente a sostener aquel juego del renovado y ocasional encuentro con el
desconocido. Y a merced que pasan los días, una íntima e invencible alegría asoma
a sus ojos, levanta su espíritu, exalta su ánimo; un interés desusado y creciente
hacia aquel hombre descubre a su alma que misteriosa e irremediablemente se ha enamorado.
Admite, por cierto, cuán sencilla y enigmática es la vida y con qué poca cosa el
corazón humano se conforma. Aurelia acepta tácitamente que podría haber continuado
así siempre; siempre. No pedía más.
Ya
el amor ha sometido a su alma, se extravía y confunde en aquel amor, y este amor,
si no compartido, precisa al menos ser comunicado a alguien. ¿Comunicado? ¿A quién?
Y resuelve escribir una carta, que terminaría asimismo por resultarle fatal. Es
a una amiga, y termina así: “¡Soy feliz! ¡Feliz! ¿Te sorprende? Aunque no sepa determinar
muy claramente en qué consiste mi felicidad. Por lo pronto, escríbeme, repróchame,
injúriame, dime algo… háblame de este amor.” Y la súplica final y urgente: “Destruye
esta carta, te lo ruego. Tú comprenderás por qué.”
Tal
vez la transformación del ánimo de Aurelia o la insistente y familiar presencia
del desconocido despertaran sospechas en el marido; o quizás no. Jamás Aurelia penetrará
debidamente sus sentimientos. Pero una tarde, y sin previo aviso, le anuncia a ella
que deben partir. Ya termina la temporada, el tiempo es cada vez más desapacible
y los veraneantes comienzan a emigrar.
En
cuanto al desconocido, trátase de un hombre medianamente joven, también casado,
cuya mujer y dos hijos habitan en la ciudad. Para él, ciertamente, tampoco ha pasado
inadvertida la presencia de la bella desconocida, por quien un interés particular
e inesperado comienza a despertar en su alma. No se ha enamorado, no; mas le divierte
y atrae observar diariamente a la mujer, acecharla, seguir incluso los interrumpidos
giros de sus conversaciones escuchadas al azar, construir y ordenar caprichosamente
la ignorada y secreta vida de la misteriosa mujer. Le halaga y exalta tropezarse
hoy con su mirada, descubrirla a lo lejos en la playa, caminar hacia él, desaparecer.
Cada pormenor de aquella vida le ofrece una emoción distinta, un aspecto nuevo y
atrayente, singular. Y en ocasiones, por las tardes, pasea ingenuamente frente a
su chalet.
Mas
he aquí que la mañana en que descubre de pronto que la desconocida se ha marchado,
su vida se desploma repentina e incomprensiblemente. Está solo. Y aquel lugar tan
luminoso y plácido, aquel mar tan ruidoso y azul, se transforma, en virtud de la
súbita soledad, en el más lóbrego y aborrecible rincón, del que quisiera escapar
a toda costa. Las tardes son ventosas y frías y las avenidas aparecen desiertas.
El mundo, igualmente, es lóbrego y sombrío. Acepta, pues, inevitablemente que él
también se ha enamorado.
El
tiempo adelanta y los últimos veraneantes están por partir. El mar es grueso y opresivo
y nuestro hombre vaga taciturno y confuso. No posee el menor indicio de la mujer
que se fue, no dispone de nadie a quien recurrir. Se fue, y esto es cuanto le alcanza.
E inventa, como un trivial paliativo a su soledad presente, alquilar él mismo el
pequeño chalet desocupado: el que ocupara ella. Así se sentirá más próximo a la
mujer, penetrará ilusoriamente en su vida y su espíritu descansará más tranquilo
en compañía de la invisible presencia.
Y
una tarde, del modo más inesperado, una carta dirigida a Aurelia le trae la más
sorprendente noticia que pudiera imaginar en sus tormentosos días. Es la respuesta
de la amiga ausente a la reciente carta de Aurelia. ¡De suerte que ella lo amaba!
¡De suerte que había sido amado por ella! Amaba, por consiguiente, a un fantasma
y era amado a la recíproca por el fantasma desaparecido. No tiene ya qué hacer,
sino regresar cuanto antes. La carta le ha revelado, al menos, que la desconocida
vive en la misma ciudad que él. Y regresa.
Su
hogar, sencillo y tranquilo, lo acoge ruidosamente. Mas él no pertenece ya más a
ese mundo, su mundo se ha vuelto lejano y extraño, misterioso. Su hogar no le dice
nada. Su anterior mundo desapareció para él. E inicia, como un vagabundo o un sonámbulo,
la estúpida y colosal búsqueda de la mujer desaparecida a través de la inquietante
ciudad…
…Y
el ojo del espectador, infinitamente más penetrante que el de ellos mismos, seguirá
paso a paso la extenuante marcha de este hombre en busca de lo que ha perdido. Y
veremos, frecuentemente, cuán próximos durante ese tiempo estuvieron de encontrarse,
ya en una esquina o una avenida, en un teatro al cual uno de ellos deja inexplicablemente
de asistir, en una tienda donde un pequeño incidente retrasa o anticipa la salida
de él o de ella. En fin, el espectador será testigo de ese juego de azar que nos
impulsa o detiene, sin entender nunca ni remotamente por qué.
La
vida de Aurelia, en tanto, continúa aparentemente su curso normal; mas alentada
asimismo por una lúcida y secreta esperanza. También busca. También fracasa.
Al
fin, cierta tarde, sobreviene el encuentro del modo más imprevisto y propicio. Y
no es el encuentro de dos personas extrañas y ajenas, sino de dos seres solitarios
a quienes un grave y doloroso amor ha unido. No hay, pues, dudas en su encuentro,
resistencias o titubeos. Se toman del brazo y continúan. Es el amor. Y al amor se
entregan, a partir de aquella tarde, en una suerte de delirio efímero y sin sentido,
que nadie mejor que ellos advierte cuán fugaz ha de ser. Es como si tomaran de cada
minuto transcurrido la magnitud del breve tiempo de que consta, tratando desesperadamente
de aplazarlo y continuarlo hasta la eternidad.
Se
suceden las entrevistas, las citas del amor doloroso e imposible, destinado a terminar.
Ya conocen sus vidas y entreven su destino. “Te amo, sí –le revela ella–, y con
eso basta. No espero nada. No me prometas nada. De nada serviría.” Esta desbocada
pasión origina en Aurelia una especie de presentimiento de no sabe qué males mayores
que habrán de sobrevenir. Fue feliz una vez, cuando su hijo vivía, y no lo será
más. La felicidad –advierte– acude una sola vez, pero jamás vuelve. Y su felicidad
se ha perdido. Lo presiente. “¡Mi vida está destruida –le confiesa una tarde–, mas
destruida y todo te pertenece a ti!” Sabe que por aquel amor mentirá; y miente.
Que por aquel amor traicionará; y traiciona. Y se ve obligada a recurrir a las más
sucias mentiras, a los más innobles recursos para prolongar aquel amor un día más,
uno solo. Entiende muy claramente que, perdido este amor, su vida se derrumbará
definitivamente por segunda y última vez.
Mas
el espectador nuevamente volverá a seguir ahora a estos tres infortunados destinos,
sin que ellos se percaten. Podrá advertir, por ejemplo, cómo el esposo de Aurelia
reconstruye hechos, establece pormenores y examina acontecimientos que le revelarán
sin duda la existencia del amor prohibido. Y el espectador verá igualmente –ellos,
nunca– cómo, cuando los amantes se consideraban más a salvo, mayor era su riesgo
y la inminente ruina que llamaba a su puerta. No obstante, en el hogar de Aurelia
ni el más leve incidente parece turbar el curso ordinario de los días. En silencio,
y consigo mismo, su marido contempla también con asombro el derrumbe de su propia
vida. Ni un solo reproche, ni la más simple palabra acusadora pronunciará. Aún más,
adviértese –o al menos esta impresión produce– que su amor por la joven esposa crece
en él de día en día, nutriéndose de fuerzas oscuras y desconocidas.
Y
cuando el espectador confirme que fatalmente la traición de Aurelia ha sido puesta
en claro, escuchará al marido decirle una noche: “Volveremos a la finca. Es preciso.”
Cabe preguntarse, entonces: ¿Maldad? ¿Temor? ¿Dolor ante la inminente pérdida? ¡La
finca! Jamás ha vuelto Aurelia a la finca; no quiere volver más. La había olvidado.
Y esta visión repentina de la inmensa casa solitaria, del silencioso lago asesino,
traen a su memoria las épocas más tormentosas de su vida. Se niega; a la finca,
no; nunca. ¿Qué pretende él? –continúa el espectador preguntándose. ¿Ponerla tal
vez a salvo? ¿Torturarla inicuamente quizá? ¿Señalarle tácitamente el verdadero
camino a seguir? ¿Intentar de algún modo la dudosa recuperación?
Transcurren
los días. Es la última entrevista de los amantes. Tampoco ellos saben esto. Piensan
que la separación es temporal; pero nunca más volverán a verse. “Volverás y entonces…”
“¿Entonces qué?” –pregunta ella. Y ella misma se responde: “Entonces, nada. ¡Ya
lo sé!” Sabe muy bien que no se pertenecerán nunca; que hermosas y trágicas vidas
tiran de ellos en dos direcciones contrarias: los hijos vivos de él. El hijo muerto
de ella. Imposible.
Ya
van Aurelia y su esposo de regreso a la finca. La actitud de él es hermética, impasible,
por demás tranquila: como cuando la conoció y tomó. Como lo fue siempre. Ni una
simple alusión, ni una réplica. Sin embargo, una línea de su rostro, solo una, a
bordo del tren, basta para revelarle a ella la atroz verdad: su marido lo sabe todo,
todo, y por eso la ha hecho regresar. El silencio de él, su inalterabilidad ante
la verdad espantosa, la llenan de terror. Es un repentino y oscuro pánico el suyo
que le anuncia que ha de morir. Lo entiende de sobra: a eso la llevan. Y ya una
vez en la finca, por entre los viejos y melancólicos árboles, a lo largo de los
espaciosos salones, dondequiera, percibe cómo la muerte la acecha implacablemente,
pronta a precipitarse sobre ella. Cada ruido le anuncia algo; cada silencio le previene
un riesgo; cada palabra es un símbolo fatal. Y él estará siempre presente, enigmático
e inmutable. Siempre él allí, su marido, amenazador y austero. Piensa ella que no
le será posible resistir un día más.
Se
resuelve al cabo: debe huir. Huir con aquel y le escribe. ¿Huir? –se pregunta, perpleja.
¿Pero huir… de qué? ¿Hacia qué? No tiene significado su vida. Mas es preciso escapar,
evadirse a cualquier precio de la tortura infinita, de la monstruosa e interminable
espera. Y le escribe: “Lo he decidido, sí. El viernes estaré contigo y seré tuya
para siempre. ¡Espérame!” Resueltamente, Aurelia no resistirá más.
En
las sombras, sigilosa y trémula, dispone y prepara la huida. Calcula, medita, comprueba;
examina toda posibilidad. Mas la última noche en la finca –la que pensaba ella que
sería la última– marcará ya para siempre su destino, y no será ciertamente la última,
sino la primera de otra nueva existencia aborrecible y oscura. Todo está a punto
en la noche señalada: la casa en silencio; todos duermen. Y Aurelia baja lenta,
quizá demasiado lentamente, pues los segundos cuentan, y sale al jardín. Allí se
siente más libre y joven, en la perfumada noche. Avanza. El camino está expedito.
Mas de pronto –ha caminado unos pasos bajo los árboles– descubre que una luz, ¡su
luz!, se enciende e ilumina una ventana. Se detiene atónita, mira. E intenta correr.
Y en la ventana, inmóvil, aparece su sombra: la sombra inmensa de él. Oye o cree
oír una voz aquí y allá que la reclama, pronunciando repetidamente su nombre: la
voz siniestra de quien la mira, la voz del niño olvidado, la propia voz del lago;
la voz de su destino. Duda aún, ¿qué debe hacer? Avanza otro poco más, otro poco.
Ya está abierta la gran verja de la finca. Un paso más y será libre. Solamente un
paso es lo que necesita. Y la sombra en la ventana continúa inmóvil. Aurelia se
resuelve a salir; va a hacerlo. Pero no lo hará; nunca, nunca. Trágicamente derrotada,
increíblemente sola, regresa paso a paso hacia la casa. Todo ha terminado; es el
fin. La muerte en vida que la reclama. La herencia definitiva de la soledad. La
soledad de muerte que la atará tanto como dure su vida a la profundidad tenebrosa
del asesino lago que no la dejó partir.
Cuando
penetra en la casa y cierra tras ella la puerta, una suave y alegre brisa nocturna
agita las silenciosas aguas del lago, y en la ventana, misteriosamente, vuelve a
apagarse la luz.
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