Víctor Roura
Antes
de abordar el avión, decidí hacer la espera en el bar del aeropuerto. Ahí
estaba sentada una atractiva señora que platicaba consigo misma. La miré dos
veces antes de acercarme a ella.
–Yo invito la siguiente –dije.
Hablé del racismo y del nuevo fascismo sin
conmoverla.
–Vivo con un negro –dijo, lacónica.
Miré a nuestro alrededor, prontamente.
–No está aquí –aclaró.
Entendí entonces que ella sabía muy bien de
lo que yo estaba hablando. Compartimos nuestro desprecio por quienes practican esos
dogmas.
–Pero ya no nos soportamos –dijo.
Están a punto de separarse, después de
diecisiete años de matrimonio. No comprende cuál fue el motivo de la ruptura.
–Tal vez se dio cuenta de que su amigo Ray
es demasiado cordial conmigo.
–Hubieran disimulado.
–Los volcanes eruptan sin permiso de nadie
–dijo, mirándome con hondura.
Pedí otra ronda.
–Hablabas sola, hace un rato –dije, cambiando
el tema.
–Me quiero explicar de nuevo el mundo.
–No necesita explicación.
–A veces sí.
Inesperadamente, se puso de pie. Tenía un pantalón
ajustadísimo. Dijo que iba a los sanitarios. Colocó sus manos en el suelo y con
los pies hacia arriba, haciendo un admirable equilibrio, se fue al baño.
Me dejó impresionado.
Dicha acrobacia no puedo realizarla. Mucho
menos con ocho rones encima. La vi venir de igual modo. Caminaba con las manos.
Parecía una impecable gimnasta. Llegó a mí, sonriente.
–Lo que haces es, simplemente, inigualable
–dije.
–No soy exhibicionista.
–Práctica aeróbica inconclusa, supongo.
–No. Me duelen dos callos. No puedo caminar
con corrección.
Lógico, pensé.
Después, subió a la mesa. Se quitó el suéter
para quedarse con un minúsculo sostén. Se paró a dos manos. La gente la miraba boquiabierta.
Un mesero se acercó.
–Ese tipo de espectáculos está prohibido en
este bar –dijo, solemnemente.
Se sostuvo con una mano. La gente aplaudió,
reconociendo su acto.
–Mire, ¿no es ejemplar? –pregunté al mesero,
que veía horrorizado la escena.
De un salto, ella volvió a su lugar. Pidió
otras copas. El mesero se alejó, con duda.
–Eso no es todo –dijo.
Y se fue por el bar dando volteretas dobles
y triples, ante el asombro de los parroquianos. Vi acercarse al mesero. Su
rostro era la angustia misma.
–No podemos servirle ni una más, lo siento
–dijo, pálida la cara.
–Muéstreme su reglamento interno –exigí.
Dudó.
–Estoy seguro de que no hay un artículo que
suspenda los esporádicos actos circenses –dije.
Tragó saliva.
–El gerente dice que hagan el favor de
retirarse –indicó.
Ella llegó, de un salto cuádruple, a su
lugar.
–Tengo sed –dijo.
Le expliqué la situación. Rabiosa, se puso
de pie. Me tomó de la mano y me jaló hacia afuera. El mesero no supo qué hacer.
Salimos del bar sin que nadie nos detuviera. Los aplausos continuaban.
–¿A qué hora sale tu avión? –preguntó, cojeando.
Faltaban cuarenta minutos. Su cojera era
lastimosa. Me imaginé los callos. Duros. Abarcadores. Dolientes.
–Da tiempo para una copa más –dijo.
Nos encaminamos hacia otro sitio. Yo, a pie.
Ella, de manos.
–Johnny se subía en mí –dijo.
Obvio, pensé.
–Yo caminaba con las manos y él se
equilibraba arriba en mis pies –dijo, aclarando.
Portento de cirqueros, pensé. Johnny es aún
su esposo. El negro. Llegamos a otro sitio. Pedimos dos rones. Si eso hace Johnny,
¿qué no hará Ray?, pensé.
–Aviéntame tu ron –dijo.
Era la locura total.
Así lo hice. En su cara.
–¡Qué rico! –dijo.
E hizo lo mismo conmigo. Casi me ahogo. Pedimos
otros dos rones. Y volvimos a arrojárnoslos a nuestros rostros. Ya no quisieron
servirnos la siguiente ronda. Además, ya era tarde. Nos despedimos con un
fuerte abrazo. Y un beso interminable. Ya en camino a Tijuana me arrepentí de
no haberle preguntado su nombre ni de dónde era ni su teléfono ni nada. Pedí un
ron a la azafata. A mi lado iba una joven adormilada.
–¿Te puedo arrojar el ron a la cara? –le pregunté.
Llamó a gritos a la aeromoza y exigió cambiar
de asiento.
Mujer todavía inmadura, pensé.
No hay comentarios:
Publicar un comentario