martes, 18 de octubre de 2022

Circo en el bar

Víctor Roura

 

Antes de abordar el avión, decidí hacer la espera en el bar del aeropuerto. Ahí estaba sentada una atractiva señora que platicaba consigo misma. La miré dos veces antes de acercarme a ella.

–Yo invito la siguiente –dije.

Hablé del racismo y del nuevo fascismo sin conmoverla.

–Vivo con un negro –dijo, lacónica.

Miré a nuestro alrededor, prontamente.

–No está aquí –aclaró.

Entendí entonces que ella sabía muy bien de lo que yo estaba hablando. Compartimos nuestro desprecio por quienes practican esos dogmas.

–Pero ya no nos soportamos –dijo.

Están a punto de separarse, después de diecisiete años de matrimonio. No comprende cuál fue el motivo de la ruptura.

–Tal vez se dio cuenta de que su amigo Ray es demasiado cordial conmigo.

–Hubieran disimulado.

–Los volcanes eruptan sin permiso de nadie –dijo, mirándome con hondura.

Pedí otra ronda.

–Hablabas sola, hace un rato –dije, cambiando el tema.

–Me quiero explicar de nuevo el mundo.

–No necesita explicación.

–A veces sí.

Inesperadamente, se puso de pie. Tenía un pantalón ajustadísimo. Dijo que iba a los sanitarios. Colocó sus manos en el suelo y con los pies hacia arriba, haciendo un admirable equilibrio, se fue al baño.

Me dejó impresionado.

Dicha acrobacia no puedo realizarla. Mucho menos con ocho rones encima. La vi venir de igual modo. Caminaba con las manos. Parecía una impecable gimnasta. Llegó a mí, sonriente.

–Lo que haces es, simplemente, inigualable –dije.

–No soy exhibicionista.

–Práctica aeróbica inconclusa, supongo.

–No. Me duelen dos callos. No puedo caminar con corrección.

Lógico, pensé.

Después, subió a la mesa. Se quitó el suéter para quedarse con un minúsculo sostén. Se paró a dos manos. La gente la miraba boquiabierta. Un mesero se acercó.

–Ese tipo de espectáculos está prohibido en este bar –dijo, solemnemente.

Se sostuvo con una mano. La gente aplaudió, reconociendo su acto.

–Mire, ¿no es ejemplar? –pregunté al mesero, que veía horrorizado la escena.

De un salto, ella volvió a su lugar. Pidió otras copas. El mesero se alejó, con duda.

–Eso no es todo –dijo.

Y se fue por el bar dando volteretas dobles y triples, ante el asombro de los parroquianos. Vi acercarse al mesero. Su rostro era la angustia misma.

–No podemos servirle ni una más, lo siento –dijo, pálida la cara.

–Muéstreme su reglamento interno –exigí.

Dudó.

–Estoy seguro de que no hay un artículo que suspenda los esporádicos actos circenses –dije.

Tragó saliva.

–El gerente dice que hagan el favor de retirarse –indicó.

Ella llegó, de un salto cuádruple, a su lugar.

–Tengo sed –dijo.

Le expliqué la situación. Rabiosa, se puso de pie. Me tomó de la mano y me jaló hacia afuera. El mesero no supo qué hacer. Salimos del bar sin que nadie nos detuviera. Los aplausos continuaban.

–¿A qué hora sale tu avión? –preguntó, cojeando.

Faltaban cuarenta minutos. Su cojera era lastimosa. Me imaginé los callos. Duros. Abarcadores. Dolientes.

–Da tiempo para una copa más –dijo.

Nos encaminamos hacia otro sitio. Yo, a pie. Ella, de manos.

–Johnny se subía en mí –dijo.

Obvio, pensé.

–Yo caminaba con las manos y él se equilibraba arriba en mis pies –dijo, aclarando.

Portento de cirqueros, pensé. Johnny es aún su esposo. El negro. Llegamos a otro sitio. Pedimos dos rones. Si eso hace Johnny, ¿qué no hará Ray?, pensé.

–Aviéntame tu ron –dijo.

Era la locura total.

Así lo hice. En su cara.

–¡Qué rico! –dijo.

E hizo lo mismo conmigo. Casi me ahogo. Pedimos otros dos rones. Y volvimos a arrojárnoslos a nuestros rostros. Ya no quisieron servirnos la siguiente ronda. Además, ya era tarde. Nos despedimos con un fuerte abrazo. Y un beso interminable. Ya en camino a Tijuana me arrepentí de no haberle preguntado su nombre ni de dónde era ni su teléfono ni nada. Pedí un ron a la azafata. A mi lado iba una joven adormilada.

–¿Te puedo arrojar el ron a la cara? –le pregunté.

Llamó a gritos a la aeromoza y exigió cambiar de asiento.

Mujer todavía inmadura, pensé.

 

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