Émile Zola
I
La marquesa duerme
en su gran lecho, bajo el ancho dosel de satén amarillo. A las doce, al escuchar
el sonido claro del reloj de pared, se decide a abrir los ojos. La habitación está
tibia. Las alfombras, las colgaduras de puertas y ventanas la convierten en un nido
mullido donde el frío no penetra. Fluyen calores y olores. Allí reina una eterna
primavera. Y, tan pronto como está bien despierta, la marquesa parece víctima de
una súbita ansiedad. Retira las mantas y llama a Julie.
–¿La
señora ha llamado?
–Dígame,
¿ha subido la temperatura?
¡Oh!
¡la buena marquesa! ¡Con qué emocionada voz ha preguntado! Su primer pensamiento
es para aquel terrible frío, aquel viento del norte que ella no nota, pero que tan
cruelmente debe soplar en los tugurios de los pobres. Y pregunta si el cielo se
ha apiadado, si puede estar caliente sin sentir remordimientos, sin pensar en todos
los que tiritan.
–¿Ha
subido la temperatura?
La
doncella le ofrece el salto de cama que acaba de calentar junto a un gran fuego.
–¡Oh!
no, señora, no ha subido la temperatura. Al contrario, está helando con mayor intensidad.
Acaban de encontrar a un hombre muerto de frío en un ómnibus.
La
marquesa se deja llevar por una alegría infantil; aplaude y grita:
–¡Ah!
¡estupendo! Entonces esta tarde iré a patinar.
II
Julie recorre
las cortinas, suavemente, para que la brusca claridad no hiera la delicada vista
de la deliciosa marquesa. El reflejo azulado de la nieve inunda el dormitorio de
una luz alegre. El cielo está gris, pero de un gris tan bonito que a la marquesa
le recuerda el vestido de seda gris perla que llevaba la víspera en el baile del
ministerio. El vestido estaba adornado con blondas blancas, semejantes a los ribetes
de nieve que ve al borde de los tejados, sobre la palidez del cielo.
La
víspera estaba encantadora con sus nuevos diamantes. Se acostó a las cinco. Por
eso tiene aún la cabeza algo pesada. Sin embargo, se ha sentado ante el espejo y
Julie ha levantado la oleada rubia de sus cabellos. La bata se desliza y los hombros
quedan al aire hasta media espalda.
Toda
una generación ha envejecido ya contemplando el espectáculo de los hombros de la
marquesa. Desde que, gracias a un poder fuerte, las damas de físico atractivo pueden
escotarse y bailar en las Tullerías, ella ha paseado sus hombros por la baraúnda
de los salones oficiales, con una asiduidad que la ha convertido en el estandarte
viviente de los encantos del Segundo Imperio. Ha tenido que acomodarse a la moda,
escotar sus vestidos unas veces hasta el declive de los riñones, otras hasta el
extremo de sus pechos; hasta el punto de que la querida mujer, hoyuelo a hoyuelo,
ha mostrado ya todos los tesoros de su corpiño.
No
hay ni tanto así de su espalda o de su pecho que no sea conocido desde la Magdalena
hasta Santo Tomás de Aquino. Los hombros de la marquesa, generosamente exhibidos,
son el blasón voluptuoso del reino.
III
Es verdad, es
inútil describir los hombros de la marquesa. Son tan populares como el puente Nuevo.
Durante dieciocho años han formado parte de los espectáculos públicos. Basta con
ver un pequeño trozo en un salón, en el teatro o en cualquier otro lugar, para exclamar:
“¡Hombre! ¡la marquesa! ¡Reconozco la señal negra de su hombro izquierdo!”.
Por
lo demás, son unos hermosos hombros, blancos, rollizos, provocativos. Las miradas
de un gobierno han pasado por ellos proporcionándoles mayor finura, como le sucede
a las losas que los pies de la gente pulen con el paso del tiempo.
Si
yo fuera el marido o el amante, preferiría ir a besar el pomo de cristal de la puerta
del despacho de un ministro, desgastado por la mano de los que van a solicitar algo,
antes que rozar con los labios aquellos hombros sobre los que ha pasado el aliento
cálido de todo el París galante. Cuando se piensa en los mil deseos que han temblado
a su alrededor, uno se pregunta de qué arcilla ha debido hacerlos la naturaleza
para que no se hayan corroído ni desmenuzado como esas estatuas desnudas, expuestas
al aire libre en los jardines, de las que el viento roe los contornos.
La
marquesa ha depositado su pudor en otro sitio. Y ha hecho de sus hombros toda una
institución. ¡Y cómo ha combatido a favor del gobierno de su agrado! Siempre en
la brecha, en todas partes a la vez, en las Tullerías, en los ministerios, en las
embajadas, en casa de los simples millonarios, convenciendo a los indecisos a fuerza
de sonrisas, afianzando el trono de sus senos de alabastro, mostrando los días de
peligro pequeños rincones ocultos y deliciosos, más persuasivos que los argumentos
de los oradores, más decisivos que las espadas de los soldados y amenazando, para
conseguir un voto, con recortar sus camisetas hasta que los esquivos miembros de
la oposición se declaren convencidos.
Los
hombros de la marquesa han quedado siempre íntegros y victoriosos. Han soportado
un mundo sin que una sola arruga haya venido a rajar su mármol blanco.
IV
Esta tarde, al
salir de las manos de Julie, la marquesa, vestida con un delicioso conjunto polaco,
ha ido a patinar. Patina adorablemente bien.
En
el bosque hacía un frío intenso, un cierzo que picaba en la nariz y en los labios
de aquellas damas como si el viento les arrojara arena fina al rostro. La marquesa
reía, tener frío le divertía. De vez en cuando iba a calentarse los pies en los
braseros encendidos en las márgenes del pequeño lago. Luego volvía al aire helado,
marchándose como una golondrina que roza el suelo.
¡Ah!
¡qué buen rato y qué estupendo que no haya llegado aún el deshielo! La marquesa
podrá patinar toda la semana.
Al
regresar, la marquesa ha visto en un vial lateral de los Campos Elíseos a una pobre
tiritando al pie de un árbol, medio muerta de frío.
–¡Pobrecilla!
–ha susurrado con voz disgustada.
Y,
como el coche iba muy rápido y la marquesa no podía encontrar su monedero, le lanzó
a la pobre su ramo, un ramo de lilas blancas que costaba por lo menos cinco luises.
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