Marguerite Yourcenar
El viejo pintor Wang-Fo
y su discípulo Ling erraban a lo largo de los caminos del reino de Han.
Avanzaban
lentamente porque Wang-Fo se detenía de noche a contemplar los astros, y de día
para mirar las libélulas. Iban poco cargados, pues Wang-Fo amaba la imagen de las
cosas y no a las cosas en sí mismas, y ningún objeto en, el mundo le parecía digno
de ser adquirido, salvo pinceles, frascos de laca y de tintas de China, rollos de
seda y de papel de arroz. Eran pobres porque Wang-Fo cambiaba sus pinturas por una
ración de papilla de mijo, y desdeñaba las monedas de plata. Ling, su discípulo,
doblado bajo el peso de una bolsa llena de bocetos, encorvaba respetuosamente la
espalda como si cargara la bóveda celeste, pues esa bolsa, a los ojos de Ling, estaba
repleta de montañas bajo la nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna
de verano.
Ling
no había nacido para recorrer los caminos al lado de un viejo que se apoderaba de
la aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre cambiaba oro; su madre era la única
hija de un mercader de jade que le había heredado sus bienes maldiciéndola por no
haber nacido varón. Ling había crecido en una casa en donde la riqueza eliminaba
los azares. Aquella existencia, cuidadosamente protegida, lo había vuelto tímido:
le temía a los insectos, al trueno y al rostro de los muertos. Cuando cumplió quince
años, su padre eligió una esposa para él, y cuidó de que fuera muy bella, pues la
idea de la felicidad que procuraba a su hijo lo consolaba de haber alcanzado la
edad en la que la noche sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un
junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después
de las nupcias, los padres de Ling llevaron la discreción hasta morir, y el hijo
se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven esposa que
sonreía siempre, y de un ciruelo que cada primavera daba flores rosas. Ling amó
a esa mujer de corazón cristalino como se ama a un espejo que no se empaña jamás,
a un talismán que siempre protege. Frecuentaba las casas de té para obedecer a la
moda y favorecía con moderación a los acróbatas y a las bailarinas.
Una
noche, en una taberna, le tocó Wang-Fo como compañero de mesa. El viejo había bebido
para ponerse en estado de pintar mejor a un borracho; su cabeza se inclinaba de
lado, como si se esforzara en medir la distancia que separaba su mano de la taza.
El alcohol de arroz desataba la lengua de aquel artesano taciturno, y esa noche
Wang hablaba como si el silencio fuera un muro; y las palabras, colores destinados
a cubrirlo. Gracias a él, Ling conoció la belleza de los rostros de los bebedores
desvanecidos por el humo de las bebidas calientes, el esplendor moreno de las carnes
que el fuego había lamido desigualmente, y el rosado exquisito de las manchas de
vino esparcidas en los manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento reventó
la ventana; el aguacero se metió en la habitación. Wang-Fo se inclinó para hacer
admirar a Ling el fulgor lívido del rayo; y Ling, maravillado, dejó de temerle a
la tormenta.
Ling
pagó la cuenta del viejo pintor; y como Wang-Fo no tenía dinero ni posada, humildemente
le ofreció albergue. Caminaron juntos; Ling llevaba una linterna; su claridad proyectaba
sobre los charcos fuegos inesperados. Aquella noche, Ling supo, no sin sorpresa,
que los muros de su casa no eran rojos como él había creído sino que tenían el color
de una naranja a punto de pudrirse. En el patio, Wang-Fo reparó en la forma delicada
de un arbusto, al cual nadie había prestado atención hasta entonces, y lo comparó
a una joven que deja secar sus cabellos. En el corredor, siguió maravillado el camino
vacilante de una hormiga a lo largo de las grietas del muro, y el horror de Ling
por aquellos bichos se desvaneció. Al comprender que Wang-Fo acababa de regalarle
un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al viejo pintor en
la alcoba en donde su padre y su madre habían muerto.
Desde
hacía años, Wang-Fo soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando
el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer era lo bastante irreal para servirle de modelo,
pero Ling podía serlo puesto que no era mujer. Luego Wang-Fo habló de pintar a un
joven príncipe tensando el arco al pie de un gran cedro. Ningún joven del tiempo
presente era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling hizo posar a
su propia mujer bajo el ciruelo del jardín. Luego, Wang-Fo la pintó vestida de hada
entre las nubes del Poniente, y la joven lloró, pues era un presagio de muerte.
Desde que Ling prefería los retratos que Wang-Fo hacía de ella, su rostro ¡se marchitaba
como una flor expuesta al viento caliente o a las lluvias de verano. Una mañana
la encontraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas del chai que la
estrangulaba flotaban mezcladas con su cabellera; parecía aún más delgada que de
costumbre, y pura como las bellezas celebradas por los poetas de los tiempos cumplidos.
Wang-Fo la pintó por última vez porque amaba ese tinte verdoso que cubre el rostro
de los muertos. Su discípulo Ling molía los colores, y aquella tarea le exigía tanta
dedicación que se olvidó de verter lágrimas. Ling vendió sucesivamente sus esclavos,
sus jades y los peces de su estanque para procurar al maestro los frascos de tinta
púrpura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, la dejaron, y Ling
cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fo estaba cansado de una ciudad en la
cual los rostros no tenían ya ningún secreto de fealdad o de belleza que enseñarle;
el maestro y el discípulo erraron juntos por los caminos del reino de Han.
Su
reputación los precedía en los pueblos, en el umbral de las fortalezas y bajo el
pórtico de los templos donde los peregrinos inquietos se refugian en el crepúsculo.
Se decía que Wang-Fo tenía el poder de dar vida a sus pinturas con el último toque
de color que agregaba a los ojos. Los granjeros venían a suplicarle que pintara
un perro guardián y los señores querían de él imágenes de soldados. Los sacerdotes
honraban a Wang-Fo como a un sabio; el pueblo le temía como a un brujo. A Wang le
alegraban estas diferencias de opinión que le permitían estudiar en su entorno las
expresiones de gratitud, de temor o de veneración.
Ling
mendigaba el alimento, cuidaba el sueño del maestro y aprovechaba sus éxtasis para
darle masaje en los pies. Al despuntar la aurora, mientras el anciano aún dormía,
iba a la caza de paisajes tímidos, disimulados tras ramos de juncos. Por la tarde,
cuando el maestro, desalentado, tiraba sus pinceles en el piso, los recogía. Cuando
Wang-Fo estaba triste y hablaba de su vejez, Ling le mostraba sonriendo el sólido
tronco de un viejo roble; cuando Wang estaba alegre y bromeaba, Ling fingía humildemente
que lo escuchaba.
Un
día, a la hora en que el sol se pone, llegaron a los suburbios de la ciudad imperial,
y Ling buscó para Wang-Fo una posada en donde pasar la noche. El viejo se envolvió
en sus harapos y Ling se acostó junto a él para calentarlo, pues apenas acababa
de nacer la primavera, y el piso de tierra aún seguía helado. Al romperse el alba,
resonaron pasos pesados en los corredores de la posada; se escucharon los susurros
asustados del posadero, y órdenes gritadas en una lengua bárbara. Ling se estremeció
al recordar que la víspera había robado un pastel de arroz para la comida del maestro.
No dudando de que habían venido a detenerlo, se preguntó quién ayudaría a Wang-Fo
a pasar el vado del próximo río.
Los
soldados entraron con linternas. La llama que se filtraba a través del papel abigarrado
lanzaba luces rojas o azules sobre sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba
sobre su hombro, y los más feroces rugían de pronto sin razón. Pusieron pesadamente
la mano sobre la nuca de Wang-Fo quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas
no hacían juego con el color de sus abrigos.
Sostenido
por su discípulo, tropezando a lo largo de los caminos disparejos, Wang-Fo siguió
a los soldados. Los transeúntes, amontonados, se burlaban de aquellos dos criminales
que sin duda llevaban a decapitar. A todas las preguntas de Wang, los soldados contestaban
con una mueca salvaje. Sus manos atadas sufrían, y Ling, desesperado, miraba sonriendo
a su maestro, lo que era para él la manera más tierna de llorar.
Llegaron
a la entrada del palacio imperial, que erguía sus muros violetas en pleno día como
un lienzo de crepúsculo. Los soldados hicieron atravesar a Wang-Fo innumerables
salas cuadradas o circulares cuyas formas simbolizaban las estaciones, los puntos
cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder.
Las puertas giraban sobre sí mismas, emitiendo una nota de música, y estaban dispuestas
de tal manera que se recorría toda la escala musical al atravesar el palacio de
Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar la idea de un poder y una sutileza
sobrehumanos, y se sentía que las mínimas órdenes pronunciadas allí, debían de ser
definitivas y terribles como la sabiduría de los antepasados. Finalmente, el aire
se enrareció; el silencio se volvió tan profundo que ni siquiera un ajusticiado
se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cortina, los soldados temblaron
como mujeres, y la pequeña tropa entró en el salón, donde presidía, desde su trono,
el Hijo del Cielo.
Era
un salón desprovisto de muros, sostenido por gruesas columnas de piedra azul. Un
jardín se abría al otro lado de los fustes de mármol, y cada flor contenida en sus
bosquecillos pertenecía a una especie rara traída de más allá de los océanos. Pero
ninguna tenía perfume, para que la meditación del Dragón Celeste no se viera turbada
jamás por los bellos olores. En señal de respeto, por el silencio en que estaban
inmersos sus pensamientos, ningún pájaro había sido admitido en el interior del
recinto; y habían echado hasta las abejas. Un muro enorme separaba el jardín del
resto del mundo, para que el viento que pasaba sobre los perros reventados y los
cadáveres de los campos de batalla no pudiera permitirse ni rozar la manga del Emperador.
El
Amo Celestial estaba sentado sobre un trono de jade, y sus manos estaban arrugadas
como las de un anciano aunque tenía apenas veinte años. Su traje era azul para figurar
el invierno y verde para recordar la primavera. Su rostro era bello, pero impasible
como un espejo colocado demasiado alto, que no reflejara más que los astros y el
cielo implacable. Tenía a su derecha al Ministro de los Placeres Perfectos; y a
su izquierda, al Consejero de los Justos Tormentos. Como sus cortesanos, alineados
al pie de las columnas alertaban el oído para recoger la menor palabra salida de
sus labios, se había acostumbrado a hablar siempre en voz baja.
–Dragón
Celeste –dijo Wang-Fo proster-nándose–, soy viejo, soy pobre, soy débil. Eres como
el verano; soy como el invierno. Tienes Diez Mil Vidas; no tengo más que una que
está por terminar. ¿Qué te he hecho? Han atado mis manos que nunca te han dañado.
–¿Me
preguntas qué es lo que has hecho, viejo Wang-Fo? –dijo el Emperador.
Su
voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó la mano derecha, que los
reflejos del pavimento de jade hacían parecer glauca como una planta submarina,
y Wang-Fo, maravillado por el largo de aquellos dedos delgados, buscó en sus recuerdos
si no había hecho del Emperador, o de sus ascendientes, un retrato mediocre que
mereciera la muerte. Pero era poco probable, pues Wang-Fo hasta entonces no había
frecuentado la corte de los emperadores, ya que había preferido las chozas de los
granjeros o, en las ciudades, los suburbios de las cortesanas y las tabernas de
los muelles en las que riñen los estibadores.
–¿Me
preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fo? –prosiguió el Emperador inclinando
su endeble cuello hacia el anciano que lo escuchaba. Te lo voy a decir. Pero como
el veneno del prójimo no puede deslizarse en nosotros más que por nuestras nueve
aberturas, para ponerte en presencia de tus culpas, debo pasearte a lo largo de
los corredores de mi memoria, y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una
colección de tus pinturas en la habitación más secreta del palacio, pues era de
la opinión que los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a la vista de
los profanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. En esos salones fui educado,
viejo Wang-Fo, porque habían organizado la soledad a mi alrededor, para permitirme
crecer en ella. Con el propósito de evitar a mi candor la salpicadura de las almas,
habían alejado de mí el oleaje agitado de mis futuros súbditos; y no le estaba permitido
a nadie pasar frente al umbral de mi morada, por temor de que la sombra de aquel
hombre o de aquella mujer se extendiera hasta mí. Los contados viejos servidores
que me habían adjudicado se mostraban lo menos posible; las horas giraban en círculo;
los colores de tus pinturas se avivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo.
Por la noche, cuando no lograba dormir, contemplaba tus cuadros, y, durante casi
diez años, los miré todas las noches. De día, sentado sobre un tapete cuyo dibujo
me sabía de memoria, con las palmas de las manos vacías reposando sobre mis rodillas
de seda amarilla, soñaba con las dichas que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba
al mundo, con el país de Han en el centro, igual al llano monótono y hueco de la
mano que surcan las líneas fatales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde
nacen los monstruos; y más lejos aún, las montañas que sostienen el cielo. Y para
ayudarme a representar mejor todas esas cosas, utilizaba tus pinturas. Me hiciste
creer que el mar se parecía al vasto manto de agua extendido sobre tus telas, tan
azul que una piedra, al caer, no podía sino convertirse en zafiro; que las mujeres
se abrían y se cerraban como flores, iguales a las criaturas que avanzan, empujadas
por el viento, en las veredas de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de cintura
delgada que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas que podían
atravesar el corazón. A los dieciséis años vi abrirse las puertas que me separaban
del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos bellas
que las de tus crepúsculos. Ordené mi litera: sacudido por los caminos, de los que
no había previsto ni el lodo ni las piedras, recorrí las provincias del imperio
sin encontrar tus jardines llenos de mujeres iguales a luciérnagas, tus mujeres
cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros de las costas me asquearon de los océanos;
la sangre de los sacrificados es menos roja que la granada figurada sobre tus telas;
la miseria de los pueblos me impide ver la belleza de los arrozales; la piel de
las mujeres vivas me repugna como la carne muerta que cuelga de los ganchos de los
carniceros; y la risa burda de mis soldados me revuelve el corazón. Me has mentido
Wang-Fo, viejo impostor: el mundo no es más que un montón de manchas confusas, arrojadas
sobre el vacío por un pintor insensato, siempre borradas por nuestras lágrimas.
El reino de Han no es el más bello de los reinos, y no soy el Emperador. El único
imperio sobre el cual vale la pena reinar es aquél en el que tú penetras, viejo
Wang, por el camino de las Mil Cuevas y de los Diez Mil colores. Sólo tú reinas
en paz sobre las montañas cubiertas de una nieve que no puede derretirse, y sobre
campos de narcisos que no pueden morir.
Y
es por ello, Wang-Fo, que busqué cuál suplicio te sería reservado a ti, cuyos sortilegios
me hastiaron de lo que poseo, y me dieron el deseo de lo que no poseeré. Y para
encerrarte en el único calabozo del que no puedas salir, he decidido que se te quemen
los ojos, puesto que tus ojos, Wang-Fo, son las dos puertas mágicas que te abren
tu reino.
Y
como tus manos son los dos caminos de diez ramificaciones que te llevan al corazón
de tu imperio, he decidido que te sean cortadas las manos. ¿Me has comprendido,
viejo Wang-Fo?
Al
escuchar esta sentencia, el discípulo Ling arrancó de su cinturón un cuchillo mellado
y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo
sonrió, y agregó en un suspiro:
–Y
te odio también, viejo Wang-Fo, porque has sabido hacerte amar. Maten a ese perro.
Ling
pegó un salto hacia adelante para evitar que su sangre manchara el traje de su maestro.
Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling quedó separada de la nuca,
igual a una flor cortada. Los servidores se llevaron los restos, y Wang-Fo, desesperado,
admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo hacía sobre el
pavimento de piedra verde.
El
Emperador hizo una señal, y los eunucos enjugaron los ojos de Wang-Fo.
–Escucha,
viejo Wang-Fo –dijo el Emperador–, y seca tus lágrimas pues no es el momento de
llorar. Tus ojos deben permanecer limpios, para que la poca luz que les queda no
sea enturbiada por tu llanto, puesto que no deseo tu muerte sólo por rencor; y no
es sólo por crueldad que quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fo.
Poseo en mi colección de tus obras una pintura admirable en donde las montañas,
el estero de los ríos y el mar se reflejan, infinitamente reducidos, sin duda, pero
con una evidencia que sobrepasa la de los objetos mismos, como las figuras que se
reflejan sobre las paredes de una esfera, Pero esta pintura no está terminada, Wang-Fo,
y tu obra maestra no es más que un boceto. Sin duda, en el momento en que pintabas,
sentado en un valle solitario, reparaste en un pájaro que pasaba, o en un niño que
perseguía a aquel pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron
olvidar los párpados azules de las olas. No terminaste la orla del manto del mar,
ni la cabellera de algas de las rocas. Wang-Fo, quiero que consagres las horas de
luz que te quedan a terminar esta pintura, que contendrá así los últimos secretos
acumulados en el curso de tu larga vida. Seguramente tus manos, tan próximas a caer,
no temblarán sobre la tela de seda, y el infinito penetrará en tu obra por los plumeados
de la desgracia. Y no hay duda de que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán
relaciones en el límite de los sentidos humanos. Ese es mi propósito, viejo Wang-Fo,
y puedo forzarte a realizarlo. Si te rehúsas, antes de cegarte, haré quemar todas
tus obras, y serás entonces igual a un padre cuyos hijos han sido asesinados, y
destruidas las esperanzas de posteridad. Pero cree más bien, si quieres, que este
último mandamiento no se debe más que a mi bondad, pues sé que la tela es la única
amante que has acariciado en tu vida, y ofrecerte pinceles, colores y tinta para
ocupar tus últimas horas es como dar de limosna una cortesana a un joven que va
a ser ejecutado.
Tras
una señal del meñique del Emperador, dos eunucos trajeron respetuosamente la pintura
inacabada en donde Wang-Fo había trazado la imagen del mar y del cielo. Wang-Fo
secó sus lágrimas y sonrió, pues ese pequeño bosquejo le recordaba su juventud.
Todo atestiguaba una frescura del alma a la cual Wang-Fo no podía aspirar más; sin
embargo, algo le faltaba, pues en la época en que Wang la había pintado no había
aún contemplado suficientes montañas, ni suficientes rocas bañando en el mar sus
costados desnudos, y no se había impregnado lo bastante de la tristeza del crepúsculo.
Wang-Fo escogió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo, y se puso a extender
sobre el mar inacabado largas corrientes azules. Un eunuco agachado a sus pies molía
los colores; desempeñaba bastante mal aquella tarea, y más que nunca Wang-Fo añoró
a su discípulo Ling.
Wang
comenzó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada sobre una montaña.
Luego, agregó sobre la superficie del mar pequeñas arrugas que volvían más profundo
el sentimiento de su serenidad. El empedrado de jade se tornaba singularmente húmedo,
Pero Wang-Fo, absorto en su pintura, no se daba cuenta que trabajaba con los pies
en el agua.
La
frágil barca que había crecido bajo las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo
el primer plano del rollo de seda. El ruido cadencioso de los remos se levantó de
pronto en la distancia, rápido y vivo como un aleteo. El ruido se acercó, llenó
lentamente toda la sala, luego se detuvo y, suspendidas de los remos del barquero,
unas gotas temblaban, inmóviles. Hacía tiempo ya que el hierro candente destinado
a los ojos de Wang se había apagado sobre el brasero del verdugo. Los cortesanos,
inmovilizados por el protocolo, con el agua hasta los hombros, se paraban sobre
la punta de los pies. El agua alcanzó finalmente el nivel del corazón imperial.
El silencio era tan profundo que se hubiera podido escuchar el caer de unas lágrimas.
Sí,
era Ling. Llevaba su viejo traje de todos los días, y su manga derecha aún tenía
las huellas de un desgarrón que no había tenido tiempo de zurcir, en la mañana,
antes de la llegada de los soldados. Pero lucía en torno al cuello una extraña bufanda
roja.
Wang-Fo
le dijo quedamente mientras seguía pintando:
–Te
creía muerto.
–Vivo
usted –contestó respetuosamente Ling–, ¿cómo hubiera podido morir? Y ayudó al maestro
a subir a la embarcación. El techo de jade se reflejaba sobre el agua, de manera
que Ling parecía navegar en el interior de una gruta. Las trenzas de los cortesanos
sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Emperador
flotaba como un loto.
–Mira,
discípulo mío –dijo melancólicamente Wang-Fo. Estos desgraciados van a perecer,
si no es que ya han perecido. No sospechaba que hubiese bastante agua en el mar
como para ahogar a un Emperador. ¿Qué hacer?
–No
tema, maestro –murmuró el discípulo. Pronto se volverán a encontrar secos y ni siquiera
recordarán que su manga haya estado mojada. Sólo el Emperador conservará en el corazón
algo de la amargura marina. Esta gente no está hecha para perderse en el interior
de una pintura.
Y
agregó:
–El
mar es bello, el viento suave, los pájaros marinos hacen su nido. Partamos, maestro
mío, hacia el país que se encuentra más allá de las aguas.
–Partamos
–dijo el viejo pintor.
Wang-Fo
se apoderó del timón, y Ling se inclinó sobre los avíos. La cadencia de los remos
llenó de nuevo toda la sala; era firme y regular como el latido de un corazón. El
nivel del agua disminuía insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales
que volvían a ser columnas. Pronto, escasos charcos brillaron solos en las depresiones
del empedrado de jade. Los ropajes de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador
conservaba algunos copos de espuma en las franjas de su abrigo.
El
cuadro, terminado por Wang-Fo, estaba recargado contra una cortina. Una barca ocupaba
todo el primer plano. Se alejaba poco a poco, dejando tras ella una delgada estela
que se cerraba sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres
sentados en la embarcación. Pero aún se divisaba la bufanda roja de Ling, y la barba
de Wang-Fo que flotaba al viento.
La
pulsación de los remos se debilitó y cesó, obliterada por la distancia. El Emperador,
inclinado hacia adelante, la mano sobre los ojos, miraba alejarse la barca de Wang
que no era ya más que una mancha imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un
vaho de oro se elevó y se desplegó sobre el mar. Finalmente, la barca viró tras
una roca que cerraba la entrada hacia el mar abierto; la sombra de un farallón cayó
sobre ella; la estela se borró de la superficie desierta, y el pintor Wang-Fo y
su discípulo Ling desaparecieron para siempre por aquel mar de jade azul que Wang-Fo
acababa de inventar.
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