Horacio Quiroga
–¡Señora! –gritó la sirvienta
sofocada aún por la rápida ascensión–: son del depósito de abajo. Están enojadísimos
con los niños… han querido quemar todo.
–¿Qué?,
¿quemar?, ¿qué?… Que suban. ¿Luisa? ¡Ah! ¡estos hijos! El dependiente estaba ya
arriba.
–¡Sí,
señora, sí, son sus hijos! ¡Sus niños que ya no saben qué hacer! Estaban agujereando
el piso para incendiar el depósito… Los hemos visto.
–¡Qué
horror! ¡Estos hijos van a acabar conmigo! ¿Pero está seguro? ¿No será una broma
de criaturas?
–¿Broma,
señora? ¡Sus niños son poco amigos de bromas! Con una barrena habían hecho un agujero
para echar un fósforo. Se morían de gusto pensando en lo que iba a pasar. Esas son
las bromas de sus niños… Por suerte los hemos oído a tiempo.
La
señora prometió corregirlos debidamente, asegurando al empleado que nunca más volverían
a tener quejas de ellos. Aquel, con una esquiva mirada de desconfianza, volvió gruñendo
a su depósito de alcoholes.
La
idea de los chicos era en efecto de pasmosa sencillez; por el agujero aquel, que
el malhadado tuerto denunciara, se iba a echar entre todos un fósforo encendido.
Los toneles de alcohol arden al menor contacto de una llama; esto es evidente. Pero
el fuego artificial había fracasado porque el tuerto, oyendo el cuchicheo en el
techo, había visto el agujero sobre el cual los chicos se daban incesantes cabezazos
para aplicar todos a un tiempo el ojo. Aunque la idea era del segundo, el mayor
había conseguido la barrena, perteneciéndole por tanto la llave del plan. El menor,
cuya imaginación dormía aún entre recién pasados ensueños de fosfatinas y arrow-root,
había logrado obtener que entre los tres se cogiera el fósforo encendido, y entre
los tres se lo arrojase a aquel cielo prohibido.
A
las doce volvió el padre de la oficina, y su enojo fue violento, tanto como las
diez palmadas que el mayor recibió atrás, motivos para que huyera a gritos, aplicando
allí con furor sus dos manos.
–¡Lo
que hay –concluyó el padre enardecido aún– es que todas estas cosas pasan cuando
yo no estoy!
–¿Y
qué quieres que haga? ¡Yo no puedo estar sobre ellos a cada momento! Eres injusto.
–Injusto
o no, mientras yo estoy aquí, no pasa nada.
Ella
no pudo menos de sonreírse.
–¡Bueno
fuera! Yo no tengo tus manos.
–¡Es
que no es cuestión de pegar! ¡Es cuestión de respeto!
Su
mujer se encogió de hombros, con un ¡oh! de cansancio.
Almorzaron.
El padre, aunque hablando con aparente distracción, no perdía de vista a los chicos,
pronto a reafirmar el respeto debido. Pero los chicos tampoco perdían de vista a
su padre, y comían con gran sabiduría, evitando cada cual, no obstante, mirar a
sus hermanos.
Llegó
la siesta, y las criaturas fueron confinadas a su cuarto, con orden expresa de no
moverse de allí hasta que sus padres se hubieran levantado.
Veinte
minutos después iba y venía de las camas a la puerta, el correteo precipitado de
los chicos en medias.
–¡Yo
sé lo que vamos a hacer! –comunicó el mayor llevándose el dedo a los labios.
–Sí,
yo zé–afirmó el menor. Pero su hermano no quería compartir la gloria.
–¿A
ver, qué? –se dignó preguntar con desprecio.
–¡Yo
zé! –insistió el pequeño, pero ya avergonzado de su inconsciencia, y dispuesto por
lo tanto a afirmar toda la vida que él sabía.
–¡Bueno!
Vos no sabés esto.
Y
enteró a sus dos tenientes de la maravilla que acababa de ocurrírsele.
Abrieron
la puerta con infinita precaución y en un minuto estuvieron en el campo de batalla.
La cosa era también sencilla esta vez. En el fondo de la casa vecina, de un solo
piso, se estaba levantando un cuarto, y de este no había aún más que las paredes.
Pero todo ello con tal acierto, que un tirante del andamiaje interior sobresalía
un metro hacia afuera, y justamente bajo este tirante, a once metros de vacío perpendicular,
estaba el patio del depósito de alcoholes, en que el horrible tuerto se oponía a
la combustión de sus toneles. Los albañiles habían dejado allí un balde con larga
soga. Y en fin, desde la ventana del cuarto de la sirvienta, se podía saltar a la
azotea.
Corría
la siesta, abrumadora de calor y viento norte. No se oía un solo ruido en el depósito,
donde todos debían de dormir, hasta el mismo tuerto. Cuando el mayor de los chicos
se hubo izado por el andamiaje con su cuerda a la cintura, y aquella quedó pasada
por encima del tirante, lo demás fue sencillo. Tratábase de algo que recordaba a
un aeroplano: el menor entraría en el balde y el mayor, a pleno puño, lo bajaría
lentamente. No pretendían ninguna hazaña; solamente probar al tuerto que ellos eran
capaces de llegar hasta su mismo antro.
La
siesta avanzaba y urgía apresurarse. El pequeño se enfundó en su balde, y un momento
después quedaba suspendido sobre el vacío. El éxito era completo, y los chicos nadaban
en el quinto cielo de la felicidad. El mayor, rojo y los labios mordidos por el
esfuerzo, arriaba lentamente la soga. Pero cuando el balde hubo descendido uno,
dos, tres metros, los dedos duros ya comenzaban a desprenderse con dificultad de
la cuerda.
Los
chicos suelen tener, en la ingeniería de sus proezas, reales golpes de genio. La
angustiosa mirada que el mayor lanzó al aire lo iluminó. Con un supremo esfuerzo,
y arrastrando todo el aeroplano con él, retrocedió cinco pasos y cruzó la soga sobre
la esquina del cuarto. Ya era tiempo. El menor, entretanto, que había sentido huir
su serenidad con aquella inesperada subida, acabó de perderla viéndose inmóvil.
Sus ojos se agrandaron desmesuradamente. Allá abajo, muy hondo, en el infinito del
abismo, estaba el piso, el lindo piso que no se cae. ¡Nunca más llegaría allá! Y
eso en que estaba, y oscilaba, solo en el aire, sin sus hermanos…
–¡Mamá!
–gritó, con súbita explosión de espanto.
–¡Callate,
zonzo! –protestó el mayor desde su esquina.
–¡Callate,
miedoso! ¡Ya vamos a llegar! –apoyó el segundo, que seguía el triunfal descenso
echado de vientre sobre la cornisa.
–¡No,
no quiero, no quiero! ¡Ay, mamá! –chilló el pequeño, desesperado. Entonces el mayor
comprendió que todo estaba perdido; y el miedo, el terrible miedo que sucede a la
inconsciencia de las acciones heroicas, entró en él. Ya oía a su madre.
–¡Julito
grita! ¡Julio, Julio, ligero! ¡Algo le pasa a esa criatura!
Alzándose
sobre la baranda, el padre vio, y su arranque de ira fue más poderoso que la prudencia.
–¡Oyeme!
–le gritó pálido, proyectando hacia él una inmensa mano abierta–. ¡En cuanto llegue
allí, te vas a llevar la paliza más grande de toda tu vida! ¡Espérate un momento!
–Y corriendo a la ventana, saltó a su vez sobre la azotea vecina.
–¡Julio,
qué vas a hacer! –clamó la madre–. ¡No ves que esa criatura se va a matar!
Pero
el mayor, ya de nuevo sin fuerza ante aquella terrible mano, había visto la salvación
en la misma angustia de su madre.
–¡Yo
no fui, no fui yo! –protestó aún por la fuerza de la costumbre.
–¡Un
momento! ¡Ya veremos! –avanzó el padre.
–Yo…
suelto –balbuceó el chico.
–¡Ah,
maldito! –rugió aquel abalanzándose.
–¡Ay!…
suelto.
–Julio,
no te muevas, ¡por Dios! –gritaba la madre, desesperada–. ¡Va a hacer lo que dice!
Y
la situación se tornó digna de los chicos y del padre. Este, bruscamente contenido
por aquella amenaza, se había detenido en blanco a tres pasos del mecánico aviador,
que sujeto a su soga y los ojos angustiados, temblaba de miedosa resolución.
–¡Julio,
sal de allí! ¡La criatura tiene miedo de ti! ¡Déjalo!
–¡No!
¡Quiero darle un castigo ejemplar!
–¡Pero
no ves! ¡Vas a matar a tu hijo!
–¡No,
te digo! Ya se cansará.
Y
se sentó en la cornisa, devorando al chico con los ojos.
Pero
esta nueva complicación no hacía la felicidad del mecánico, que creyó prudente forzar
la situación.
–¡Ay!
¡Me duelen las manos!…
–¡Pero
Julio! ¡Ese niño! ¡Prométele que no le harás nada! ¡Carlitos, mi vida, tu padre
no te hará nada!
–¡Ay!…
¡No puedo!
No
era posible continuar. La cordura se sobrepuso al fin en el padre a su ira disciplinaria.
–¡Bueno!
Has podido más que yo… No te haré nada.
–¿Es
verdad, mamá? ¿No me hace nada?
–No,
mi vida; no te hará nada.
Trémulo,
ojeroso, el chico entregó la cuerda y desapareció por la ventana.
Cuando
los padres volvieron con el pequeño, rescatado a la aviación, reinaba en toda la
casa el más profundo silencio. Pero a pesar de ello y de la promesa otorgada, el
chico mayor recibió en sí, por sí y para ejemplo de los demás, una formidable soba.
–Has
hecho mal –protestó la madre luego–. Van a perder así la confianza en ti.
–¡Muy
lindo! ¿Y tú crees que voy a hacer caso de las promesas que haga a esos mocosos?
Diez
días después el menor –que desempeñaba importante papel en una nueva proeza– cayó
desde seis metros y estuvo desmayado cuatro horas. A haber acudido a tiempo, no
hubiera posiblemente tenido consecuencias la conmoción interna. Pero los chicos
mayores se libraron muy bien de llevar ellos mismos la noticia a su padre.
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